Amalia/El presidente Salomón
Capítulo XIII.
En la vereda en frente al costado derecho de la pequeña iglesia de San Nicolás, donde se cruzan las calles de Corrientes y del Cerrito, se encontraba una casa antigua, de pequeñas ventanas muy salientes, puerta de calle de una sola hoja, con umbral de madera a media vara del nivel del suelo, donde todas las tardes a la oración era cosa segura que se hallaría sentado en él al habitante y propietario de aquella casa, en mangas de camisa, con los calzones levantados hasta más arriba de las botas, con un cigarro de papel en la mano derecha, y en la izquierda un mate cuya agua se renovaba cada dos minutos por el espacio de una hora. Era este hombre como de cincuenta y ocho a sesenta años de edad, alto y de un volumen que podría muy bien poner en celos al más gordo buey de los que se presentan en las exposiciones anuales de los Estados Unidos: cada brazo era un muslo, cada muslo un cuerpo y su cuerpo diez cuerpos.
Hijo de un antiguo español pulpero de Buenos Aires, él y su hermano Jenaro recibieron por herencia de su padre la pulpería contigua a la casa que se acaba de conocer, y el oscuro apellido de González.
Jenaro, que era el mayor de los dos hermanos, se puso al frente del establecimiento de pulpería, y la tradición no cuenta por qué ocurrencia los muchachos del barrio le daban el sobrenombre de Salomón. Pero lo que hay de positivo es que a este nombre nuestro Don Jenaro se ponía furioso como una pantera, y que en sus arrebatos hizo prodigios de puño y de leñazos con aquellos que, por más o menos vino o aguardiente, le daban en su cara aquel ilustre nombre de la Biblia.
Este Don Jenaro era, al mismo tiempo que pulpero, capitán de milicias, y tuvo la desgracia de morir fusilado allá por los años 22 ó 23, por complicación en un motín militar, dejando en prematura viudedad a su esposa Doña María Riso y en orfandad a su hija Quántica.
A su muerte, quedó dueño de la pulpería su hermano menor Julián González. Y por un rasgo de filosofía popular o acaso porque el nombre de Salomón sonaba mejor a su oído que el de González, desde la muerte de su hermano Jenaro, el Don Julián empezó a firmarse y hacerse llamar por todos sus amigos Julián González Salomón.
Y he ahí desde entonces adherido a su nombre de bautismo el nombre ilustre que solía fermentar la bilis de su hermano mayor, el padre de Quántica.
Este Don Julián empezó a crecer en volumen como en nombre, y en dignidades como en nombre y volumen, pues que de pulpero empezó a elevarse con diferentes grados en la milicia cívica, sin que las ocupaciones de uno y otro destino le impidiesen por las tardes su rato de solaz en el umbral de la puerta de su casa; pues Don Julián González Salomón, y el hombre en mangas de camisa que hemos descrito tomando mate, era un solo viviente verdadero e indivisible.
La ráfaga que levantó el polvo argentino a la entrada del general Rosas al gobierno fue demasiado fuerte para que encontrase pesado aquel enorme terrón de carne y barro, y, desde el umbral de su puerta, lo levantó a la altura de coronel de milicias, y más tarde a la de presidente de la Sociedad Popular Restauradora, de quien la unión de sus miembros fue simbolizada por una mazorca de maíz, a imitación de una antigua sociedad española, cuyo símbolo era aquél, y cuyo objeto era la propaganda de Más-horca: equívoco de pronunciación que servía para determinar el símbolo y la idea, y que fue aplicado también a la Sociedad Popular de Buenos Aires.
A las cuatro de la tarde del día en que han ocurrido los anteriores sucesos, toda la cuadra de la casa del coronel Salomón estaba obstruida por caballos vestidos de federales, es decir, con sobrepuestos punzós; testeras de pluma o de lana color rosa, y baticolas con borlas del mismo color, con lucientes sobrepuestos de plata en las cabezadas del recado y en el pretal; y riendas y cabezadas del freno con pasadores de ese mismo metal. Y a pesar de ser este un espectáculo muy común en aquel paraje, todo el vecindario de San Nicolás estaba como de fiesta en las azoteas y ventanas.
La sala de la casa de Salomón estaba cuajada por los jinetes a quienes pertenecían aquellos caballos, y todos ellos uniformemente vestidos en lo más ostensible de su traje, es decir, sombrero negro con una cinta punzó de cuatro dedos de ancho, chaqueta azul oscuro con su correspondiente divisa de media vara, chaleco colorado, y un enorme puñal a la cintura, cuyo mango salía por sobre la chaqueta un poco hacia el costado derecho: espada de la Federación, como lo llama Daniel. Y, del mismo modo que el traje, las caras de aquellos hombres parecían también uniformadas: bigote espeso; patilla abierta por bajo de la barba, y fisonomía de esas que sólo se encuentran en los tiempos aciagos de las revoluciones populares, y que la memoria no recuerda haberlas encontrado antes en ninguna parte de la tierra.
Sentados unos en las sillas de madera y de paja que había desordenadamente colocadas en la sala, otros en el banco de las ventanas, y otros en fin sobre la mesa de pino cubierta con una bayeta punzó, donde solía echar su firma el señor presidente Salomón, haciendo traer antes un tarrico de pomada que servía de tintero en la heredada pulpería, cada uno de esos señores era un incensario de tabaco que estaba despidiendo una densa nube, a través de cuyos celajes se descubrían sus tostados y repulsivos semblantes. Pero su ilustre presidente no estaba entre ellos. Estaba en la pieza contigua a la sala, sentado a los pies de un gran catre que le servía de cama, aprendiendo de memoria una especie de discurso en veinte palabras que le repetía por la vigésima vez un hombre que era precisamente el antítesis en cuerpo y alma del coronel Salomón: y este hombre era Daniel y el diálogo el siguiente:
-¿Cree que ya estoy?
-Perfectamente, coronel. Tiene usted una memoria prodigiosa.
-Pero mire: usted me hará el favor de sentarse a mi lado, y cuando se me olvide algo, me lo dice despacio.
Ya había pensado pedirle a usted eso mismo. Pero usted no se olvide, coronel, que tiene que presentarme a nuestros amigos, y advertirles lo que le he dicho.
-Eso corre de mi cuenta. Vamos a entrar.
-Espere usted un momento. Luego que usted se siente, haga que el secretario lea la lista de los presentes, porque es preciso, coronel, que demos a nuestra sociedad federal el mismo orden que hay en la Sala de Representantes.
-Sí, ya se lo he dicho a Bobeo, pero es un haragán que no sabe más que hablar.
-No importa, vuelva usted a decírselo, y lo hará.
-Bueno, entremos.
Y el presidente Salomón, y Daniel Bello, vestido con su misma levita negra abotonada, pero con una divisa algo más larga y sin sus guantes blancos, entraron en la sala de la sesión.
-Buenas tardes, señores -dijo Salomón con el tono más serio y magistral del mundo, encaminándose a ocupar la silla que había delante de la mesa de pino.
-Buenas tardes, presidente, coronel, compadre, etc. -contestó cada uno de los presentes, según el título que acostumbraba a dar a Don Julián Salomón; lanzando todos a la vez una mirada sobre aquel hombre que acompañaba al presidente y en el que echaban de menos los principales atributos federales en el vestido, y hallaban de más una cara y unas manos demasiado finas.
-Señores -dijo Salomón-, el señor es Don Daniel Bello, hijo del hacendado Don Antonio Bello, patriota federal, a quien yo le debo muchos servicios. El señor, que es tan buen federal como su padre, quiere entrar en nuestra Sociedad Restauradora, y está esperando que llegue su padre para incorporarse con él, y entretanto quiere venir algunas veces a participar de nuestro entusiasmo federal. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! ¡Mueran los inmundos asquerosos franceses! ¡Muera el rey guarda chanchos Luis Felipe! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses! ¡Muera el pardejón Rivera!
Y esas exclamaciones, lanzadas por la atronadora voz del presidente Salomón, fueron repetidas en coro por todos los asistentes, que, a par que gritaban, hacían círculos por sobre su cabeza con el puñal que desenvainaron desde el primer grito de su presidente; y esta grita que se oía en cuatro cuadras a la redonda fue repetida por la turba que transitaba la calle; no cuidándose mucho en decir ¡Viva! cuando Salomón gritaba ¡Muera!, y viceversa.
Calmado el huracán, Salomón se sentó en su silla, su secretario Bobeo a su izquierda y nuestro joven Daniel a su derecha.
-Señor secretario -dijo Salomón echándose hacia atrás en el respaldo de su silla-, lea usted la lista de los señores presentes.
Bobeo tomó el primer papel de unos que había sobre la mesa, y leyó en voz alta los nombres que había apuntado antes con un lápiz; dijo así:
-Presentes: Los señores, Presidente, Casiopea, Parra, Parra (hijo), Maestre, Ale, Alvarado, Moreno, Gaetano, Larrazábal, Merlo, Moreira, Díaz, Amoroso, Viera, Amores, Maciel, Romero, Bobeo.
-¿No hay más? -preguntó Salomón.
-Son los presentes, señor presidente.
-Lea usted la lista de los ausentes.
-¿De toda la Sociedad?
-Sí, señor. ¿Pues qué, somos menos que los representantes? Somos tan buenos federales como ellos y debemos saber los que están y los que no están, como se hace en la Sala de Representantes. Lea usted la lista.
-Socios ausentes -dijo Bobeo, y leyó la lista de la Sociedad Popular Restauradora, que constaba de 175 individuos de todas las jerarquías sociales.
-«¡Bravo! Ahora ya nos conocemos todos, aun cuando en esa lista hay hombres por fuerza» -dijo Daniel para sí mismo, luego que el secretario concluyó la lectura de los socios; y en seguida dio un tironcito de los anchos calzones de Salomón.
-Señores -dijo entonces el presidente de la Sociedad Popular-, la Federación es el Ilustre Restaurador de las Leyes; luego nosotros nos debemos hacer matar por nuestro Ilustre Restaurador, porque somos las columnas de la santa causa de la Federación.
-¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! -gritó uno de los socios federales, a quien todos los demás hicieron coro.
-¡Viva su digna hija la señorita Manuelita de Rosas y Ezcurra!
-¡Viva el héroe del desierto, Restaurador de las Leyes, nuestro padre, y padre de la Federación!
-¡Mueran los franceses inmundos y su rey guardachanchos!
-Señores -continuó el presidente-, para que nuestro Ilustre Restaurador pueda salvar la Federación del... pueda salvar la Federación del... para que nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes pueda salvar la Federación del...
-Del eminente peligro -le dijo Daniel casi al oído.
-Del eminente peligro en que se halla, debemos perseguir a muerte a los unitarios, luego todo unitario debe ser perseguido a muerte por nosotros.
-¡Mueran los inmundos salvajes asquerosos unitarios! -gritó otro de los socios populares que se llamaba Juan Manuel Larrazábal, a cuyas palabras todos los socios hicieron coro con el puñal en la mano.
-Señores, es preciso que persigamos a todos sin compasión.
-Hembras y machos -grita el mismo Juan Manuel Larrazábal, que parecía el más entusiasta de los concurrentes.
-Nuestro Ilustre Restaurador no puede estar contento de nosotros porque no le servimos como debemos -continuó Salomón.
-Ahora entra lo de anoche -le dijo Daniel haciendo que se limpiaba el rostro con el pañuelo.
-Ahora entra lo de anoche -repitió Salomón, como si esa advertencia fuera parte de su discurso.
Daniel le pegó un fuerte tirón de los calzones.
-Señores -continuó Salomón-, ya sabemos todos que anoche han querido escaparse unos salvajes unitarios, y no lo han conseguido porque el señor comandante Casiopea se ha portado como buen federal; pero entretanto, uno se ha escondido no sé en dónde, y así ha de ir sucediendo todos los días, si no nos portamos como defensores de la santa causa de la Federación. Yo he llamado a ustedes para que juremos otra vez perseguir a los inmundos salvajes unitarios que quieren fugar para Montevideo y unirse al pardejón Rivera y venderse al oro asqueroso de los franceses. ¡Esto es lo que quiere nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes! He dicho, y ¡viva el Ilustre Restaurador de las Leyes!, ¡y mueran todos los enemigos de la santa causa de la Federación!
-¡Mueran a puñal los salvajes inmundos unitarios! -gritó otro de los entusiastas federales, y este grito y todos los de costumbre se repitieron por diez minutos tanto en la sala de sesión, como en la calle, dónde había apiñada a las ventanas una multitud tan entusiasta y honrada como la que daba la fiesta en la casa del coronel Salomón.
-Pido la palabra-dijo el comandante Casiopea levantándose.
-Tiene la palabra -contestó Salomón, deshaciendo el tabaco de un cigarrillo en la palma de su inmensa mano.
-Yo anoche he cenado con el Restaurador de las Leyes y su hija Doña Manuelita Rosas y Ezcurra. El Restaurador es más que Dios porque es el padre de la Federación, y cuantos unitarios caigan en mis manos les ha de suceder lo mismo que a los que agarré anoche. Es verdad que uno se escapó, pero va bien marcado, y ya esta mañana le mandé un hombre a Doña María Josefa que le ha de dar buenas señas, porque hombres y mujeres, siendo federales, todos debemos ayudar a Su Excelencia, que es el padre de todos. Para ser un buen federal, es preciso mostrar esto -y Casiopea sacó su puñal, y con el dedo índice de la mano izquierda señalaba en la lámina de acero algunas manchas de sangre, de aquella en que se había empapado la noche anterior.
A esta acción todos los mashorqueros contestaron desenvainando el puñal y prorrumpiendo en alaridos espantosos contra los unitarios, contra los franceses, contra Rivera y especialmente contra Luis Felipe, el rey guardachanchos, según lo llamaban, por inspiración de Rosas.
En toda esta escena, Daniel era el único de los personajes en cuya fisonomía no hubiera podido distinguirse por nadie la mínima alteración, la mínima expresión, ni de entusiasmo, ni de miedo, ni de afección, ni enojo. Frío, tranquilo, imperturbable, él observaba hasta lo íntimo del pensamiento y la conciencia de cuantos le rodeaban, sin dejar de calcular las ventajas que podría sacar del frenesí de los otros.
Apagada la tormenta de gritos, Daniel pidió la palabra al presidente con el aire más resuelto del mundo, y obtenida, dijo:
-Señores, yo no tengo todavía el honor de pertenecer a esta ilustre y patriótica sociedad, aun cuando espero incorporarme a ella dentro de poco tiempo; pero mis opiniones y amistades son conocidas de todos, y espero con el tiempo poder prestar a la Federación y al Ilustre Restaurador de las Leyes servicios tan distinguidos como los que le prestan los miembros de la Sociedad Popular Restauradora, que ya son conocidos tanto en la república como en toda la América.
Nuevos aplausos y nuevos gritos siguieron a este tan lisonjero exordio.
-Pero, señores -continuó Daniel-, es a las personas presentes a las que yo debo dar las enhorabuenas que se merecen de todo buen federal, porque, sin querer negar a los demás socios su entusiasmo por nuestra santa causa, yo veo que sois vosotros los que dais la cara de frente para sostener al Ilustre Restaurador de las Leyes, mientras que los demás no asisten a las sesiones federales. La Federación no reconoce privilegios. Abogados, comerciantes, empleados, todos aquí somos iguales, y cuando haya sesión, o cuando haya algo que hacer en beneficio de Su Excelencia, todos deben concurrir al llamamiento del presidente, o adonde haya peligros, sin dejar a unos pocos los compromisos y los trabajos. Todos serán muy buenos federales, pero a mí me parece que los que están aquí no son unitarios para que se desdeñen de juntarse con ellos. Esto lo digo, porque yo creo que ésta debe ser la opinión de Su Excelencia el Ilustre Restaurador, la cual debemos hacer que sea más respetada en adelante.
Daniel no dio su golpe en falso. El entusiasmo producido por este discurso sobrepasó a lo que él mismo había osado esperar. Todos los miembros de la sociedad allí presentes gritaron, juraron y blasfemaron contra todos aquellos que no habían asistido a la sesión y cuyos nombres había leído el secretario Bobeo. Empezaron a circular nombres de los inasistentes, no ya como tales, sino como unitarios disfrazados, y Daniel aprobaba estas clasificaciones con sonrisas maliciosas o movimientos de cabeza.
-«Así, así; más os he de azuzar en adelante, mis lebreles, para que os devoréis unos a otros» -decía Daniel para sí mismo.
El presidente Salomón volvió a proclamar a los socios para que vigilasen mucho a los unitarios, y sobre todo los lugares del río por donde era presumible que se embarcasen; y después de nuevo entusiasmo y nuevos gritos, dio por concluida la sesión a las cinco y media de la tarde.
Daniel recibió apretones de mano y abrazos federales, y se despidió de todos, siendo acompañado hasta la puerta de la calle por el presidente Salomón, que no cabía en la inmensa epidermis que lo cubría, después de su portentoso discurso, cuya satisfacción le inspiraba los mas amables comedimientos por el hijo de Don Antonio Bello.
Nada sabían sobre Eduardo. Daniel salió contento; dobló por la calle de las Artes y en la esquina de la de Cuyo encontró a Fermín, que lo esperaba con un caballo de la brida. La calle estaba llena de gente, y sin mirar al criado, Daniel le dijo al montar estas solas palabras:
-A las nueve.
-¿Allá?
-Sí.
Y el magnífico caballo blanco sobre que acababa de montar Daniel tomó el trote por la plaza de las Artes en dirección a Barracas. Llegó luego a la calle del Buen Orden, que es la prolongación de aquélla, y llegó a la barranca de Balcarce en el momento en que empezaban a apagarse los últimos crepúsculos del día.
El joven, cuyo espíritu había pasado por tantas impresiones en el curso de ese día como en la noche que había precedídole, no pudo menos de parar su caballo y extasiarse desde aquella altura en contemplar el bellísimo panorama que se desenvolvía a sus pies, matizado con los últimos rayos de la tarde. Porque a los veinticinco años de la vida el corazón del hombre se encadena mágicamente a los espectáculos poéticos de la Naturaleza, que descubren en su imaginación fértil y robusta todo el poder de atracción que Dios le ha impreso ante lo que se muestra bello y armónico a sus ojos. Porque los valles floridos de Barracas, al fin de ellos el gracioso riachuelo, y a la izquierda la planicie esmeraltada de la Boca, son una de las más bellas perspectivas que se encuentran en los alrededores de Buenos Aires, contemplada desde la alta barranca de Balcarce.
Ya Daniel empezaba a descender por esa barranca cuando sintió hacia atrás una voz que lo llamaba por su nombre, y dando vuelta la cabeza conoció a veinte pasos de él a su benemérito maestro de escritura, que venía a gran carrera, faltándole ya las fuerzas para proseguir en ella, con su caña de la India en una mano y su sombrero en la otra.
Llegado que fue al estribo se agarró del muslo de su discípulo y permaneció así dos o tres minutos sin poder hablar, tal era la opresión de sus pulmones.
-¿Qué hay, qué le pasa a usted, señor Don Cándido? -le preguntó al fin Daniel, alarmado de la palidez de su semblante.
-Es una cosa horrible, bárbara, atroz, sin ejemplo en los anales del crimen.
-Señor, estamos en un camino público, dígame usted lo que quiere, pero que sea pronto.
-¿Recuerdas del bueno, del noble y generoso hijo de mi antigua y hacendosa sirvienta?
-Sí.
-Recuerdas que vino anoche y...
-Sí, sí, ¿qué le ha sucedido al hijo?
-Lo han fusilado, mi Daniel querido y estimado, lo han fusilado.
-¿A qué hora?
-A las siete. Tan luego como se supo que había salido anoche de casa del gobernador, Temieron sin duda...
-Que revelase o que hubiera revelado lo que sabía; le ahorro a usted las palabras.
-Pero yo estoy perdido, sentenciado. ¿Qué hago, mi Daniel querido? ¿Qué hago?
-Preparar sus plumas para entrar mañana a ocupar el empleo de copista privado del señor ministro de Relaciones Exteriores.
-¿Yo?; ¡Daniel! -y en su arrebato de alegría Don Cándido llenó de besos la mano de su discípulo.
-Ahora, tome usted cualquier otra calle y retírese a su casa.
-Sí, yo fui a la tuya a tiempo que salía Fermín con tu caballo, le seguí, después te seguí a ti y...
-Bien, otra cosa: ¿tiene usted alguna persona de su íntima confianza, hombre o mujer, donde alguna vez haya usted pasado la noche?
-Sí.
-Pues ahora mismo vaya usted a convenir con ella en que usted ha pasado en su compañía la noche de ayer, por lo que pueda suceder. Adiós, señor
Y Daniel picó el caballo, y, corriendo un gran riesgo, bajó a galope la barranca de Balcarce, y tomó la calle Larga cuando ya estaba oscura por la sombra de los edificios o de los árboles, en cuyas copas morían desmayadas las últimas claridades de la tarde.
Era ése el mismo camino por donde diez y ocho horas antes había pasado con el cuerpo exangüe de su amigo; y era a la casa de la hermosa Amalia, en que había recibido hospitalidad y vuelto a la vida, donde ahora se dirigía el valiente y generoso Daniel.