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Amalia/Una agente de Daniel

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Capítulo X.

Una agente de Daniel.


A las nueve de la mañana, Daniel se vestía tranquilamente ayudado por su fiel Fermín, que había cumplido ya todas las comisiones de que había sido encargado por su señor.

-¿Florencia misma recibió las flores? -le preguntó mientras pasaba la escobilla por su cabello castaño oscuro y por su patilla rala, que se abría artificialmente en la barba, según las prescripciones federales de la época.

-Ella misma, señor.

-¿Y la carta?

-Junto con las flores.

-¿Observaste si estaba contenta?

-Me parece que sí, pero se sorprendió cuando le di la carta. Me preguntó si había ocurrido alguna novedad.

-¡Pobrecita! Vamos a ver, ¿cómo estaba vestida? Cuéntame todo; pero primero, lo que estaba haciendo cuando llegaste.

-Estaba bajo la planta de jazmines que hay en el patio, desenvolviendo los papelitos de los rizos.

-¡De sus rizos de oro, de sus rizos cuyas hebras tienen atado mi corazón al suyo! Continúa -dijo Daniel, acabando de atar con negligencia una corbata de seda negra a su cuello.

-No hacía nada más.

-Pero te he preguntado cómo estaba vestida.

-Con un vestido blanco con listas verdes, todo abierto por delante y atado a la cintura.

-¡Bellísima descripción! Eso se llama un batón de mañana, Fermín. ¡Qué linda estaría! Y bien, ¿que más?

-Nada más.

-Eres un tonto.

-Pero, señor, si no tenía otro vestido.

-Sí, pero tenía zapatos o botines, tenía algún pañuelo, alguna cinta, alguna otra cosa en fin, que tú has debido ver para contármelo todo.

-¡Y cuándo iba a fijarme en todo eso, señor! -respondió el criado de Daniel, con esa calma y esa expresión burlona en la fisonomía, peculiares al gaucho; porque Fermín lo era por su primera educación, aun cuando los hábitos de la ciudad habían corregido mucho aquellos de su niñez.

-Peor para ti. Vamos a otra cosa. ¿Quiénes están ahí?

-La mujer a quien fui a llamar de parte de usted, y Don Cándido.

-¡Ah!, mi maestro de palotes; ¡el genio de los adjetivos y de las digresiones! ¿Y qué motivo lo trae por esta casa? ¿Sabes algo de eso, Fermín?

-No, señor. Me ha dicho que tiene precisión de hablar a usted; que hoy a las seis vino y halló la puerta cerrada, que volvió a las siete, y desde esa hora está esperando a que usted se levante.

-¡Diablo! ¡Mi antiguo maestro de escritura no ha perdido la costumbre de incomodarme, y habría querido que me levantase a las seis de la mañana! Hazlo entrar a mi escritorio, pero después que se haya retirado Doña Marcelina, y ésta puede entrar ya -dijo Daniel poniéndose una bata de tartán azul, que hacía resaltar la blancura de sus lindas manos, porque eran en efecto manos que podrían dar envidia a una coqueta.

-¿La hago entrar aquí? -preguntó Fermín como dudando.

-Aquí, mi casto señor Don Fermín. Me parece que no hablo en griego. Aquí, a mi alcoba, y ten cuidado de cerrar la puerta del escritorio que da a la sala, y también la de este aposento cuando entre esa mujer.

Un momento después un ruido como el que hace el papel de una pandorga cuando acaba de secarse al sol, y el niño lo sacude para ver si está en estado de pegarse al armazón, anunció a Daniel que las enaguas de Doña Marcelina venían caminando a par de ella por el gabinete contiguo.

Ella apareció, en efecto, con un vestido de seda color borra de vino y un pañuelo de merino amarillo con guardas negras, del cual la punta del inmenso triángulo que formaba a sus espaldas la caía regiamente sobre el tobillo izquierdo. Un pañuelo blanco de mano, muy almidonado y tomado por el medio para que las cuatro puntas pudiesen mostrar libremente unos cupidos de lana color rosa que resplandecían en ellas, y un gran moño de cinta colorada en la parte izquierda de la cabeza, completaban la parte visible de los adornos de esa mujer en cuyo semblante moreno y carnudo, donde lo mejor que había eran unos grandes ojos negros que debieron ser bellos cuando conservaban su primitivo brillo, estaban muy claramente definidos y sumados unos cuarenta y ocho inviernos con sus correspondientes tempestades; declaración que se empeñaban en disimular en vano los gruesos rulos que caían hasta la barba, y de un cabello grueso, áspero, y cuyo color estaba apostando a que no lo distinguirían entre el chocolate y el café aguado. Agregando a esto una estatura más bien alta que baja, un cuerpo más bien gordo que flaco, donde lo más notable era un pecho que parecía un vientre, ya se podrá tener una idea aproximada de Doña Marcelina, a quien Daniel saludó sin levantarse del sillón, y con esa sonrisa que nada tiene de familiar, aun cuando mucho de animador, que es un atributo de las personas de calidad acostumbradas a tratar con inferiores.

-La necesito a usted, Doña Marcelina -la dijo haciéndola señas de que ocupase una silla frente a él.

-Siempre estoy a las órdenes de usted, señor Don Daniel -contestó la recién venida, sentándose y estirando el vestido por los lados, tomándolo con la punta de los dedos, como si fuese a bailar el circunspecto y gentil minuet de nuestros padres; haciendo que la silla desapareciese bajo tan voluminosa nube.

-Ante todas cosas, ¿cómo va la salud y cómo están en casa? -preguntó Daniel, que era hombre que jamás pisaba fuerte sin haber tanteado antes el terreno, aun cuando sobre él hubiese caminado la víspera.

-Aburrida, señor; hoy se hace una vida en Buenos Aires capaz de purgar todos los pecados que una tenga.

-Eso habrá adelantado usted para cuando pase a la vida eterna -respondióla Daniel mirando sus manos y como si ellas solas le preocupasen.

-Otros tienen más pecados que yo y ganarán el cielo -dijo Doña Marcelina meneando la cabeza.

-¿Por ejemplo?

-Por ejemplo, los que usted sabe.

-Hay ciertas cosas que yo las olvido con facilidad.

-Pues yo no, y si viviera doscientos años no dejaría un día de recordarlas.

-Mal hecho; perdonar a nuestros enemigos es un precepto de nuestra religión.

-¡Perdonarlos! ¿Perdonarlos después del bochorno que me hicieron sufrir, después de haberme hecho perder mi reputación, confundiéndome con las mujeres públicas? Jamás. Yo tengo un corazón de Capuleto.

-¡Bah! -exclamó Daniel conteniendo la risa al oír la comparación de Doña Marcelina-, usted exagera siempre cuando habla de esas cosas.

-¿Qué dice usted? ¡Exagerar! ¡Pues no es nada! ¡Meterme en una carreta junto con las demás; confundirme con ellas; a mí, que jamás había recibido en mi casa sino la flor y nata de Buenos Aires! No, no crea usted que fue por mi conducta; fue una venganza política, porque mis opiniones eran conocidas de todos. Mis primeras relaciones fueron con unitarios. Me visitaban ministros, abogados, poetas, médicos, escritores; lo mejor que había en Buenos Aires; y por eso el tirano de Perdriel me puso en lista, cuando Tomás Anchorena decretó el destierro de las mujeres públicas; ese viejo tartufo y usurero que bien hacían en decirle:

El inmortal macuquino, Gran sacerdote apostólico, No gastará un real en vino Aunque reviente de cólico.

-Hermosos versos, Doña Marcelina.

-Magníficos. Eran los que le componían el año 33. Ese insulto lo recibí en tiempo de la primera administración de este gaucho asesino que me hizo víctima de mis opiniones políticas, y quizá también de mi amor a la literatura, porque este salvaje proscribió a todos los que nos dedicábamos a ella. Todos mis amigos fueron desterrados. ¡Ah, época fausta de los Varelas y Gallardos! Pasó, pasó a la nada, como dice... ¡Acuérdese usted, señor Don Daniel, acuérdese usted! -y Doña Marcelina, que empezaba a sudar después de su discurso, se pasó el pañuelo con pinos por la frente, y se echó a los hombros el que le cubría el pecho.

-Fue una injusticia atroz -la respondió Daniel con una cara en cuya grave y magistral seriedad estaba pintada la más franca expresión de la risa que estaba agitando su espíritu.

-¡Atroz!

-Y de que sólo las relaciones de usted pudieron salvarla.

-Así fue, ya se lo he referido a usted muchas veces; me salvó uno de mis más respetables amigos, que se condolió de la inocencia ultrajada por la barbarie, que es lo más inhumano, como dice Rousseau -exclamó con énfasis Doña Marcelina, cuyo flaco eran las citas literarias, y cuyo fuerte eran las citas de otra especie.

-Rousseau tuvo razón en escribir esa admirable novedad -dijo Daniel conteniendo la risa que le hervía en el pecho al oír aquel nombre y aquella citación en los labios de Doña Marcelina.

-Pues eso fue lo que dijo. ¡Oh! ¡Si supiese usted la memoria que tengo! Sabía la Argia y la Dido, verso por verso, al otro día de representarse por primera vez.

-¡Admirable memoria!

-Pues así es. ¿Quiere usted que le recite el sueño de Dido, o el delirio de Creón, que tiene unas diez páginas y que empieza así:

¡Triste fatalidad! Dioses supremos...

-No, no, gracias -la dijo Daniel interrumpiéndola, temblando de que quisiera continuar hasta el fin aquel eterno delirio, que hace delirar de fastidio en la tragedia del poeta clásico de los unitarios.

-Muy bien, como usted quiera.

-¿Y ahora qué lee usted, señora Doña Marcelina?

-Ahora estoy leyendo El hijo del Carnaval, para luego leer la Lucinda, que está concluyendo mi sobrina Tomasita.

-¡Excelentes libros! ¿Y quién le presta a usted esa escogida colección de obras? -preguntóla Daniel reclinándose en un brazo del sillón y fijando sus ojos tranquilos y penetrantes en la fisonomía de aquella desacordada mujer.

-A mí no me los prestan; es a mi sobrinita Andrea a quien se los lleva el señor cura Gaete.

-¡El cura Gaete! -dijo Daniel no pudiendo ya contener la risa a que dio salida libremente.

-Y yo se lo agradezco mucho; porque las personas que tienen instrucción saben que es necesario que las jóvenes lean lo malo como lo bueno para que no las engañen en el mundo.

-Perfectamente pensado, Doña Marcelina. Pero lo que no entiendo es cómo una persona con los principios políticos de usted acepta la amistad de ese honrado sacerdote que es hoy la más brillante joya de la Federación.

-¡Qué! ¡Si a él mismo le canto la cartilla todos los días!

-¿Y la sufre a usted?

-La echa de tolerante. Se ríe, me da la espalda, y se va al cuarto de Gertruditas a leer los libros que lleva.

-¡Gertruditas! También tiene usted otra joven de ese nombre en su casa.

-Es una sobrina mía a quien he recogido hace un mes.

-¡Santa Bárbara! ¡Tiene usted más sobrinas que nietos tuvo Adán por la línea de Seth, hijo de Caín y de Ada! ¿Ha leído usted la Biblia, Doña Marcelina?

-No.

-¿Pero habrá leído usted a Don Quijote?

-Tampoco.

-Pues ese Don Quijote, que era un buen hombre, muy parecido en la figura y en otras cosas a Su Excelencia el general Oribe, declaraba que no podía haber una república bien constituida sin cierto empleo, y ese empleo es el que usted ejerce dignamente.

-¿El de protectora de mis sobrinas desgraciadas, querrá usted decir?

-Exactamente.

-Hago por ellas lo que puedo.

-Pero ¿qué haría usted, si el reverendo Cura de la Piedad hallase en casa de usted lo que yo encontré el día que por primera vez entré en ella, bajo la recomendación de Mr. Douglas?

-¡Oh, Dios mío, sería perdida! Pero el cura Gaete no será tan curioso como lo fue el señor Don Daniel Bello -dijo Doña Marcelina con cierto aire de reconvención cariñosa.

-Tiene usted razón, y yo la tengo también. Fui a su casa para entregarle una carta que debía llevar usted a donde yo se lo indicase. La pedí un tintero para poner la dirección de la carta; a ese tiempo llamaron a la puerta; me dijo usted que me ocultase en la alcoba y que en la mesa hallaría un tintero; lo busqué sin hallarlo, abrí el cajón y...

-Usted no debió haber leído lo que allí había, picaruelo -dijo interrumpiéndolo Doña Marcelina con un tono cada vez más cariñoso, que tomaba siempre cuando Daniel hablaba de este asunto, cosa que sucedía cada vez que se veían.

-¿Y cómo resistir a la curiosidad? ¡Periódicos de Montevideo!

-Que me mandaba mi hijo, como se lo he dicho a usted.

-¡Sí, pero la carta!

-¡Ah, sí, la carta! Por ella me habrían fusilado sin compasión estos bárbaros. ¡Qué imprudencia la mía! ¿Y qué ha hecho usted de esa carta, mi buen mozo, la conserva usted siempre?

-¡Oh! ¡Eso de decir usted que les había de cortar la trenza a todas las mujeres de la familia de Rosas cuando entrase Lavalle, eso es muy grave, Doña Marcelina!

-¡Qué quiere usted! ¡El entusiasmo! ¡Las ofensas recibidas! ¡Pero qué! ¡Yo soy incapaz de hacerlo! ¿Y la carta la conserva usted, tunante? -preguntó de nuevo Doña Marcelina, haciendo un notable esfuerzo para sonreírse.

-Ya le he dicho a usted que tomé esa carta para librarle de un peligro.

-Pero usted debió romperla.

-Y habría hecho una inaudita bestialidad.

-¿Pero para qué la conserva usted?

-Para tener un documento con que hacer valer el patriotismo de usted, si alguna vez sufren un cambio las cosas. Yo quiero que los servicios que suele prestarme sean bien recompensados más tarde.

-¿Para ese solo objeto la guarda usted?

-No me ha dado usted motivos hasta ahora de mudar la idea -respondió Daniel marcando pausadamente sus palabras.

-¡Ni los daré jamás! -exclamó la pobre mujer descargando sus pulmones de una inmensa columna de aire que se había comprimido en ellos durante la conversación de la carta, que era su pesadilla diaria.

-Así lo creo. Y ahora vamos a lo que tenemos que hacer. ¿Ha visto usted a Douglas?

-Hace tres días que lo vi. Antenoche embarcó a cinco individuos, de los cuales dos le fueron proporcionados por mí.

-Muy bien. Hoy tiene usted que volver a verlo.

-Ahora mismo.

-Iré en el acto.

Daniel pasó a su escritorio, levantó su tintero de bronce, tomó la carta que había escrito y guardado bajo de él la noche anterior; púsole en seguida una nueva cubierta, y tomando una pluma volvió a su aposento.

-Ponga usted el sobre de esta carta.

-¿Yo?

-Sí, usted: a Mr. Douglas.

-¿Nada más?

-Nada más.

-Ya está -dijo la tía de todas las sobrinas, después de haber escrito aquel nombre, sirviéndole de mesa su maciza rodilla.

-Irá usted a lo de Mr. Douglas, le hablará a solas y le entregará esa carta de mi parte.

-Así lo haré.

-Guarde usted la carta en el seno.

-Ya está. No tenga usted el mínimo cuidado.

-A otra cosa.

-Lo que usted ordene.

-Necesito estar solo en casa de usted, mañana o pasado mañana a la tarde, por media hora solamente.

-Por el tiempo que usted quiera. Saldré con las muchachas a pasear; pero ¿y la llave?

-Hoy mismo hará usted hacer otra igual, y me la mandará mañana temprano determinándome el día y la hora en que saldrá usted; prefiero que sea a la oración, porque quiero evitar el que me vean.

-¡Oh! ¡La calle de mi casa es un desierto! Sólo en verano, como está la casa a media cuadra del río, suele pasar alguna gente a bañarse.

-Quiero también que deje usted abiertas las puertas interiores.

-Hay poco que robar.

-Algún día habrá más, No exijo de usted sino discreción y silencio; la menor imprudencia, sin costarme a mí un cabello, le costaría a usted la cabeza.

-Mi vida está en manos de usted hace mucho tiempo, señor Don Daniel; pero aunque así no fuera yo me haría matar por el último de los unitarios.

-Aquí no se habla de unitarios, ni yo le he dicho a usted nunca lo que soy. ¿Está usted informada de todo?

-No hay dos que tengan la memoria que yo -respondió Doña Marcelina, que se hallaba algo turbada por el tono tan serio con que Daniel acababa de hablarla.

-Bien, hágase usted cargo que la he enseñado un trozo de versos, y despidámonos.

Y Daniel entrando a su gabinete abrió su escritorio y sacó un billete de quinientos pesos.

-Ahí tiene usted para la llave y para comprar dulces en el paseo que hará con las sobrinas.

-¡Vale usted un Perú! -exclamó la recitadora de la Argia-. En sola una vez, y sin interés, es usted más generoso -continuó- que el fraile Gaete en todo un mes con mi sobrina Gertrudis.

-Sin embargo, guárdese usted de indisponerse con él; y hasta más ver.

-Hasta siempre, señor Don Daniel -y haciendo un saludo que no dejaba de tener cierto airecillo de buen tono, salió Doña Marcelina moviéndose como una polacra hamburguesa cuando navega con viento en popa.