Amalia/En Montevideo
En Montevideo
El lector tendrá que acompañarnos esta vez a un paseo de pocas horas a la parte septentrional del Plata, siguiendo con nosotros a uno de los actores principales de nuestra historia; y después volveremos a tomar el hilo de los acontecimientos históricos.
Era una noche de los últimos días del mes de julio.
El cielo del Plata estaba argentado con toda su magnífica pedrería; y la luna, como una perla entre un círculo de diamantes, alumbraba con su luz de plata las olas alborotadas del gran río, sacudido pocas horas antes por las alas poderosas del pampero.
Doscientos bajeles se balanceaban dentro del ancho puerto de Montevideo, imitando a un vasto y espeso bosque de palmeras, sacudidas en una noche del otoño por vientos que las azotan y despojan.
El Cerro, ese cíclope que vigila la más joven de las hijas de América, parecía esa noche, a la claridad de la luna, levantar más alta que nunca su cabeza, jugando con los eclipses de su inmensa farola.
Como saliendo del pie de esa inmensa montaña, desde las siete de la noche se divisaba allá en el horizonte una cosa parecida a esas palomas del mar del sur que, arrebatadas por el viento de las costas de la Patagonia, vuelan sobre las ondas de esos mares, las mayores del mundo, rozando las aguas con sus alas, inclinándose ora sobre una, ora sobre otra, mostrándose y perdiéndose a la vez entre las montañas flotantes, hasta encontrar el mástil de algún buque, o las escarpadas rocas de Malvinas.
Como una blanca pluma del ala del pampero, el pequeño bajel, que tenía la audacia de surcar las ondas de ese río que desafía al mar en los días que da curso libre a sus enojos, se deslizaba rápidamente sobre ellas, y por instantes se aproximaba al puerto. Los buques de guerra distinguieron pronto que era una ballenera de Buenos Aires; embarcaciones que hacían diariamente el contrabando durante el bloqueo francés sobre aquel puerto.
Esta pequeña embarcación descubierta sólo traía cuatro hombres. Dos de ellos, sentados en el medio prontos a cazar la gran vela tiriana que la hacía volar sobre las ondas; de los otros dos, el uno estaba al timón, cubierto con un capote de barragán y un gran sombrero de hule, el otro reclinado sobre la pequeña borda, envuelto en una capa de goma, teniendo en su cabeza una gorra de paño con visera. El primero sólo movía sus ojos de la vela a la onda, y de la onda a la vela; el segundo no los separaba de un solo punto: hacía media hora que estaba contemplando la ciudad, plateada con los clarísimos rayos de la luna, y que se presentaba a sus ojos en forma de anfiteatro, descendiendo sus edificios de una leve colina, como se ven las piedras cristalizadas del hielo desde las orillas del mar Pacífico, sobre la Cordillera de los Andes.
Pero no era simplemente la bella perspectiva de la ciudad lo que absorbía la atención de ese hombre, sino los recuerdos que en 1840 despertaba en todo corazón argentino la presencia de la ciudad de Montevideo: contraste vivo y palpitante de la ciudad de Buenos Aires, en su libertad y en su progreso; y más que esto todavía, Montevideo despertaba en todo corazón argentino que llegaba a sus playas el recuerdo de una emigración refugiada en él por el espacio de once años, y la perspectiva de todas las esperanzas sobre la libertad argentina, que de allí surgían, fomentadas por la acción incansable de los emigrados, y por los acontecimientos que fermentaban continuamente en ese elaboratorio vasto y prolijo de oposición a Rosas, en ese Montevideo en donde sólo con dejar hacer, la población se había triplicado en pocos años, desenvuéltose un espíritu de comercio y de empresas sorprendente, y amontonádose cuanto elemento parecía suficiente paradar en tierra con la vecina dictadura.
Pero la imaginación humana abulta siempre el tamaño de las cosas y de los hombres a medida que los ve de lejos, y aquellos hechos verdaderos eran hiperbolizados, sin embargo, en la fantasía de aquel hombre que contemplaba la ciudad desde la popa del pequeño batel.
-«Se han hecho fuertes, porque se han asociado -decía entre sí mismo-. Nueva Tiro, allí no se pregunta al hombre de dónde es, sino qué es lo que sabe, y el hombre de cualquier punto del mundo llega allí, las instituciones le protegen, y el comercio o la industria le abren sus copiosos canales al momento: y es así como se han hecho fuertes y ricos. La dictadura argentina les es fatal a su paz, a su libertad y a su comercio, y todos se han unido y marchan juntos contra el obstáculo común: y es así como conseguirán pronto derrocar ese coloso formado con el barro y la sangre de nuestras pasadas disensiones.»
Y pensando así, los vivísimos ojos de ese hombre, cuya fisonomía joven e inteligente estaba alumbrada en ese momento por el argentino rayo de la luna, parecían querer penetrar al través de los edificios de la ciudad cercana ya, para confirmarse, en el examen de los hombres, de las virtudes que en aquel momento les atribuía su imaginación, bien distante, sin embargo, de la triste realidad de las cosas.
-¿Falta mucho, Douglas, para llegar al puerto? -preguntó al hombre de capote de barragán, mirando su reloj, que apuntaba las nueve y media de la noche.
-No, señor Don Daniel -contestó con una franca acentuación inglesa el hombre a quien se había llamado Douglas-. Vamos a desembarcar un poco a la derecha de aquella fortaleza.
-¿Qué fortaleza es esta?
-El fuerte de San José.
-¿Hay próximo a ella algún muelle?
-No, señor, pero hay un desembarcadero que se llama Baño de los Padres, donde atracan los botes de las estaciones de guerra, y donde podremos desembarcar sin mojarnos, porque la marea está muy alta.
Cinco minutos después, Daniel Bello pisaba las piedras del Baño de los Padres, y, sacudiendo su capa de goma, rociada a menudo por las aguas del río, seguía a Mr. Douglas, quien después de haber dado algunas órdenes a los marineros, dijo a Daniel:
-Por aquí, señor, tomando al sur, doblando luego para San Francisco, y tomando en seguida por la calle de San Benito.
A dos minutos de marcha, en la segunda cuadra de esa calle, paróse Mr. Douglas en la primera puerta a mano derecha, y dijo a Daniel:
-Esta es la casa, señor.
-Bien, irá usted a esperarme a la fonda; ¿cómo me dijo usted?
-La Fonda del Vapor.
-Bien, me esperará usted en la Fonda del Vapor. Tome usted una habitación para mí, por si tenemos que pasar la noche.
-¿Pero cómo se irá usted solo? Usted no sabe las calles.
-De aquí me conducirán.
-¿No será bueno preguntar si está la persona a quien usted viene a ver, antes de retirarme yo?
-No hay necesidad, si no está, la esperaré; puede usted retirarse.
Mr. Douglas se retiró en efecto; Daniel dio dos fuertes aldabazos, y preguntó al criado que salió a abrir:
-¿Está en casa el señor Bouchet de Martigny?
-Está, señor -contestó el criado, mirando a Daniel de pies a cabeza.
-Entonces, entréguele usted esto ahora mismo -dijo, dándole al criado la mitad de una tarjeta de visita, cosa que el criado tomó con cierto embarazo, no sabiendo si cerrar o dejar abierta la puerta de la calle, porque
Daniel al abrir su levitón, y sacar del chaleco la media tarjeta que iba a servir de seña, había puesto de manifiesto a los ojos del criado un par de hermosas pistolas de dos tiros que traía a su cintura, pasaporte con que quince horas antes se había embarcado en Buenos Aires.
El criado no tuvo, sin embargo, la impertinencia de cerrar la puerta, y, algunos segundos después, volvió muy atencioso a decir a Daniel que pasara adelante.