Amalia/Veinte y cuatro

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Veinte y cuatro

El sol del 24 de mayo de 1840 había llegado a su ocaso, y precipitado en la eternidad aquel día que recordaba en Buenos Aires la víspera del aniversario de su grandiosa revolución. Treinta años antes se había despedido de la tierra, viendo desaparecer para siempre la autoridad del último de nuestros virreyes, de quien, en tal día como ese en 1810, el cabildo de la ciudad había hecho un presidente de una junta gubernativa, y cuya autoridad limitada descendió más, pocas horas después, contra la voluntad del cabildo, pero por la voluntad del pueblo.

La noche había velado el cielo con su manto de estrellas, y del palacio de los antiguos delegados del rey de España se esparcía una claridad que sorprendía los ojos del pueblo bonaerense, habituados después de muchos años a ver oscura e imponente la fortaleza de su buena ciudad, residencia de sus pasados gobernantes, antes y después de la revolución, pero abandonada y convertida en cuartel y caballeriza, después del gobierno destructor de Don Juan Manuel Rosas.

Los vastos salones en que la señora marquesa de Sobremonte daba sus espléndidos bailes, y sus alegres tertulias de revesino, radiantes de lujo en tiempo de la Presidencia, y testigos de intrigas amorosas y de disgustos domésticos en tiempo del gobernador Dorrego, derruidos y saqueados en tiempo del Restaurador de las Leyes, habían sido barridos, tapizados con las alfombras de San Francisco, y amueblados con sillas prestadas por buenos federales para el baile que dedicaba al señor gobernador y a su hija su guardia de infantería, al cual no podría asistir Su Excelencia, por cuanto en ese día honraba la mesa del caballero Mandeville, que celebraba en su casa el natalicio de su soberana. Y la salud de Su Excelencia podría alterarse pasando indiscretamente de un convite a un baile, por lo que estaba convenido que la señorita su hija lo representase en la fiesta.

Las luminarias de la plaza de la Victoria, la iluminación interior del palacio, que al través de sus largas galerías de cristales proyectaba su claridad hasta la plaza del 25 de Mayo, la rifa pública, los caballitos, y sobre todo la aproximación de ese 25 que jamás deja de obrar su influencia mágica en el espíritu de sus hijos, arrastraban en oleadas hacia las dos grandes plazas a ese pueblo porteño que pasa tan fácilmente del llanto a la risa, de lo grave a lo pueril, y de lo grande a lo pequeño: pueblo de sangre española y de espíritu francés, aunque no era esta la opinión de Dorrego, cuando desde la tribuna gritó a la barra que le interrumpía: «silencio, pueblo italiano»; pueblo, en fin, cuyo estudio sicológico seria digno de hacerse, si alguien pudiera estudiar en las páginas desencuadernadas del libro sin método y sin plan que representa su historia.

Los coches que se dirigían a las casas de los convidados al baile empezaban a correr con dificultad por las calles paralelas a las plazas de la Victoria y de 25 de Mayo; los cocheros tenían que contener los caballos; y los lacayos, que habérselas con esos muchachos de Buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo; y que se entretienen-en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar, en lo más rápido del andar del coche.

De repente, uno de los coches que venía del Retiro hacia la plaza de la Victoria pasa sus ruedas por encima de una especie de confitería ambulante colocada bajo la vereda de la Catedral, y una grita espantosa se alza en derredor del coche, acusando al cochero de haber muerto media docena de personas; porque para el pueblo no hay una cosa más divertida que tener a quien acusar en los momentos en que todo lo que le rodea es inferior a la potencia soberana que representa.

Los vigilantes acudieron. El coche estaba entre un mar de pueblo. Se buscan los muertos, los heridos; no se halla nada de esto, sin embargo; pero las mujeres lloran, los muchachos gritan, los vigilantes regalan cintarazos a derecha e izquierda y el coche no puede moverse.

-¡Adelante! Rompe por el medio de todos. Rompe la cabeza a cuantos halles, pero anda, con mil demonios -dice al cochero uno de los personajes que conducía el carruaje.

-Señor vigilante -dice otro de los que estaban dentro, sacando la cabeza por uno de los postigos del coche, y dirigiéndose a uno de los agentes de policía, que en ese momento hacía más heroicidades sobre las espaldas de los pobres diablos que allí había, que las que hizo Eneas en la terrible noche-; señor vigilante, creo que no se ha hecho mal a nadie; reparta usted este dinero entre los que hayan perdido algunas frutas, y haga usted que podamos pasar, pues que vamos de prisa.

-Sí, eso mismo decía yo. ¡Es gritería, nada más! -dijo el servidor del señor Victorica, guardando los billetes en su bolsillo-. ¡Campo, señores -gritó en seguida-, campo!, que son buenos federales y puede que vayan en servicio de la causa.

La trompeta de Josué tuvo menos magia para derribar las murallas de Jericó, que las palabras de nuestro hombre para arrinconar la multitud contra las paredes del templo, y despejar en un minuto la bocacalle de la plaza.

-Dobla por la calle de la Federación, y toma en seguida la de Representantes -dijo al cochero el primero de los que habían hablado.

Momentos después, el coche pasaba libremente por la puerta de Su Excelencia el señor Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, y a los diez minutos de marcha, se paró en el ángulo donde se cruzan las calles de la Universidad y de Cochabamba.

Cuatro hombres bajaron del carruaje, y de uno de ellos recibió orden el cochero, de estar en ese mismo lugar a las diez y media de la noche.

En seguida los cuatro desconocidos, embozados en sus capas, siguieron en dirección al río por la misma calle de Cochabamba, oscura en esos momentos, y solitaria como el desierto.

Marchaban de dos en dos, cuando, al desembocar la última calle que les faltaba para llegar a la casa aislada que se encontraba sobre la barranca, se hallaron de manos a boca con tres hombres, encapados también, que venían en la dirección de la calle de Balcarce.

Las dos comitivas se pararon instantáneamente, y, contemplándose sin duda, guardaron por algún tiempo un profundo silencio.

-Es preciso salir de esta posición; en todo caso somos cuatro contra tres -dijo a sus compañeros uno de los hombres que habían bajado del coche. Y con su última palabra dio su primer paso hacia los tres desconocidos.

-¿Puedo saber, señores, si es por nosotros que se han tomado ustedes la molestia de interrumpir su camino?

Una carcajada en trino fue la respuesta que recibió el que había hecho aquella paladina interrogación.

-¡Al diablo con todos vosotros! ¡No ganamos para sustos! -dijo el mismo que había hablado antes, a quien ya se habían reunido sus compañeros, pues que todos se habían reconocido recíprocamente por la voz y por la risa: todos eran unos. Y todos marcharon en dirección al río.

A pocos pasos llegaron a una puerta que nuestros lectores recordarán, aun cuando un poco menos que el maestro de primeras letras de Daniel.

Ninguno de los siete golpeó la puerta; pero uno de ellos puso sus labios en la bocallave, y pronunció las palabras: Veinte y cuatro.

La puerta abrióse en el acto, y cerróse luego de pasar por ella el último de los recién venidos.

Algunos minutos después, las mismas palabras fueron pronunciadas en el mismo paraje, y dos individuos más entraron a la casa. Y, sucesivamente por un cuarto de hora, fueron llegando comitivas de a dos, y de a tres individuos, usando todos de las mismas palabras y de las mismas precauciones.