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Amalia/El 16 de agosto

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El 16 de agosto

Once días después de los acontecimientos anteriores, es decir, el 16 de agosto, el destino de Buenos Aires estaba sobre un monte de sombras donde la vista humana se extraviaba y se asustaba ante su perspectiva.

Eran apenas las cinco de la mañana de aquel día. No se veía un solo astro sobre el firmamento; y el oriente, envuelto en el espeso manto de la noche, no quería levantar aún las ligeras puntas del velo nacarado del alba.

Tres bultos, semejantes a otras tantas visiones de la imaginación de Hoffmann, parecían de cuando en cuando rarificarse sobre el muro y las ventanas que separaban las habitaciones de la joven viuda de Barracas del gran patio de la quinta, cortado por una verja de fierro, como se sabe, y cuya puerta estaba abierta en aquel momento, cosa que jamás había acontecido a tales horas, después de la tristísima noche con que empezamos la exposición de esta historia.

-Si no hay nadie. Aunque su merced se esté hasta mañana, no ha de ver luz, ni a ninguno -dijo, sin el misterio que parecía requerir aquella hora, una voz chillona de mujer.

-¿Pero cuándo, dónde se han ido? -exclamó con un acento de impaciencia y rabia la persona a quien se había dirigido la mujer.

-Ya le he dicho a su merced que se han ido antiyer, y que han de estar por ahí no más. Y los vi salir. Doña Amalia montó en el coche llevando de cochero al viejo Pedro, y de lacayo al mulato que la servía. Junto con Doña Amalia subió la muchacha Luisa. Y después se bajó del coche Doña Amalia, abrió las piezas y volvió a salir y subir al coche trayendo dos jaulas de pajaritos. Nada han llevado; y aquí no hay sino los negros viejos que están durmiendo en la quinta.

Restablecióse el silencio y uno de aquellos tres misteriosos personajes volvió a correr de puerta en puerta, de ventana en ventana, a ver si descubría alguna luz, si percibía algún ruido que le indicase la existencia de alguien en aquella mansión desierta y misteriosa.

Pero todo era en vano: él no oía sino el eco de sus propios pasos, y el murmullo de los grandes álamos de la quinta, mecidos por la recia brisa de aquella noche de invierno oscura y fría.

Por un momento esa especie de fantasma alzó su mano en actitud de descargar un golpe sobre los cristales de una de las ventanas de la alcoba de Amalia, pero la bajó y volvió al lugar en que estaba su compañero, y la persona que les había dado los informes que se conocen.

-Señor comandante, sabe Usía que la escolta marcha hoy muy temprano, y ya es la madrugada.

-Bien, teniente, vámonos. Usted me ha acompañado como un amigo, y no quiero incomodarlo más. Vámonos y marche a su cuartel.

-Señor de Mariño, mire su merced que lo que me ha dado lo he gastado todo en la llave falsa, y no tengo nada que darles a los de casa.

-Bien, mañana.

-Pero, ¿cómo mañana?

-Vamos, toma y déjame en paz.

-¿Y cuánto es esto?

-No sé. Pero no debe ser poco.

-Cuando más, cinco pesos -dijo la mujer de la llave falsa, marchando delante del comandante Mariño, y teniente del escuadrón escolta; y pasando por la verja de fierro, cuya puerta cerró Mariño, guardándose luego la llave en el bolsillo.

Un momento después esos dos personajes de la Federación dejaban a su colega por ella en la pulpería contigua a la casa de Amalia, satisfecha de ver que, aunque negra como era, prestaba servicios de importancia a la santa causa de pobres y ricos. Y comandante y teniente tomaban el galope para la ciudad; dirigiéndose, el primero a su cuartel de serenos, y el otro al de la escolta de Su Excelencia.


II

Apenas allá en el horizonte del gran río se veía una ligerísima claridad sobre las olas, como una leve sonrisa de la esperanza entre la densa noche del infortunio. La mañana venía.

Todo, menos el hombre, iba a armonizarse allí con ese lazo etéreo entre la Naturaleza y su creador, que se llama la luz. Los arrogantes potros de nuestra Pampa sacudirían en aquel momento su altanera cabeza, haciendo estremecer la soledad con su relincho salvaje. Nuestro indomable toro correría, arqueando su potente cuello, a apagar su sed, nunca saciada, en las aguas casi heladas de nuestros arroyos. Nuestros pájaros meridionales, menos brillantes que los del trópico, pero más poderosos unos y más tiernos otros, saltarían desde el nido a la copa de nuestros viejos ombúes, o de nuestros erizados espinillos, a saludar los albores primitivos del día; y nuestras humildes margaritas, perdidas entre el trébol y la alfalfa esmaltada con las gotas nevosas de la noche, empezarían a abrir sus blancas, punzoes y amarillas hojas, por tener el gusto, como la virtud, de contemplarse a sí mismas a la luz del cielo, porque la luz de la tierra no alcanza, ni a las unas, ni a la otra. ¡Toda la Naturaleza, sí, menos el hombre! ¡Porque llegado era el momento en que la luz del sol no servía en la infeliz Buenos Aires, sino para hacer más visible la lóbrega y terrible noche de su vida, bajo cuyas sombras se revolvían en caos las esperanzas y el desengaño, la virtud y el crimen, el sufrimiento y la desesperación!...

El silencio era sepulcral en la ciudad.

El monótono ruido de nuestras pesadas carretas dirigiéndose a los mercados públicos, el paso del trabajador, el canto del lechero, la campanilla del aguador, el martilleo del pan entre las árganas; todos estos ruidos especiales y característicos de la ciudad de Buenos Aires, al venir el día, hacía ya cuatro o cinco que no se escuchaban. Era una ciudad desierta; un cementerio de vivos cuyas almas estaban, unas en el cielo de la esperanza aguardando el triunfo de Lavalle; otras en el infierno del crimen esperando el de Rosas.

Sólo en el camino de San José de Flores, que arranca de la ciudad; en aquel célebre camino, gloria de la Federación, y vergüenza de los porteños, mandado construir por Rosas en honor del general Quiroga; sólo en él, decíamos, sonaba el ruido de las pisadas de algunos caballos. Era don Juan Manuel Rosas que marchaba a encerrarse en su acampamento de Santos Lugares, en la madrugada del 16 de agosto de 1840: saliendo de la ciudad oculto entre las sombras de la noche, calculando, sin embargo, el poder llegar de día a la presencia de sus soldados, a quienes por la primera vez de su vida iba a poder decirles compañeros.

Su escolta tenía orden de marchar una hora después.

Nada más lúgubre, nada más dramático, nada más indeciso y violento que el cuadro político que representaban los sucesos en ese momento, en todo el horizonte revolucionado de la República Argentina.

Era un duelo a muerte entre la libertad y el despotismo, entre la civilización y la barbarie; y estaban ya sobre el campo los dos rivales con la espada en mano prontos a atravesarse el corazón, teniendo por testigos de su terrible combate a la humanidad y la posteridad.

La mirada de todos estaba fija sobre la inmensa arena del combate. ¿En qué lugar? Sobre la república entera.

El general Paz marchaba a Corrientes, a ese Anteo de la libertad argentina, que ha estado cayendo y levantando, luchando brazo a brazo con la dictadura de Rosas, y que entonces victoreaba la libertad y recibía a la noble hechura de Belgrano.

La Madrid, ese mosquetero de Luis XIII, resucitado en la República Argentina en el siglo XIX, bajaba sobre Córdoba a extender la poderosa Liga del Norte.

Lavalle, nuestro caballero del siglo XI, nuestro Tancredo, el Cruzado argentino, en fin, marchaba sobre la ciudad de Buenos Aires, al frente de sus tres mil legionarios, valientes como el acero, ardientes como la libertad, entusiastas como la poesía, y nobles como la causa santa por que abandonaron la patria, dejando en ella la voluptuosidad y el lujo, para volver a ella con la privación y la roída casaca del soldado.

Ejército compuesto de la parte más culta y distinguida de la juventud argentina, comandado por lo más selecto de nuestra milicia; ejército que representa en sí solo toda la poesía dramática y melancólica de la época. Soldados imberbes que tomaban el fusil, no como una carrera, sino como un sacerdocio. Que partían a la guerra, hablando de los peligros y de la muerte, no con la poesía de la imaginación, sino con la expresión de su conciencia en estado de pureza; que hablaban del martirio como del homenaje debido a la sombra de nuestros viejos padres y a la libertad futura de la patria.

Isla de la Libertad, agosto 31 de 1839. Mi querida mamá: he derramado lágrimas al leer su carta tan llena de amor maternal. Devuelvo a usted esos tiernos sentimientos que me manifiesta, con todo mi corazón. Confío en que el cielo presidirá nuestros destinos y que yo tendré el gusto de abrazar a usted y a mis queridas hermanas en el seno de nuestra patria adorada. Diez años han durado nuestros sufrimientos, y la esperanza de terminarlos me llena de ardor y entusiasmo. Deseche toda idea triste: Dios regla el destino del hombre, Si muero, le pido su perdón, y su olvido... Eduardo Álvarez.

¡Soldados así, como ese joven de diez y nueve años, hijo de uno de nuestros viejos generales, que se despedía de su madre para ir a morir por la libertad de su patria, y que murió por ella en la jornada del Sauce Grande, después de haberse cubierto de gloria en el Yeruá y Don Cristóbal; cayendo al expirar en los brazos de su hermano, enviándole un beso a su madre y haciendo jurar a ese hermano que no dejaría la espada sino con la libertad argentina, o con su muerte!

De parte de la tiranía, Echagüe en Entre Ríos, López en Santa Fe, Aldao en Mendoza y Rosas en Buenos Aires, formaban las cuatro columnas de resistencia al ataque de la libertad.

En el exterior, por parte de la Francia sólo había la novedad del nombramiento del vicealmirante Baudin para el comando de una expedición militar al Plata, que parecía haberse resuelto con el fin de poner término a los asuntos pendientes. Y por parte del Estado Oriental, el general Rivera, entretenido en bailar y dar convites en su cuartel general en San José del Uruguay, divertido con versos del comandante Pacheco, contribuía con brindis a la cruzada argentina; bebiendo «porque la República Argentina anonadando al tirano que la ensangrienta, siga nuestro ejemplo, y comprenda que la única base de la felicidad de los pueblos es la que se funda en leyes justas y análogas a sus necesidades»;y en la de tener gobiernos morales, previsores y activos, le faltó decir al presidente Rivera.

En cuanto al pueblo de Buenos Aires, él tenía una fisonomía especial en ese momento: la fisonomía especial de la angustia; la fisonomía de la ansiedad. Cada minuto pesaba horriblemente sobre el espíritu.

Lavalle marchaba sobre la ciudad.

Rosas delegaba el gobierno en Don Felipe Arana, y salía a esperar a Lavalle, o más bien, huía de la ciudad a su acampamento de Santos Lugares, distante dos leguas.

El batallón de Maza, el de Revelo, el Nº 1 de caballería, los dos escuadrones de abastecedores, el escuadrón escolta, y algunas divisiones que anteriormente se encontraban allí, componían, en número de 5.000 hombres, el ejército de Rosas en Santos Lugares, especie de inmenso reducto zanjeado y artillado por todas partes.

La ciudad era guardada de otro modo.

En el fuerte estaba acuartelada la mitad del cuerpo de serenos; y de noche se reunían allí la plana mayor activa y la inactiva; los jueces de paz, los alcaldes y sus tenientes, componiendo un total de 400 a 500 hombres.

En su cuartel del Retiro estaba el coronel Rolón con 250 veteranos.

El coronel Ramírez mandando 80 negros viejos e inválidos.

Y el cuarto batallón de patricios estaba mandado accidentalmente por Don Pedro Ximeno.

El coronel Vidal mandaba también alguna fuerza pequeña.

Los pocos ciudadanos que quedaban en Buenos Aires no estaban organizados, ni alistados siquiera.

El cuerpo de la Mashorca, compuesto de 80 a 100 facinerosos, se distribuía desde las oraciones en partidas de 6 y de 8 hombres, que recorrían toda la noche la ciudad; sin hacer otra cosa hasta esos días, sin embargo, que registrar escrupulosamente a los que hallaban en la calle; llevarlos a la presencia de Salomón si tenían armas, o insultarlos groseramente si no iban con gran divisa o con papeleta de Socio Popular Restaurador.

El inspector, general Pinedo, hacía los nombramientos de jefe de día; cargo que recaía siempre en alguno de los generales que sin destino permanecían en la ciudad.

Y esos jefes, acompañados de algunos ayudantes, recorrían la ciudad toda la noche, visitando los cuarteles para ver si se observaban las órdenes expedidas.

Pero época alguna de la Federación hizo más tolerantes a sus hijos, que estos días que estamos describiendo; es decir, aquellos en que el general Lavalle marchaba, aproximándose a la ciudad.

La Mashorca no hacía uso de sus armas, como hemos dicho.

Los jefes de día, en el curso de sus paseos nocturnos, solían llamar a alguna que otra puerta anatematizada desde mucho tiempo; y preguntaban con el mayor esmero: si algo se ofrecía, si había alguna novedad; o aseguraban que no había nada que temer, etc.

El gobernador delegado mandaba indirectamente ciertos avisos a ciertas casas sobre seguridades, sobre garantías no conocidas nunca.

En los cuarteles, los acérrimos entusiastas en el tiempo de las parroquiales se demostraban mutuamente, con una lógica concluyente, lo terrible que era el no poder vivir en paz y tener que pelear con sus hermanos... ¡Ah!, Lavalle, Lavalle, por qué no mandasteis un escuadrón a gritar: ¡Viva la patria! en la plaza de la Victoria.

Pero sigamos.

De otro lado, las familias de los enemigos del tirano, es decir, las cuatro quintas partes de la sociedad culta y moral, esperaban y temblaban, querían reír, y sentían el corazón oprimido; Lavalle se acercaba, pero cada una de ellas tenía un hijo, un hermano, un esposo en las filas de los libertadores, y una bala enemiga podía abrirse paso por su pecho; Lavalle se acercaba, pero el puñal de la Mashorca estaba más cerca de ellas que la espada de sus amigos.

Encerradas en sus aposentos, las jóvenes tejían coronas, bordaban cintas, buscaban en el fondo de sus gavetas algún traje celeste, escondido por muchos años, para recibir a los libertadores; y las madres querían esconder dentro de sí mismas a los hijos que les quedaban aún en Buenos Aires, para que no fuesen arrebatados de las calles por las levas de la Mashorca.

Cada familia, cada individuo, era en fin la imagen viva y palpitante de la ansiedad, de la más penosa y terrible incertidumbre.

Tal era el inmenso cuadro que apenas bosquejamos, al fin de la primera mitad de agosto; tiempo también en que vamos a encontrarnos de nuevo con los personajes de esta historia.

El corazón de los patriotas latía de temor y de esperanza. El de los héroes de las parroquiales de miedo y de miedo.

Pero antes de cerrar este capítulo, vamos a explicar esa voz parroquial, con que en este libro se ha determinado a menudo una época a que no se ha dado todavía un nombre especial.


III

Al anochecer del 27 de junio de 1839 fue asesinado en las antesalas de la Cámara de Representantes el presidente de ella, Don Manuel Vicente Maza.

Dejemos la palabra a los documentos, porque ellos de suyo han de reflejar sobre la conciencia del lector todo lo que hay de horrible y de repugnante en los hechos que fijamos como antecedentes de esa bacanal pública, que se llamó fiestas de las parroquias.

En Buenos Aires, a 27 de junio de 1839, a las seis y media de la noche, se presentó en la casa habitación del señor vicepresidente 1º de la Honorable Sala, ciudadano general Don Agustín Pinedo, el ordenanza de dicha sala Anastasio Ramírez, y anunció al referido vicepresidente que acababa de ser violentamente muerto el señor presidente de la Honorable Sala, doctor Don Manuel Vicente Maza, cuyo cadáver había encontrado el exponente en la sala de la presidencia.

La comisión permanente se reunió. Se hizo el reconocimiento facultativo del cadáver; y encontraron en él dos heridas hechas con cuchillo o daga.

La Sala se reunió al día siguiente; ¿se reunió para deliberar sobre el hecho inaudito que acababa de cometerse en su recinto? No: se reunió para oír un discurso del diputado Garrigós. He aquí un pequeño fragmento de ese discurso: ...Se ha querido contrastar la acrisolada fidelidad de nuestra tropa. Pero por todas partes, señores, ha encontrado el vicio la resistencia que le ofrece la virtud. Estos leales federales, que detestan al bando unitario, y mucho más aún a los traidores que desertan de la causa de la Confederación Argentina, volaron presurosos a participar al gobierno aquel inicuo atentado, exhibiendo al mismo tiempo comprobantes inequívocos de la certeza de su aserto. Pues bien, señores, el autor principal del crimen tan execrable era el hijo de nuestro presidente; y sin duda alguna, datos muy exactos y antecedentes muy fundados comprobaban la connivencia del padre en el complot del hijo: estos graves cargos, que gravitaban contra el ex presidente, desparramados en la población, cundieron con una rapidez eléctrica: los ciudadanos de todas clases miraron con horror tan inaudito crimen y se apresuraron entonces a dirigirse a esta Honorable Legislatura ejerciendo el derecho de petición. Al efecto prepararon una solicitud con el objeto de que se separase del elevado puesto de presidente de la representación de la provincia, y aun del seno de la Legislatura, a un ciudadano, contra quien pesaban graves cargos y contra quien la opinión pública se había ya manifestado del modo más severo: y que por consiguiente debía quedar fuera del amparo de esta posición para que el fallo de la ley se pronunciase contra su conducta. Aún no fue esto todo, señores; pendiente este paso, la animadversión pública se explicó más palpablemente. La casa del presidente fue agredida la noche del jueves de un modo que se conoció que el pueblo estaba en oposición a la permanencia del presidente en su puesto, que aún esa mañana ocupó. Tales antecedentes decidieron al presidente a hacer su renuncia, no tan sólo del cargo que ocupaba en este recinto, sino también de la presidencia del tribunal de justicia. Recién entonces se apercibió que debía alejarse de esta tierra, y no poner a prueba tan difícil la irritación del pueblo, y la justificación del jefe ilustre del Estado, que fluctuaría entre el severo deber de la justicia, y el cruel recuerdo de una antigua amistad ...En tal estado, señores, ¿qué cosa resta a la honorable sala, que dar cuenta de este trágico suceso al P. E. acompañándole todos los antecedentes de la materia, para que en su vista dicte las medidas que su sabiduría le aconseje?


Al día siguiente, es decir, el día 28, en que tuvo lugar la sesión, el hijo del presidente de la Sala, teniente coronel Don Ramón Maza, fue fusilado en la cárcel.

El cadáver del anciano estaba en la puerta, en un carro de la basura; y allí se le reunió el cadáver de su hijo, y juntos fueron echados a la zanja del cementerio.

Tras este horrendo asesinato del presidente de la legislatura y del tribunal de justicia, ¿qué aconteció en el pueblo de Buenos Aires? Aconteció que una voz unánime se levantó en derredor a Rosas, de todas las corporaciones y empleados públicos, dando el parabién al asesino. «En virtud del descubrimiento del feroz, inicuo y salvaje plan de asesinato premeditado por los parricidas, reos de lesa América, traidores Manuel Vicente y su hijo espúreo Ramón Maza, vendidos al inmundo oro francés», decía uno. Otro le hacía coro, repitiendo: «Esté bien convencido Vuecelencia, que el Dios de los ejércitos protege la causa de la justicia, poniendo en descubierto los planes infernales de los traidores sobornados por un vil interés, como sucede con el traidor sucio, inmundo y feroz Manuel Vicente Maza y su hijo bastardo.»

Las felicitaciones, vaciadas todas en el molde de las anteriores, se desgranaban de la inmensa mazorca de la Federación, y centenares de páginas no podían abrazar en sus millones de tipos todo el palabreo inmundo de esa época, y fue preciso abrir válvulas en cada parroquia de la ciudad, para que el entusiasmo popular no hiciese reventar el pecho de los federales; y de aquí las fiestas parroquiales, cuya bacanal debía celebrarse en los templos.

El asesino fue deificado, y el asesinato bendecido, no sólo en la ciudad, sino en la campaña.

Del día del delito, se decía en la cátedra del Espíritu Santo:

Yo no haré otra cosa en esta mi breve alocución que exhortaros con las palabras del profeta real a establecer este día hasta el cornijal del altar. Constituite diem solemnem in condensis usque ad cornu altaris. Solemne llamo este día por el feliz descubrimiento de la trama horrorosa contra la vida de nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes; solemne llamo a este día, por el escarmiento público, que la divina Providencia hizo de los enemigos de nuestra libertad e independencia... La divina Providencia... ella quiso que este público a la verdad, Dios vela sobre los buenos y sobre los malos; sobre los buenos para darles a su tiempo el premio en el cielo, sobre los malos para darles a su tiempo el condigno castigo.

El juez de paz de cada parroquia citaba a los vecinos y previamente le sacaba a cada uno lo que podía, o no podía dar, para la suscripción de la fiesta. Luego se nombraba la comisión, se señalaba el día, y se invitaba por los periódicos.

La parroquia entera se vestía de federal y..., pero que hablen los documentos.

La cuadra de la iglesia estaba toda adornada de olivo y lindas banderas, las cuales fueron tomadas por los vecinos y de golpe las rindieron al pasar el retrato, hincando la rodilla, causando un espectáculo verdaderamente imponente el repique de las campanas, cohetes de todas clases y vivas del inmenso pueblo que había allí reunido; al llegar al atrio tomaron el señor juez de paz y el señor maestre el retrato, y entraron con él a la iglesia en cuya puerta el señor cura y seis sacerdotes de sobrepelliz acompañaron el retrato hasta que se colocó en el lugar destinado, y como se retirase la comitiva por no empezarse la función de iglesia, se dejaron dos tenientes alcaldes uno a cada lado del retrato haciéndole guardia hasta que concluida la función tomó asiento el acompañamiento esperando al señor cura y demás sacerdotes que de sobrepelliz salieron a acompañar el retrato que fue sacado hasta el atrio, donde lo recibió el señor juez de 1ª instancia, Don Lucas González Peña... Gran porción de vecinos se reunió en la casa contigua a la del juez de paz, donde fue servida con abundancia carne con cuero; concluida la comida se formó del contento general la más federal y republicana danza en el patio de la casa del señor juez de paz, adoptando nuestra alegre media caña por baile, la que era tocada por la música restauradora: en esta danza aceptada únicamente por todos, no quedó nadie sin bailar, pues todos entreverados no se conoció distinción. La señorita Doña Manuelita de Rosas, digna hija de nuestro Ilustre Restaurador, y la respetable familia de Su Excelencia dieron realce con su presencia, etc.(3)

Los documentos de la época van más adelante todavía: veneros inagotables de la más desesperante filosofía sobre la debilidad de la raza humana cuando gravita sobre ella la pesada mano del despotismo, en cada página, en cada día de esa época funesta, enseñan en progreso la degradación del pueblo sometido a Rosas. Las inspiraciones de éste eran las que daban impulso a las acciones: obraban obedeciendo; pero era tan perfectamente disfrazada la imposición, que a los diez años, el escritor se halla en conflicto para saber dónde comenzaba esa imposición, y dónde terminaba la acción espontánea, en conciencias que el miedo había pervertido.

La descripción de la fiesta de San Miguel, publicada en el número 4891 de la Gaceta, brilla todavía con mayor lujo de degradación, de prostitución, de escarnio.

Más todavía, la fiesta de la catedral que describe la Gaceta 4.866; he aquí un fragmento:

En la entrada del templo se agolpaba un numeroso gentío, y saliendo a la puerta el senado del clero fue introducido al templo el retrato de Su Excelencia por los mismos generales que lo habían recibido, etc. La función fue celebrada con majestuosa solemnidad. Nuestro venerable y digno compatriota, el ilustrísimo obispo diocesano de Buenos Aires, doctor Don Mariano Medrano, rodeado de todo el esplendor y pompa con que se ostenta el culto de la Iglesia católica en sus augustas fiestas, ofició en tan importante acción de gracias. Una magnífica orquesta acompañaba el canto de algunos profesores y aficionados. Concluida la misa se entonó el Te Deum por el ilustrísimo prelado, que se anunció al público por repiques de campanas y una salva de artillería en los baluartes de la fortaleza. En seguida fue reconducido el retrato de Su Excelencia al carro. La caballería formó en columna, etc. Luego que el señor inspector general dispuso la retirada del retrato empezó la marcha en el mismo orden, siguiendo la columna por el expresado arco principal, y de éste por la calle de la Reconquista hasta la casa de Su Excelencia. Al salir de la fortaleza el acompañamiento, se empeñaron las señoras en conducir el retrato de Su Excelencia, tirando del carro que alternativamente habían tomado los generales y jefes de la comitiva al conducirlo al templo. Las señoras mostraron el más delicado y vivo entusiasmo, y vimos con inmenso placer a las distinguidas señoras Doña..., etc., etc.(4)

Como se ve, pues, estas célebres fiestas tuvieron por origen un crimen; y dignas sucesoras de esa causa, ellas en sí mismas eran un crimen, y fueron más tarde madre de mil crímenes.

En el estado normal de las sociedades, en toda reunión pública, e trata de poner en competencia la cultura o el talento, la elegancia o el lujo.

En toda reunión pública, o se trata de agradar, o se trata de moralizar.

En las famosas fiestas parroquiales, todo era a la inversa, porque el ser moral de la sociedad estaba ya invertido.

Cada parroquial era un inmenso certamen de barbarismo, de grosería, de vulgaridad y de inmoralidad, de patricidio y de herejía.

A la profanación del templo seguía la profanación del buen gusto, de las conveniencias, de las maneras, del lenguaje, y hasta de la mujer, en lo que llamaban el ambigú federal, cuya mesa se colocaba ora en la sacristía, a veces en algún corredor, bajo algún claustro, y alguna vez también en la casa del juez de paz de la parroquia.

El primer asiento era reservado a Manuela, y como si esta pobre criatura fuese el conductor eléctrico que debiera llevar a su padre los pensamientos de cuantos allí había, cada uno empleaba todo el poder de la oratoria especial de la época, para mostrarse a los ojos de la hija, fuerte y potente defensor del padre.

La oratoria de la época tenía su vigor, su brillo, su sello federal en la abundancia de los adjetivos más extravagantes, más cínicos, más bárbaros.

El enemigo debía ser inmundo, sucio, asqueroso, chancho, mulato, vendido, asesino, traidor, salvaje. Y el héroe de la Federación, en boca de los aseados federales, para quienes el oro francés era inmundo, pero el oro argentino muy limpio y muy pulido, para dejar de robárselo a manos llenas, era ilustre, grande, héroe; como ilustres, grandes y héroes eran todos ellos en la prostitución y el vicio que allí representaban.

En pos de la borrachera federal venía la danza federal. Y la joven inocente y casta, llevada allí por el miedo o la degradación de su padre; la esposa honrada, conducida muchas veces a esas orgías pestíferas con las lágrimas en los ojos, tenían luego que rozarse, que tocarse, que abrazarse en la danza con lo más degradado y criminal de la Mashorca.

Estas escenas fueron interrumpidas momentáneamente por la Revolución del Sur, en octubre del mismo año de 1839, pero continuadas tan pronto como fue sofocado aquel heroico movimiento. Y en ellas fue donde debía engendrarse la época de sangre que debía comenzar en 1840. Porque si la cabeza de Zelarrallán, de Castelli y otros había dado ya ocupación al cuchillo, todo eso no era, sin embargo, sino los preludios de las ejecuciones en masa que debían cometerse más tarde.

El terror fue graduado, fría y sistemáticamente, por el dictador.

Las personerías.

Los azotes.

Los moños de cinta, pegados con brea en la cabeza de las señoras.

Este y el otro asesinato, de tiempo en tiempo, fueron escalones sucesivos por los que Rosas fue arrastrando el espíritu individual y el espíritu público al abismo de la desesperación y del miedo, a cuyo fondo insondable debía empujarlos con mano de demonio en la San Bartolomé de 1840.

Así la sociedad a esta época se hallaba dividida en víctimas y asesinos. Y estos últimos, que desde muy atrás traían sus títulos de tales; valientes con el puñal sobre la víctima indefensa; héroes en la ostentación de su cinismo, temblaban, sin embargo, cuando la pisada del Ejército Libertador hacía vibrar la tierra de Buenos Aires, en la última quincena de agosto de 1840, a cuyos días hemos llegado en esta historia; mientras que la parte oprimida del pueblo sufría también la incertidumbre penosa por el éxito próximo de la cruzada.

Y es para poder fijar con claridad la filosofía de esta conclusión, que la novela ha tenido que historiar brevemente los antecedentes que se han leído.