Ir al contenido

Amadeo I/XX

De Wikisource, la biblioteca libre.

XX

Lo primero que le cuento al lector amable y antojadizo es que nuestro buen Rey saboyano desdeñaba los riquísimos tabacos habanos de regalía, de que había grande acopio en la Casa Real. El mismo desaire que sus amigos hicieron a las abrasadoras guindas de Turín hizo él al tabaco generoso y suave de la Vuelta Abajo. Por hábito y gusto fumaba el hombre los apestosos cigarros que en Italia llaman virginia, consistentes en un luengo y nefando cachirulo que lleva en su ánima una paja, sin la cual no hay quijadas que los hagan arder. Amable y guasón, a sus amigos ofrecía las cajas de habanos diciéndoles: Fumen eso; yo virginia. Para evitar el continuo encender de fósforos, que sin fuego constante no hacía tiro la pajilla, Su Majestad tenía en una mesita cercana una vela encendida, y a la llama de esta aplicaba el chicote.

Junto al Rey estaba el Barón de Benifayó, Montero Mayor de Palacio, alto, moreno, expresivo, de arqueadas cejas, lentes de oro. Como hablaba de corrido y limpiamente el italiano, con él descansaba don Amadeo del suplicio del idioma español, que en dos años no había podido dominar. A la vera de don Amadeo vi otros señores, que no pude identificar por mi desconocimiento del personal palatino. Vestían de paisano. ¿Era uno el General Gándara o el General Rosell? ¿Era el otro don Cipriano Segundo Montesinos? No puedo asegurarlo. Reconocí a Dragonetti, a Díaz Moreu y al General Burgos, de uniforme, que dejaron a la Reina conversando con las damas, el Conde de Rius y otros dos palaciegos gordinflones que yo no conocía.

En el corrillo del Rey, la conversación era frívola, de temas fugaces que pasaban rápidamente de boca en boca. En un momento que a mí me pareció solemne vi a la Reina levantarse. Hizo una reverencia de Corte, y seguida de las damas se retiró a sus habitaciones. Empezó el desfile de los caballeros en dirección de la Saleta, hasta que solos quedaron don Amadeo y Benifayó. Encendió Su Majestad otro virginia. El Rey y su Montero hablaron breve rato en italiano bajando la voz, pues aunque nadie quedaba en la estancia, temían el misterioso escuchar de las paredes. Servidores galonados pasaban por el Despacho del Rey. Les sentí cerrando puertas y apagando luces en las habitaciones próximas. Pensé que mis funciones inquisitivas me ordenaban no apartarme del Rey y su Montero hasta saber qué harían. A mi parecer, dejaban correr el tiempo esperando la ocasión oportuna para escabullirse de Palacio. No me engañaba.

Llegó un instante en que el silencio y la tranquilidad, tardíos cortesanos, se posesionaron de la Casa de los Reyes. Don Amadeo y su Montero se filtraron, vamos al decir, por la puerta de servicio. Pisando quedo y sin decir palabra, atravesaron un pasillo alumbrado con mecheros de gas. Torcieron a la derecha, luego a la izquierda. Ningún servidor les salió al paso, ni tuvieron otro testigo de su escapatoria que mi traviesa personalidad invisible. Llegaron, llegamos debo decir, a la escalera de caoba que llaman de la Intendencia. Descendimos suavemente. Gemían los peldaños alfombrados bajo las pisadas de ellos, no de las mías; que yo era poco más que un espíritu... Fuimos a parar a un pasillo: en él vi dos servidores que estaban en el ajo, y saludaron con leve reverencia. De allí salimos a la Plaza de la Armería, donde esperaba un coche de un solo caballo y cochero sin librea. Entró el Rey en el coche; tras él Benifayó. Algo noté entre el Montero y el oficial de guardia, que me indicó la connivencia de este. No necesito decir que me colé de un brinco dentro de la berlina, achantándome bonitamente en la bigotera...

El coche partió hacia la Plaza de Oriente y calle del Arenal. Era la noche plácida, de mejor temple que el día, como suele acontecer en las primaveras matritenses. Por la Puerta del Sol y calle de Alcalá discurrían los vecinos noctámbulos que salen de los teatros para meterse en los cafés. En Recoletos vimos poca gente; no faltaban los ciudadanos de la última capa social que tienen por alcoba y cama las sillas de hierro, o la escalinata de la Casa de la Moneda. Desierta estaba la Castellana. El coche la recorrió en casi todo su largo y fue a parar en un hotel próximo a la calle de la Ese. Alguien abrió desde dentro la verja, y la berlina penetró en un jardinillo de incipiente frondosidad. Momentos después, las tres ilustres personalidades franqueábamos corta gradería y entrábamos en una linda sala bien iluminada, donde fuimos recibidos por una dama... Espérate un poco, picaresco lector, que esto es muy delicado.

Era la tal de mediana talla, bien formada y no mal constituida de carnes y anchuras. Mi primer cuidado fue examinarle bien el rostro, que vi entonces por primera vez. Mi crítica lo declaró tan agraciado como hermoso; la tez morena, ojos expresivos, grande la boca, tan abundante el pelo que no se contenía dentro de sus límites naturales, extendiéndose por delante de la oreja como un rudimento suave de varoniles patillas. El conjunto de tal rostro tenía el encanto de la originalidad, que en arte como en belleza es poderoso atractivo. Sentáronse los tres arrimados a una mesa, la dama y el Rey juntitos, mano con mano; frente a ellos Benifayó... Yo me subí de un brinco a la consola próxima para ver bien y pescar todo lo que hablaran. La señora, que vestía luenga bata de seda blanca libremente descotada, dejando ver los linderos de un lozano busto, revelaba en sus ojos chispos y en su franca sonrisa el gozo de ver terminada felizmente una larga y ansiosa espera. Anhelaba, sin duda, comunicar a su regio amigo impresiones guardadas durante lentas horas y aun días. La ocasión de la dichosa confianza llegaba al fin. No podía contenerse, y prorrumpió en estas calurosas manifestaciones: «Ya supongo, mon lion brave et généreux, que no te habrás tragado el pastel que llaman Convenio de Amorevieta. No te fíes del Duque. Su intención no es mala; pero en la diplomacia militar no da pie con bola. Los carlistas tratarán ahora de rehacerse, y volverán pronto más insolentes y feroces a disputarte el Trono... Si las Cortes aprueban el Convenio, el Duque, ¡oh Rey mío!, te pedirá la suspensión de garantías, pues sin hacer mangas y capirotes de la Constitución no podrá gobernar».

-Yo contrario. He jurado (giurato) la Constitución. Gobernar sin ella no puede ser. Yo contrario.

-No debiste consentir que don Manuel, desalentado y aburrido, se retirase a Tablada. Ten presente, Rey de España por los 191, que no has venido aquí a continuar la política de los malditos Moderados, de los Unionistas rutinarios y pasteleros. Por ese camino no vas a ninguna parte.

-Es cierto, Adela. Yo conforme.

-Ni la guerra puede ser sofocada para siempre sino con la guerra misma -dijo ella disfrazando la pedantería con mohínes graciosos-, ni la política debe estancarse o petrificarse..., no sé cómo decirlo... No has venido a España para gobernar como la pobre doña Isabel... Para ese viaje no necesitabas alforjas... Fíjate en este refrán castizo; repítelo para que se te grabe en la memoria... Alforjas...; a ver, a ver cómo nos pronuncias esa jota...

Intentó el Soberano un aprendizaje de pronunciación castellana; mas lo hizo tan desgraciadamente, que él mismo se reía de su torpeza antes que los demás riéramos. En esto entró un criado, vestido de frac, con dudosa corrección, y colocó en la mesa servicio de té, con galletitas y emparedados. A una orden de la señora, desapareció el sirviente, volviendo al punto con un mazo de los infernales cigarros virginia, predilectos de Su Majestad. Cayeron los dos caballeros sobre los sandwichs, mientras la señora servía el té, y a mí, lo confieso, me asaltó la idea de plantarme en la mesa y comer con ellos, satisfaciendo mi hambre nocturna. Mas recordando mi calidad de sabandija perteneciente al mundo suprasensible, me abstuve de tomar parte en el refrigerio. Temía que un rasgo de animalidad me descubriese, deshaciendo el artilugio que me había transformado de persona grave en duende corredor. Si una indiscreción o exceso de travesura me restituyese de súbito a mi ser propio, ¡no te arrendara yo la ganancia, pobre Tito!

Entre mordiscos a los emparedados y sorbitos de té, la dama de las patillas anudaba la serie de sanos consejos al amigo y Rey. Intervino Benifayó realzando con tímidas palabras la persona del General Serrano. Entre la dama y el Barón se trabó una donosa controversia, en que salieron a relucir duques y duquesas con otras bien conocidas personas de la crema social. En todo lo que allí se dijo puse yo mi atención; pero mis funciones en cierto modo históricas me obligan a seleccionar los conceptos que oí, reservándome tan sólo los que entrañaban algún interés público.

«Si vale el consejo de una mujer -dijo la dama poniendo su blanca mano sobre el hombro de Amadeo-, yo diría que debías mandar a Tablada un mensajero...; persona discreta y aguda tenía que ser...; un mensajero que pudiera cazar con lazo de buenas razones a Ruiz Zorrilla y... Debes tener muy presente, león de Saboya, que para remover del fondo a la superficie la vida política, las costumbres políticas, y toda la pesca, determinó Prim traer a España un Rey nuevo, un Rey de fuera que nos diese lo que no teníamos, y acabara con el tejemaneje moderado y unionista. Hacer una revolución, poner todo patas arriba, cambiar de dinastía para volver a las viejas mañas, al polaquismo, al hoy tú, mañana yo, me parece que es como si quisiéramos aplicar a la vida de la Patria el juego de las cuatro esquinas...».

En un tris estuvo, podéis creérmelo, que saltara yo desde la consola al regazo de la patilluda señora para felicitarla por su atinado consejo. ¡Qué discreción, qué talento, qué golpe de vista! Yo me decía: «De casta le viene al galgo. Ya sé que te engendró el primer escritor del siglo». Abstraído un momento en estas consideraciones, vi que el Rey y la dama blanca se escabullían por una puerta próxima al mueble donde tenía yo mi observatorio. Advertí disminución de la luz... El bueno de Benifayó ¿dónde estaba?... Creí verle arrimado a la mesa hojeando una revista ilustrada... Creí que salía por la puerta que nos había dado ingreso. Por primera vez desde que era duende dudaba de la justeza de mi perfección visual. Pero es mi deber no interrumpir mi cuento; que para seguir con vista y oído el curso de la humana vida en estas historias me llevaron al recatado lugar donde me encontraba. Adelante, pues.

La fatalidad me obliga, ¡oh lector agudísimo y picaruelo!, a continuar en forma que sin duda no ha de agradarte. Tengo que emplear en mi escritura los signos simbólicos más discretos. Meto la mano en una escarcela bien provista que me colgó de la cintura mi doña Mariana, y saco un puñado de puntos suspensivos y los derramo sobre el papel para que te entretengas leyéndolos o descifrándolos. Ahí van. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aturdido recorrí brincando toda la habitación; salí al jardín; no vi alma viviente. El coche no estaba. ¿Había partido en él Benifayó para volver más tarde? No lo sabía ni me importaba averiguarlo. Cerrada la puerta de hierro, trepé por las enredaderas que cubrían la verja y de un brinco me puse en la calle. Al pisar el suelo de la Castellana me reconocí en mi normal estado físico. Yo era quien era, Proteo Liviano, conocido por Tito en el vago mundo del periodismo y de las letras. Mi primer cuidado fue desandar a buen paso la Castellana, Recoletos... En la Cibeles el reloj de Buenavista me dijo que eran las dos de la mañana... Tomé el camino de mi casa, calle del Amor de Dios, hospedaje de doña Nicanora, esposa del evaporado filósofo don José Ido del Sagrario.

Agasajado en mi cama me adormecí jugueteando con estos acertijos: ¿Era verdad que mi buen padre me había llevado a Durango, que hice allí vida patriarcal y soñolienta entre carlistas fieros y curas de armas tomar? ¿Eran reales las figuras de Choribiqueta, Fabiana Iturrigalde y Pepita Izco? ¿Había yo en efecto espetado a los cándidos durangueses un discurso chancero sobre la República Hispano-Pontificia? ¿Era verdad que la Madre Mariana me había sacado de aquel atolladero, tomándome a su servicio, para lo cual hube de transformarme en duende minúsculo y gracioso, sutil espía de la historia privada?... Si todo esto fue mentiroso aparato forjado por mi exaltada imaginación y de ello puede resultar que lo verosímil sustituya a lo verdadero, bien venido sea mi engaño, y allá van, con diploma de verdad, los bien hilados embustes.

En aquellos días anduve de bureo político con mis amigos Mateo Nuevo, Roberto Robert y don Santos La Hoz, que me felicitaban por haber recobrado mi equilibrio cerebral. Fui a la tribuna de las Cortes; oí un gran discurso de Cristino Martos de fiera oposición al Gobierno; presencié los ardientes debates sobre el Convenio de Amorevieta, terminados con votación que dio al Gobierno formidable mayoría. A pesar de esto corrían voces desfavorables para la situación Serrano-Topete. Decíase que el Duque, abrumado por las dificultades que se le venían encima, había pedido al Rey la suspensión de garantías y que don Amadeo respondió secamente con su acostumbrada fórmula: Yo contrario. Despiertos y animosos, los radicales corrieron en Comisión a Tablada logrando atrapar a don Manuel Ruiz Zorrilla y traerlo a Madrid. Total, lector mío cachazudo, que sobrevino la quinta o sexta de las crisis que amenizaron aquel reinado. Cayó el Duque de la Torre, dejando el puesto a Ruiz Zorrilla, que formó Ministerio con Martos, Montero Ríos, General Córdoba, Ruiz Gómez, Beránger, y Gasset y Artime. Íbamos viviendo.

Engalláronse más los alfonsinos. Hablaban de la Restauración como si la tuvieran en la mano. Los federales del grupo intransigente y levantisco echaban bombas. Los Clubs y Casinos ardían en protestas, en arengas fogosas, en amenazas furibundas a todo lo existente. Me pidieron que hablara y hablé, soltando todo el surtidor de mi nativa facundia oratoria. Nadie me atajó; a nadie parecieron extremadas mis lucubraciones. La misma boca que predicó en Durango la República, mejor dicho, el Imperio Hispano-Pontificio, vociferaba en Madrid anunciando el próximo advenimiento del Federalismo Sinalagmático y Cantonal. ¡Abajo la Unidad centralista y corruptora, arriba el Cantón autónomo que por medio del Pacto reconstruiría la patria libre, devolviendo al ciudadano su dignidad y soberanía! Aplausos frenéticos y plácemes cariñosos recompensaban mi palabrería furiosa.

La corriente social me devolvió, entrado ya el mes de Julio, al afectuoso trato de Mateo Nuevo, que generosamente me ayudaba en mis penurias. Volví a frecuentar su casa, Montera, 11, donde acudían casi todos los amigotes mencionados en los comienzos de este libro. El jacobino Tribunal del Pueblo ya no se publicaba; pero existía, con el nombre de Redacción, el punto de cita de los que regían las muchedumbres populares, titulándose presidentes de los Comités de distrito, presidentes de Juntas revolucionarias, con otras denominaciones que sólo han servido para distracción y entretenimiento de los partidos avanzados. A poco de frecuentar la sala cuyos balcones caían a la obscura calle de los Negros, me dio en la nariz olor de conspiración aguda.

Al comunicar mis sospechas a un amigo candoroso, este me dijo: «Sólo se trata de producir en Madrid la conveniente alarma con objeto de que el Gobierno no saque tropas de aquí para mandarlas a las plazas de provincias. Se prepara..., en confianza te lo digo..., un movimiento general en toda España. Ahora va de veras. Se alzarán Ferrol, Santoña, Cartagena, Sevilla, Badajoz, etcétera. Ello está tan bien dispuesto que el triunfo es seguro, tan seguro como tenerlo en la mano. No falta más que una cosa, Tito, y es producir en Madrid agitación tan grande que el Gobierno no pueda sacar tropas. ¿Lo entiendes? Ello es clarísimo. Te digo esto con la mayor reserva. No hables a nadie...».

No daba yo gran crédito a tales monsergas. Mil veces había llegado a mis oídos el susurro de alzamientos generales o locales sin que los hechos correspondieran a las risueñas esperanzas. El optimismo de los revolucionarios sencillotes y pillines, que creen lo que sueñan, es un fenómeno habitual en tiempos turbados. Manteníame yo escéptico, convencido de que no había más revolución que la formulada en ardientes discursos, revolución puramente teórica y verbal. Por eso yo, sempiterno hablador, era el primer revolucionario de la época y el primer oráculo de un resurgimiento que no quería venir. La Patria no podía contar aún con la acción de sus hijos, y debía contentarse con la resonante canturía de sus oradores. Desconfiado de la eficacia de la acción, continuaba yo atento al trajín de los conspiradores, y a su chismorreo sigiloso en la vacía redacción de El Tribunal del Pueblo. De ello me distrajo, al promedio de Julio, el hallazgo feliz de una mujer...

Tomo aliento, amados lectores, con lo cual, al contarlo, expreso mi sorpresa y turbación ante la súbita emergencia de un pasado lisonjero. La mujer que se me apareció en la calle de la Sal, junto al arco de la Plaza Mayor, era la poética, la romántica Obdulia con quien compartí las venturas del amor en los comienzos del reinado de Amadeo I... Obdulia, ¡oh!... Tito, ¡ah!... Al tiempo de lanzar estas exclamaciones se juntaron en febril apretón nuestras manos, y con frase entrecortada nos dimos informes recíprocos de la salud y vida de uno y otro. La linda criatura estaba flaca, ojerosa, manchado el rostro de pecas rojizas; y el desarreglo y suciedad de su ropa indicaban pobreza, malestar, infortunio... Díjome que se había casado, por imposición de su familia, con el desagradable mastín negro Aquilino de la Hinojosa. Ya lo sabía yo. Oí contar de un náufrago la historia. La náufraga era mi pobre y desdichada Obdulia.