Amalia/Florencia y Daniel
Capítulo XII.
Pocos minutos faltaban para que el gran reloj del cabildo marcase las dos horas de la tarde, cuando Daniel Bello dejó la casa del señor ministro de Relaciones Exteriores, Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, por la cual siguió en dirección al sur, hasta encontrarse con la calle de Venezuela, que cruza la ciudad de este a oeste; y doblando por ella en dirección al Bajo, caminó hasta la calle de la Reconquista.
Daniel no había adelantado nada en aquella visita sobre lo que hacía relación con su amigo Eduardo, o más bien, mucho había ganado en contentamiento desde que se impuso de que el señor ministro Arana no sabía una palabra de los sucesos de la noche anterior, aun cuando, al llegar Daniel, el señor ministro venía de dejar la casa de Su Excelencia el Gobernador, y puesto de su parte todos los medios que estaban a su alcance para saber, antes que Victorica, lo que había ocurrido en el Bajo de la residencia, según las propias palabras del señor ministro.
Y era esto precisamente cuanto Daniel deseaba en lo demás, es decir, una ignorancia completa, o una confusión de relaciones en todos aquellos a quienes se había dirigido, y cuyos informes debía recoger en el resto de ese día.
Ya sabía que el ministro estaba ajeno de cuanto había pasado. Iba a saber, por la linda boca de su Florencia, lo que hablaban Doña Agustina Rosas de Mansilla y Doña María Josefa Ezcurra sobre aquel incidente, cuya relación que de él hicieran, debía provenir directamente de la casa de Rosas, adonde habrían afocádose los informes de Victorica y sus agentes, y adonde esas señoras concurrían todas las mañanas; y por último, esa tarde sabría lo más o menos informada que estaba la Sociedad Popular y su presidente, sobre las ocurrencias de la noche anterior, con lo cual habría tomado entonces todos los caminos oficiales y semioficiales por donde podía andar, más o menos oculta, en la capital de Buenos Aires, una noticia de la clase de aquella que tanto le interesaba saber.
Entretanto, él no había perdido el tiempo en su ministerial visita, pues había conseguido que el señor ministro Arana se envolviese en una red, primorosamente tejida por las manos de ese joven que, casi solo, sin más armas que su valor, y sin más auxiliares que su talento, en una época en que todos los vínculos y todas las consideraciones de honor y de amistad empezaban a ser relajadas prodigiosamente por el terror en ese pueblo sorprendido por la tiranía; pero en el cual, es preciso decirlo, no había desenvuéltose nunca ese espíritu de asociación que sus necesidades morales reclamaron siempre; por ese joven decíamos, que era una especie de conspiración viva contra Rosas, admirable por su temeridad, aun cuando reprensible por su petulancia al querer trastornar, con la sola potencia de su espíritu, un orden de cosas constituido más bien por la educación social del pueblo argentino, que por los esfuerzos y los planes del dictador.
Don Felipe Arana, que tenía grande respeto a los talentos de Daniel, a quien más de una vez consultaba sobre alguna redacción de fórmula, o alguna traducción del francés, cosas ambas de muy grave importancia y de no menor dificultad para el señor ministro de Relaciones Exteriores, había consentido en aceptar un consejo de Daniel, con la candidez que le era característica, y con aquella inocencia que empezó a revelarse en él desde el año de 1804, en que se afilió en la Hermandad del Santísimo Sacramento, y cubierto con su pelliza de terciopelo punzó, y con la campanilla en la mano, marchaba delante de la custodia, cuando en el primer domingo de cada mes salía de la Santa Iglesia Catedral la procesión que se llamaba de la renovación, por ser el día en que se renovaba la hostia consagrada.
Y aquella aceptación de aquel consejo iba a convertirse en un árbol de excelentes frutos para aquel joven, a quien sólo faltaba apoyo para ser uno de los actores principales del drama revolucionario por que pasaba el pueblo de Buenos Aires, y en cuya cabeza, a pesar de su aislamiento, se desenvolvía, después de algunos meses, un plan todo él de conspiración activa contra Rosas, que irá conociéndose más tarde, a medida que los acontecimientos sobrevengan; como dentro de poco habrá ocasión también de saberse algo sobre esa tan importante concesión que acababa de conseguir de Don Felipe Arana.
Y entretanto, diremos que Daniel había doblado por la calle de la Reconquista, y caminaba con ese aire negligente, pero elegante, que la Naturaleza y la educación regalan a los jóvenes de espíritu y de gustos delicados, y que los elegantes por artificio no alcanzan a reproducir jamás. Con su levita negra abotonada, y sus guantes blancos, en la edad más bella de la vida de un hombre, y con su fisonomía distinguida, y ese color americano que sirve a marcar tan bien las pasiones del alma y la fuerza de la inteligencia, Daniel era acreedor muy privilegiado a la mirada de las mujeres, y a la observación de los hombres de espíritu, que no podían menos de reconocer un igual suyo en aquel joven en cuyos hermosos ojos chispeaba el talento, y que revelaba la seguridad y la confianza en sí mismo, propiedad exclusiva de las organizaciones privilegiadas, en su aire medio altanero y medio descuidado.
Llegado a la calle de la Reconquista, nuestro joven no tardó mucho en pisar la casa de la bien amada de su corazón.
De pie junto a la mesa redonda que había en medio del salón, y sus ojos fijos en un ramo de flores que había en ella, colocado en una hermosa jarra de porcelana, Florencia no veía las flores, ni sentía la impresión de sus perfumes, aletargada por la influencia de su propio pensamiento, que la estaba repitiendo, palabra por palabra, cuantas acababa de oír salir de boca de Doña María Josefa; al mismo tiempo que dibujaba a su capricho la imagen de esa Amalia a quien creía estar viendo bajo sus verdaderas formas.
La abstracción de su espíritu era tal, que sólo conoció que habían abierto la puerta del salón, a cuya daba la espalda, y entrado alguien en él, cuando la despertó de su enajenamiento el calor de unos labios que imprimieron un tierno beso sobre su mano izquierda, apoyada en el perfil de la mesa.
-¡Daniel!- exclamó la joven volviéndose y retrocediendo súbitamente.
Y ese movimiento fue tan natural, y tan marcada la expresión, no de enojo, sino de disgusto, que asomó a su semblante, y tan notable la palidez de que se cubrió, en vez de esos ramos de rosas con que asoma el pudor de las mejillas de una joven en tales casos, que Daniel quedó petrificado por algunos instantes.
-Caballero, mi mamá no está en casa- dijo luego Florencia con un tono tranquilo y lleno de dignidad.
-¡Mi mamá no está en casa, caballero!- repitió Daniel como si fuera necesario decirse él mismo esas palabras para creer que salían de los labios de su querida-. Florencia -continuó-, juro por mi honor, que no comprendo el valor de esas palabras, ni cuanto acabo de ver en ti.
-Quiero decir, que estoy sola, y que espero querrá usted usar para conmigo de todo el respeto que se debe a una señorita.
Daniel se puso colorado hasta las orejas.
-Florencia, por el amor de Dios, dime que estás jugando conmigo, o dime si es verdad que yo he perdido la cabeza.
-La cabeza no, pero ha perdido usted otra cosa.
-¿Otra cosa?
-Sí.
-¿Y cuál, Florencia?
-Mi estimación, señor.
-¡Tu estimación! ¿Yo?
-¡Y qué le importa a usted el cariño, ni la estimación mía! -dijo Florencia con una fugitiva sonrisa, y marcando ese gesto de desdén que era el más bello juguete de su pequeña boca.
-¡Florencia! -exclamó Daniel dando un paso hacia ella.
-¡Quieto, caballero! -dijo la joven sin moverse de su puesto; y alzando su cabeza y extendiendo su brazo hacia Daniel, que casi tocaba con sus labios la palma de la linda mano de su amada. Pero fue tal la dignidad y la resolución que acompañaron la palabra y acción de la señorita Dupasquier, que Daniel quedó como clavado en el lugar que pisaba. Y en seguida retrocedió algunos pasos, y afirmó su brazo izquierdo sobre el respaldo de una silla, mientras Florencia apoyaba su mano sobre la mesa redonda.
Los dos amantes se estuvieron mirando algunos segundos, creyendo tener cada uno el derecho de esperar explicaciones. La escena empezaba a cambiar.
-Creo, señorita -dijo Daniel rompiendo el silencio-, que si he perdido la estimación de usted, a lo menos me queda el derecho de preguntar por la causa de esa desgracia.
-Y yo, señor, si no tengo el derecho, tendré la arbitrariedad de no responder a esa pregunta -repuso Florencia con esa altanería regia que es una peculiaridad de las mujeres delicadas cuando están, o creen estar, ofendidas por su amado, mientras poseen la conciencia de no tener él nada que reprocharlas.
-Entonces, señorita, me tomaré la libertad de decir a usted, que si en todo esto no hay una burla que ya se prolonga demasiado, hay una injusticia que está ofendiendo a usted en el concepto mío -replicó Daniel con seriedad.
-Lo siento, pero me conformo.
Daniel se desesperaba.
Otro momento de silencio volvió a reinar.
-Florencia, si anoche me retiré a las nueve, fue porque un asunto importante reclamaba mi presencia lejos de aquí.
-Señor, es usted muy libre para entrar a mi casa y retirarse de ella a las horas que mejor le plazca.
-Gracias, señorita -dijo Daniel mordiéndose los labios.
-Gracias, caballero.
-¿De qué, señorita?
-De vuestra conducta.
-¡De mi conducta!
-¿Se ha levantado usted sordo, caballero? Repite usted mis palabras como si las estuviera aprendiendo de memoria -dijo Florencia riéndose y bañando a Daniel con una mirada la más desdeñosa del mundo.
-Hay ciertas palabras que yo necesito repetirlas para entenderlas.
-Es un trabajo inútil esa repetición.
¿Puedo saber por qué, señorita?
-Porque bien tiene obligación de oír lo que se le dice, y comprender las cosas, aquel que tiene dos oídos, dos ojos y dos almas.
-¡Florencia! -exclamó Daniel con voz irritada-: aquí hay una injusticia horrible, y yo exijo una explicación ahora mismo.
-Exijo, ¿ha dicho usted?
-Sí, señorita, lo exijo.
-¿Me hace usted el favor de volver a repetirlo?
-¡Florencia!
-¿Señor?
-¡Oh! Basta, esto ya es demasiado.
-¿Le parece a usted?
-Me parece, señorita, que esto o es una burla indigna, o es buscar un pretexto de rompimiento, bien incompatible con personas de nuestra clase; y tres años de constancia y de amor me dan derecho a interrogar por la causa de un procedimiento semejante; y a pedir la razón del modo por que así se me trata.
-¡Ah! Ya no exige usted, pide, ¿no es verdad? Eso es otra cosa, mi apreciable señor-dijo Florencia midiendo a Daniel de pies a cabeza con una mirada la más altiva y despreciativa posible.
Toda la sangre de Daniel subió a su rostro. Su amor propio, su honor, la conciencia de su buena fe, todo acababa de ser herido por la mirada punzadora de Florencia.
-Exijo o pido, como usted quiera; pero quiero, ¿entiende usted, señorita?, quiero una explicación de esta escena -dijo volviendo a apoyar su mano en el respaldo de la silla.
-Calma, señor, calma: necesita usted mucho de su voz, y hace mal en gastarla alzándola tanto. ¿Supongo no querrá usted olvidar que es a una mujer a quien está hablando?
Daniel se estremeció. Esa reconvención le era más amarga todavía que las anteriores palabras de Florencia.
-¡Yo estoy loco, debo estar loco, Dios mío! -exclamó bajando la cabeza y apretando sus ojos con la mano.
Un momento de silencio volvió a reinar en la sala. Daniel lo interrumpió al fin.
-Pero, Florencia, el proceder de usted es injusto, inaudito; ¿me negará usted el derecho que tengo para solicitar una explicación?
-¡Una explicación! ¿Y de qué, señor? ¿De mi proceder injusto?
-Eso es lo que pido, señorita.
-¡Bah! Eso es pedir una necedad, caballero. En la época en que vivimos no se piden explicaciones de las injusticias que se reciben.
-Sí, pero eso será muy bueno cuando se trate de asuntos de política, pero creo que ahora...
-¿Qué cree usted?
-Que no tratamos de política.
-Usted se engaña.
-¡Yo!
-Cierto. Creo que conmigo son los únicos asuntos que le conviene a usted tratar; a lo menos, tengo mis razones de creer que son los únicos para que le sirvo a usted.
Daniel comprendió que Florencia le echaba en cara el servicio que la había pedido en su carta de la víspera, y este golpe dado en su delicadeza agitó visiblemente sus facciones, mientras que Florencia lo miraba con una expresión más bien de lástima que de resentimiento.
-Yo pensaba que la señorita Florencia Dupasquier -dijo Daniel con sequedad- tenía algún interés en el destino de Daniel Bello, para tomarse alguna incomodidad por él cuando algún peligro amenazaba la existencia de sus amigos, o la suya propia quizá.
-¡Oh!, esto último, caballero, no puede inquietar mucho a la señorita Dupasquier.
-¡De veras!
-Desde que la señorita Dupasquier sabe perfectamente que si algún peligro amenaza al señor Bello, no le faltará algún lugar retirado, cómodo y lleno de felicidad, donde ocultarse y evitarlo.
-¡Yo!
-Me parece que es con usted con quien estoy hablando.
-Un paraje lleno de felicidad donde ocultarme -repitió Daniel cada vez más extraviado en aquel laberinto.
-¿Quiere usted que hable en francés, señor, ya que en español parece que hoy no entiende usted una palabra? He dicho en muy buen castellano y lo repito, un paraje lleno de felicidad, una gruta de Armida, una isla de Ednido, un palacio de Hadas; ¿no sabe usted dónde es esto, señor Bello?
-Esto es insufrible.
-Por el contrario, señor, esto es muy ameno. Le estoy a usted hablando de lo que más le interesa en este mundo.
-¡Florencia, por Dios!
-¡Ah!, ¿no le ha parecido a usted bien la comparación de la gruta de Armida y la isla de Ednido? Vamos, compararé entonces su lugar encantado por la isla de Calipso; usted será su Telémaco; ¿le parece a usted bien?
-Por el cielo, o por el infierno, ¿dónde es ese paraje a que está usted haciendo esas alusiones insoportables?
-¿De veras?
-¡Florencia, esto es horrible!
-No tal; es bien divertido.
-¿Qué?
-Hablo de la gruta. ¿Son muy bellos los jardines, señor?
-¿Pero dónde, dónde?
-En Barracas, por ejemplo -y diciendo estas palabras la joven dio la espalda a Daniel y empezó a pasearse por la sala con el aire más negligente del mundo, mientras en su inexperto corazón ardía la abrasadora fiebre de los celos; esa terrible enfermedad del amor cuyos mayores estragos se obran a los diez y ocho años y a los cuarenta años en la vida de las mujeres.
-¡En Barracas! -exclamó Daniel dando precipitadamente algunos pasos hacia Florencia.
-Y bien, ¿no estaría usted perfectamente allí? -continuó la joven volviéndose a Daniel-. Además -continuó moviendo la cabeza y repitiendo su gesto favorito-, usted tendría cuidado de que no le hiriesen, para evitar el que su retiro fuese descubierto por los médicos, los boticarios o las lavanderas.
-¡En Barracas, herido! Florencia, me matas si no te explicas.
-¡Oh!, no se morirá usted; a lo menos hará usted lo posible por no morirse en la época más venturosa de su vida. Ni siquiera temo que se deje usted herir en el muslo izquierdo, que debe ser una terrible herida cuando es hecha por un sable enorme.
-¡Son perdidos, Dios mío! -exclamó Daniel cubriéndose el rostro con sus manos.
Un momento de silencio reinó entre aquellos dos jóvenes que, amándose hasta la adoración, estaban, sin embargo, torturándose el alma, al influjo del genio perverso que había soplado la llama de los celos en el corazón de una mujer joven y sin experiencia.
Pero ese silencio cesó pronto. Sin dar tiempo a que Florencia lo evitase, Daniel se precipitó a sus pies, y de rodillas, oprimió entre sus manos su cintura.
-Por el amor del cielo, Florencia -la dijo alzando los ojos hacia ella, pálido como un cadáver-, por ti, que eres mi cielo, mi dios y mi universo en este mundo, explícame el misterio de tus palabras. Yo te amo. Tú eres el primer amor, el último amor de mi existencia. Ella te pertenece como tu alma, luz de mi vida, encanto angelicado de mi corazón. Mujer ninguna es en el mundo más amada que tú. Pero, ¡oh Dios mío!, no es el amor lo que debe ocuparnos en este momento solemne en que está pendiente la muerte sobre la cabeza de muchos inocentes, y quizá yo entre ellos, alma del alma mía. Pero no es mi vida, no, lo que me inquieta; hace mucho tiempo que la juego en cada hora del día, en cada minuto; mucho tiempo que sostengo un duelo a muerte contra un brazo infinitamente superior al mío; es la vida de... Oye, Florencia, porque tu alma es la mía, y yo creo hacerlo en Dios cuando deposito en tu pecho mis secretos y mis amores; oye: es la vida de Eduardo y la de Amalia la que peligra en este momento; pero la sangre de ellos no puede correr sino mezclada con la mía, y el puñal que atraviese el corazón de Eduardo ha de llegar también hasta mi pecho.
-¡Daniel! -exclamó Florencia inclinándose sobre su amante y oprimiéndole la cabeza con sus manos, como si temiera que la muerte se lo arrebatase en ese momento. La espontaneidad, la pasión, la verdad estaban reflejándose en la fisonomía y en las palabras de Daniel, y el corazón de Florencia empezaba a regenerarse de la presión de los celos.
-Sí -continuó Daniel teniendo siempre oprimida con sus manos la cintura de Florencia-, Eduardo ha debido ser asesinado anoche; yo pude salvarlo moribundo, y era preciso ocultarlo porque los asesinos eran agentes de Rosas. Pero ni mi casa ni la de él podían servirnos.
-¡Eduardo asesinado! ¡Dios mío! ¡Qué día espantoso es este para mi corazón! ¿Pero no morirá, no es cierto?
-No, está salvado. Oye; oye todavía: era necesario conducirlo a alguna parte y lo conduje a lo de Amalia. Amalia, que es el único resto de la familia de mi madre; Amalia, la única mujer a quien después de ti quiero en el mundo, como se quiere a una hermana, como se debe querer a una hija. ¡Gran Dios, yo la habré precipitado a su ruina, a ella que vivía tan tranquila y feliz!
-¿Su ruina? ¿Y por qué, Daniel? ¿Por qué? -y Florencia agitaba con sus manos los hombros de Daniel, porque su palidez y sus palabras imprimían el miedo en su corazón.
-Porque para Rosas la caridad es un crimen. Eduardo está en Barracas, y tú has nombrado ese lugar, Florencia; Eduardo está herido en el muslo izquierdo y...
-¡Nada saben, nada saben! -exclamó Florencia radiante de alegría, y palmeándose sus pequeñitas manos-, nada saben, pero pueden saberlo todo; ¡oye!
Y Florencia, que ya no se acordaba de sus celos desde que tantas vidas estaban pendientes de sus palabras, levantó ella misma a su querido, y sentándolo, y ella a su lado, en las primeras sillas que encontró, refirióle en cinco minutos su conversación con la señora de Mansilla y Doña María Josefa. Pero a medida que iba llegando al punto de la conversación sobre Amalia, su semblante se descomponía, y sus palabras iban siendo más marcadas.
Daniel la oyó hasta el fin sin interrumpirla, y en su semblante no apareció la mínima alteración al escuchar el episodio sobre sus visitas a Barracas, lo que no escapó a la penetración de la joven.
-¡Infames! -exclamó luego que aquélla había concluido su narración-. Toda esa familia es una raza del infierno. Toda ella, y todo el partido que pertenece a Rosas, tiene veneno en vez de sangre, y cuando no mata con el puñal, habla y mata el honor con el aliento. ¡Infame! ¡Complacerse en torturar el corazón de una criatura! ¡Florencia! -continuó Daniel volviéndose a ésta-, yo te insultaría si creyese que puedes poner en competencia mis palabras con las de esa mujer. Cuanto te ha dicho no es más que una calumnia con que ha querido martirizarte; porque el martirio de los demás es el placer de cuantos componen la familia de Rosas. Es una calumnia, lo repito; y yo creo que no puedes poner en balanza la palabra de esa mujer y la mía.
-Así es en general; pero en este caso, Daniel, lo más que puedo hacer es suspender mi juicio.
Florencia no dudaba ya; pero ninguna mujer confiesa que ha procedido con ligereza en una acusación hecha a su amante.
-¿Dudas de mí, Florencia?
-Daniel, yo quiero conocer a Amalia, y ver las cosas por mis propios ojos.
-La conocerás.
-Quiero frecuentar su relación.
-Bien.
-Quiero que sea en esta semana el primer día en que nos veamos.
-Bien, ¿quieres más? -contestó Daniel con seriedad.
-Nada más -respondió Florencia, y extendió su mano a Daniel, que la conservó entre las suyas. En cualquier otra ocasión habría impreso un millón de besos en esa mano tan querida, pero en ésta, fuerza es decirlo, su espíritu estaba preocupado con los peligros que amenazaban a sus amigos de Barracas.
-¿Estás segura que el bandido no dio ninguna seña particular de Eduardo? -la preguntó Daniel.
-Cierta; ninguna.
-Necesito retirarme, Florencia mía, y, lo que es más cruel, hoy no podré volver a verte.
-¿Ni a la noche?
-Ni a la noche.
-¿Acaso irá usted a Barracas?
-Sí, Florencia, y no regresaré hasta muy tarde. ¿Crees tú que no debo estar al lado de Eduardo, velar por su vida y por la suerte de mi prima, a quien he comprometido en este asunto de sangre? ¿Que debo abandonar a Eduardo, a mí único amigo, a tu hermano, como tú le llamas?
-Anda, Daniel -contestó Florencia levantándose de la silla y bajando los ojos, cuyo cristal acababa de empañarse por una lágrima fugitiva, cosa rarísima en esa joven.
-¿Dudas de mí, Florencia?
-Anda, cuida de Eduardo; es cuanto hoy puedo decirte.
-Toma, no nos veremos hasta mañana y quiero que quede en ti lo que jamás se ha separado de mi pecho -y Daniel se quitó del cuello una cadena tejida con los cabellos de su madre y que Florencia conocía bien. Este rasgo de la nobleza de su amante hizo vibrar la cuerda más delicada de la sensibilidad de su alma; y cubriéndose el rostro mientras Daniel le colocaba la cadena, las lágrimas aliviaron al fin las angustias que acababan de oprimir su tierno corazón. Ya no dudaba; ya no tenía sino amor y ternura por Daniel; porque un instante después de haber llorado en una tierna reconciliación, una mujer ama doblemente a su querido.
Dos minutos después, Florencia, sentada en un sofá, besaba la cadena de pelo, y Daniel volvía a tomar la calle de Venezuela.