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Amadeo I/XXI

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XXI

Ávida de referir sus cuitas, la infeliz mozuela me contó que, a poco de casarse, vio en su marido el más perverso animal de la Creación. Lo que llamamos luna de miel fue para Obdulia completa desilusión del matrimonio. Ella era delicada, sensible y de finísimo trato; él grosero, brutal, insaciable en la comida y otros apetitos. Al mes de casada pensó en divorciarse; habló con un abogado amigo suyo, y como este le dijera que en las leyes españolas no tenemos divorcio, dio en la idea de suicidarse, saltando de un brinco hacia las palmeras de Sión. Le faltó valor para el salto mortal: ni con fósforos, ni con braserillo, supo determinarse... Pensó acudir a mí; me buscó; dijéronle que yo vivía en magnífico arreglo con una tendera de la Concepción Jerónima. Acercose allá y le salió al encuentro una señora llamada Cabeza que quiso descabezarla... En tanto, Aquilino iba de mal en peor, agravando sus defectos. No le bastaba el oficio de afinador para sostener su casa y sus vicios. Dedicose a la compra, venta y alquiler de pianos, y tales desatinos hizo y en tales enredos se metió, que fue a caer en las mallas del Código penal.

«En mi casa -decía suspirando- no entraban más que procuradores y alguaciles. Yo no vivía; el apetito y el sueño me abandonaron; consuelo de mi angustia era el llanto, consuelo también un librito de poesías de Selgas que por las noches me calmaba los nervios, y aquellos versos de Espronceda: ¿Por qué volvéis a la memoria mía...? Hace unos meses vino a verme y a consolarme Celestina Tirado, que se metió a beata..., no sé si lo sabes..., y anda en trajines de religión. Díjome que en la iglesia hallaría mi remedio; que fuese a misa y a confesar, y que rezara mis tercios de rosario con devoción. Mi antigua señora la Marquesa de Navalcarazo me llamó para recomendarme el mismo medicamento de Celestina: Religión, misas, novenas, y pronunciar a toda hora el nombre de Jesús, que endulza el alma y la boca -más que con la miel y azúcar- con sólo sus cinco letras...».

Cogidos de la mano íbamos paseando despacito bajo los soportales de la Plaza Mayor. La doliente historia de mi amiga quedaba cortada en un suceso que nos abría camino para reanudar nuestra vieja novela interrumpida. Aquilino de la Hinojosa no estaba en Madrid. Dos semanas antes de lo que se refiere, había ido a Villaviciosa de Odón a recoger la menguada herencia de una tía suya que murió en aquel pueblo. Para ciertas diligencias judiciales tuvo que trasladarse a Navalcarnero; al regreso volcó la galera en sitio de peligro; rodando cayó el afinador en una barranquera, donde le recogieron descalabrado y con una clavícula rota. Personas caritativas le llevaron a Villaviciosa, y en casa de unos parientes estaba en cura, que habría de ser larga. «Ayer -me dijo ella- recibí su primera carta después del siniestro. Está dado a los demonios. Me escribe poniendo en cada renglón una blasfemia. Le tienen bizmado y entablillado, sin poder moverse. ¡Dichosa herencia, que no es más que un melonar, cuatro almendros y una casuca sin techo! Me dice que tiene cama para dos meses; manda tres duros por el ordinario y cuatro recibos de treinta reales para cobrar alquileres de pianos. Me recomienda la economía y que no vaya a verle, pues está bien cuidado por su prima doña Melchora».

Fáltame referirte, lector de mi alma, la última declaración de Obdulia, que es del tenor siguiente: «Vivo en el 23 de esta Plaza, allí, en un entresuelo, encima de la taberna que hace esquina a la calle del 7 de Julio. Con las pesetejas que me ha mandado ese, y diez duretes que me dio mi señora la Navalcarazo, vivo pobre, y solita porque he despedido a la muchacha que me servía...». No necesito decir más para que se comprenda que en aquel mismo día senté mis reales en el modestísimo y lóbrego albergue de mi antigua y moderna conquista, la señora de la Hinojosa. Los que no han vivido en un entresuelo de la Plaza Mayor, con ventanas mezquinas, bajo la visera de los soportales, no saben lo que es obscuridad en pleno día. Nunca pensé yo cobijar mi persona en tal ratonera; pero la exaltada pasión y el donaire de mi socia me convertían la tristeza en gozo y las tinieblas en luz. Aderezaba Obdulia nuestras comiditas. Más de una vez, por evitarnos ir a la compra y la molestia de encender lumbre, bajábamos a comer a la taberna, donde nos servían platos de judías de batallón, tajadas de bacalao y otros condimentos de pobres. El tabernero era muy amable y nos ponía la mesa en un aposento interno, donde rara vez veíamos comensales.

Por cierto que una noche me encontré de manos a boca con Serafín de San José, el esposo de mi antigua barragana, la eximia señora doña Cabeza. Aquel soez vagabundo, muy mal vestido y con cara de hambre atrasada, hablaba sigilosamente con un bigardo de mala catadura, entreverando las tajadas de bacalao con tragos de tinto. De la mesa donde estaba vino a saludarme, y me dijo que su mujer se había arreglado otra vez con el zascandil de Alberique. ¡En qué distinguida sociedad estábamos! El despacho grande de la taberna hervía de parroquianos lenguaraces. Siempre que por allí pasábamos de refilón oíamos conceptos groseros, iracundos, entre los cuales saltaba, como nota picaresca, una idea política.

Ultimados mis quehaceres volví a casa, un poco tarde, en la noche del 18 de Julio, y marco esta fecha porque sobrevino de improviso un suceso histórico. Hallé a Obdulia nerviosa y asustada: «¡Gracias a Dios que llegas! -me dijo, saliendo a la escalera-. Entremos; vas a saber una cosa tremenda. No te asustes; no va con nosotros. Siéntate... Recordarás que pedimos al tabernero para esta noche un pote gallego, que a ti tanto te gusta. Queriendo yo aprender cómo hacen este guiso, bajé a la cocina y estuve un rato con la señá Sebastiana. Luego me fui al mostrador, con el señor Tomás. De allí a la trastienda. Oí palabras sueltas de los puntos que bebían y charlaban... Até mis cabos... Volví al mostrador; el señor Tomás y un hombre de mala facha, que llaman el tío Martín, secreteaban... Pesqué alguna frase que me abrió las entendederas... En fin, chico, te diré lo que he podido traslucir: Esta noche matarán a don Amadeo. ¿A qué hora? Cuando los Reyes vuelvan de los Jardines del Retiro a Palacio. ¿Sitio? La calle del Arenal. No te rías. Verás cómo resulta cierto. Otra cosa: el pote gallego se ha pegado, y en su lugar nos mandarán unas chuletas de vaca y patatas fritas. Andan abajo esta noche muy desconcertados. ¡Qué caras he visto en la trastienda! Para mí, son los mismos que mataron a Prim».

No di gran importancia al cuento de Obdulia; pero tampoco lo eché en saco roto. Mientras cenábamos, comentando la conjura tabernaria, hice propósito de dar un soplo al Gobierno civil para que este tomase las precauciones propias del caso. Pero a nadie conocía yo en las Delegaciones ni en las antesalas del Gobernador. En estas dudas acordeme de mi pariente Sebo, cuyas relaciones familiares con la primera autoridad de la provincia, don Pedro Mata, me constaban de manera positiva. Tranquilamente despachamos nuestras chuletas, por cierto medio chamuscadas, medio crudas, y salimos a buscar en calles y jardines el aire y la expansión nocturna con que templábamos el ardor de los días caniculares. Después de hacer escala en la casa de Telesforo del Portillo (Olivar, 4), bajamos al Prado; dimos unas vueltas por Recoletos; descansamos en un aguaducho, y ya cerca de media noche cogimos la calle de Alcalá, y en la Puerta del Sol dudamos si tomaríamos la calle Mayor, que era nuestro derrotero, o la del Arenal. Éramos como trasnochadores que no se retiran a su casa sin ver una piececita de teatro. «Por sí o por no -dije a mi señora postiza- sigamos la dirección que han de llevar los Reyes y veremos si sale sainete o tragedia».

Recorriendo despacio la calle del Arenal vimos en la esquina del callejón de San Ginés a Serafín de San José con blusa larga. Advirtiendo que se recataba de nosotros creí sorprender en él cierto aire de filósofo pensativo. Al pasar por Bordadores dos hombres cruzaron a la acera de enfrente. Obdulia me hizo notar que bajo las blusas de aquellos tipos se marcaba el bulto de trabucos o retacos. Hacia la calle de las Fuentes creí ver al señor Tomás, con chaqueta parda y boina. Ya nos acercábamos a la calle de la Escalinata, cuando sentimos venir coches que nos parecieron de Palacio. Retrocedimos. Era, en efecto, la carretela descubierta en que volvían de los Jardines el Rey y la Reina, con el General Burgos. Detrás venía otro carruaje...

No tuvimos tiempo para mayores observaciones porque de súbito sonaron disparos. Los fogonazos brillaban en un lado y otro de la calle. Encabritados los caballos (luego supimos que eran yeguas), se paró el coche. Púsose en pie don Amadeo. El General Burgos atendió a escudar a la Reina con sus corpulentas anchuras... Confusión, espanto... Los transeúntes se agolpaban curiosos o corrían atemorizados. Obdulia y otras mujeres lanzaban al aire sus chillidos. Del coche que venía detrás descendió el Gobernador don Pedro Mata enarbolando su bastón. Surgieron polizontes como por magia. Nuevos disparos. La carretela de los Reyes partió a escape hacia Palacio: una de las yeguas cojeaba. Entablose rápida lucha entre policías y paisanos. Estos huyeron, en veloz corrida, hacia las Descalzas y Santo Domingo... Busqué a Obdulia, que en el tumulto se apartó de mí. La encontré en la esquina de la calle de las Fuentes. Volvimos al lugar trágico y vimos entre varios heridos a uno yacente, rígido; parecía muerto. Obdulia reconoció al tío Martín. Allí estuvimos, atentos al ardoroso comentario del suceso, hasta que trajeron la camilla para llevarse al que todos creían cadáver. Y agregándonos a la comitiva de curiosos desocupados y chicuelos, fuimos tras de la camilla hasta la Casa de Socorro de la Plaza Mayor. De allí pasamos a nuestra casa, advirtiendo al entrar en ella que había en la taberna estrecha custodia de policías.

A la mañana siguiente, atraído del febricitante interés que despierta un lugar trágico, me fui a la calle del Arenal. Gran golpe de gente había frente a una tienda de cristales situada entre la Costanilla de los Ángeles y la Travesía de los Donados. Los curiosos impertinentes no se hartaban de mirar y señalar las huellas de los proyectiles en el zócalo y en el rótulo de la tienda. De improviso, los que formábamos el respetable público de la tragedia fracasada vimos llegar al propio don Amadeo, acompañado de su amigo Dragonetti y de su ayudante Díaz Moreu. Rodeado de la plebe novelera miró y remiró las señales de los balazos. Muchos de los que allí fisgoneaban tenían a gala el señalar al Rey algún desperfecto que Su Majestad no había visto.

De la tienda salió una señora joven que parecía la dueña, y graciosamente invitó al Rey a que pasara, si quería descansar. Daba las gracias don Amadeo, permaneciendo en la calle, cuando se destacó del personal de la tienda una señora mayor, que ofreció al Rey un proyectil que había penetrado en el local, incrustándose en la anaquelería. Agradeció don Amadeo el obsequio y quiso gratificar a la señora, mas esta no admitió el dinero. Despidiose el monarca sombrero en mano, con su habitual cortesía, y a pie se volvió a Palacio, escoltado por un pelotón de vagos y precedido de un destacamento de chiquillos.

Acerqueme yo a la señora mayor, que en la puerta de la tienda quedaba, contemplando al pueblo soberano, y de manos a boca le dije: «He tardado un rato en reconocerla, insigne Mariclío, porque está usted hoy un poco desfigurada, con mayor peso de ancianidad que el que tenía la última vez que la vi. A su disposición me tiene para cuanto guste mandarme».

-A este ensayo de tragedia -me dijo, enseñándome un pie- he venido con mis zapatos de orillo, como ves. No había motivo ni asunto para mejor calzado. Los badulaques de anoche, movidos a un acto que no tenía más objeto que producir miedo para que el Gobierno no saque tropas a provincias, han procedido neciamente. El provecho de este regicidio sin regicidio será para los partidarios del niño Alfonso. ¿Por ventura son estos los que os aconsejan y dirigen?

Nada le respondí, pues mis observaciones no habían de llegar a la altura de su autoridad. Ofrecime de nuevo a prestarle cuantos servicios me encomendara, y con gusto la vi bien dispuesta en favor mío. Díjome que a la sazón moraba en la portería de la Academia de la Historia, porque sus cortos haberes no le permitían mejor acomodo. La capitis diminutio a que había llegado, en la desabrida etapa histórica del Rey saboyano, deslucía su ancianidad gloriosa. «Lo que mayormente me aflige -añadió, rompiendo conmigo la multitud para seguir juntos por la calle del Arenal- es la flaqueza femenil de los partidos monárquicos y la inconsistencia de los que vociferan en las filas avanzadas, indicio seguro de la poca virilidad del pueblo hispano. Todo lo que aquí pasa es cosa de ópera cómica, tirando a bufa. He pensado en darme de baja, como dice tu amigo Ido del Sagrario, y transferir mis nobles funciones a mi hermana Talía, que las desempeñará muy bien, encargando algunos numeritos de polka y tango a mi hermana Euterpe... El quita y pon de Ministerios que sólo difieren en la medida y rumbo de sus tonterías; la conspiración de las damas católicas, con su armamento de peinetas y florecillas de lis, pertenecen al orden literario del entremés con tonadilla y ovillejos. Habrás oído, entre tus amigos, planes de levantamientos en plazas fuertes y ciudades populosas. No hagas caso, hijo. ¡Batallones que se echan a la calle, guarniciones que se pronuncian! ¡Sueños locos de paisanos ociosos, que gobiernan el mundo en las mesas de un café o la redacción de periódicos bullangueros! Todos esos que se levantan, lo que hacen es acostarse, y entre sábanas se ríen de los conspiradores de alfeñique... Hace pocos días, he visto a los niños de las Peñuelas jugando al pronunciamiento. La demagogia misma procede hoy con más simplicidad que barbarie. Los ideales exaltados son ahora instintos movidos por la imbecilidad».

Acompañé a la señora hasta la calle del León, y me volví a casa. A mi consorte accidental referí mi encuentro con doña Mariana, y traté de explicarle la condición de esta y su doble calidad real y quimérica. Pensé yo que Obdulia no me entendería, pero como en la naturaleza cerebral de la bella joven prevalecían la ensoñación poética y el bello mentir, admitió como verídico el cuento de Mariclío y de sus inauditas transformaciones. «¡Ay Tito de mi vida -me dijo consternada- que felices seríamos si esa divina dama nos llevara por esos mundos como duendes o muñequitos que pueden esconderse, si a mano viene, dentro de una cajita de caramelos! Sabrás que en esta renegada casa estamos sobre un volcán. Apenas saliste tú para la calle del Arenal, entraron dos policías y me marearon con preguntas; que si yo, que si tú... Respondiles que no teníamos nada que ver con el atentado; que nosotros somos vecinos, pero no cómplices del señor Tomás y sus compinches. Antes te dije, querido Tito, que estábamos sobre un volcán... Son dos volcanes, dos. Porque si vuelve Aquilino mal curado de sus mataduras no pararé hasta el suicidio..., y que me entierren en un cementerio bonito, con cipreses y adelfas. En caso de que mi maridillo se quede por allá, será posible que nos prendan por el aquel de regicidas, y nos separen quizás para siempre. Eso no, Tito mío: vámonos, salvémonos».

Fácilmente me comunicó Obdulia sus recelos, y por tranquilidad suya y mía resolví una pronta mudanza. Recogida nuestra ropa, un colchón y otras cosillas, y dejando en la casa los trastos menos necesarios, nos fuimos a mi hospedaje de la calle del Amor de Dios. De sus graves inquietudes descansó Obdulia con la grata compañía de Nicanora y del dulce filósofo don José Ido. Este mostraba paternal solicitud por la espiritual joven que llevé a su casa. Hablaron de literatura y teatros, y Obdulia le recitó con lírica declamación, versos que embelesaron al esmirriado señor... Mi compañera no pisaba la calle por temor a un encuentro desdichado. Echándoselas de médico, Ido la declaró anémica y diagnosticó los baños de mar como infalible tratamiento. ¡Buenos estábamos para viajecitos y expansiones estivales!

Pasaba yo los mejores ratos del día persiguiendo a doña Mariana, o en su grata compañía cuando me deparaba Dios el encontrarla. Una tarde, platicando en la portería de la Academia, me sorprendió, mejor diré, me asombró gratamente con estas inesperadas razones: «Ocioso está el gran Tito, y la ociosidad es el achaque peor que puede caerle a un hombre de ingenio. De tu listeza y de tu travesura necesito yo estos días, sin que me sea forzoso darte la condición, modo y sutileza física que te di al traerte de Durango a Madrid. Tal como eres y en compañía de esa moza chiquita y romanticuela, que es ahora tu mujer adventicia, irás a donde yo te mande. Ya sabes que el Rey Amadeo sale hoy para una excursión a diferentes ciudades del Norte. Tú irás también por allá. Mas te destino a una sola plaza, Santander. Me consta que van también para allá gentes peligrosas de uno y otro sexo. En fin, tú lo has de ver... Observa lo estrictamente verdadero; no me traigas acá mentiras adornadas». Sacó de entre sus ropas un taleguito, y me lo mostró con estas dulces palabras: «Apurando mis recursos te doy billete de ida y vuelta para ti y para tu chiquilla, y una suma prudente para el gasto de tres semanas. Toma. No tardéis más de dos días en poneros en camino. Buen ojo, actividad y criterio. Adiós».