Amalia/El gobernador delegado
El gobernador delegado
Pasado el zaguán que conducía del primero al segundo patio en la casa de Don Felipe Arana, calle de Representantes, núm. 153, se hallaba a mano izquierda una pieza cuadrada, con una gran mesa de escribir en el centro, otra más pequeña en uno de los ángulos, y un estante conteniendo muchas obras teológicas, las Partidas, un diccionario de la lengua, edición de 1764; un grabado representando a San Antonio; un botellón de agua; unas tazas de loza y un damero: nada más tenía el estante del señor Don Felipe; pues acabamos de conocer el gabinete del señor ministro, ascendido al alto rango de gobernador delegado.
En la pequeña mesa copiaba un largo oficio nuestro distinguido amigo el señor Don Cándido Rodríguez. Y delante de la gran mesa en que figuraban gallardamente muchos legajos, muchos sobres de cartas y de oficios y un gran tintero de estaño, sentados estaban Don Felipe Arana y el ministro de Su Majestad Británica, caballero Enrique Mandeville, y nuestro entrometido Daniel.
-Pero si no ha habido declaración de guerra, señor Mandeville -decía el señor Don Felipe a tiempo que nos entramos con el lector a su gabinete. Y eso decía con sus manos cruzadas sobre el estómago, como las tienen habitualmente las señoras cuando se hallan en estado de esperanzas.
-Así es, no ha habido declaración de guerra -contestó el señor Mandeville, jugando con la punta de sus rosados dedos.
-Y usted ve, señor ministro -prosiguió Don Felipe-, que según el derecho de gentes y la práctica de las naciones cultas y civilizadas, no se puede hacer la guerra, sin que a ese acto preceda una declaración solemne y motivada.
-¡Pues!
-Y como el derecho de gentes nos comprende a nosotros también, ¿digo bien, señor Bello?
-Perfectamente, señor ministro.
-Luego, si nos comprende a nosotros el derecho de gentes -prosiguió Don Felipe-, teníamos derecho a que la Francia nos declarase la guerra antes de mandar una expedición. Y puesto que no lo hace así, la Inglaterra debía estorbarle el envío de la antedicha expedición; porque conquistado el país por la Francia, la Inglaterra pierde todos sus privilegios en la Confederación. Y es por esto que concluyo, repitiendo al señor ministro, a quien tengo el honor de hablar, que la Inglaterra debe oponerse al tránsito por mar de la susodicha expedición, que debe salir de Francia, o estar ya en camino por el mar.
-Yo transmitiré a mi gobierno las poderosas observaciones del señor gobernador delegado -contestó el señor Mandeville, cuyo espíritu, no estando avasallado por Don Felipe como lo estaba por Rosas, podía medir a su antojo la diplomacia y la elocuencia del antiguo campanillero de la Hermandad del Rosario.
-Si fuera dable que yo tomase parte en este asunto, yo diría al señor gobernador cuál es en mi opinión la política que ha creído conveniente seguir en los negocios del Plata el gabinete de San James -dijo Daniel con un tono tan humilde y tan comedido que acabó de encantar a Don Felipe, que no deseaba otra cosa sino que alguien hablase cuando él tenía que hacerlo.
-Las opiniones de un joven tan aventajado como el señor Bello deben ser oídas siempre.
-Mil gracias, señor Arana.
El señor Mandeville fijó sus ojos en la fisonomía de aquel joven cuyo nombre le era conocido; y se dispuso con toda su atención a escucharlo.
-Es muy probable que a la fecha en que estamos, el señor Palmerston esté en posesión de un documento muy grave de la actualidad: me refiero al protocolo de una conferencia tenida el 22 de junio de este año entre la Comisión Argentina y el señor Martigny. ¿El señor Mandeville sabe algo de este documento?
-Nada absolutamente -contestó el ministro inglés-, y dudo que mi gobierno lo tenga desde que no ha ido por mi conducto.
-Entonces me cabe la dicha de haber hecho las veces del señor ministro.
-¿Es posible?
-Sí, señor, el 22 de junio se firmó ese documento, y el 26 marchaba para Londres, enviado por mí al vizconde Palmerston. Tiene hoy, pues, cincuenta y dos días de viaje.
-¿Pero ese documento?... -dijo el señor Mandeville algo intrigado.
-Helo aquí, señor ministro. Leámoslo y después observemos -dijo Daniel sacando de su cartera un pliego de papel muy fino en que leyó:
Protocolo
De una conferencia entre el señor Bouchet Martigny, Cónsul General, Encargado de Negocios y Plenipotenciario de Su Majestad el Rey de los Franceses, y la Comisión Argentina, establecida en Montevideo, con el objeto de fijar algunos hechos relativos a la cuestión pendiente en el Río de la Plata. Los sucesos que han tenido lugar en el Río de la Plata, desde el 28 de marzo de 1838, en que las fuerzas navales de Su Majestad el Rey de los Franceses establecieron el bloqueo del litoral argentino, produjeron una alianza de hecho, entre los jefes de las expresadas fuerzas, y los agentes de Su Majestad por una parte, y las provincias y ciudadanos argentinos, armados contra su tirano, el actual gobernador de Buenos Aires, por la otra. Esta alianza se hizo más estrecha, y adquirió alguna más regularidad, desde que el señor general Lavalle, en julio de 1839, se puso de acuerdo con dichos jefes y agentes, para organizar en la isla de Martín García la primera fuerza argentina, destinada a obrar contra el gobernador de Buenos Aires; y desde que el gobierno de la provincia de Corrientes abrió comunicaciones con ellos en octubre del propio año. Desde entonces los señores agentes diplomáticos, y los jefes de las fuerzas navales francesas, han prestado reiterados servicios a la causa de los argentinos, donde quiera que se han armado contra su tirano, y han recibido a su vez pruebas de sinceras simpatías hacia la Francia, donde quiera que no ha dominado la influencia de aquél. Todo esto había estrechado más cada día la expresada alianza de hecho. Actualmente, los últimos periódicos de Francia, que acaban de recibirse en esta capital, han dado a conocer el discurso, pronunciado en la Cámara de diputados el 27 de abril último, por el señor Thiers, presidente del consejo de ministros de Su Majestad; y en el cual Su Excelencia reconoció pública y solemnemente, como aliados de la Francia, a las provincias y ciudadanos de la República Argentina, armados contra el tirano de Buenos Aires; dando así una especie de sanción a la alianza, que sólo de hecho existía. Esta circunstancia ha dado lugar a que las partes interesadas en el negocio creyesen, como realmente creen, llegado el momento de fijar algunos puntos, que den a la alianza toda la regularidad posible, y establezcan al mismo tiempo sus más naturales consecuencias. Por este efecto, los abajo firmados, a saber: Por una parte, el señor Claudio Justo Enrique Bouchet Martigny, Cónsul general, encargado de negocios, y ministro plenipotenciario de Su Majestad el Rey de los Franceses. Y por otra, los señores Dr. Don Julián Segundo de Agüero, Dr. Don Juan José Cernadas, Don Gregorio Gómez, Dr. Don Ireneo Portela, Dr. Don Valentín Alsina, Dr. Don Florencio Varela, miembros que componen la Comisión Argentina, establecida en Montevideo, por especial delegación del señor general Lavalle, que como jefe de todas las fuerzas argentinas dirigidas contra el dictador Rosas, representa de hecho los intereses y negocios de la provincia de Buenos Aires, cuya representación delegó en dicha Comisión. Se han reunido, hoy día de la fecha, en la casa habitación del señor Bouchet Martigny; y después de dar a este negocio su más seria atención, han reconocido, de común acuerdo, que es de la mayor importancia que la desavenencia entre la Francia y Buenos Aires, a que han dado lugar las crueldades, y actos arbitrarios ejercidos por el actual gobernador de esta provincia, contra diversos ciudadanos franceses, y el bloqueo que ha sido su consecuencia, cesen en el instante mismo en que haya desaparecido la autoridad del dicho gobierno y haya sido reemplazada por otra, conforme a los deseos del país, como las circunstancias dan lugar a esperarlo. Y, creyendo necesario entenderse de antemano, respecto de los medios mejores que deben emplearse para obtener ese resultado de un modo igualmente honroso para ambos países, han discutido maduramente el negocio, y han convenido, por fin, en lo siguiente: Tan luego como se haya instalado en Buenos Aires una nueva administración, en lugar del despotismo que allí domina actualmente, anunciará ella misma este suceso al señor Bouchet Martigny, instándole a trasladarse cerca de ella. El señor Bouchet Martigny se prestará inmediatamente a esta invitación, y se presentará a la nueva administración en calidad de Cónsul general, encargado de negocios y plenipotenciario de Francia. Su primer acto, en respuesta a la nota que se le haya dirigido, será el de hacer a la nueva administración una declaración al efecto siguiente: El bloqueo establecido en el litoral de Buenos Aires, y los actos hostiles que le han acompañado, jamás han sido dirigidos contra los ciudadanos de la República Argentina; lo que más de una vez han mostrado las medidas tomadas en favor de los mismos ciudadanos argentinos, por los agentes de Su Majestad, y por los comandantes de las fuerzas navales francesas en el Plata. Esos actos ningún otro objeto han tenido que el de compeler al tirano, bajo cuyo yugo gemía la república, a poner término a sus crueldades contra los ciudadanos franceses, a conceder justas indemnizaciones a aquellos que las habían ya sufrido, y a respetar la cosa juzgada. Vivamente ha sentido el gobierno del Rey verse obligado a echar mano de medidas que debían producir grandes males para el pueblo argentino; pues jamás ha creído que ese pueblo haya tenido parte alguna en semejantes excesos; o los haya aprobado. Hoy, pues, que ha desaparecido el monstruoso poder, contra el cual se dirigían determinadamente las hostilidades de la Francia, y que el pueblo argentino ha recobrado el ejercicio de sus derechos y de su libertad, no hay ya motivo alguno para que continúe la desavenencia entre los dos países, ni el bloqueo a que había dado lugar; contando positivamente el gobierno de Su Majestad, y el infrascrito, con la disposición del pueblo argentino, y de la administración que acaba de establecerse en Buenos Aires, a hacer justicia a la nación francesa, y acceder a sus justas reclamaciones. En consecuencia, el señor Bouchet Martigny va a apresurarse a escribir al contraalmirante, comandante de las fuerzas navales francesas en el Plata, para darle noticia de los acontecimientos y para rogarle que declare levantado el bloqueo del Río de la Plata, y dé las órdenes necesarias, a fin de que las fuerzas francesas, que se hallan en la isla de Martín García, se retiren; y, al dejarla, entreguen al jefe militar, y a la guarnición que, a efecto de relevarlas, mande el gobierno de Buenos Aires, la artillería y todos los otros objetos, que existían en la isla, antes de su ocupación por los franceses. En cambio de esta nota, la nueva administración de Buenos Aires trasmitirá al señor Bouchet Martigny una declaración concebida, poco más o menos, en los términos siguientes, la cual llevará fecha seis u ocho días después: El gobierno provisorio de Buenos Aires, deseando corresponder a la generosidad de la declaración que con fecha le ha sido hecha por el señor encargado de negocios y plenipotenciario de la Francia, deseando también dar a esta nación una prueba de su amistad, y de su reconocimiento, por los eficaces servicios que en estas últimas circunstancias ha prestado a la causa argentina. Considerando igualmente la justicia con que el gobierno de Su Majestad el Rey de los Franceses ha reclamado indemnizaciones, en favor de aquellos de sus nacionales, que hayan sido víctimas de actos crueles y arbitrarios del tirano de Buenos Aires Don Juan Manuel Rosas:
Ha decretado lo que sigue: Art. 1º. Hasta la conclusión de una conversación de amistad, comercio y navegación, entre Su Majestad el Rey de los Franceses y la provincia de Buenos Aires, los ciudadanos franceses establecidos en el territorio de la provincia serán tratados, respecto de sus personas y propiedades, como lo son los de la nación más favorecida. Art. 2º. Se reconoce el principio de las indemnizaciones, reclamadas por Su Majestad el Rey de los Franceses, en favor de aquellos de sus nacionales que hayan sufrido antes o después de establecido el bloqueo, por medidas inicuas y arbitrarias del último gobernador de Buenos Aires Don Juan Manuel Rosas, o sus delegados. Invitará este gobierno al señor Bouchet Martigny a que se entienda con él, para hacer determinar, en un plazo breve, el monto de esas indemnizaciones, por árbitros elegidos por ambas partes, en igual número; y que en caso de empate, tendrán la facultad de asociarse un tercero en discordia, nombrado por ellos a mayoría de votos. Se reconoce también el principio del crédito del señor Despuy contra el gobierno de Buenos Aires. Los mismos árbitros fijarán su monto por documentos auténticos. El señor Martigny, en respuesta a la notificación que reciba de esta resolución, dará las gracias al gobierno de Buenos Aires, por este testimonio de amistad y de justicia, y lo aceptará en nombre del gobierno de Su Majestad. Los señores miembros de la Comisión Argentina, reconocidos a los servicios que la Francia ha hecho a su república, en la lucha que sostiene contra su tirano, se comprometen del modo más formal, tanto en su nombre, como en el del general Lavalle, de quien son delegados, a emplear todos sus esfuerzos y usar de toda su influencia, para que el nuevo gobierno de Buenos Aires, legalmente constituido, concluya sin demora, con el encargado de negocios y plenipotenciario de Francia, una convención de amistad, comercio y navegación, en los mismos términos de la que se firmó en Montevideo el 8 de abril de 1836, entre la Francia y la República Oriental del Uruguay; lo que será también una nueva prueba de la moderación e intenciones de la Francia; pues que nada más pide, ni desea de la República Argentina, sino lo mismo que propuso, en medio de la paz y la amistad, al Estado Oriental del Uruguay. Terminado así el objeto de la presente conferencia, se formó este protocolo, que quedará secreto, y que firmaron todos los miembros de ella, en dos ejemplares, en francés el uno, y el otro en castellano, en Montevideo, a 22 de junio de 1840. (Firmado) Bouchet Martigny. Julián S. De Agüero. Juan J. Cernadas. Gregorio Gómez. Valentín Alsina. Ireneo Portela. Florencio Varela.
El señor Mandeville estaba absorto.
Por la cabeza de Arana no pasó sino la idea que la dominaba siempre, y bajo su inspiración dijo:
-¿Pero qué dirá el Señor Gobernador cuando sepa que ese documento ha existido en manos de usted por tanto tiempo, sin él saberlo?
-El Señor Gobernador conoce ese documento desde el mismo día en que llegó a mis manos.
-¡Ah!
-Sí, señor Arana; lo conoce porque era de mi deber enseñárselo, primero, para probarle mi celo por nuestra causa; y segundo, para que no declinase de su heroica resistencia contra las pretensiones francesas.
-Es un prodigio este joven -dijo Don Felipe mirando a Mandeville; mientras Don Cándido se persignaba, creyendo que Daniel había hecho pacto con el diablo, y que él se encontraba en la asociación.
-Bien, pues -continuó Daniel-, a primera vista esta alianza debería inspirar recelos al gabinete británico, sobre la influencia comercial que adquiriría la Francia en estos países, en el caso de que los unitarios triunfasen. Pero éstos hacen desaparecer esos temores con una política que no deja de ser hábil y conducente. Ellos hacen entender que las concesiones hechas a la Francia no son una especialidad, sino un programa general que establecen para lo futuro en sus relaciones políticas y comerciales para con los demás estados. Que su sistema de orden y de garantías se extenderá a todos los extranjeros que residan en la república. Anuncian la libre navegación de los ríos interiores. Proclaman la emigración europea como una necesidad de estos países; y distraen los intereses políticos, con las perspectivas comerciales que ofrecen en ellos una vez que triunfe su partido.
-¡Traición es todo eso! -exclamó Don Felipe, que no entendía una palabra de cuanto acababa de oír.
-Prosiga usted -dijo Mandeville, interesado profundamente en las palabras de Daniel.
-En presencia de tal programa -prosiguió el joven-, el ministerio inglés toma en cuenta, de una parte, los inconvenientes de una hostilidad directa a la Francia en su cuestión en el Plata; y por otra, las ventajas que puede reservarse para lo futuro, con sólo que la Inglaterra se mantenga neutral en una cuestión cuyo resultado puede ser el triunfo de un partido que establece un programa político, todo él de ventajas de comercio, al capital y a la emigración europea, y cuya amistad quizá convendrá más tarde adquirirse a todo trance para equilibrar la influencia que la Francia haya establecido en sus relaciones anteriores.
-¡Pero es una picardía! -exclamó el señor Don Felipe-, una traición, un ataque a la independencia y soberanía nacional.
-Por supuesto que lo es -dijo Daniel-, es una completa picardía de los unitarios. Pero eso no obsta a que puedan alucinarse con ella en Inglaterra; y toda nuestra esperanza, en este caso, se funda en la habilidad de usted, señor Arana, para hacer entender al señor Mandeville todo lo que tiene de traidor a los intereses americanos y europeos el pensamiento de los unitarios.
-Ya... sí... pues... yo he de hablar con el señor Mandeville.
-Sí, hemos de hablar -contestó el ministro inglés cambiando una mirada significativa con Daniel, en quien había descubierto todo cuanto a Don Felipe le faltaba.
-¿Y me podría usted facilitar una copia de ese documento? -continuó Mandeville dirigiéndose a Daniel.
-Desgraciadamente no puedo -contestó el joven haciendo al mismo tiempo una seña de afirmativa a Mandeville, que fue comprendida en el acto.
-No puedo -prosiguió Daniel-, porque le entregué una copia de él al Señor Gobernador, que se manifestó muy disgustado de que su ministro de Relaciones Exteriores no supiese nada de este negocio.
-¡Pero si nada sabía! -exclamó Don Felipe abriendo tamaños ojos.
-De eso se trata; de que no supiera usted nada; y si usted le habla alguna vez de este asunto, conocerá cuán disgustado está Su Excelencia por aquella ignorancia.
-Oh, yo no hablo jamás al Señor Gobernador sino de los asuntos que él me promueve.
-En eso se conoce el talento de usted, señor Arana.
-Y de este asunto me guardaré bien de decirle una palabra.
-Bien hecho, ¿no le parece a usted, señor Mandeville?
-Soy de la misma opinión del señor Bello.
-¡Oh! Nosotros todos nos entendemos perfectamente -dijo Arana arrellanándose en la silla.
-¿Y podríamos entendernos sobre el asunto que me ha traído a saludar a Vuestra Excelencia? -preguntó Mandeville.
-¿Sobre la reclamación del súbdito inglés?
-Justamente.
-Sí, podríamos, pero...
-¿Pero qué, señor? Es un asunto muy fácil.
-Pero como el Señor Gobernador no está...
-Pero Vuestra Excelencia es el gobernador delegado, y en un asunto tan sencillo...
-Sí, señor, pero yo no puedo sin consultarlo...
-Pero si esto no es de política; es un asunto civil; se trata de volver a un súbdito de Su Majestad una propiedad que le ha tomado un juez de paz.
-Lo consultaré.
-¡Válgame Dios!
-Lo consultaré.
-Haga el señor Arana lo que quiera.
-Lo consultaré, en la primera oportunidad.
-Bien, señor -dijo Mandeville levantándose y tomando el sombrero.
-¿Se va usted ya?
-Sí, señor ministro.
-¿Y usted también, señor Bello?
-A pesar mío.
-¿Pero volverá usted a verme?
-A cada momento, siempre que no incomode al señor gobernador delegado.
-¡Incomodarme! Por el contrario, tengo muchas cosas que consultar con usted.
-Siempre estoy pronto y contento de ser honrado de ese modo.
-¡Vaya, pues! ¡Vayan con Dios!
Y el señor Mandeville y Daniel salieron juntos riéndose y compadeciendo ambos interiormente aquel pobre hombre titulado ministro y gobernador delegado.
-¿Quiere usted que tomemos un vaso de vino en mi casa, señor Bello? -preguntó el ministro inglés al llegar al coche.
-Con mucho gusto -contestó Daniel-, y los dos subieron al carruaje, a tiempo que doblaban la calle, en dirección a lo de Arana, Victorica por una vereda, y el cura Gaete por otra.
Llegados que fueron aquéllos a la hermosa quinta del ministro británico, la conversación giró de nuevo sobre el documento que acaban de conocer nuestros lectores.
Esa pieza histórica tiene en sí misma el sello de dos verdades innegables, que más tarde serán temas de largas meditaciones en el historiador de estos países, como le servirá también de comprobante para justificar la lealtad y la moral de los emigrados argentinos, tantas veces acusados de vender y sacrificar los intereses y los derechos de su país, en sus relaciones con el extranjero.
Estudiando ese documento, no se puede menos que compadecer ese santo infortunio de la emigración, de cuyos tristes efectos no es el menos notable, ni el menos desgraciado, el alucinamiento a que da ocasión, aun en los espíritus más serios.
Parece increíble que hombres de la altura de Agüero y de Varela llegasen a creer que el protocolo que firmaban en 22 de junio de 1840 pudiera nunca servir a uno de los dos objetos que se proponían con ese paso, y que sin duda era el más importante para ellos.
Con una candidez pasmosa, la Comisión Argentina creyó arribar con ese convenio al logro de una obligación perfecta, de una alianza formal entre la Francia y los enemigos de Rosas.
La firma de la Comisión Argentina, los compromisos que ella hubiese contraído, podrían haber sido, sin duda, atendibles y respetados por el nuevo gobierno que sucediese al de Rosas en Buenos Aires. Pero si la Francia se negaba a respetar la alianza de hecho, sellada con las libaciones de la sangre, ¿cómo esperar que respetase un compromiso extraoficial, contraído con un agente suyo, por una entidad moral, que no representaba absolutamente nada, ni en derecho público, ni en poder, ni en consecuencias ulteriores, una vez que fuese vencido por Rosas el partido armado que esa entidad representaba? ¿Con qué carácter, dónde, ni cómo, se reclamaría de la Francia el cumplimiento de los deberes que la alianza imponía, si la Francia cortaba la cuestión, como la cortó, o daba a su política en el Plata cualquiera otro sesgo que le conviniese?
Entretanto, si el general Lavalle triunfaba de Rosas, la revolución no podía dejar de llevarlo al puesto del gobierno, y la Comisión Argentina, por la calidad de sus miembros, debía hallarse también en las altas regiones del poder; y las promesas del 22 de junio, si bien no eran de una obligación perfecta para Buenos Aires, lo eran para aquellos que las firmaron, y que, colocados en actitud de llenarlas, no hubieran querido ni podido prescindir de cumplirlas. Viniendo a resultar que aquel convenio era todo una realidad para la Francia, y todo una ilusión para la Comisión Argentina.
Pero ésta tuvo también otro objeto en aquel paso, y si por ventura no entró en sus consejos, debemos felicitarnos, sin embargo, de que aparezca como tal.
La alianza con el extranjero era el caballo de batalla de Don Juan Manuel Rosas, y de su partido, para estigmatizar a sus contrarios; y mucho tiempo después de aquel a que está circunscrita esta obra, ha continuado siendo el tema favorito de las más punzantes recriminaciones, de las más infundadas y arbitrarias sospechas.
Pero en materias tan graves, en que la historia no está menos interesada que el honor de los individuos y los Partidos, no se discute sino sobre los hechos y los documentos.
Para acusar a Rosas y la parte activa de su partido, a cada momento les hacemos su proceso con las piezas oficiales de ellos mismos, y con la exposición de hechos que han estado bajo el imperio de los ojos o que existen daguerreotipados en la memoria de cien mil testigos.
Para acusar a la emigración argentina, de haber sacrificado uno solo de los derechos permanentes de su país, de haber pospuesto una sola de sus conveniencias presentes o futuras, en política o en comercio, en territorio u obligaciones de cualquier género; para acusar a uno solo de los miembros espectables de esa emigración de haber recibido del extranjero un solo peso, una sola ventaja, una sola promesa a cambio de la mínima condescendencia, no han de hallar un solo documento ni un solo testigo, los más encarnizados perseguidores de esa emigración. Y si hallasen algún documento, ha de ser de la naturaleza y de los términos del que aquí se conoce.
Cuanto allí se le ofrecía a la Francia, no era una línea más que lo que ella había exigido desde el comenzamiento del bloqueo. Pero se le ofrecía mucho menos que lo que Rosas debía darle más tarde en la Convención de 29 de octubre, después de haber hecho sufrir y humillar al país, por el largo período del primer bloqueo.