Amalia/La ballenera
La ballenera
La noche estaba nebulosa pero suave; el río tranquilo; una brisa fresca, pero suave, picaba ligerísimamente las aguas que, en alta marca, cubrían las peñas de las costas y se derramaban sin rumor en las pequeñas ensenadas de sus orillas. Apenas, de vez en cuando, se dejaba ver una que otra estrella en el firmamento al través de los pardos celajes, como aparece una que otra esperanza en el cristal empañado de una alma desgraciada.
A las nueve de esa noche, una embarcación había desprendídose del costado de una de las corbetas bloqueadoras con un joven oficial francés, el patrón y ocho marineros.
En la primera hora, la ballenera corrió al largo con su proa al oeste cuarta al norte, con su vela englobada, ligera y graciosa como una creación de la noche posada en el ala de la brisa, mientras que el joven oficial, envuelto en su capa, y tendido sobre el banco de popa, con esa indolencia característica del marino, sólo bajaba su vista de rato en rato, a ver una pequeña carta abierta a sus pies, y alumbrado por una linterna a cuya luz echaba una mirada de vez en cuando a una rosa náutica que sujetaba el pequeño plano, mostrando luego con la mano, y sin hablar una palabra, la dirección que debía dar a la ballenera el patrón que dirigía el timón. Y a la luz también de esa linterna colocada en el fondo de la ballenera, se distinguían los fusiles de los marineros, colocados de babor a estribor.
Como al cabo de una hora, el oficial vio su reloj, e hizo en seguida un examen más detenido de la aguja, del plano, y de la dirección de la ballenera; y mandó luego arriar la vela, y seguir a remo en la dirección que indicó, después de colocar bajo un banco de popa la linterna. La parte superior de los remos estaba envuelta en lona; y apenas se percibía el débil rumor de la pala en el agua.
Las luces de la ciudad se habían perdido completamente a la vista; y apenas, hacia la izquierda, se percibía la forma de la costa indefinible y negra, y que aparecía más y más elevada a medida que la ballenera avanzaba con más rapidez al impulso de los remos, que antes a la fuerza del paño.
Al cabo, el oficial dijo una palabra al timonero, y la ballenera viró un tercio más hacia la costa; y, a otra palabra del patrón, los marineros empezaron a tocar apenas con la punta del remo la superficie del agua, y la embarcación perdió más de la mitad de su marcha.
Entonces, el joven oficial se sentó en el piso de popa, tomó la linterna, observó con mucha atención la aguja y las indicaciones del plano, y después de un rato levantó su brazo, sin quitar los ojos de la aguja y la carta.
A esta acción los marineros dieron, por una sola vez, una impulsión inversa a los remos, y la ballenera quedó como clavada sobre las aguas en medio del silencio y de las sombras.
Estaban a una cuadra de la costa.
Entonces, el oficial pidió dos sombreros a los marineros. Colocó la linterna entre los dos sombreros de hule, uno de cada lado, de manera a que la luz se proyectase en línea recta, sin esparcir claridad en redor suyo; y tomándola de este modo entre sus manos, se paró y la levantó a la altura de su cabeza, con la luz en dirección a la costa.
Permaneció de este modo algunos minutos, mientras que la mirada de todos buscaba en tierra la correspondencia de aquel telégrafo misterioso. Pero inútilmente.
El joven meneó la cabeza y, colocando la linterna en su lugar anterior, dio orden de seguir.
Cinco minutos después volvió a repetirse la misma operación con las mismas precauciones. Pero inútilmente también.
El oficial, ya con un poco de mal humor, volvió de nuevo a examinar la dirección que se había dado, y confirmado de que estaba en ella, de que estaba en el mismo paraje, al mismo rumbo que se marcaba en el plano, dio orden de marchar un poco más a tierra para salir de la sombra que formaba la barranca inmediata.
En efecto, a pocos minutos de marcha, la ballenera pasó por frente a un pequeño cabo, y como a dos cuadras de su anterior estación, volvió a funcionar el telégrafo entre las manos del oficial.
No habría pasado un minuto que aquella luz flotante despedía su rayo sigiloso en dirección a la tierra únicamente, cuando sobre la barranca inmediata brilló una luz, algo más viva que la que parecía requerirse por la luz marítima, que se rodeaba de tantas precauciones.
-Allí está -exclamaron todos los de la ballenera, pero con una voz apenas perceptible de ellos mismos.
La linterna subió y bajó entonces, por dos veces, en las manos del oficial, y la luz de tierra extinguióse en el acto.
Eran las once de la noche.
II
Como a las siete de esa misma noche, un carruaje, conducido por Fermín, había parado a la puerta de la casa de Madama Dupasquier; y poco después subía a él aquella noble señora, pero subía pálida, macilenta, con la expresión de esas enfermedades, de esas tisis del alma que hacen mayores estragos, y más pronto, que las más crueles dolencias de los órganos; y a su lado subía su hija, linda como una promesa de amor, y pura y delicada como un jazmín del aire: eran dos mujeres del tipo perfecto de 1820, que podemos hacer llegar, si se quiere, hasta 1830. Porque la generación que desenvolvióse durante la revolución, tanto en hombres como en mujeres, en lo moral como en lo físico, ha tenido un sello especial que ha desaparecido con la época. Es curiosa, pero sería muy larga esa demostración. Y sólo diremos que de aquellas mujeres, que hoy se perpetúan en los retratos, o en las tradiciones, no quedan sino los retratos y las tradiciones.
Inmediatamente, el coche había tomado hacia la plaza, doblando por bajo el arco de la Recova, atravesando la plaza del 25 de Mayo, descendido al Bajo, y tomado a gran trote con dirección al norte.
Al pasar por el bajo de la Recoleta, ya muy de noche, dos jinetes habían salido al encuentro del carruaje, y luego de reconocerlo siguieron su marcha a pocos pasos de él.
Más allá de Palermo de San Benito, lugar casi desierto en esa época, y que muy pronto debía convertirse en la espléndida y bulliciosa morada del tirano, se vieron cuatro hombres venir en dirección opuesta.
En el acto, los dos jinetes que lo escoltaban prepararon las armas que traían bajo sus ponchos, y se dispusieron a lo que puchera ocurrir. Pero felizmente no era gente de la Mashorca, y lejos de detener el carruaje, aquellos cuatro hombres pasaron haciendo grandes cortesías a los que iban dentro y a los que cabalgaban a su lado. Porque uno de los rasgos característicos de la época de Rosas era el afán de los hombres por saludarse unos a otros, aun cuando en su vida se hubieran visto la cara: originalidad que no puede explicarse de otro modo que por el miedo que recíprocamente se tenían todos.
De cuando en cuando, y a pesar del aire de la noche, la misma Madama Dupasquier mandaba a su hija que abriese uno de los postigos del coche para ver si venían sus amigos. Y cada vez que la joven cumplía esta orden, bien poco pesada para ella, como se comprende, unos ojos llenos de amor y vigilancia divisaban su preciosa cabeza, y en el rápido vuelo de un segundo, uno de los jinetes estaba al lado del estribo, y un brevísimo diálogo de las más tiernas interrogaciones tenía lugar entre la niña y el joven, entre la madre y su hijo, porque el joven, bien se entiende, no era otro que Daniel, el prometido esposo de Florencia.
En una de estas idas y venidas, Daniel, al llegar a su amigo, acercando mucho su caballo, y poniéndole la mano en el hombro, le dijo:
-¿Quieres que te haga una revelación que a cualquiera otro le daría rubor el hacerla?
-¿Acaso vas a decirme que estás enamorado? ¡Qué diablos! Yo también lo estoy y no me avergonzaría de contarlo.
-No, no es eso.
-Veamos, pues.
-Que tengo miedo.
-¡Miedo!
-Sí, Eduardo, miedo. Pero es en este momento. En esta solitaria travesía. En el paso arriesgado que vamos a dar. Yo que juego mi vida a todas horas; que desde niño, puedo decirlo, he buscado la noche, las aventuras peligrosas, los pasos arriesgados; que he aprendido a domar el potro por el placer de correr un peligro; que he surcado las olas de nuestro río, más bravas y poderosas que el Océano, en un débil bote, sin motivo, sin interés, por sólo la satisfacción de verme frente a frente con la Naturaleza, en los momentos de su salvaje jactancia; yo que tengo fuerte el corazón y diestro el brazo, temblaría como una criatura si tuviésemos en este momento un accidente cualquiera que nos pusiese en peligro.
-¡Pues es un lindo modo de ser valiente! ¿Para cuándo quieres el valor sino para los peligros?
-Sí; pero peligros para mí; pero no para Florencia, no para su madre. No es el miedo de perder mi vida. Es miedo de hacerla derramar una lágrima, de hacerla sufrir los tormentos horribles porque pasaría su corazón, si nos rodease de repente un conflicto. Es miedo de que quedase sola, con su padre ausente, con su madre casi expirando, y sin mi apoyo en esta tormenta de crímenes que se cierne sobre nuestras cabezas. Es ese miedo por la desgracia del ser amado, que sólo sienten ciertos corazones, ciertos caracteres en la vida. ¿Me comprendes ahora?
-Sí, y lo peor es que me has inoculado ese miedo en que no había pensado, a fe mía: miedo de morir, no por morir, sino por los que quedan vivos. ¿No es eso?
-Sí, Eduardo; cuando uno tiene la conciencia de que es amado, cuando uno ama de veras, la vida se reparte, se encarna con otra vida, y al morir queda un pedazo de uno mismo en la tierra, y esto es lo que se siente.
-Pero en fin, ya estamos cerca, Daniel, dentro de diez minutos estaremos allí. ¡Pobrecita! Tu Florencia siquiera viene con nosotros; pero ella, ella está sola desde ayer. ¡Ah, pensar que pasado mañana, que mañana tal vez puede cesar esta horrible vida que llevamos! ¡Prófugos, parias en nuestro propio país, en nuestra misma casa!. Mira, Daniel, creo que cuando respire el olor a la pólvora, cuando sienta el primer escuadrón de Lavalle, y salgamos los veinte que ya somos, con nuestros fusiles, creo, te digo, que voy a empezar a tirar tiros al aire, por respirar pólvora, si ese canalla de Rosas no quiere que se los tiremos al pecho. ¿Crees que estén aquí pasado mañana?
-Sí -repuso Daniel-, ese es el orden de las marchas. Puede emprenderse el ataque pasado mañana; y es esa la razón por que he instado tanto por el viaje que se va a efectuar esta noche. Me conozco. No valdría, con Florencia en Buenos Aires, ni la mitad de lo que valdré solo en aquel trance.
-¡Y esta Amalia, esta Amalia no querer seguirlas! -exclamó Eduardo.
-Amalia tiene más valor que Florencia, y otro carácter también. No habría poder humano que la separase de tu destino. Aquí estás tú, y aquí está ella; es tu sombra.
-No, es la luz, es la estrella de mi vida -repuso Eduardo con un acento de vanidad que parecía decir: «Así es el carácter que quiero en la mujer amada de mi corazón.»
-Ahí está la casa -dijo Daniel y se adelantó a dar orden a Fermín de poner el carruaje en la parte opuesta del edificio, luego que bajasen las señoras.
Un minuto después estaba aquél en la puerta de la Casa Sola. Pero ni una luz, ni una voz, y sólo el rumor de los árboles cercanos.
Sin embargo, no bien el carruaje y los caballeros pararon a la puerta, cuando ésta abrióse, y los ojos de los viajeros, habituados a la oscuridad después de dos horas, pudieron distinguir las figuras de Amalia y de Luisa paradas en la puerta; mientras que por el postigo de una ventana asomaba la cabeza de Pedro, el viejo veterano, que custodiaba a la hija de su coronel, con la misma vigilancia con que veinte años antes guardaba su puesto y su consigna, en las centinelas avanzadas de los viejos ejércitos de la patria.
Madama Dupasquier bajó casi exánime, pues el viaje la había molestado terriblemente. Pero todo estaba preparado por la prolija y delicada Amalia; y después de tomar algunos confortativos y reposar un rato, la enferma volvió a hallarse mejor. Además, la idea de que pronto iba a dejar de respirar aquel aire que la asfixiaba, y salvar a su hija, era el mejor tónico para su debilidad presente.
Según las instrucciones de Daniel, sólo había luz en el aposento de Amalia, cuya única ventana daba al pequeño patio de la casa. La sala, que servía de aposento a Luisa, y el comedor, cuyas ventanas daban hacia el río, y sus puertas hacia el camino, estaban completamente oscuras.
Florencia estaba más pálida que de costumbre; y su corazón latía con esa irregularidad que acompaña a las situaciones inmediatamente precursoras de un desenlace que se anhela y se teme. Un peligro inminente iba a correrse. Pero en el blando espíritu de la mujer no cabe el recuerdo de sí misma cuando peligra también la vida de su madre, la vida de su amante.
La joven sonreía a aquélla. Miraba tierna y amorosamente a su Daniel; y en el cristal bellísimo de sus ojos, una humedad celestial se esparramaba.
Daniel salió; habló un buen rato con Fermín, y volvió luego diciendo:
-Van a dar las diez de la noche. Es necesario que vayamos a las ventanas del comedor, a esperar la señal de la ballenera, que no debe tardar. Pero es preciso que Luisa se quede aquí y que lleve la luz a la sala en el momento en que yo se la pida. ¿Entiendes, Luisa, lo que tienes que hacer?
-Sí, sí, señor -contestó la vivísima criatura.
-Vamos, pues, mamá -dijo Daniel tomando la mano de Madama Dupasquier-. Usted también nos ayudará a observar el río.
-Sí, vamos -contestó la aristocrática porteña con una sonrisa que mal pegaba con su cadavérico semblante-, y he aquí lo que no se me había ocurrido jamás.
-¿Qué cosa, mamá? -la preguntó con prontitud Florencia.
-Que yo tuviera que hacerme federal por un momento, empleando mis ojos en espiar entre las sombras. Y sobre todo, no se me había ocurrido que tuviese alguna vez que embarcarme por estos parajes y a estas horas.
-Pero se desembarcará usted en su coche dentro de ocho días, señora.
-¿Ocho?¡Y qué! ¿Costará tanto echar a esta canalla de Buenos Aires?
-No, señora -repuso Eduardo-, pero usted no vendrá de Montevideo hasta que vayamos todos a buscarla.
-Y será el mismo día que no haya Rosas -agregó Daniel, que fue compensado por una leve presión de la mano de su Florencia, que no se había desprendido de la suya desde que salieron del aposento de Amalia, pues que ya estaban en el comedor, sin más luz que la escasísima de la noche que entraba por los vidrios que daban hacia el río, en cuya dirección estaba fija la mirada de todos.
A medida que pasaban los minutos por la rueda del tiempo, la conversación se cortaba y se anudaba con dificultad, porque una misma idea absorbía la atención de todos: era ya la hora, y la ballenera no venía. Madama Dupasquier no podía permanecer allí. El conflicto de armas podía tener lugar al otro día. Y se necesitaban tres por lo menos para combinarse de nuevo con la estación francesa.
-Tardan -dijo Amalia, que era quien conservaba más sereno su espíritu, porque no había nada que agitase, ni la felicidad, ni el peligro, ni la muerte, aquella naturaleza dulce, tierna y melancólica.
-El viento quizá -repuso Daniel buscando un pretexto que algo calmase la inquietud general, y en la que tomaba él la mayor parte.
De repente, Amalia, que estaba parada con Eduardo, exclamó:
-Allí está -extendiendo su mano en dirección al río.
-¿Es? -preguntó Florencia levantándose y dirigiéndose a Daniel.
El joven abrió entonces la ventana, calculó la distancia de la casa a la orilla del agua, que se dejaba conocer por el rumor de la ola, y conociendo que la luz estaba en el agua cerró la ventana y gritó:
-¿Luisa?
El corazón de todos latía con violencia.
Luisa, que había estado con su manecita en el candelero desde que recibió la orden, llegó con la luz antes que el eco de su nombre se extinguiese en el aposento.
Daniel puso la luz contra el vidrio, y después de haber percibido el movimiento convenido en la luz marítima, cerró los postigos y dijo:
-Vamos.
Florencia estaba trémula, y pálida como el marfil.
Madama Dupasquier, tranquila y serena.
Al salir fuera de la casa, Daniel las hizo parar un momento.
-¿Qué se espera? -preguntó Eduardo que daba el brazo a Florencia, mientras Madama Dupasquier se apoyaba en el de Daniel.
-Esto -dijo Daniel señalando un bulto que se veía subir por la barranca.
Daniel dejó el brazo de Madama Dupasquier y se adelantó.
-¿Hay alguien, Fermín?
-Nadie, señor.
-¿En qué distancia?
-Como a cuatro cuadras de un lado a otro.
-¿Se ve de tierra la ballenera?
-Ahora, señor, porque acaba de atracar a las toscas; el río está muy crecido, y se puede subir sin mojarse.
-Bien, pues. ¿Recuerdas todo?
-Sí, señor.
-Mi caballo desde ahora mismo, en la peña blanca, como a tres cuartos de legua de aquí. Bastante adentro del agua, para quedar cubiertos por la peña grande. Allí he de desembarcar dentro de dos horas. Pero por toda precaución monta a caballo ya y vete a esperarme.
-Bien, señor.
La comitiva ya estaba impaciente e intrigada por la demora de Daniel. Pero éste los tranquilizó luego y descendieron la barranca.
El aire de la noche parecía vigorizar a la enferma, pues que caminaba con una notable serenidad, apoyada en el brazo de su futuro hijo.
Adelante de ellos iba Florencia con Eduardo.
Y abriendo la marcha de la comitiva iba Amalia con la pequeña Luisa de la mano.
Por dos veces la había rogado Eduardo que tomase su otro brazo. Pero ella, queriendo dar valor a todos, contestaba que no; que era la señora feudal de aquellos parajes, y debía siempre marchar delante de todos.
Cubierta su espléndida cabeza con un pequeño pañuelo de seda negro cuyas puntas estaban prendidas bajo la barba, sólo se distinguía el perfil de su hechicero rostro, y sus ojos, en los que no faltaba una luz ni entre las densas sombras de la noche.
En pocos minutos llegaron a la orilla del río donde la ballenera estaba atracada y contenida por dos robustos marineros que habían saltado a tierra con ese objeto.
La embarcación había dado por casualidad con una pequeña abra del río.
Al acercarse las señoras, el oficial francés saltó a tierra con toda la galantería de su nación, para ayudarlas a embarcarse.
Había un no sé qué de solemnidad religiosa en ese momento, en medio de las sombras de la noche, y en esas costas desiertas y solitarias.
Madama Dupasquier se despidió con estas solas palabras:
-Hasta muy pronto, Amalia.
Un unitario jamás se atrevía a decir, ni aun a creer, que Rosas se conservase ocho días más.
Pero Florencia, organización en que pocas veces había el consuelo de las lágrimas, sintió rotas al fin las fuentes de su corazón, y bañó con ellas los hombros y el semblante de su amiga.
Amalia lloraba dentro su alma mientras que las imágenes más tristes y fatídicas cruzaban por su rica y desgraciada imaginación.
-Vamos -dijo al fin Daniel, y tomando a su Florencia de la mano la separó de Luisa que lloraba también, y alzándola por su cintura de sílfide, la puso de un salto en la ballenera, donde ya estaba Madama Dupasquier al lado del oficial.
Todavía un ¡adiós! se cambió Florencia con Amalia y Eduardo; y a una voz del oficial, la ballenera se desprendió de tierra, viró luego hacia el sud, y enfiló la costa, con su vela tiriana desplegada, y sin las precauciones con que se había acercado un cuarto de hora antes. Seguía la costa con la intención de tomar más abajo un cuarto más de viento en su bordada al este.
Amalia, Eduardo y Luisa la siguieron con sus ojos hasta que se perdió entre las sombras.
Entonces posó Amalia su brazo en el hombro del bien querido de su alma, y alzó sus lindos y tranquilos ojos a contemplar los fragmentos de nubes que volaban entre las alas de la brisa, y que dejaban de vez en vez aparecer los astros, mientras que Eduardo la contemplaba embelesado, rodeando con su brazo derecho su cintura.
Ocho minutos habrían pasado apenas, cuando una súbita claridad y la detonación de una descarga de mosquetería, en la costa, y hacia el lado en que navegaba la ballenera, vino a herir de súbito, y como un golpe eléctrico, el corazón de Amalia, de Eduardo y de la tierna Luisa.