Amalia/Conferencias

De Wikisource, la biblioteca libre.

Conferencias

Daniel dejó su capa, su sobretodo y sus pistolas en una pequeña antesala, arregló un poco su cabello, y pasó a la sala donde el señor Martigny, al lado de la chimenea, leía algunos periódicos.

Los ojos del agente francés, joven aún y de una fisonomía distinguida, estudiaron por algunos segundos la inteligente y expresiva de Daniel, pálida y ojerosa entonces, y no pudo menos de revelar cierta sorpresa que no pasó inapercibida de Daniel: éste quiso entonces dar su primer golpe sobre el espíritu del señor Martigny, y al cambiarse con él un apretón de mano, le dijo en perfecto francés, sonriéndose, mostrando bajo sus labios gruesos y rosados sus hermosos y blanquísimos dientes:

-Os sorprendéis, señor, de hallar tan joven a vuestro viejo corresponsal, ¿no es así?

-Pero esa sorpresa cede el lugar a la que me causa vuestra penetración, señor... Perdonad que no os dé vuestro nombre: pues que para mí es un misterio aún.

-Que dejará de serlo en el momento, señor: las cartas podían comprometerme; las palabras fiadas a vuestra circunspeccion de ningún modo: mi nombre es Daniel Bello.

El señor Martigny hizo un elegante saludo, y él y Daniel sentáronse junto a la chimenea.

-Os esperaba con impaciencia, señor Bello, después de vuestra carta del 20, que he recibido el 21.

-El 20 os pedía una conferencia para el 23, y hoy estamos a 23 de julio, señor Martigny.

-Guardáis en todo una exactitud admirable.

-Los relojes políticos deben estar siempre perfectamente arreglados, señor; porque de lo contrario suelen perderse las mejores oportunidades que marca el tiempo, siempre tan fugaz en los acontecimientos públicos: os prometí estar el 23 en Montevideo, y heme aquí; debo estar en Buenos Aires el 25 a las doce de la noche, y estaré.

-¿Y bien, señor Bello?

-Y bien, señor Martigny: la batalla se ha perdido.

-¡Oh, no!

-¿Lo dudáis? -preguntó Daniel un poco admirado.

-No tenemos todavía detalles oficiales, pero, según algunas cartas, tengo motivos para creer que la batalla no ha sido perdida.

-¿Entonces creéis que ha sido ganada por el genetal Lavalle?

-Tampoco, creo que se ha derramado sangre inútilmente para los combatientes.

-Os equivocáis, señor -dijo Daniel con una entonación de voz tan grave y tan segura que no pudo menos que intrigar fuertemente el espíritu de M. Martigny.

-Pero vos, señor, no podéis tener otros datos que los rumores de Buenos Aires, donde todos los sucesos se repiten siempre bajo un carácter próspero al gobierno del general Rosas.

-Olvidáis, señor Martigny, que hace un año os suministro a vos, y, como debéis saberlo, a la Comisión Argentina y a la prensa, todo cuanto es necesario para ilustraros, no sólo sobre la situación de Buenos Aires, sino sobre los actos más reservados del gabinete de Rosas. Olvidáis esto, señor, cuando creéis, que yo haya recogido en los rumores públicos la certidumbre de un suceso tan grave como el que nos ocupa. No lo dudéis, la batalla del Sauce Grande, el 16 del corriente, ha sido perdida por el Ejército Libertador. El parte del general Echagüe, que traigo conmigo, me está ratificado por cartas particulares de persona adicta que tengo a mi ser-vicio en el ejército de Rosas.

-¿Traéis el parte, señor? -preguntó el señor Martigny algo perplejo.

-Helo aquí, señor -y Daniel le entregó un papel, que el agente francés desdobló sin precipitación, y que leyó, parado junto a la chimenea.

¡Viva la Federación! El General en Jefe del Ejército unido de operaciones de la Confederación Argentina Cuartel General en las Puntas del Sauce Grande, julio 16 de 1840. Año 31 de la Libertad, 26 de la Federación Entrerriana, 25 de la Independencia y 11 de la Confederación Argentina. Al Excmo. Señor Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, encargado de los negocios nacionales de la República. Dueño del campo de batalla por segunda vez, después de un combate de dos horas, en que los bravos defensores de la independencia nacional han rivalizado en valor y esfuerzo contra los infames esclavos del oro extranjero, tengo la satisfacción de comunicar a Vuestra Excelencia tan plausible acontecimiento, y congratularle por los inmensos resultados que debe producir. Habiendo empleado el enemigo el día de ayer en un furioso pero inútil cañoneo, que fue vigorosamente contestado, se resolvió al fin hoy a la una de la tarde a traernos el ataque. Para este fin marchó sobre nuestro flanco derecho casi toda su caballería, mientras que su artillería asestaba sus fuegos, pero no impunemente, al centro de la línea, por cuyo motivo el choque de nuestros escuadrones tuvo lugar a retaguardia de la posición que ocupábamos. Allí fueron acuchilladas esas ponderadas legiones de los traidores: quedando tendidos más de seiscientos, entre ellos dos coroneles y varios oficiales, y se tomaron veinte y seis prisioneros, incluso un capitán. Se dispersaron unos hacia el norte, buscando la selva de Montiel, y otros a varias direcciones, hasta donde permitía perseguirlos el estado de nuestros caballos. Entretanto nuestra artillería no estaba ociosa, repeliendo con suceso los tiros de la enemiga, y nuestros batallones aguardaban con imperturbable serenidad la aproximación de los contrarios que venían haciendo fuego, para descargar sus armas, como lo hicieron con tal acierto, que acobardados los infames correntinos que escaparon con vida, se entregaron a la fuga antes de llegar a la bayoneta, arrojando las armas. Ya se me han presentado más de cien fusiles. Nuestra pérdida es corta, y creo que no pasan de sesenta individuos fuera de combate, muertos y heridos. Sólo me resta asegurar a Vuestra Excelencia que los señores generales, jefes, oficiales y tropa se han conducido con bizarría, y espero completar en breve la destrucción de los restos del enemigo, para recomendarlos como merecen al aprecio de sus compatriotas y de todos los amigos de la independencia americana. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años Pascual Echagüe. Adición.-En la batalla nos presentó el enemigo una fuerza de extranjeros, que acompañó a los traidores correntinos a la ignominiosa fuga en que se pusieron. Echagüe. José Francisco Benites. Secretario militar.

-En ese parte -dijo Daniel, luego que el señor Martigny hubo acabado su lectura-, hay todas las exageraciones, y toda la insolencia que caracterizan los documentos del gobierno de Rosas, pero en el fondo de él hay una verdad: que la batalla ha sido perdida por el general Lavalle.

-Sin embargo, las cartas recibidas...

-Perdón, señor Martigny, yo no he hecho el viaje de Buenos Aires a Montevideo para discurrir sobre la verdad de este documento, pues que estoy perfectamente convencido de la desgracia que han sufrido las armas libertadoras: he venido en la persuasión de encontrar aquí la misma certidumbre, y poder entonces, sobre ese hecho establecido, discurrir y combinar lo que podría hacerse aún.

-Y bien, ¿qué podría hacerse, señor Bello? -contestó el señor Martigny, no encontrando dificultad en ponerse en el caso de que efectivamente hubiese sido perdida la batalla.

-¿Qué podría hacerse? Os lo diré, señor, pero tened entendido que no es de la pobre cabeza de un joven de donde salen las ideas que vais a oír, sino de la situación misma, de los hechos que hablan siempre con más elocuencia que los hombres.

-Hablad, señor, hablad -dijo el agente francés, seducido por la palabra firme, y por la fisonomía de aquel joven, radiante de inteligencia.

-Se conoce aquí el estado de las provincias interiores; las más fuertes de ellas pertenecen a la revolución. En el litoral, Corrientes y Entre Ríos levantan también las armas de la libertad. El Estado Oriental se armó igualmente contra el gobierno de Rosas. La Francia extendió una poderosa escuadra sobre los puertos y costas de Buenos Aires. Todos estos acontecimientos, señor Martigny, unos cuentan dos años ya, otros uno, otros seis meses. Bien: ¿en todo ese tiempo se ha progresado, o se ha retrogradado en el camino del triunfo sobre Rosas, camino común a la República, al Estado Oriental y a la Francia? De los puertos y costas de la provincia, el bloqueo francés ha limitádose a lo que queda en el Plata dentro de su embocadura en el Océano. En las provincias del interior la revolución no ha marchado adelante, y toda revolución que se para en su marcha instantánea, tiene todas las probabilidades en su contra. Las armas orientales se enmohecen en el territorio de la República, y pierden un tiempo que aprovecha Rosas. Teníamos a Corrientes y Entre Ríos, hoy no tenemos sino a la primera en peligro de ser dominada más tarde por las armas vencedoras en la segunda. Se retrocede, pues, lejos de adelantar. El porqué de este mal es muy sencillo: porque el esfuerzo de los contrarios de Rosas no ha sido dirigido aún sobre Buenos Aires; es ahí, señor Martigny, donde está la resistencia, y es ahí adonde se debe dar el golpe. Una batalla se ha perdido, pero no el ejército. En el estado de entusiasmo de los libertadores una retirada no es una derrota. Y si el general Lavalle pasase el Paraná, marchase inmediatamente sobre Buenos Aires, y en día y hora convenida atacase la ciudad la parte del campo, al mismo tiempo que una división por oriental, en que entrase toda la emigración argentina que hay en esta ciudad, desembarcase y atacase la ciudad por el Retiro, Rosas, entonces, o tendría que embarcarse o entregarse a los invasores, porque la ciudad no podría ofrecer sino una débil resistencia en el estado actual. Tomada la ciudad, ya no hay que pensar en Echagüe, en López y en Aldao: el poder de Rosas es Rosas mismo; la República es Buenos Aires: ausentemos a Rosas; tomemos posesión de la ciudad, y no hay guerra, señor Martigny, o si la hay será insignificante y por corto tiempo.

-Bien, señor, raciocináis admirablemente, y me complazco en anunciaros que el general Lavalle tiene la misma opinión que vos, sobre la invasión a Buenos Aires.

-Bien, señor, raciocináis admirablemente, y me complazco en anunciaros que el general Lavalle tiene la misma opinión que vos, sobre la invasión de Buenos Aires.

-¿Ya?

-Desde antes de la batalla.

Los ojos de Daniel vertieron relámpagos de alegría.

El señor Martigny se aproximó a una mesa, y de una papelera de tafilete verde tomó un papel, volvió al lado de Daniel, y le dijo:

-Ved aquí, señor, un extracto de carta del general Lavalle comunicada a M. Pétion, jefe de las fuerzas francesas en el Paraná, por el señor Carril:

Que su posición puede llegar a ser muy crítica. Que los soldados del enemigo son de una fidelidad inconcebible hacia Rosas; que lo sufren todo; y que no hay que contar con una defección. Que, por consecuencia, el ejército de Echagüe, que es tan fuerte en número como el suyo, es bastante para ocuparlo; pero que a retaguardia suya se forma otro ejército temiendo el quedar de un momento a otro entre las operaciones de ambos. Que por esto solicita saber de M. Pétion, si sus buques podrán trasportarlo con dos mil hombres a la otra costa.

-Y bien -dijo Daniel-, si esa era la opinión del general Lavalle antes de la batalla, mucho más lo será después de ella. ¿Cree usted que sería fácil combinar la operación simultánea de que he hablado?

-No sólo no es fácil, sino que es imposible.

-¿Imposible?

-Sí, señor, imposible. Lo que acabo de leeros, la opinión del general, se ha hecho pública, y los orientales amigos de Rivera, que es más enemigo de Lavalle que el mismo Rosas, hacen valer aquella opinión como una traición de Lavalle a compromisos que ellos inventan, pues que el verdadero compromiso de todos es el de operar en sentido de la ruina de Rosas. El general Rivera, que no quiere que termine el mal gobierno de la República Argentina, no sólo no consentiría que fuerzas orientales operasen contra Buenos Aires en combinación con Lavalle, sino que pondría obstáculos a la sola invasión de éste, si en su mano estuviera.

-¡Pero están locos, señor!

M. Martigny se encogió de hombros.

-¡Pero están locos! -continuó Daniel-. ¿No sabe el general Rivera que en esta cuestión se juega la vida de su país más que la de la República?

-Sí, lo sabe.

-¿Y entonces?

-¿Entonces? Eso es menos grave para el general Rivera que un triunfo del general Lavalle sobre Rosas. Es una escisión espantosa, señor, la que hay entre cierto círculo de orientales amigos de Rivera, y la emigración argentina. Explotan las susceptibilidades de ese general, le irritan y le exasperan sus amigos; oíd este fragmento de carta de un joven de gran talento, pero muy apasionado en esta cuestión; es una carta al general Rivera:

Aquí estamos agobiados, y en cierto modo tiranizados, por una reunión de hombres entre los que hay algunos orientales que toleran y autorizan el descrédito del país en cambio de ensalzar a los honrados caballeros que pisan la fe de los tratados y se ocupan en infames seducciones y en desleales manejos. Esto no es exageración, general, nosotros vemos que aquí, el que puede hacerlo, de todo se ocupa, menos del crédito y de los intereses del país. Nosotros vemos aquí, que los agentes franceses no oyen más que a los argentinos alborotadores como..., etc., y que de nuestra parte no hay nadie que haga ni la tentativa de defender a usted, En fin, general, vemos todo, menos lo que deseáramos. Los que se irán a vivir a Buenos Aires son los que dan el tono y la dirección.

-Vos lo veis -continuó M. Martigny-, los intereses generales, lejos de estar asociados en estos países, están en anarquía permanente, y no hay que contar sino con el esfuerzo parcial de cada fracción. La Francia, a su vez, se prepara a desentendeise de esta cuestión; las instrucciones que me sirven de regla política, tienen su límite; y toda la confianza que me inspira el talento del señor Thiers, me la desvanece la situación de la Francia, que presta toda su atención a la cuestión de Oriente, al mismo tiempo que la guerra de Africa la distrae de nuevo.

Daniel estaba pálido como un cadáver.

-¿Pero quién manda en Montevideo, señor? -preguntó el joven.

-Rivera.

-Sí, Rivera es el presidente, pero está en campaña, hay un gobierno delegado, ¿no manda este gobierno?

-No; manda Rivera.

-¿Y la asamblea?

-No hay asamblea.

-¿Pero hay pueblo?

-No hay pueblo; los pueblos no tienen voz todavía en la América; hay Rivera; nada más que Rivera. Hay algunos hombres de talento como Vásquez, Muñoz, etc, y hay muchas inferioridades que rodean al general Rivera, y hostilizan a aquéllos porque son amigos de los porteños.

El telón de un escenario nuevo se levantaba a los ojos de Daniel. Por su cabeza jamás había pasado ni una sombra de las realidades que le refería el señor Martigny. Él, cuyo sueño de oro era la asociación política, como la asociación en todo; él, que hacía poco creía que Montevideo, con todos los hombres que lo habitaban, no encerraba sino un solo cuerpo con una sola alma política para la guerra a Rosas; él, que creía llegar a una ciudad donde los intereses del pueblo tenían voz más poderosa que los intereses de caudillo y de círculo, se encontraba de repente con que todas sus ilusiones se evaporaban, y que no debía conservar otra esperanza sobre la ruina de Rosas, que aquella que le inspiraban los últimos esfuerzos que haría el ejército que mandaba el general Lavalle, destinado a convertirse en una cruzada de héroes o de mártires.

-Bien, señor -dijo Daniel-: yo soy hombre que jamás pierdo el tiempo en discurrir contra los hechos establecidos. Recapitulemos: el general Rivera no quiere marchar de acuerdo con el general Lavalle; no se podrá conseguir que se efectúe una operación combinada sobre Buenos Aires; una batalla se ha perdido; la opinión del general Lavalle es de invadir la provincia de Buenos Aires; ¿no son éstos los hechos?

-Verdaderamente.

-Entonces, yo os digo que es necesario trabajar en el ánimo del general Lavalle para persuadirle a que invada a Buenos Aires sobre el punto más próximo a la ciudad; que marche sobre ella inmediatamente; que no se distraiga sino el tiempo necesario en la provincia para deshacer las pequeñas fuerzas que tiene Rosas en ella; que ataque la ciudad y juegue allí la vida o la muerte de la patria: la reacción será operada por la audacia misma de la empresa; y yo me comprometo, con cien de mis amigos, a ser de los primeros que salgan a las calles a abrir paso a las tropas libertadoras, o a apoderarme del parque, de la fortaleza, o de la plaza que se me indique.

-Sois un valiente, señor Bello -dijo M. Martigny, apretando la mano de Daniel-, pero vos sabéis que mi posición oficial me impone una circunspección tal en estos momentos indecisos, que para una operación así, sólo podría dar mi opinión privada al general Lavalle. Puedo, sin embargo, hacer más que esto: hablaré con algunas personas de la Comisión Argentina, y si, como ya lo creo, la batalla se ha perdido y el general Lavalle se decide a invadir la provincia de Buenos Aires, yo sostendré con vuestra opinión las ventajas probables de un ataque rápido sobre la capital.

-Eso es todo, señor, eso es todo; en ella está Rosas, en ella está su poder, en ella están todas las cuestiones pendientes de la actualidad; no hay que equivocarse, Buenos Aires es la República Argentina para la libertad como para la tiranía, para el triunfo como para la derrota: subamos un día al gobierno de Buenos Aires, y habremos dado en tierra con el poder de Rosas para siempre.

El señor Martigny iba a responder, cuando un criado entró a la sala y dijo:

-Los señores Agüero y Varela.

-Que pasen adelante -contestó el señor Martigny.

-Me retiro, señor -dijo Daniel.

-No, no, al contrario, os quedaréis.

-Una palabra, ante todo.

-Hablad.

-Yo no conozco de estos caballeros sino el talento; ¿conocéis vos su circunspección?

-Yo respondo de ella.

-Entonces no hay inconveniente en nombrarme, porque yo me respondo de la seguridad que me dais -dijo Daniel, parándose junto a la chimenea, habiendo acabado de ganarse la voluntad del agente francés, con la cortesía que encerraron sus últimas palabras.