Amalia/El jefe de ronda

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El jefe de ronda

Dos días después de aquel en que Pílades había pasado por tanta agitación de espíritu y de cuerpo, en las calles, y en la casa de su amigo Oreste, es decir, el 5 de setiembre, Buenos Aires era toda confusión y anarquía en las ideas, en los temores, y en las esperanzas; todo silencio y reconcentración en los enemigos de la dictadura, mientras los federales se hallaban en una agitación nerviosa que los ponía en continuo movimiento: era que desde las once se sabía que el Ejército Libertador estaba a una legua de la Capilla de Merlo; y por consiguiente, que al otro día podía estar sobre Santos Lugares o en la ciudad misma.

No se puede decir que la aproximación de los enemigos de Dios y de los hombres aumentó el personal de las fuerzas amontonadas en la fortaleza, en el cuartel de serenos, en el de Ravelo, etc. Pero sí puede decirse que los religiosos y humanitarios partidarios de Rosas se movían cada uno como cuatro, corriendo a galope de un lado al otro de la ciudad anunciándose recíprocamente la aproximación de Lavalle, y haciendo espléndidos juramentos federales. Y aun cuando la crónica contemporánea no alcanzó a averiguar hasta qué punto tomaba parte el valor en aquella estrepitosa y movediza decisión, y hasta qué punto el miedo, porque todos los extremos se tocan en la naturaleza, y suelen aparecer aparentemente de causas contrarias los mismos resultados, lo que hay de cierto es que muchos se movían y que gritaban mucho, siendo su punto de reunión general, después de fatigar sus caballos y sus pulmones, la casa del héroe vivo y la heroína muerta; donde a falta del uno, que se hallaba en Santos Lugares, y de la otra, cuyo paradero Dios lo sabe, estaba la que debía pagar por todos: esa pobre hija de Rosas, destinada a presenciar todo lo más repugnante de un sistema perfecto de relajación y de sangre, y a rozarse con cuanto había de repulsivo, de inmoral y de cínico en un sistema de cosas que había subvertido el orden natural de la sociedad, y alzado el barro de su fondo a la superficie, donde se sostenía en nata el crimen y la degradación de la especie humana.

Toda la cuadra de la casa de Rosas estaba obstruida por los caballos federales. Y como a ningún federal de esa especie podía faltarle cola, y como un recio viento del S. E. enfilaba la calle, sucedía que las cintas de las colas federales, y las plumas que coronaban sus frentes, agitadas por el viento, y alumbradas por el sol clarísimo de septiembre, parecían de lejos espirales de llamas enrojecidas, saliendo de las puertas del infierno.

El gran corralón, los patios, la oficina, toda la casa, a excepción de las habitaciones del dictador, representaban un verdadero hormiguero.

Todo el mundo federal entraba y salía en aquella casa. ¿A qué? A cualquier cosa. Allí se había de saber, primero que en ninguna otra casa, el triunfo o la derrota de Lavalle.

Había, sin embargo, una clase de vivientes, que entraba a casa de Rosas, y buscaba la presencia de Manuela con un objeto exprofeso, sincero y real: las negras.

Uno de los fenómenos sociales más dignos de estudiarse en la época del terror, es el que ofreció la raza africana, conservada apenas en su sangre originaria, y modificada notablemente por el idioma, el clima y los hábitos americanos. Raza africana por el color. Plebe de Buenos Aires por todo lo demás.

Desde los primeros días de nuestra revolución, la magnífica ley de libertad de vientres vino en amparo de aquella parte desgraciada de la humanidad, que había sido arrastrada también al virreinato de Buenos Aires por la codicia y crueldad del hombre europeo.

Fue Buenos Aires la primera que en el continente de Colón cubrió con la mano de la libertad la frente del africano, pues donde estaba el agua del bautismo no quería ver la degradación de la especie humana. Y la libertad que así la regeneró y rompió de sus brazos la cadena de siervo, no tuvo en la época del terror ni más acérrimo, ni más ingenuo enemigo que esa raza africana.

Nada sería que hubiese sido partidaria de Rosas; hasta natural sería que hubiese soportado por él todo género de privaciones y sacrificios; desde que ninguno como él lisonjeó sus instintos, estimuló sentimientos de vanidad hasta entonces desconocidos para esa clase, que ocupaba por su condición y por su misma naturaleza el último escalón de la gradería social.

A las promesas, a las consideraciones, Rosas agregaba los hechos; y las personas de su familia, los principales de su partido, su hija misma, por decirlo todo, se rozaban federalmente y hasta bailaban con los negros.

Nada sería, pues, en el estudio de esta época curiosa, ver esa parte de la plebe porteña entusiasta y fanática por aquel gobierno, que así la protegía y consideraba.

Pero lo que llama, sí, la atención y concentración del espíritu, y que deberá preocupar más tarde a los regeneradores de esa tierra infeliz, son los instintos perversos que se revelaron en aquella clase de la sociedad, con una rapidez y una franqueza inauditas.

Los negros, pero con especialidad las mujeres de ese color, fueron los principales órganos de delación que tuvo Rosas.

El sentimiento de la gratitud apareció seco, sin raíces en su corazón.

Allí donde se daba el pan a sus hijos, donde ellas mismas habían recibido su salario, y las prodigalidades de una sociedad cuyas familias pecan por la generosidad, por la indulgencia, y por la comunidad, puede decirse, con el doméstico, allí llevaban la calumnia, la desgracia y la muerte.

Una carta insignificante, un vestido, una cinta con un estambre azul o celeste, era ya un arma; y una mala mirada, una pasajera reconvención de los dueños de casa o de sus hijos, era lo suficiente para emplear esa arma. La policía, Doña María Josefa, cualquier juez de paz, o comisario, o corifeo de la Mashorca, recibía una delación, en que figuraban comunicaciones con Lavalle, o cosas semejantes, que importaban la ruina y el luto de una familia; porque el ser clasificado de unitario en Buenos Aires importaba estar puesto fuera de toda ley, y bajo el imperio de todo insulto, de toda desgracia, de todo crimen.

El odio a las clases honestas y acomodadas de la sociedad era sincero y profundo en esa clase de color; sus propensiones a ejecutar el mal eran a la vez francas e ingenuas; y su adhesión a Rosas leal y robusta.

Desde que el dictador marchó a Santos Lugares, y con él los batallones de negros que había en la plaza, las negras empezaron también, por su cuenta, a marchar al campamento, abandonando el servicio de las familias que quedaron entregadas a su propia asistencia.

Pero antes de salir de la ciudad se presentaban en bandas en casa de Manuela o en la de Doña María Josefa Ezcurra, anunciando que iban a pelear también por el Restaurador de las Leyes. Y en el día que describimos, no era pequeño el número de ellas que cuajaba los patios y zaguanes de la casa de Rosas, haciendo estrepitosa algazara al despedirse de Manuela y de cuantos allí había.

Era un día de jubileo en aquella casa, tan célebre en los fastos de la tiranía.

Doña María Josefa se había trasportado a ella desde las once; y a las ocho de la noche todavía estaban allí esperando algún otro chasque de Santos Lugares que hiciese saber si Lavalle había pasado más acá de la Capilla de Merlo o si el ejército federal había salídole al encuentro y pulverizádolo bajo sus tremendas armas, y a los rayos del genio.

Ya era de noche.

De repente, el eco de un cañonazo lejano vino a herir el espíritu de todos.

Manuela se inmutó visiblemente. No era la causa política, era la vida de su padre lo que inspiró un cúmulo de sentimientos penosos en su corazón.

Por un largo rato, la atención de todos se concentró en el oído; pero en vano.

Manuela buscaba con sus miradas alguien que pudiera decirla la verdad. Pero la joven conocía tanto a los que la rodeaban, que no se atrevió a interrogar a ninguno.

De improviso, un movimiento, cuya impulsión venía del patio, se comunica hasta la sala, y todos vuelven sus miradas hacia la puerta en donde, a través de las nubes densas de humo de cigarro, se pudo distinguir la figura del jefe de policía, y pudo percibirse su voz, que decía a cuantos le preguntaban:

-No es nada, no es nada, es el cañonazo de las ocho que tiran los franceses.

Manuela alivió con un suspiro a su oprimido corazón, y preguntó impaciente a Victorica, que se acercaba a saludarla:

-¿Nadie ha venido?

-Nadie, señorita.

-Por Dios; ¡desde las once no sé una palabra!

-Pero es probable que antes de una hora sepamos algo.

-¿Antes de una hora?

-Sí.

-¿Y por qué, Victorica?

-Porque a las seis mandé un comisario de policía con el parte del día al Señor Gobernador.

-Bien, gracias.

-Estará aquí a las nueve, cuando más.

-¡Ojalá! ¿Y cree usted que estén muy cerca ya de Santos Lugares?

-No es probable. Anoche acampó Lavalle en la estancia de Bravo. A las diez y media de la mañana de hoy estaban a tres leguas de Merlo; y a estas horas se hallaran, cuando más, a una legua de ese punto; es decir, a dos leguas de nuestro acampamento.

-¿Y esta noche?

-¿Cómo?

-¿Si no marcharán esta noche? -repuso Manuela pendiente de las palabras de Victorica.

-¡Oh, no! -contestó éste, esta noche no marcharán, ni tal vez mañana. Lavalle trae poca gente, señorita, y tendrá que prepararla muy bien.

-¿Y a qué número ascienden las fuerzas de Lavalle? Dígame usted la verdad, yo se lo ruego -prosiguió Manuela, que hablaba casi al oído del jefe de policía.

-¿La verdad?

-Sí, sí, la verdad.

-Es que no se puede preguntar así no más por esa señora; porque hoy es muy difícil encontrarla. Pero según los datos que me parecen más seguros, Lavalle trae tres mil hombres.

-¡Tres mil hombres, y me dicen que apenas tiene mil! -exclamó la joven.

-¿No dije a usted que no se encuentra a la verdad?

-¡Oh, es terrible!

-La engañan a usted en muchas cosas.

-Ya lo sé. En todo, y todos me engañan.

-¿Todos?

-Menos usted, Victorica.

-¿Y para qué engañar ahora? -repuso el jefe de policía con un brusco movimiento de hombros, que parecía decir: «Estamos jugando el todo, la hora ha llegado, y no tenemos a quien engañar, si no es a nosotros mismos.»

-Y tatita, ¿qué fuerza tiene? La verdad también.

-¡Oh, eso es fácil! El Señor Gobernador tiene en Santos Lugares de siete a ocho mil hombres.

-¿Y aquí?

-¿Aquí?

-¿Sí, en la ciudad, pues?

-Todos y ninguno.

-¿Cómo?

-Que según las noticias que nos lleguen del campamento mañana, o pasado mañana, hemos de tener un mundo de soldados, o hallaremos que no tenemos ninguno.

-¡Ah! Sí; sí, ya lo sé -repuso Manuela con viveza, al comprender lo que pareció al principio una paradoja de Victorica. Ella sabía mejor que nadie el crédito que debía dar a las palabras de los seres envilecidos que la rodeaban; que sólo eran bravos con el puñal, sobre la víctima inerme.

-¿Y me dará usted las noticias -prosiguió-, en cuanto las reciba esta noche, si tatita no me escribe?

-No lo sé, señorita, porque ahora mismo parto para la Boca, y he dado orden para que el comisario vaya en mi busca por ese lado.

-¡A la Boca! ¿Y no hace usted más falta en la ciudad?

-Yo creo, señorita, que no hago falta en ninguna parte -contestó Victorica con cierta expresión en el rostro, que hubiera parecido una sonrisa y que sin duda quiso serlo, si lo hubieran permitido aquellos músculos duros y rígidos que no se prestaban a otro movimiento que al de la expresión de las pasiones recias y profundas.

-¿Qué quiere usted decir, señor Don Bernardo? -preguntóle Manuela algo seria; porque el carácter de aquella joven ya empezaba, naturalmente, a resentirse un poco de la regia autoridad de su padre, y a disgustarse al notar síntomas de desagrado en sus servidores.

-Quiero decir -contestó Victorica-, y lo mejor es decirlo con franqueza, que antes recibía las órdenes directamente del Señor Gobernador; y después de algún tiempo las estoy recibiendo de otros, a nombre de Su Excelencia.

-¿Y cree usted que alguien se atrevería a tomar el nombre de mi padre?

-Lo que creo, señorita, es que no se puede ir a Santos Lugares y volver, en media hora.

-¿Y bien?

-Y esta tarde, por ejemplo, recibí, a nombre de Su Excelencia, la orden de vigilar esta noche la costa hasta San Isidro; y un cuarto de hora, o media hora después, recibí contraorden, a nombre también del Restaurador, de hacer la ronda por la Boca.

-¡Ah!

-Y ya usted ve, Manuelita, que alguna de las dos órdenes no es del Señor Gobernador.

-Cierto. ¡Es bien singular!

-Para mí no ha habido épocas buenas ni malas en servicio del general Rosas, ni las habrá nunca. Pero no siento la misma voluntad en servir a otras personas, que obren por intereses particulares, y no de la causa.

-Créame usted, Victorica, que he de hablar a tatita sobre esto la primera vez que me sea posible.

-Esta señora me da más que hacer que el Señor Gobernador.

-¡Esta señora! ¿Qué señora?

-¿No ha comprendido usted que me estoy refiriendo a Doña María Josefa?

-Ah, sí -y, sin embargo, Manuela no había comprendido tal cosa, porque poca atención prestaba, en efecto, a todo cuanto no fuera relativo a la situación que rodeaba a su padre en esos momentos.

-Esa señora -prosiguió Victorica- tiene un especial interés en que se vigilen las costas para que no se vayan los unitarios; y si por mí fuera, los dejaría ir a todos.

-Y yo también -agregó Manuela con prontitud.

-Hoy me mandó orden de hacer espiar de nuevo una casa, donde yo sé muy bien que hasta las paredes son unitarias. ¿Pero qué sacamos con espiarla? Ni se me dice lo que se debe vigilar, ni qué haré si encuentro tal o tal cosa.

-Ya.

-En seguida, orden, a nombre de Su Excelencia, de andar tras los pasos de un muchacho alocado.

-¡Es ocurrencia!

-Un muchacho que anda de aquí para allí como un saltimbanqui, y que, en realidad, no se le conocen más relaciones que federales.

-¿Y quién es, señor Victorica?

-Una visita de aquí mismo.

-¿De aquí? ¿Y orden de perseguirlo?

-Sí, señorita.

-¿Pero, quién es?

-Bello.

-¡Bello! -exclamó Manuela, que sentía una sincera amistad por el joven.

-Sí; a nombre del Señor Gobernador -prosiguió Victorica.

-Oh, no puede ser.

-Sin embargo, así me lo ha dicho personalmente Doña María Josefa.

-¿Prender a Bello? -repuso Manuela-. Vamos, repito que es imposible. Tatita no puede haber dado semejante orden. Bello es un excelente joven; es un buen federal, y su padre es uno de los amigos más antiguos del mío.

-No se me ha dicho que lo prenda, sino que lo vigile.

-Es quizá uno de los pocos hombres sinceros que nos rodean -agregó Manuela.

-A mí no me parece malo. Pero debo decir que tiene muchos enemigos, o enemigos muy poderosos.

-Señor Victorica, no dé usted paso alguno contra ese señor, si no recibe orden expresa de tatita.

-Si usted lo dispone así...

-Así lo dispongo, no siendo dada la orden por Corvalán.

-Muy bien.

-Yo sé algo de esto, poco más o menos. No hagamos que tatita sirva de pantalla.

-Bien, bien -repuso Victorica contentísimo de haberse vengado de Doña María Josefa; y cual si quisiese recompensar a Manuela del buen rato que acababa de darle, la ofreció mandarle al comisario en el acto que llegase con las noticias del campamento.

-Pero pido a usted -agregó- que, buenas o malas las noticias que traiga, no pasen de usted, hasta que yo se las repita como es mi obligación.

-Se lo prometo a usted.

-Entonces, buenas noches, Manuelita.

Y el jefe de policía volvió a pasar por entre los grupos que poblaban la sala y el patio, sin que nadie se atreviese a detenerlo para pedir noticias, como se hacían todos recíprocamente.

El asiento que dejó no quedó vacío ni un minuto, pues un nuevo personaje de la época vino a dar a la joven anticipadas felicitaciones por el próximo triunfo federal.

Y mientras Manuela suplicaba a su nuevo interlocutor que saliese a pedir a las negras que no gritasen tanto en el patio, y las dijese que su padre las recibiría con mucho gusto en el campamento; Doña María Josefa daba la mano, despidiendo a un personaje de gallarda estatura, como de treinta y ocho o cuarenta años, de hermosos ojos, moreno, de espeso y negro bigote, y vestido con chaqueta de paño grana, pantalón negro con franja punzó, chaleco y corbata de este último color, y que ostentaba una enorme divisa, y un no menos grande puñal a la cintura.

-Conque temprano -le decía la cuñada de Rosas.

-Sí, señora, antes de las siete estoy en casa de usted a darle cuenta.

-¿Pero si antes hay novedad, me manda avisar en el momento?

-Sí, señora.

-Yo he de estar aquí toda la noche, o hasta que sepamos de Juan Manuel. Pero, mire, no le de cuartel a ninguno. Ya sabe que todos los que se fugan se van a Lavalle.

-No hay cuidado -contestó aquél con una sonrisita que parecía decir: «No necesito de esa recomendación.»

-Victorica va a correr la costa desde el fuerte hasta la Boca -prosiguió Doña María Josefa.

-Ya lo sé, señora; y yo voy a relevar a Cuitiño, que está haciendo la ronda desde la Batería hasta San Isidro.

-Eso es. Hay un ratón que ya una vez se escapó de la jaula, pero se me ha puesto que lo hemos de hacer caer tarde o temprano. Váyase de una vez. Ya sabe que para estas cosas yo hago las veces de Juan Manuel. Vaya, despídase de Manuelita, y hasta mañana.

Y el personaje que iba a relevar a Cuitiño se separó de la hermana política del dictador: ese individuo era Martín Santa Coloma, uno de los principales corifeos de la Mashorca, cuyas manos quedaron, en 1840, bañadas en la sangre de sus indefensos compatriotas.