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Amadeo I/XIX

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XIX

Y yo dije al minuto: «Tu hora ¿cuál es?». Y no el minuto sino doña Mariana me contestó: «Déjate llevar, bobito. Del coche pasamos al tren». Me miré, me consideré, me vi como un niño chiquitín, que no podía valerse. Sentí hambre. Pensé que me alimentarían con biberón. Manos blandas me cogieron arropándome. Mis manecitas tocaron un abultado seno, y balbuciendo dije: «¿Verdad que eres Graziella?...». Y una mano menos blanda me azotó en los cuartos traseros, y oí dulces palabras: «A callar, a dormir... ro...». Por el traqueteo rítmico que venía de abajo, conocí que no íbamos en coche, sino en el tren. Yo dormitaba, y mi vago soñar, reproduciendo cosas pretéritas, era cortado a trechos por el canticio melancólico que marcaba las estaciones y los puntos de parada. Los sueños que elaboraba mi cerebro eran pasajes de intensa zozobra, con opresión cardiaca y temor de inminente peligro. Mi primera zozobra fue si alcanzaría o no el vapor para Civitta Vecchia... Que no lo alcanzaba; que salía momentos antes de llegar yo... Allá va el vapor sin mí; allá va... Y en esto sonaba el triste canto: ¡Pancorbo, un minuto!

Pensé yo que un minuto no me daba tiempo para embarcarme en otro vapor... El traca traca del tren siguió arrullándome, y en mi cerebro aparecía nueva inquietud opresora. En mi discurso de Durango, se me había olvidado una parte importantísima. A muchos de mis oyentes repugnaba la palabra República, aun retocada y ennoblecida con los perifollos de Católica y Pontificia. «No, queridas hermanas; no, hermanos del alma, no os alborotéis por la fealdad de una palabra, similar de todo escándalo y del delirio de la sanguinaria plebe... Callad, escuchadme: os sobra razón, y en armonía con vuestros sentimientos doy a los gloriosos Estados el nombre de Imperio de Cristo, Imperio Hispano-Pontificio... ¿Os satisface? ¡Viva nuestro Emperador y Rey Pío I, quiero decir Nono, que el número no hace al caso!». En esto la divina voz melancólica clamaba en el silencio frío de la noche: ¡Quintanapalla, un minuto!

El espantoso ruido del tren pataleando sobre las placas giratorias al entrar en una estación grande, me hizo saltar en el regazo de la incógnita hembra que me agasajaba. Pregunté dónde estábamos, y oí que habíamos llegado a Burgos. No me tranquilicé con la idea y el honor de estar en la ilustre Caput Castellæ, y seguí con mis ansias y zozobras al compás del fogoso vehículo que me llevaba traqueteando a lo largo de las Españas. Vi que contra mí venían los bárbaros jayanes hostigados por dos curas impíos y soeces, deshonra de su clase. La bestial plebe me apaleó; arrastrado fui por el suelo y lanzado a un campo de ortigas ... Recogíame con dulce piedad Pepita Izco; me lavaba las heridas, me bizmaba con delicadas manos; con el bálsamo de sus caricias me restauraba el cuerpo y el alma, y llevándome a su casa en brazos de las fornidas doncellas que la servían, en su propio lecho blando y anchuroso me acostaba, ¡ay!, a punto que el cantor triste del tiempo y de la noche decía, estirando la voz: «¡Torquemada, un minuto!». Oyéndolo, pensaba yo que Torquemada, con sus hórridas hogueras y sus crueles suplicios, era más humano que la bestial plebe duranguesa...

Pasado este angustioso trance, volví a la primera zozobra: ¿Alcanzaría el vapor para Civitta Vecchia? No lo alcanzaría, por no llevar el tren la vertiginosa marcha necesaria para llegar a Marsella en corto tiempo. Cuando creí que el cantor nocturno clamaría Marsella, parada y fonda, gritó: Venta de Baños, cambio de tren para Santander... Pensé que siendo Santander puerto de mar, allí encontraríamos vapor para Italia... Pero no iba nuestro tren en aquella dirección que me sacaría de mis apuros. Oí cantar Dueñas, luego Valladolid; después Arévalo, Sanchidrián... Cuando pasamos de la patria de Santa Teresa, la Madre Mariana me tomó en sus brazos y me zarandeó gozosa diciéndome: «Titín, chiquitín, arroja de tu mente todas las ideas, todas las impresiones, recuerdos de aquella Carquilandia que ha sido para ti un destierro, en algún modo tedioso y mortificante. Pero no creas que allí has perdido el tiempo, no; en aquella tierra de hombres inocentes y bravos has aprendido más de lo que pensabas. Mucho vale, hijo mío, el aprendizaje de cosas y personas que allá tuviste; mucho vale el dato de Vasconia, documento vivido por ti, para que lo agregues a los estudios que han de darte el total conocimiento de la vida hispana».

Con filial mirada y breves voces accedí a cuanto la cariñosa, Mariana me decía. En aquel punto me sentí tan extremadamente chiquitín, que al colocarme ella al amparo de su brazo derecho, pude medirme fácilmente, pude ver y comprobar que yo no era más largo que su brazo, desde el sobaco a la punta de sus dedos. Yo menguaba, yo había disminuido considerablemente de talla, y así debía creerlo mientras no se me demostrara que ella crecido había hasta un tamaño doble o triple del que tenemos por natural.

Al otro lado del vagón, dos mujeres arrebujadas y encogidas dormían profundamente. Con el tapujo de sus pañolones no se les veía el rostro. En los dos montones de arropadas carnes, inmovilizadas por el descanso, descollaban las ancas poderosas. Esto vi a la incierta luz de la lámpara cenital cubierta de un trapo verde. Doña Mariana no dormía. Sentada estaba en el rincón junto a la portezuela, teniéndome agasajadito en el espacio, grandísimo a mis ojos, entre su brazo derecho y el costado correspondiente. Blanduras tibias rodeaban mi mezquino cuerpo en aquel nicho sagrado.

De él me sacó la Diosa cuando habíamos traspasado el caballete del Puerto, y poniéndome sentadito sobre su muslo izquierdo, me dijo: «Pronto veremos la claridad del alba. El día nos saluda siempre en este paso de la Vieja a la Nueva Castilla. Y pues estamos, como quien dice, a las puertas de esa Villa, cueva o nidal de todas las alimañas que intervienen en la vida pública, aquí recobro la plenitud de mis funciones, y uno de mis primeros actos será tomarte a mi servicio, utilizando tu agudo ingenio y la sutileza con que te cuelas allí donde algo se guisa que pueda interesarme. Tu vista y oído son excelentes órganos de observación. Pequeño eres; más pequeño, casi imperceptible serás cuando me sirvas en calidad de corchete, confidente y mensajero».

Respondile que desempeñaría con orgullo cuantas encomiendas quisiera encargarme, y cada palabra que salía de mis labios achicaba, a mi parecer, mi ya corta estatura. O yo padecía una horrenda perturbación de mis sentidos, o era del tamaño de un gatito en la edad juguetona. Mordía yo suavemente un dedo de la Madre Mariana para demostrarle mi cariño, y con sus dedos me abrazaba ella y jugaba con mi cuerpecillo blando y dúctil.

El tren descendía rápidamente. Amaneció... Oí el clamor ferroviario que nos dijo: Escorial, cinco minutos. Vino luego Villalba; siguió Torrelodones... Ya día claro, doña Mariana llamó a las mujeres durmientes, incitándolas a prepararse para la llegada. Pero ellas continuaban como piedras en el apretado envoltorio de sus mantas y mantones. La señora, puesta en pie, se cubrió de un luengo balandrán; cogiome con viva manotada, y doblándome sobre mí mismo me guardó en un hondo bolsillo de aquella prenda lujosa.

Desde mi cárcel holgona y forrada de seda olorosa, oí la voz de la que bien puedo llamar mi ama, despertando a las mujeres. Estas gruñían desperezándose... Con el canto de Pozuelo, dos minutos, se confundía el ajetreo de las tres féminas requiriendo sus maletas y cinchando con correas sus envoltorios de viaje. En tanto, yo me desperezaba y sacudía en mi cárcel sedosa. Nada veía; pero al tacto pude apreciar que no estaba solo y que otros seres blandos y menudos iban conmigo en la prisión... Total, que llegamos a Madrid. Claramente percibí la salida del tren, el paso por la estación, la entrada en un coche y... ya no más, ya no más. Mis sensaciones se perdieron en un sopor delicioso y rosado, tirando a violeta... No sé cómo expresarlo.

Al llegar a este punto, el más delicado, el más desaprensivo de esta historia, me detengo a implorar la indulgencia de mis lectores, rogándoles que no separen lo verídico de lo increíble, y antes bien lo junten y amalgamen; que al fin, con el arte de tal mixtura, llegarán a ver claramente la estricta verdad. A riesgo de que no me crean, les digo que me encontraba en la plena conciencia de mi yo espiritual y físico; yo era yo mismo en mi ser inmanente; gozaba la serena vida fisiológica, la vida pensante y erudita, pues todo lo que supe sabía, y mi memoria se armonizaba con mi entendimiento; yo estaba bien comido y perfectamente apañado de todas mis necesidades y estímulos; yo bebía y fumaba; yo iba por las calles saboreando la inefable dicha de que nadie me viera ni en mi diminuta persona reparara; yo disfrutaba el placer de verlo todo sin ser visto, y de ejercitar el don de la crítica, el don de la burla, más precioso aún, sin que nadie por ello me molestase; yo podía reírme a mansalva de todo ser viviente, del Rey para abajo, y no encontraba freno ni obstáculo a mi observación fisgona; ante mí no había puerta cerrada ni pared que me cortaran el paso; me congraciaba de mi suerte diciéndome: «Por San Tito mi patrón y por Santa Clío mi madre, que es linda cosa el oficio de duende».

En calidad y funciones de tal, avanzaba yo una tarde por la Plaza de Oriente, y después de rodearla toda contemplando el caballo de bronce, me metí en Palacio por la puerta del Príncipe. En el largo zaguán, desde la puerta al patio, me encontré de manos a boca con mi amigo Quintín González, imponente y colosal portero, vestido de casacón colorado, con los aditamentos solemnísimos de tricornio y cachiporra. Ante él me planté puesto en jarras y le felicité por su hermosura monumental. Con gran sorpresa mía, Quintín permaneció impasible y tieso, sin contestarme ni fijar en mí sus miradas. En aquel momento me hice cargo por primera vez de que yo era invisible o poco menos, y sin solicitar de nuevo la comunicación amistosa con el amigo, acordeme de su mujer y de mi amoroso enredo con ella en días lejanos, allá por los fines del 70 y principios del 71.

Entráronme vivas ganas de ver a Nieves, y con resuelto paso me lancé a las alturas por la escalera de Cáceres. Recorrí alegremente todo el piso segundo, todo el tercero, rememorando alegres días. No encontré a la esposa de Quintín en la habitación donde antes moraba; tampoco encontré a mi pariente don José Folgueras, empleado en la Intendencia... Metime en diferentes casas cuyos inquilinos desconocía, y en una de ellas se me apareció la frescachona Nieves, así llamada irónicamente, pues era su persona el trasunto de los ardores caniculares. Había mejorado considerablemente de posición y jerarquía, que bien lo declaraban su compostura y traje, así como el adorno de la sala. En esta la vi sentadita frente a un alabardero, el cual, inclinado con abandono, le acariciaba las manos pronunciando las palabras galantes que inician una campaña de amor...

Yo me reía y observaba. Brincando pasé entre las piernas de uno y otro sin que ellos se percataran de mi presencia. Salté a una silla; de esta me encaramé en la cómoda; me entretuve mirando retratos colocados en esterillas, y entre ellos vi el mío, que a Nieves regalé dos años antes. La estancia revelaba un progreso enorme en el bienestar del matrimonio Quintín-Nieves. Esta no era ya planchadora de la Real Casa; debía de ser azafata, moza de retrete o no sé qué... De un brinco volví al suelo. El alabardero, echando hacia atrás los vuelos de su capa blanca, se aproximaba tanto a Nieves que su larga perilla rozó los labios de ella. En uno y otro, la alegría del alma mostrábase con el reír gozoso y voluble. De pronto Nieves cogió del sofá el tricornio de su adorador y se lo puso. Con rápido andar corrió a mirarse en el espejo. Tras ella fue el galán, y abrazándola por la cintura, ambos contemplaron sus rostros risueños en el espacio reproducido por el cristal. Yo me dije: «Vaya, vaya; ni aun en mi condición de invisible me resigno a presenciar la felicidad ajena, con mi gorro bien calado y mi velita en la mano. Abur, avecillas en celo; divertíos todo lo que podáis».

Salí de estampía y conmigo salió el gato de la casa, que por efecto de la picante escena iba en busca de lo suyo. El ligero paso del morrongo guió los pasos míos y tras él seguí escaleras abajo, no sé si por la de Cáceres o por otra de las muchas que allí hay. Ya era de noche y el gas alumbraba todos los pasajes, conductos y rincones del inmenso caserón real. No puedo dar idea del sinnúmero de peldaños que descendí. En un rellano encontré a mi gato, con otros individuos de su especie, maullando y haciendo la carretilla. Su lenguaje no era para mí totalmente ignorado. También ellos y ellas jugaban, se perseguían y se enzarzaban en enredos amorosos... Descendiendo más, el olfato y el ruido de voces hondas me anunció las cocinas.

En ellas penetré, y vi la caterva de cocineros y marmitones que aderezaban la real comida. Era también la hora de servirla, y en el ancho recinto abovedado vi movimiento y barullo que me dejaron suspenso. Daba el jefe voces de mando, como general en el momento crítico de una batalla. Los hombres de blanco gorro hacinaban en las fuentes con ágiles dedos las piezas de carne, legumbres y pescado, con el adorno de mil porquerías comestibles. Otros armaban los castilletes de repostería y postres de cocina. Todo el comistraje iba pasando al pie del ascensor, por donde las copiosas bandejas subían al piso principal, como en los buques de guerra suben los proyectiles desde la bodega hasta la batería donde están emplazados los cañones.

Recorrí todo el antro, y movido de mi curiosidad intensa me metí en un grupo de marmitones, que arreglaban las fuentes catando de todo por arte o glotonería. Algunos de ellos comentaban con burletas el extraño gusto de don Amadeo. No comía más que carne guisada simplemente, que los italianos llaman lesso, y patatas cocidas. Uno que parecía italiano aseguró que lo mismo comía Víctor Manuel. El postre de nuestro Soberano eran guindas en aguardiente que le mandaban de Turín, aderezadas con pimienta en grado tan fuerte que cuantos lo probaban aquí escupían los hígados.

La vista del monta-cargas me atraía. Reconocida ya la oficina culinaria, me lancé a él escabulléndome entre rimeros de chuletas y montañas de hojaldre. Subí... Encontreme en una habitación donde estaba la estufa en que se colocan las fuentes para conservar el calor. Allí, los mozos, a la voz de un maestresala llevaban los manjares al comedor llamado de diario. Con rápido paso en el comedor me colé. Vi al Rey y a la Reina en las respectivas cabeceras. Vi damas, gentiles hombres, militares de la guardia, ayudantes del Rey, y oí la festiva charla trilingüe, pues sobre el castellano, a lo largo de la mesa, flotaban frases y conceptos italianos y franceses. Exploré con alegría juguetona la hermosa estancia; contemplé las pinturas del techo, los espejos, cuadros y tapicerías que ornaban las paredes, las suntuosas mesas, relojes y candelabros... Ni encogido ni perezoso, creyendo que vistas las alturas y los medios debía investigar también lo rastrero, me metí debajo de la mesa, y la recorrí holgadamente de punta a punta por la calle que dejaban libre los pies de las dos filas de comensales.

Allí me entretuve observando los bien calzados piececitos de las señoras, las caladas medias y los bajos finísimos guarnecidos de encajes. Por otro lado vi botas con espuelas, conteras de sables, pantalones galonados... Hasta mí llegaba, repercutido por la madera que allí era mi techo, el sonido de la conversación ceremoniosa. La mesa era para mí una caja armónica que me transmitía las inflexiones más leves de la voz humana. La Reina hablaba un castellano gramatical, premioso, aprendido por principios. Los entorpecimientos de su palabra revelaban el temor a equivocarse. Don Amadeo hablaba torpemente, como quien todo lo aprendía de oídas y sin estudio. Al fin de la comida me regocijó la escena en que el Rey, con galantería maleante, quería obsequiar a señoras y caballeros con las famosas guindas de Turín. Todos declinaban riendo el honor de probarlas. Una dama, cuyo nombre ignoro, dijo que una vez que cató las guindas se le abrasó la boca y estuvo enferma de estomatitis. Un caballero, ayudante del Rey, alabó a este por tener su boca indemne contra el fuego. La risa terminó con libaciones discretas de jerez y champagne. Todos bebieron menos el Rey que no cataba el vino.

Terminada la comida, desfilaron. Yo salí de los últimos, y pude ver a los camareros bebiéndose lo que quedaba en algunas copas. Como esto no me interesaba, corrí tras de las reales personas, y de estancia en estancia llegamos a una que llamaban (después lo supe) Despacho del Rey. La Reina con las Condesas de Almina y de Constantina formó corrillo en el testero principal, junto a la chimenea entonces apagada. Sobre ésta lucía un retrato de María Luisa, por Goya, maravilla de la pintura. Embelesado estuve un rato mirando la figura genuinamente borbónica de aquella Reina frescachona, de boca hundida y ojos de fuego. El pintor, atento a destacar lo más hermoso del modelo, se había esmerado en reproducir su brazo incomparable.

Retozando sobre la blanda alfombra de Santa Bárbara, me enteraba yo de cosas y personas. La tertulia de Sus Majestades después de comer no era muy lucida. Ningún personaje de importancia, ningún prócer de primera fila, vi entre los asistentes a la real sobremesa. Toda la concurrencia era puramente palatina y del Cuarto Militar. Habló la Reina del Convenio de Amorevieta, que estimaba beneficioso... por el momento... Díaz Moreu le dio detallada explicación de las bases de aquel arreglo; elogió con ardor al Duque de la Torre, hombre de altas miras. Según dijo, el Convenio sería discutido en las Cortes y tendría la aprobación de todos los elementos dinásticos. Esperaba que de esta discusión saldría el Gobierno con mayor fuerza. Hablaron después de Ruiz Zorrilla, lamentando su alejamiento de la vida pública, en su retiro de Tablada. Doña María Victoria expresó tímidamente sus dudas de la eficacia del Convenio de Amorevieta. ¿Quién podía responder de que los carlistas, rehechos más allá de la frontera, no volverían con mayor furia a encender la guerra civil? Contra su terquedad nada valdría la razón, nada el interés de la Patria. Extremando su galantería, Díaz Moreu no se atrevió a disipar en absoluto las dudas de la Reina y casi las confirmó diciendo: «Tal vez, Señora. Vuestra Majestad discurre siempre con admirable previsión. El carlismo es de calidad muy dura, irreductible... Con esa gente no hay día seguro».

Por lo que después oí de labios de doña María Victoria, comprendí que esta señora se cuidaba de los asuntos públicos y en ellos ponía toda su atención. En su grande ánimo prevalecían la idea y propósito de consolidar en España la dinastía de Saboya. Manteniendo su propia persona en cierta obscuridad modesta, enderezaba su voluntad firmísima hacia el porvenir de sus hijos en tierra hispana... Hecha esta observación pasé a fisgonear en el grupo que al otro lado de la estancia formaba el Rey con los amigos de su mayor intimidad. Allá me fui ligero, resbaladizo, invisible. Lo que oí agazapadito debajo de la silla en que don Amadeo se sentaba, merece capítulo aparte.