Amalia/Escenas de un baile
Escenas de un baile
Entretanto, desde las nueve de la noche, los convidados al baile dedicado a Su Excelencia el Gobernador, y a su hija, empezaban a llegar al palacio de gobierno, y a las once los salones estaban llenos, y la primera cuadrilla se acababa.
El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas, pero que al fin despedían una abundante claridad.
Un no sé qué, sin embargo, se encontraba allí de ajeno al lugar en que se daba la fiesta, y a la fiesta misma; es decir, se veían con excesiva abundancia esas caras nuevas, esos hombres duros, tiesos y callados que revelan francamente que no se hallan en su centro, cuando se encuentran confundidos con la sociedad a que no pertenecen; esas mujeres que no hacen sino abanicarse, no hablar nada, y levantar muy serias y duras la cabeza, cuando quieren dar a entender que están muy habituadas a ocupar asientos en las sociedades de gran tono, sintiendo empero, lo contrario de lo que quieren indicar. Todo esto, en cuanto al lugar del baile, pues que en esos salones no se habían encontrado nunca sino las personas de esa sociedad elegante de Buenos Aires, tan democrática en política, y tan aristocrática en tono y en maneras. Y en cuanto al contraste con la fiesta misma, había allí ese silencio exótico, que en las grandes concurrencias revela siempre algo de menos, o algo de más.
Se bailaba en silencio.
Los militares de la nueva época, reventando dentro de sus casacas abrochadas, doloridas las manos con la presión de los guantes, y sudando de dolor a causa de sus botas recién puestas, no podían imaginar que pudiera estarse de otro modo en un baile que muy tiesos y muy graves.
Los jóvenes ciudadanos, salidos de la nueva jerarquía social, introducida por el Restaurador de las Leyes, pensaban, con la mejor buena fe del mundo, que no había nada de más elegante, ni cortés, que andar regalando yemas y bizcochitos a las señoras.
Y por último, las damas, unas porque allí estaban a ruego de sus maridos, y éstas eran las damas unitarias; otras, porque estaban allí enojadas de no encontrarse entre las personas de su sociedad solamente, y éstas, eran las damas federales; todas estaban con un malísimo humor: las unas despreciativas, y celosas las otras.
La señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales la acompañaron por las galerías y salones.
Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de buenos defensores de la santa causa, que alentados con la presencia de la hija de su Restaurador, empezaron a sacarse los guantes que habían encarcelado por tanto tiempo sus manos habituadas al aire puro de la libertad.
Las buenas hijas de la restauración, unas en pos de otras, se acercaban a cumplimentar al primer eslabón de su cadena social.
Otras de las damas, se les ocurría pasar al tocador, al entrar la señorita Manuela, otras dar un paseo por las salas, otras, en fin, menos disimuladas, se dejaban estar graciosamente en sus sillas, sin cuidarse de la entrada de nadie.
Manuela, sin embargo, ni se fijaba en el despego de las unas, ni se envanecía con las adulaciones de las otras.
Amable con todos, comunicativa y sencilla, Manuela se atraía también las miradas y el aprecio de los pocos hombres que allí había capaces de juzgar sin pasión esa pobre y primera víctima de su padre.
Vistiendo un traje de tul blanco sobre otro de raso color rosa, con adornos de cintas del mismo color en su cabeza y en su seno, ella no radiaba de lujo como otras, pero estaba elegante y buena moza, como se dice para definir ese término medio entre lo bello y lo regular.
A pocos minutos de la llegada de Manuela, se presentó la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla; y todas las miradas se volvieron a ella. Aquí no era el temor ni la adulación, era la expresión franca de la admiración por la belleza, lo que inspiraba entusiasmo a los hombres, y admiración a las damas.
Aquí debemos especializar la ligerísima observación que estamos haciendo, porque el objeto bien merece la pena de escribirse y de leerse.
«Doña Agustina Rosas de Mansilla fue la mujer más bella de su tiempo», es necesario que escriba la crónica contemporánea, para que algún día lo repita la historia de nuestro país, fiada en la verdad de escritores independientes e imparciales, y de bastante altura de espíritu para descender a animosidades pequeñas por afiliaciones de partido o de creencias políticas. Y hemos nombrado la historia, porque ella no podrá prescindir de ocuparse de toda la familia de Don Juan Manuel Rosas, cuyos miembros han figurado, más o menos, en los diversos cuadros y episodios del gran drama de su gobierno. Y la misma Agustina, si bien en la época de los acontecimientos que narramos vivía completamente ajena a la política, embebida en su vida misma, rodeada de admiradores y lujo, pasó a ser, más tarde, cuando el gobierno de su hermano se dio una exterioridad diplomática y regia, uno de los personajes más espectables de la época, y cuyo nombre, como el de Manuela, ocupó los libros, los diarios y la conversación de cuantos trataron de los asuntos del Plata, grandes o pequeños, amigos o enemigos.
A la época que describimos, la hermana menor de Rosas, esposa del general Don Lucio Mansilla, no tenía la mínima importancia política, ni se ocupaba un instante de unitarios ni de federales. Y a esa época también su espíritu, o por falta de ocasión, o por un tardío desenvolvimiento, no había manifestado toda la actividad y extensión con que más tarde se hizo remarcable, en la nueva faz del gobierno de su hermano, que comenzó con Palermo y con las complicaciones exteriores.
La importancia de esa joven, en 1840, no se la daba su hermano, ni su marido, ni nadie en la tierra; se la había dado Dios.
En 1840 tenía apenas veinte y cinco años. La Naturaleza, pródiga, entusiasmada de su propia obra, había derramado sobre ella una lluvia de sus más ricas gracias, y a su influjo había abierto sus hojas la flor de una juventud que radiaba con todo el esplendor de la belleza. De una belleza de estatuario, de pintor, y a quien ni el uno ni el otro podrían imitar exactamente. El cincel quebraría los detalles del mármol antes de dar a la estatua los contornos del seno y de los hombros de esa mujer; y el pincel no encontraría cómo combinar en las tintas el color indefinible de sus ojos, brillantes y aterciopelados unas veces, y otras con la sombra indecisa de la media luz de ese color; ni dónde hallar tampoco el carmín de sus labios, el esmalte de sus dientes, y el color de leche y rosa de su cutis. Rebosando en ella la vida, la salud, la belleza, esa flor del Plata ostentaba la lozanía de su primera aurora, y debía ser, y lo era en efecto, el encantamiento de las miradas de los hombres, y aun de las mismas mujeres, que, con sus ojos perspicaces, y tan interesadas en este caso, no podían señalar otro defecto en Agustina, sino que sus brazos eran algo más gruesos de lo que debían ser, y no bien redonda su cintura.
Pero magnífica Diana para la escultura; espléndida Rebeca para el lienzo, la belleza de Agustina no estaba, sin embargo, en armonía con el bello poético del siglo XIX: había en ella demasiada bizarría de formas, puede decirse, y muy pocas de esas líneas sentimentales, de esos perfiles indefinibles, de esa expresión vaga y dulce, tierna y espiritual que forma el tipo de la fisonomía propiamente bella en nuestro siglo, en que el espíritu y el sentimiento campean tanto en las condiciones del gusto y del arte: tal era Doña Agustina Rosas de Mansilla en 1840, y que entraba al baile que se describe aquí resplandeciente de belleza y de lujo. Sus brazos, su cuello y su cabeza estaban cubiertos de diamantes; y la presión que sufría su talle daba al rosado subido de su rostro una animación que sólo a las unitarias pareció chocante. Pero habituada la mayor parte de los que se encontraban en los salones, especialmente los hombres, a mirar en Agustina la reina de las bellezas porteñas, creyó que en esa noche conquistaba Agustina, y para siempre, aquel indisputable rango.
Su vestido era de blonda blanca sobre raso del mismo color, y su peinado a la griega daba lugar, no a que resaltasen los perfiles o la redondez de su bella cabeza, sino un lazo de diamantes que sujetaba su moño federal.
La maga paseaba los salones, sin haber tomado asiento todavía, al brazo de su esposo el general Mansilla, que en esos momentos parecía recuperar algo de su perdida juventud, al influjo del aire gentil y elegante que este antiguo caballero había aprendido y ostentado en la culta sociedad que había frecuentado, cuando pertenecía en alma y cuerpo al partido unitario.
Las miradas seguían a Agustina; la seguían, la devoraban. Pero de repente un murmullo sordo se escucha en todos los ángulos del salón. Las miradas se vuelven hacia la puerta; y la misma Agustina, arrebatada por la impresión general, lanza los rayos de sus lindos ojos hacia el centro común de la mirada universal: dos jóvenes, del brazo una de la otra, acaban de entrar al salón: la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, la señorita Florencia Dupasquier.
La primera, siguiendo la rigurosa etiqueta de la viudedad, vestía un traje de raso color lila muy bajo, o más bien color torcaz, y sobre él, otro de blonda negra, más corto que el primero. Su talle, redondo y fino como el de la estatua griega, estaba ajustado por una cinta del mismo color que el viso, cuyas puntas tocaban con la orilla del vestido negro. Su escote era también de blonda; y en el centro del pecho, un pequeño lazo de cinta igual a la del talle completaban los adornos de su sencillo y elegante traje. Sus cabellos estaban rizados, y sus rizos finos y lucientes caían hasta su cuello de alabastro; y entre ellos, en su sien derecha, estaba colocada una linda rosa blanca. El resto de sus hermosos cabellos castaños circundaba la parte posterior de su cabeza, en una doble trenza que parecía sujetada solamente por un alfiler de oro a cuya extremidad se veía una magnífica perla; y bajo la trenza, en el lado izquierdo de la cabeza, se descubría apenas la punta de la cintita roja, adorno oficial impuesto bajo terribles penas por el Restaurador de las libertades argentinas.
Florencia vestía un traje de crespón blanco con alforzas, adornado con dos guirnaldas de pequeños pimpollos de rosas, que, bajando de la cintura en forma de delantal, hasta tocar en la última alforza, daban vuelta en derredor de ella por todo el vestido. Las mangas de éste eran extremadamente cortas; y un escote de finísimo encaje era cerrado en medio del pecho por una rosa punzó.
Los cabellos de la joven, partidos en medio de la frente, caían, como los de Amalia, en flexibles rizos sobre la mejilla; y su trenza, entretejida con hilos de perlas, daba tres vueltas sobre su cabeza, y dos hilos de aquéllas se escapaban de la trenza e iban a adornar la blanca y casta frente de la joven; y un ramito de pimpollos, semejantes a los del vestido, estaba colocado, bella y maliciosamente, en el lado izquierdo de la cabeza; para que el lindo adorno de la Naturaleza hiciera las veces del repulsivo símbolo de la Federación.
Agustina estaba perdida. Acababa de caer de su trono al impulso de una revolución obrada en la admiración universal por la belleza de Amalia.
La señorita Dupasquier estaba encantadora, pero era una belleza conocida ya, en tanto que Amalia era la primera vez que se presentaba en público. Y la novedad, esta reina despótica de la sociedad, hacía alianza con la radiante hermosura de Amalia para cautivar la mirada y el entusiasmo de todos.
La misma Agustina no pudo prescindir de contemplarla y admirarla largo tiempo.
Varios jóvenes se apresuraron a ofrecer su brazo a las recién llegadas y conducirlas a los asientos que eligieran; porque en ese baile ninguna señora hacía los honores del recibimiento.
Pero, fuera casualidad, o la obra de ese instinto pocas veces equivocado entre las personas de una misma clase para encontrar sus iguales sin conocerlos, Amalia fue a sentarse con Florencia en un ángulo del salón, donde habíanse reunido todas las damas que allí había por la voluntad de sus maridos, tan poco federales como ellas, pero, en obsequio de la verdad, con mucho más miedo que sus nobles esposas.
Florencia fue levantada en el acto por un joven amigo de Daniel para las cuadrillas que comenzaban en aquel momento. Pero Amalia, sin ser olvidada, no fue invitada a las cuadrillas; sucede generalmente que a la primera impresión que hace una mujer bella y desconocida al presentarse en un baile, se apodera del espíritu de los hombres cierto temor, cierta desconfianza de solicitar su compañía en la danza, porque no pueden imaginarse que tal mujer no tenga veinte compromisos para esa noche, y temen recibir una negativa en la primera solicitud.
Pero la pobre Amalia no conocía a nadie, con nadie estaba comprometida; los jóvenes se chasquearon, y ella quedó sola al lado de una señora anciana, con todos los aires de una de aquellas viejas marquesas de tiempo de Luis XIII en Francia, o del virrey Pezuela en la ciudad de los Incas.
-Ha venido usted muy tarde, señorita -dijo a Amalia la señora anciana, haciéndola uno de esos saludos casi imperceptibles, pero elegantes, que sólo saben hacer las personas de calidad, que han aprendido desde niñas el manejo de los ojos y de la cabeza.
-En efecto, pero me ha sido imposible venir antes -contestó Amalia volviendo el saludo a su vecina, en cuya fisonomía y en cuyo traje descubrió al momento una persona de distinción, como al mismo tiempo su poca exaltación por la causa federal, en el moño pequeñísimo que traía, casi oculto, entre un adorno de blondas negras en su cabeza. Porque hasta los días en que estamos del año de 1840, el más o menos federalismo se calculaba por el mayor o menor tamaño de las divisas; y dos personas que se encontraban, sabían perfectamente la opinión a que ambas pertenecían con sólo mirarse el ojal de la casaca, si eran hombres, o la cabeza, si eran señoras.
-Creo que es esta la primera vez que tengo el honor de ver a usted. ¿Acaso ha llegado usted de Montevideo?
-No, señora, resido en Buenos Aires hace algún tiempo.
-¡Algún tiempo! Entonces ¿no es usted de Buenos Aires?
-No, señora, soy tucumana.
-¡Ah! Bien me lo decía yo, ¡era imposible que usted no hubiera llamado mi atención, si fuera usted mi compatriota!
-Sin embargo, creo que tengo el honor de ser compatriota de usted, señora.
-Sí, sí, en cuanto a argentina; quise decir de Buenos Aires.
-Es cierto, soy provinciana, como nos llaman aquí -dijo Amalia con una sonrisa tan amable que acabó de seducir a la buena señora, que desde ese momento conoció que tenía por interlocutora a una persona de espíritu y de clase.
-Conozco mucho -la dijo- a la madre de Florencia. ¿Acaso será usted parienta de ella?
-No, señora. Tengo el honor de ser su amiga solamente, me llamo Amalia Sáenz de Olavarrieta -dijo Amalia anticipándose a satisfacer la curiosidad de su compañera, en quien ya había descubierto la propensión de hablar y preguntar que nunca es más común que en los bailes entre ciertas señoras que ya han perdido la esperanza de danzar en ellos.
-¡Ah! ¿Es usted la señora viuda de Olavarrieta? Tengo mucho gusto en conocer a usted. He oído su nombre muchas veces; y por cierto que en cuanto he oído, no hay nada de exagerado.
-Yo creía, señora, que en Buenos Aires había sobradas cosas de que ocuparse para hacer a una pobre viuda el honor de acordarse de ella.
-¡Una pobre viuda, que no tiene rival en belleza, y que, según dicen, ha hecho de su casa un templo de soledad y buen gusto! ¡Ah, señora! ¡Si usted supiera qué pocas son las cosas bellas y de buen gusto que nos han quedado en Buenos Aires, no se resentiría entonces la modestia de usted!
-Pero, señora -contestó Amalia-, yo veo aquí el ejemplo contrario de lo que usted me dice.
-¿Aquí?
-Aquí, sí, señora.
-¿Aquí?¿De buen gusto? ¡Por Dios, no me haga usted perder parte de la admiración que me ha causado! -dijo la señora, con una sonrisa la más picante y despreciativa del mundo-. El buen gusto -prosiguió- hace muchos años que ha desaparecido de Buenos Aires. ¡Oh! ¡Si usted hubiera visto nuestros bailes de otro tiempo! ¡Qué hombres! ¡Qué mujeres! ¡Oh, eso era elegancia y buen gusto, señora! ¡Pero hoy!
-¿Podría saber, señora, si no es indiscreción, con quién tengo el honor de hablar?
-Soy la señora de N...
-¡Ah! Me felicito por esta ocasión en que tengo el honor de saludar a la señora de N...
-Parece que usted quedó admirada sobre mi juicio respecto a este baile, ¿no es verdad? -prosiguió la señora de N.... que al parecer estaba empeñada en criticar cuanto allí había.
-Confieso a usted que yo no echo de menos ese buen tono que extraña usted -la respondió Amalia, que todo quería oír, sin decir nada.
-¡Oh, por Dios!
-¡Cómo! ¿No halla usted de buen tono la concurrencia de esta noche? -le preguntó Amalia, que empezaba a encontrar que su vecina podría distraerla del malhumor que sentía.
-¡Buen tono! -dijo la señora riéndose, echando negligentemente su brazo al respaldo de la silla, y aproximándose a Amalia-. ¿Conoce usted -continuó- ciertas calidades físicas en los hombres, que revelan perfectamente su buena o su mala raza?
-Quizá.
-Fíjese usted un momento en el pie de los hombres.
-¿Y bien? Ya está.
-¿Qué nota usted?
-¿Qué noto?
-Sí; con franqueza.
-Nada.
-No es cierto.
-Pues, señora, no comprendo.
-Yo se lo explicaré a usted: son hombres de pies anchos y botas cortas; ¿se ríe usted?
-De la ocurrencia, señora.
-Pues ésa es la primera señal de la clase a que esos hombres pertenecen. ¡Oh, de ésos no había por cierto en nuestros pasados bailes! ¡Botas en un baile! ¿Ve usted aquel frente del salón? ¿Ve usted la primera cuadrilla?
-Sí, todo lo veo.
-Pues las señoras sentadas, y las que están bailando, son esposas o hermanas de estos modernos caballeros.
-¿De manera, señora, que usted tiene la suerte de conocer a todos?
-En general los distingo por clases; en particular conozco a algunos.
-¡Ah, es una verdadera fortuna! ¡Yo que estoy aquí como si me hallara en Constantinopla!
-Tanto mejor.
-Tanto peor, señora, porque siquiera usted puede saber con quién habla, cuando alguna de esas damas, o caballeros, se le acerquen.
-¿Pero qué, no tiene usted ningún pariente en Buenos Aires? -preguntó la señora, fijando sus ojos como para conocer la verdad de la respuesta que iba a recibir.
-Ninguno al servicio, o en la amistad del gobierno -contestó Amalia, comprendiendo que la señora buscaba seguridades.
-¡Ah! Pues entonces, sólo ganaría usted una cosa con conocer lo que desea.
-¿Y cuál es, señora?
-Un poco de risa.
-Es algo.
-En esta época especialmente. ¿Qué le parece a usted aquel caballero que está recostado contra el marco de aquella puerta estirándose su hermoso chaleco colorado?
-Me parece bien.
-No, señora, le parece a usted mal.
-¿Mal?
-Sí, mal, yo quiero defender a usted contra usted misma.
-Vaya, pues, señora; me parecerá mal, si usted se empeña.
-Ese es el señor Don Pedro Ximeno, comandante interino del puerto.
-¡Ah!, ¿ése es el señor Ximeno?
-El mismo. Uno de los hombres más afortunados en su carrera.
-¡Es posible!
-Figúreselo usted: en 1821 fue mozo de servicio en el Café de la Victoria.
-¡Ah!
-Sí, señora, mozo de café.
-Por algo se empieza en este mundo, señora.
-Y después se va adelante, ¿no es cierto?
-Así es en general.
-Pues eso mismo le pasó a Ximeno.
-¿Ascendió a la capitanía?
-No; de mozo de café, ascendió a mercachifle.
-¡Hola! La cosa va en progreso -dijo Amalia sin poder contener su risa.
-¡Oh! Pero ascendió todavía.
-¿En el mismo orden?
-Oigalo usted: de mercachifle pasó a ser empleado en nuestro teatro viejo.
-¡Hola, se hizo cómico!
-Menos que eso.
-¿Apuntador?
-Menos que eso.
-¿Menos que apuntador?
-Sí, señora.
-¿Entonces, qué fue?
-Uno de los peones encargados de levantar el telón de boca.
-¡Oh, es admirable la carrera de ese señor! ¿Y cómo ha llegado hasta el lugar donde se halla?
-Muy sencillamente: el general Zapiola lo empleó de escribiente en la capitanía del puerto, y la Federación lo hizo comandante de ella.
-Y aquel otro caballero que en este momento conversa con el señor Ximeno, ¿quién es?
-Ese es el señor general Mansilla.
-¡Ah, el general Mansilla!
-Uno de los más furiosos unitarios que ocuparon un banco en el Congreso Constituyente. ¿Ve usted ese otro personaje que se les acerca?
-Si, ¿quién es?
-Torres, Don Lorenzo Torres. ¡Dios los cría y ellos se juntan!
-¿Por qué dice usted eso, señora?
-Porque Torres también fue unitario, hasta mucho después de la revolución de Lavalle -contestó la señora de N.., que parecía saber de memoria la biografía de todo el mundo.
-¿De suerte -dijo Amalia-, que hoy hay muchos federales que no lo han sido siempre?
-Cierto. Sin embargo, aquí hay algunos que lo han sido toda su vida. Por ejemplo, allí tiene usted uno -dijo
la señora de N... señalando a un caballero de cuarenta años poco más o menos, de tez morena y de ceño zonzo.
-Y ese caballero ¿quién es? -preguntó Amalia.
-Ese es Don Baldomero García, federal toda su vida; hombre de carácter más duro que su figura, y tan tartamudo de ideas como de lengua. ¡Hola! ¡Hola! Y se da la mano con un excelente personaje de la actualidad. ¿Lo ve usted?
-Sí, pero no conozco a ese señor.
-¡Por Dios, que usted no conoce a nadie! ¡Ese es Juan Manuel Larrazábal! ¡Dios me libre de creerlo! Pero dicen que es un espía del señor gobernador.
-Voces de partido quizá -dijo Amalia, fijando sus ojos rápidamente en un hombre que hacía rato la estaba contemplando con unas miradas trasversales, pues que salían de dos ojos al sesgo.
-¿Y podrá usted decirme -preguntó Amalia a la señora de N...- quién es aquel caballero que está haciendo molinete con un guante blanco, y que se distingue por el tamaño exagerado de su divisa punzó?
-¡Cómo! ¿Pues que no lee usted La Gaceta?
-¡La Gaceta!
-Sí, La Gaceta Mercantil
-No la leo jamás, pero aun cuando así fuera...
-Sí así fuera, habría comprendido usted que aquel caballero no podría ser otro que el redactor de La Gaceta. Se llama Nicolás Mariño. Es el que predica el degüello de los unitarios. El 1º de diciembre de 1828, lo vi desde los balcones de mi casa andar por las calles prodigando abrazos a los revolucionarios. Después entró de oficial en el ministerio Guido, bajo la administración Viamonte. En 1833, escribió algunos mamarrachos en El Clasificador. Después escribió El Restaurador de las Leyes. A esa época
ya no abrazaba sino a los federales. Ahora escribe La Gaceta, y abraza al diablo. ¡Qué ojos! ¿Le ha reparado usted los ojos?
-Sí, señora -contestó Amalia riendo de la pregunta, del calor y de las indiscreciones de la señora de N.., una de aquellas intransigibles unitarias, con quienes la dictadura no pudo jamás, y que las súplicas y el llanto de sus maridos arrastraban a las fiestas federales, donde ellas se desquitaban de la violencia que se hacían en estar en ellas midiendo con su inflexible rigorismo las categorías de la nueva época que se presentaban a sus ojos.
-¿Y sabe usted una cosa? -continuó la señora de N...
-¿Qué cosa, señora?
-Que observo que Nicolás Mariño la mira a usted demasiado, y que mira con los ojos que él tiene, que es lo peor que puede sucederle a una joven de la belleza de usted.
-Gracias, señora.
-Y sobre todo, de sus principios, porque ¿no es verdad que usted no haría a ese hombre el honor de recibirle en su casa?
-Yo tengo formadas ya mis relaciones, y con dificultad contraería otras nuevas -respondió Amalia esquivando el dar una contestación directa.
-Y sobre todo, la de este hombre -prosiguió la señora de N...-. Y la mira, la mira a usted, no hay duda. ¡Oh! Y ¡es un honor! ¡El redactor de La Gaceta! ¡El comandante del ilustre cuerpo de serenos! Pero, ¡vaya!, al fin la esposa lo distrae de sus melancólicas miradas.
-¿Aquella señora de vestido de raso colorado con guarniciones amarillas y negras, y un adorno de fleco de oro en la cabeza, es la esposa del señor Mariño?
-Sí.
-¡Ah!
-¡Qué bailes!
-A propósito, ¿me dice usted, señora, quiénes son aquellos cuatro caballeros vestidos de uniforme que están allí, que los veo parados hace tan largo rato sin conversar ni hacer un movimiento?
-¿Aquéllos? ¡Ah!, el primero es el coronel Santa Coloma, carnicero a la vez que coronel.
-¿Sí?
-Carnicero de animales y de gente.
-Degeneración del oficio.
-El otro, es el señor coronel Salomón, pulpero.
-Vaya, eso es menos malo.
-El otro, es el comandante Maestre, forajido de profesión.
-Vamos, no falta sino que el otro pertenezca a tan nobles jerarquías.
-Pues no, señora, el otro es el general Pintos, verdadero caballero, verdadero soldado de la república; pero para manchar los galones de él y de los que se le parecían, la Federación moderna puso los galones militares en hombres como los tres primeros.
-Sabe usted, señora -dijo Amalia-, que sin negar que son interesantes las biografías que usted hace en tan pocas palabras, me interesaría más el saber ¿cuál de estas señoras es Manuelita y cuál Agustina?
-Las dos están en este momento bailando en la otra sala; ¿le habrán dicho a usted que Agustina es una belleza?
-Cierto, esa es la opinión universal. ¿No es así en la opinión de usted?
-Cierto que sí; solamente que yo la llamo belleza federal.
-¿Lo que quiere decir?
-Que es una belleza con la cara punzó.
Amalia se rió.
-Ese no es un defecto, señora; ése es el color de las rosas-dijo a la señora de N...
-Usted lo ha dicho: es el color de las rosas.
-Pero en fin, ¿es una linda mujer?
-No.
-¿No?
-Es una linda aldeana, pero aldeana; es decir, demasiado rosada, demasiado gruesos sus brazos y sus manos, demasiado silvestre para el buen tono, y demasiado frívola entre la gente de espíritu.
-«Está visto -dijo Amalia para sí misma- que esta señora es un tesoro en un baile; pero hay un gran riesgo en dejarse ver de ella, porque está enojada con la humanidad entera.»
-Desgracia sería para usted, señora -dijo Amalia-, que Agustina supiese que tan mal trata usted a su belleza, porque en general las personas de nuestro sexo no perdonan ese alfilerazo.
-¡Bah!, ¿cree usted que no lo sabe? ¿Cree usted que toda esa gente no comprende de qué modo es mirada por nosotras?
-¿Por nosotras?
-Sí, por nosotras. Saben ellas que si nos presentamos en sus fiestas es por nuestros hijos, o por nuestros maridos.
-Es expuesto, sin embargo.
-Ese es nuestro único desquite: que lo sepan: que comprendan la diferencia que hay entre ellas y nosotras. Por lo demás, el riesgo no es mucho, porque ¿qué pueden hacernos? Por otra parte, no hablamos sino entre nosotras mismas.
-¿Siempre? -preguntó Amalia con una sonrisa la más maliciosa del mundo.
-Siempre, como ahora mismo, por ejemplo -contestó la señora de N... con el mayor aplomo.
-Perdón, señora, yo no he tenido el honor de decir a usted cómo pienso.
-¡Qué gracia! ¡Si desde que se sentó usted a mi lado me lo dijo!
-¿Yo?
-Usted, sí, señora, usted. Fisonomías como la suya, maneras como las suyas, lenguaje como el suyo, trajes como el suyo, no tienen, ni usan, ni visten las damas de la Federación actual. Es usted de las nuestras, aunque no quiera.
-Gracias, señora, gracias -dijo Amalia con su sonrisa habitual.
En ese momento la señora de N... saludó cariñosamente a otra señora que tomaba asiento frente a ella.
-¿Sabe usted quién es aquélla?
-Ya he dicho a usted, señora, que no conozco a nadie.
-¡Válgame Dios!
-¿Y qué he de hacer, señora?
-Esa es la esposa del general Rolón: buen corazón, excelente amiga; pero las nuevas amistades a que la ha conducido la posición de su marido, la han hecho perder el poco de buen tono que tenía, y convida a sus tertulias de invierno, anunciando, ¿qué le parece a usted que anuncia en las esquelas de invitación?
-Anunciará la hora y el día, supongo.
-Bien, ¿pero además de eso?
-¿Además? Si dice que es una tertulia, el día y la hora del recibimiento, no sé qué más...
-Pues bien, oiga usted: anuncia que la tertulia se abre con café con leche; ¡pobre Juana!
Amalia no pudo menos que soltar la risa con menos conveniencia que la que requería el lugar en que se encontraba; y a tiempo de volver su cabeza para no hacerse notable por su risa, un relámpago de alegría brilló en sus ojos; acababa de descubrir a Daniel en la puerta del salón. Daniel entraba en aquel momento; y se dirigía a su prima, después de haber divisado a su Florencia paseando los salones con uno de sus mejores amigos, con quien acababa de bailar.
Pero antes de que los primos y los amantes se cambien una palabra, salgamos del baile con el lector y vamos un momento a recoger los pormenores de otra escena bien diferente en otra parte, en nada parecida a la que dejamos; y del brazo con el lector hagamos también lo posible para volver pronto a los salones de nuestro viejo fuerte.