Amalia/El ángel y el diablo

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Capítulo IX.

El ángel y el diablo.


No será largo el tiempo que sostengamos la curiosidad del lector sobre el nuevo personaje que acaba de introducirse en nuestros asuntos. Pero entretanto, separándonos algo bruscamente de la calle de la Victoria, y pidiendo a nuestro buen viejo Saturno el permiso de no seguirlo esta vez en su mesurada carrera, daremos un salto desde el alba hasta las doce del día, de uno de esos días del mes de mayo, en que el azul celeste de nuestro cielo es tan terso y brillante que parece, propiamente hablando, un cortinaje de encajes y de raso; y apresurémonos a seguir un coche amarillo, tirado por dos hermosos caballos negros, que dejando la casa del general Mansilla, marcan a gran trote sus gruesas herraduras sobre el empedrado de la calle de Potosí. Y por cierto que no seremos únicamente nosotros los que nos proponemos seguirle, pues no es difícil que la curiosidad se incite, y las imaginaciones de veinte años florezcan más improvisamente que la primavera, cuando el pasaje fugitivo de ese coche da tiempo, sin embargo, a mirar por uno de los postigos abiertos una mano de mujer, escondida entre un luciente guante de cabritilla color paja, que más bien parece dibujado que calzado en ella, y un puño de encajes blancos como la nieve,

que acarician con sus pequeñas ondas aquella mano, cuya delicadeza no es difícil adivinar. Pero la mujer a quien pertenece, reclinada en un ángulo del carruaje, no quiere tener la condescendencia que su mano, y la mirada de los paseantes no puede llegar hasta su rostro.

El coche dobló por la calle de las Piedras, y fue a parar tras de San Juan, en una casa cuya puerta parecía sacada del infierno, tal era el color de llamas rojas que ostentaba.

Entonces, una joven bajó del coche, o más bien salvó los dos escalones del estribo, poniendo ligeramente su mano sobre el hombro de su lacayo. Y su gracioso salto dio ocasión por un momento a que asomase, de entre las anchas haldas del vestido, un pequeñito pie, preso en un botín color violeta. Y era esta joven de diez y siete a diez y ocho años de edad, y bella como un rayo del alba, si nos es permitida esta tan etérea comparación. Los rizos de un cabello rubio y brillante como el oro, deslizándose por las alas de un sombrero de paja de Italia, caían sobre un rostro que parecía haber robado la lozanía y colorido de la más fresca rosa. Frente espaciosa e inteligente, ojos límpidos y azules como el cielo que los iluminaba, coronados por unas cejas finas, arqueadas y más oscuras que el cabello; una nariz perfilada, casi trasparente, y con esa ligerísima curva apenas perceptible, que es el mejor distintivo de la imaginación y del ingenio; y por último, una boca pequeña, y rosada como el carmín, cuyo labio inferior la hacía parecer a las princesas de la casa de Austria, por el bello defecto de sobresalir algunas líneas al labio superior, completaban lo que puede describirse de aquella fisonomía distinguida y bella, en que cada facción revelaba delicadezas de alma, de organización y de raza, y para cuyo retrato la pluma descriptiva es siempre ingrata.

Agregad a esto un talle de doce pulgadas de circunferencia, sosteniendo un delicado vaso de alabastro en que parecía colocada, como una flor, aquella bellísima cabeza, y tendréis una idea medianamente aproximada de la joven del coche, vestida con un traje de seda color jacinto, y un chal de cachemira blanco, con guardas color naranja.

Había algo de aéreo, de vaporoso en esta criatura, que esparcía en torno suyo un perfume que sólo era perceptible al alma -al alma de los que tienen el sentimiento de la belleza. Fisonomía de perfiles, formas ligerísimamente dibujadas por el pincel delicado de la Naturaleza, más parecía la idealización de un poeta, que un ser viviente en este prosaico mundo en que vivimos. La joven pisó el umbral de aquella puerta y tuvo que recurrir a toda la fuerza de su espíritu, y a su pañuelo perfumado, para abrirse camino por entre una multitud de negras, de mulatas, de chinas, de patos, de gallinas, de cuanto animal ha criado Dios, incluso una porción de hombres vestidos de colorado de los pies a la cabeza, con toda la apariencia y las señales de estar, más o menos tarde, destinados a la horca, que cuajaba el zaguán y parte del patio de la casa de Doña María Josefa Ezcurra, cuñada de Don Juan Manuel Rosas, donde la bella joven se encontraba.

No con poca dificultad llegó hasta la puerta de la sala, y, tocando ligeramente los cristales, entró a ella esperando hallar alguien a quien preguntar por la dueña de casa. Pero la joven no encontró en esa sala sino dos mulatas, y tres negras que, cómodamente sentadas, y manchando con sus pies enlodados la estera de esparto blanca con pintas negras que cubría el piso, conversaban familiarmente con un soldado de chiripá punzó, y de una fisonomía en que no podía distinguirse dónde acababa la bestia y comenzaba el hombre.

Los seis personajes miraron con ojos insolentes y curiosos a esa recién venida en quien no veían de los distintivos de la Federación, de que ellos estaban cubiertos con exuberancia, sino las puntas de un pequeñito lazo de cinta rosa, que asomaba por bajo el ala izquierda de su sombrero.

Un momento de silencio reinó en la sala.

-¿La señora Doña María Josefa está en casa? -preguntó la joven, sin dirigirse directamente a ninguna de las personas que se acaban de describir.

-Está, pero está ocupada -respondió una de las mulatas, sin levantarse de su silla.

La joven vaciló un instante; pero tomando luego una resolución para salir de la situación embarazosa en que se hallaba, llegóse a una de las ventanas que daban a la calle, abrióla, y llamando a su lacayo, diole orden de entrar a la sala.

El lacayo obedeció inmediatamente, y luego de presentarse en la puerta de la sala le dijo la joven:

-Llama a la puerta que da al segundo patio de esta casa, y di que pregunten a la señora Doña María Josefa si puede recibir la visita de la señorita Florencia Dupasquier.

El tono imperativo de esta orden y ese prestigio moral que ejercen siempre las personas de clase sobre la plebe, cualquiera que sea la situación en que están colocadas, cuando saben sostenerse a la altura de su condición, influyó instantáneamente en el ánimo de los seis personajes que, por una ficción repugnante de los sucesos de la época, osaban creerse, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y amalgamádose la sociedad entera en una sola familia.

Florencia -en quien ya habrán conocido nuestros lectores al ángel travieso que jugaba con el corazón de Daniel- esperó un momento.

No tardó en efecto, en aparecer una criada regularmente vestida, que la dijo, tuviese la bondad de esperar un momento.

En seguida anunció a las cinco damas de la Federación allí sentadas, que la señora no podía oírlas hasta la tarde, pero que no dejasen de venir a esa hora. Ellas obedecieron en el acto; pero al salir, una de las negras no pudo menos de echar una mirada de enojo sobre la que causaba aquel desaire que se les acababa de hacer; mirada que perdióse en el aire, porque, desde su entrada a la sala, Florencia no se dignó volver sus ojos hacia aquellas tan extrañas visitas de la hermana política del gobernador de Buenos Aires, o más bien, a aquellas nubes preñadas de aire malsano que hacían parte del cielo rojo-oscuro de la Federación.

La criada salió; pero el soldado, que no había recibido orden ninguna para retirarse, y que estaba allí por llamamiento anterior, creyóse bien autorizado para sentarse, cuando menos en el umbral de la puerta del salón, y Florencia quedó al fin completamente sola.

Al instante sentóse en el único sofá que allí había, y oprimiendo sus lindos ojos con sus pequeñas manos, quedóse de ese modo por algunos segundos, como si quisiesen reposar su espíritu y su vista del rato desagradable y violento por que acababan de pasar.

Entretanto, Doña María Josefa se daba prisa en una habitación contigua a la sala, en despachar dos mujeres de servicio con quienes estaba hablando, mientras ponía una sobre otra veinte y tantas solicitudes que habían entrado ese día, acompañadas de sus respectivos regalos, en los que hacían no pequeña parte los patos y las gallinas del zaguán, para que por su mano fuesen presentadas a Su Excelencia el Restaurador, aun cuando Su Excelencia el Restaurador estaba seguro de no ser importunado con ninguna de ellas. Y se apresuraba, decíamos, porque la señorita Florencia Dupasquier, que se le había anunciado, pertenecía por su madre a una de las más antiguas y distinguidas familias de Buenos Aires, relacionada desde mucho tiempo con la familia de Rosas; aun cuando en la época presente, con pretexto de la ausencia de Mr. Dupasquier, su señora y su hija aparecían muy rara vez en la sociedad.

El lector querría saber, qué clase de negocios tenía Doña María Josefa con las negras y las mulatas de que estaba invadida su casa. Más adelante lo sabremos. Basta decir, por ahora, que en la hermana política de Don Juan Manuel Rosas, estaban refundidas muchas de las malas semillas, que la mano del genio enemigo de la humanidad arroja sobre la especie, en medio de las tinieblas de la noche, según la fantasía de Hoffmann. Los años 33 y 35 no pueden ser explicados en nuestra historia, sin el auxilio de la esposa de Don Juan Manuel Rosas, que sin ser malo su corazón, tenía, sin embargo, una grande actividad y valor de espíritu para la intriga política; y 39, 40 y 42 no se entenderían bien si faltase en la escena histórica la acción de Doña María Josefa Ezcurra.

Esas dos hermanas son verdaderos personajes políticos de nuestra historia, de los que no es posible prescindir, porque ellas mismas no han querido que se prescinda; y porque, además, las acciones que hacen relación con los sucesos públicos, no tienen sexo.

La Naturaleza no predispuso la organización de la hermana política de Rosas para las impresiones especiales de la mujer. La actividad y el fuego violento de pasiones políticas debían ser el alimento diario del alma de esa señora. Circunstancias especiales de su vida habían contribuido a desenvolver esos gérmenes de su naturaleza. Y la posición de su hermano político, y las convulsiones sangrientas de la sociedad argentina, le abrían un escenario vasto, tumultuario y terrible, tal cual su organización lo requería. Sin vistas y sin talento, jamás un ser oscuro en la vida del espíritu ha prestado servicios más importantes a un tirano que los que a Rosas la mujer de que nos ocupamos; por cuanto la importancia de los servicios para Rosas, estaban en relación con el mal que podía inferir a sus semejantes; y su cuñada con un tesón, una perseverancia y una actividad inauditas le facilitaba las ocasiones en que saciar su sed abrasadora de hacer el mal.

Esta señora, sin embargo, no obraba por cálculo, no; obraba por pasión sincera, por verdadero fanatismo por la Federación y por su hermano; y ciega, ardiente, tenaz en su odio a los unitarios, era la personificación más perfecta de esa época de subversiones individuales y sociales, que había creado la dictadura de aquél. Época que no ha sido estudiada todavía, y que causará asombro cuando se haga conocer en ella todo cuanto puede relajarse la moral de una sociedad joven, cuando esa relajación es impelida por una mano poderosa que se empeña en ello; encontrando por resistencia apenas la moral y la virtud privada, que se dejan arrastrar indefensas y fácilmente en el torbellino de los cataclismos públicos, porque les falta la potencia irresistible de la asociación de ellas mismas. La asociación de las ideas, de las virtudes, de los hombres, en fin, no existía en ese pueblo, que creía con el candor del niño, que bastaba para ser libre, grande y poderoso, el haber sido valiente en las batallas.

Desasociados los hombres, aislados los sentimientos de la justicia y de la moral, de la virtud y del decoro, fueron aniquilados al empuje violento del crimen asociado y organizado por un gobierno, cuyo objeto era ése únicamente, y que explotaba para conseguirlo todos los malos instintos de una plebe ignorante y apasionada, que buscaba el momento de reaccionarse contra un orden de cosas civilizado, que empezaba a oprimir en ella la expansión de sus habitudes salvajes.

La puerta contigua a la sala abrióse al fin, y la mano de la elegante Florencia fue estrechada entre la mano descuidada de Doña María Josefa: mujer de pequeña estatura, flaca, de fisonomía enjuta, de ojos pequeños, de cabello desaliñado y canoso, donde flotaban las puntas de un gran moño de cinta color sangre; y cuyos cincuenta y ocho años de vida estaban notablemente aumentados en su rostro por la acción de las pasiones ardientes.

-¡Qué milagro es éste! ¿Por qué no ha venido también Doña Matilde? -preguntó sentándose en el sofá a la derecha de Florencia.

-Mamá se halla un poco indispuesta, pero no pudiendo saludar a Vuesa Merced personalmente, me manda ofrecerla sus respetos.

-Si yo no conociera a Doña Matilde y su familia, creería que se había vuelto unitaria; porque ahora se conocen a las unitarias por el encerramiento en que viven. ¿Y sabe usted por qué se encierran esas locas?

-¿Yo? No, señora. ¿Cómo quiere usted que yo lo sepa?

-Pues se encierran por no usar la divisa como está mandado, o porque no se la peguen con brea, lo que es una tontería, porque yo se la remacharía con un clavo en la cabeza para que no se la quitasen ni en su casa; y... pero también usted, Florencita, no la trae como es debido.

-Pero al fin la traigo, señora.

-¡La traigo, la traigo! Pero eso es como no. traer nada. Así la traen también las unitarias; y aunque usted es la hija de un francés, no por eso es inmunda y asquerosa como son todos ellos. Usted la trae, pero...

-Y eso es cuanto debo hacer, señora -dijo Florencia interrumpiéndola y queriendo tomar la iniciativa en la conversación para domar un poco aquella furia humana, en quien la avaricia era una de sus primeras virtudes.

-La traigo -continuó-, y traigo también esta pequeña donación que, por la respetable mano de usted, hace mamá al Hospital de Mujeres, cuyos recursos están tan agotados, según se dice.

Y Florencia sacó del bolsillo de su vestido una carterita de marfil en donde había doblados cuatro billetes de banco, que puso en la mano de Doña María Josefa, y que no era otra cosa que ahorros de la mensualidad para limosnas y alfileres que desde el día de sus catorce años le pasaba su padre.

Desdobló los billetes, y dilató sus ojos para contemplar la cifra 100, que representaba el valor de cada uno; y enrollándolos y metiéndolos entre el vestido negro y el pecho, dijo, con esa satisfacción de la avaricia satisfecha, tan bien pintada por Moliére:

-¡Esto es ser federal! Dígale usted a su mamá que le he de avisar a Juan Manuel de este acto de humanidad que tanto la honra; y mañana mismo mandaré el dinero al señor Don Juan Carlos Rosado, ecónomo del Hospital de Mujeres -y apretaba con su mano los billetes, como si temiera se convirtiese en realidad la mentira que acababa de pronunciar.

-Mamá quedaría bien recompensada con que tuviese usted la bondad de no referir este acto, que para ella es un deber de conciencia. Sabe usted que el Señor Gobernador no tiene tiempo para dar su atención a todas partes. La guerra le absorbe todos sus momentos; y, si no fuesen usted y Manuelita, difícilmente podría atender a tantas cargas como pesan sobre él.

La lisonja tiene mas acción sobre los malos que sobre los buenos, y Florencia acabó de encantar a la señora con esta segunda ofrenda que la hacía.

-¡Y bien que le ayudamos al pobre! -contestó arrellanándose en el sofá.

-Yo no sé cómo Manuelita tiene salud. Pasa en vela las noches, según se dice, y esto acabará por enfermarla.

-Anoche, por ejemplo, no se ha acostado hasta las cuatro de la mañana.

-¿Hasta las cuatro?

-Y dadas ya.

-Pero ahora, felizmente creo que no tenemos ocurrencias ningunas.

-¡Bah! Cómo se conoce que no está usted en la política. Ahora más que nunca.

-Cierto. Yo no puedo estar en unos secretos que sólo usted y Manuelita poseen muy dignamente; pero pensaba que estando tan lejos el Entre Ríos, donde es el teatro de la guerra, los unitarios de aquí no molestarían mucho al gobierno.

-¡Pobre criatura! Usted no sabe sino de sus gorras y de sus vestidos; ¿y los unitarios que quieren embarcarse?

-¡Oh, eso no se les podrá impedir! ¡La costa es inmensa!

-¿Que no se les puede impedir?

-Me parece que no.

-¡Bah, bah, bah! -y soltó una carcajada infernal mostrando tres dientes chiquitos y amarillos, únicos que le habían quedado en su encía inferior-. ¿Sabe usted a cuántos se agarraron anoche? -preguntó.

-No lo sé, señora -contestó Florencia, ostentando la más completa indiferencia.

-A cuatro, hija mía.

-¿A cuatro?

-Justamente.

-Pero esos ya no podrán irse, porque supongo que estarán presos a estas horas.

-¡Oh!, de que no se irán yo le respondo a usted, porque se ha hecho con ellos algo mejor que ponerlos en la cárcel.

-¡Algo mejor! exclamó Florencia como admirada, disimulando que sabía ya la suerte de aquellos infelices; pues que acababa de estar con la señora de Mansilla, y sabía ya las desgracias de la noche anterior, aun cuando ni una palabra sobre el que había tenido la dicha de libertarse de la muerte.

-Mejor; por supuesto. Los buenos federales han dado cuenta de ellos; los han... los han fusilado.

-¡Ah, los han fusilado!

-Y muy bien hecho; ha sido una felicidad aunque con una pequeña desgracia.

-¡Oh!, pero usted dice que es pequeña, señora, y las cosas pequeñas no dan mucho que hacer a las personas como usted.

-A veces. Uno logró escaparse.

-Entonces no tendrán mucho que molestarse para encontrarle, porque la policía es muy activa según creo.

-No mucho.

-Dicen que en este ramo el señor Victorica es un genio -insistió la traviesa diplomática, que quería picar el amor propio de Doña María Josefa.

-¡Victorica! No diga usted disparates, yo, yo Y nadie más que yo lo hace todo.

-Así lo he creído siempre, y en el caso actual casi estoy segura que será usted más útil que el señor jefe de policía.

-Puede usted jurarlo.

-Aunque por otra parte, las muchas atenciones de usted le impedirán acaso...

-Nada, nada me impiden. Yo no sé muchas veces cómo me basta el tiempo. Hace dos horas que salí de lo de Juan Manuel, y ya sé más sobre el que se ha fugado que lo que sabe ese Victorica que tanto ponderan.

-¡Es posible!

-Lo que usted oye.

-¡Pero eso es increíble... en dos horas... una señora!

-Lo que usted oye -repitió Doña María Josefa, cuyo flaco era contar sus hazañas, criticar a Victorica y procurar que la admirasen los que la oían.

-Lo creeré porque usted lo dice, señora -continuó Florencia, que iba entrando a carrera por la cueva en que aquella fanática mujer guardaba mal velados sus secretos.

-¡Oh!, créamelo usted como si lo viera.

-Pero habrá puesto usted cien hombres en persecución del prófugo.

-Nada de eso. ¡Qué! Mandé llamar a Merlo que fue quien los delató; vino, pero ese animal no sabe ni el nombre ni las señas del que se ha escapado. Entonces mandé llamar a varios de los soldados que se hallaron anoche en el suceso; y allí está sentado en la puerta de la sala el que me ha dado los mejores informes. Y... ¡verá usted qué dato! ¡Camilo! -gritó, y el soldado entró a la sala y se acercó a ella con el sombrero en la mano.

-Dígame usted, Camilo -continuó aquélla-, ¿qué señas puede usted dar del inmundo asqueroso salvaje unitario que se ha escapado anoche?

-Que ha de tener muchas marcas en el cuerpo, y que una de ellas yo sé dónde está -contestó con una expresión de alegría salvaje en su fisonomía.

-¿Y dónde? -preguntóle la vieja.

-En el muslo izquierdo.

-¿Con qué fue herido?

-Con sable, es un hachazo.

-¿Está usted cierto de lo que dice?

-¡Y qué no estaba cierto! Yo fui quien le pegué el hachazo, señora.

Florencia se echó atrás, hacia el ángulo del sofá.

-¿Y lo conocería usted si lo viera? -continuó Doña María Josefa.

-No, señora, pero si lo oigo hablar le he de conocer.

-Bien, retírese usted, Camilo.

-Ya lo ha oído usted -prosiguió la hermana política de Rosas dirigiéndose a la señorita Dupasquier que no había perdido una sola palabra de la declaración del bandido-:!ya lo ha oído usted!, ¡herido en un muslo! ¡Oh, es un descubrimiento que vale algunos miles! ¿No le parece a usted?

-¡A mí! Yo no alcanzo, señora, de qué importancia pueda serle a usted el saber que el que se ha escapado tiene una herida en el muslo izquierdo.,

-¿No lo alcanza usted?

-Ciertamente que no; pues supongo que el herido a estas horas estará curándose en su casa o en alguna otra, y no se ven las heridas a través de las casas.

-¡Pobre criatura! exclamó Doña María Josefa riéndose, alzando y dejando caer su mano descarnada y huesosa sobre la rodilla de Florencia-, ¡pobre criatura! Esa herida me da tres medios de averiguación.

-¡Tres medios!

-Justamente. Oigalos usted y aprenda algo: los médicos que asistan a un herido; los boticarios que despachen medicamentos para heridas, y las casas en que se note asistencia repentina de un enfermo. ¿Qué le parece a usted?

-Si usted los halla buenos, señora, así serán, pero en mi opinión no es gran cosa lo que se podrá adelantar con esos medios.

-¡Oh!, pero tengo otro de reserva para cuando con ésos no logre nada.

-¿Otro medio más?

-¡Por supuesto! Los que he indicado son para las diligencias de hoy y de mañana; pero el lunes ya tendré cuando menos una pluma del pájaro.

-Me parece que ni el color de las plumas ha de ver usted, señora -respondióle Florencia con una sonrisa llena de picantería y de gracia, calculada para irritar y dar movimiento a aquella máquina de cuchillos que tenía a su lado.

-¡Que no! Ya verá usted el lunes.

-¿Y por qué el lunes y no otro día cualquiera?

-¿Por qué? ¿Usted cree, señorita, que las heridas de los unitarios no vierten sangre?

-Sí, señora, vierten sangre como las de cualquier otro; quiero decir, deben verterla; porque yo no he visto jamás la sangre de ningún hombre.

-Pero los salvajes unitarios no son hombres, niña.

-¿No son hombres?

-No son hombres; son perros, son fieras, y yo andaría pisando sobre su sangre sin la menor repugnancia.

Un estremecimiento nervioso conmovió toda la organización de la joven, pero se dominó.

-¿Conviene usted, pues, en que sus heridas vierten sangre? -continuó Doña María Josefa.

-Sí, señora, convengo.

-Entonces, ¿convendrá usted también en que la sangre mancha las ropas con que se está vestido?

-Sí, señora, también convengo en ello.

-¿Que mancha las vendas que aplican a las heridas?

-También.

-¿Las sábanas de la cama?

-Así debe ser.

-¿Las toallas en que se secan las manos los asistentes del enfermo?

-También puede ser.

-¿Cree usted todo esto?

-Sí, señora, lo creo, pero todas esas cosas me intrigan, y lo que más puedo asegurar a usted es que no entiendo una palabra de lo que quiere usted decirme.

Y en efecto, Florencia, con toda la vivacidad de su imaginación hacía vanos esfuerzos por alcanzar el pensamiento maldito a que precedían aquellos preámbulos.

-¡Toma! Vamos a ver. ¿Qué día reciben la ropa sucia las lavanderas?

-Generalmente el primer día de la semana.

-A las ocho o las nueve de la mañana, y a las diez van con ella al río, ¿entiende usted ahora?

-Sí -contestó Florencia asustada de la imaginación endemoniada de aquella mujer, que le sugería recursos que no habrían pasado por la suya en todo el curso de su vida.

-La lavandera no ha de ser unitaria, y aunque lo fuese, ella ha de lavar la ropa delante de otras, y yo daré mis órdenes a este respecto.

-¡Ah, es un plan excelente -dijo la joven que ya hacía un gran esfuerzo sobre sí misma para soportar la presencia de aquella mujer, cuyo aliento le parecía que estaba tan envenenado como su alma.

-¡Excelente! Y sé que no se le habría ocurrido a Victorica en un año.

-Lo creo.

-Ni mucho menos a ninguno de esos unitarios fatuos y botarates que creen que todo lo saben y que para todo sirven.

-De eso no me cabe la mínima duda -exclamó la señorita Dupasquier con tal prontitud y alegría, que cualquiera otra persona que Doña María Josefa, habría comprendido la satisfacción que animó a la joven al hacer esa justicia a los unitarios: a esa clase distinguida a que ella pertenecía por su nacimiento y educación.

-¡Oh! ¡Florencita, no vaya usted a casarse con ningún unitario! Además de inmundos y asquerosos, son unos tontos, que el más ruin federal se puede jugar con todos ellos. Y, a propósito de casamiento, ¿cómo está el señor Don Daniel, que no se deja ver en parte alguna de algún tiempo a aquí?

-Está perfectamente bueno de salud, señora.

-Me alegro mucho. Pero cuidado, abra usted los ojos; mire usted que le doy un buen consejo.

-¡Que abra los ojos! ¿Y para ver qué, señora? -interrogó Florencia, cuya curiosidad de mujer amante no había dejado de picarse un poco.

-¿Para qué? ¡Oh, usted lo sabe bien! Los enamorados adivinan las cosas.

-¿Pero qué quiere usted que yo adivine?

-¡Toma!¿No ama usted a Bello?

-¡Señora!

-No me oculte usted lo que yo sé muy bien.

-Si usted lo sabe...

-Si yo lo sé, debo prevenir que hay moros en la costa, que tenga cuidado de que no la engañen, porque yo la quiero a usted como a una hija.

-¡Engañarme! ¿Quién? Aseguro a usted, señora, que no la comprendo -replicó Florencia algo turbada, pero haciendo esfuerzos sobre sí misma para arrancar de Doña María Josefa el secreto que le indicaba poseer.

-¡Pues es gracioso! ¿Y a quién he de referirme sino al mismo Daniel?

-¡Oh!, eso es imposible, señora; Daniel no me ha engañado jamás -contestó con altivez Florencia.

-Yo he querido creerlo así, pero tengo datos.

-¿Datos?

-Pruebas. ¿No ha pensado usted en Barracas más de una vez? Vamos, la verdad; a mí no me engaña nadie.

-Alguna vez habló de Barracas, pero no veo que relación tenga Barracas conmigo.

-Con usted, indirecta; con Daniel, directamente.

-¿Lo cree usted?

-Y mejor que yo, lo sabe y lo cree una cierta Amalia, prima hermana de un cierto Daniel, conocido y algo más de una cierta Florencia. ¿Comprende usted ahora, mi paloma sin hiel? -dijo la vieja riéndose y acariciando con su mano sucia la espalda tersa y rosada de Florencia.

-Comprendo algo de lo que usted quiere decirme, pero creo que hay alguna equivocación en todo esto -contestó la joven con fingido aplomo, pues que su corazón acababa de recibir un golpe para el cual no estaba preparado, aun cuando le era perfectamente conocida la maledicencia de la persona con quien hablaba; ¡qué mujer no está pronta siempre a creerse engañada y olvidada del ser a quien consagra su corazón y sus amores!

-No me equivoco, no, señorita. ¿A quien ve esa Amalia, viuda, independiente y aislada en su quinta? A Daniel solamente. ¿Qué ha de hacer Daniel, joven y buen mozo, al lado de su prima joven, linda y dueña de sus acciones? No han de ponerse a rezar, según me parece. ¿De qué proviene la vida retirada que hace Amalia? Daniel lo sabrá, porque es el único que la visita. ¿Qué se hace Daniel que no se le ve en ninguna parte? Es porque Daniel va todas las tardes a ver a su prima, y a la noche a ver a usted. Esta es la moda de los mozos de ahora: dividir el tiempo con cuantas pueden. Pero, ¿qué es eso? ¡Se pone usted pálida!

-No es nada, señora -dijo Florencia que en efecto estaba pálida como una perla, porque toda su sangre se detenía en su corazón.

-¡Bah! -exclamó Doña María Josefa, soltando una carcajada estridente. ¡Bah, bah, bah! Y eso que no le digo todo; ¡lo que son las muchachas!

-¡Todo! exclamó Florencia.

-No, no quiero poner mal a nadie -y seguía riéndose a carcajada tendida, gozando de los tormentos con que estaba torturando el corazón de su víctima.

-Señora, yo me retiro -dijo Florencia levantándose casi trémula.

-¡Pobrecita! Tírele bien las orejas; no se deje engañar -y sin levantarse soltaba de nuevo sus malignas carcajadas, y era la risa del diablo la que estaba contrayendo y dilatando la piel gruesa, floja y con algunas manchas amoratadas de la fisonomía de esa mujer, que en ese momento hubiera podido servir de perfecto tipo para reproducir las brujas de las leyendas españolas.

-Señora, yo me retiro -repitió Florencia extendiendo la mano a quien acababa de enturbiar en su alma el cristal puro y transparente de su felicidad, con la primera sombra de una sospecha horrible sobre la fidelidad de su amante.

-Bien, mi hijita, adiós. Memorias a mamá y que se mejore para que nos veamos pronto. Adiós, ¡y abrir los ojos, eh! -y riéndose todavía acompañó a la señorita Dupasquier hasta la puerta de la calle.

La infeliz joven subió a su carruaje, y tuvo que desprender los broches del vestido que oprimía su cintura de sílfide, para poder respirar con libertad, pues en ese momento estaba a punto de desmayarse. En Florencia había una de esas organizaciones desgraciadas que carecen de esa triste consolación del llanto, que indudablemente arrebata en sus gotas una gran parte de la opresión física en que ponen al corazón las impresiones improvistas y dolorosas.

La reflexión, esa facultad que levanta al hombre a la altura de la Divinidad, que lo ha creado, y que, sin embargo, suele servirnos muchas veces para dar amplificación a los males de que queremos libertarnos con ella, vino a llenar de sombras el espíritu impresionable de aquella joven.

-En efecto -se decía Florencia-, Daniel monta a caballo con frecuencia; nunca he sabido dónde pasa las tardes. Muchas noches, la de ayer por ejemplo, se ha retirado de mi casa a las nueve. Nunca me ha ofrecido la relación de su prima. Por otra parte, esta mujer que lo sabe todo; que tiene a su servicio todos los medios que le sugiere su espíritu perverso para saber cuanto pasa, y cuanto se dice en Buenos Aires. Esta mujer que me ha hablado con tal seguridad; que posee pruebas, según me ha dicho. Esta mujer que no tiene ningún motivo para aborrecerme y engañarme. ¡Oh! ¡Es cierto, es cierto, Dios mío! -exclamaba Florencia, oprimiendo con una de sus manos su perfilada frente cuyo color de rosa huía y reaparecía en cada segundo. Y su cabeza se perdía en un mar de recuerdos, de reflexiones y de dudas, sin tener el vigor necesario para sacudirse de esa especie de vértigo que la anonadaba, porque en ella la sensibilidad, el corazón, como se dice vulgarmente, era más poderoso y activo que su viva y brillante inteligencia, y la absorbía toda en las situaciones en que un pesar o una felicidad profunda la conmovían.

Agitada, pálida, no pensando ya sino en las conversaciones de Daniel relativas a Amalia, en que tantas veces había ponderado su belleza, su talento y la delicadeza de sus gustos, Florencia llegó a su casa a la una y media de la tarde, decidida a referir a su madre cuanto acababa de oír, porque Florencia no había tenido en la vida más amor que el de Daniel, ni más amistad que la de su madre. Felizmente, la señora Dupasquier acababa de salir y Florencia se encontró sola en su salón, en tanto que se aproximaba el momento de recibir la visita de Daniel, según la hora que le había anunciado en su carta de la mañana.