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Amalia/La pareja

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La pareja

Ya Doña María Josefa Ezcurra se disponía para hacer a su Juan Manuel la segunda visita de las tres que le hacía diariamente, y de las cuales mucho era que consiguiese hablarle una sola, contentándose con haber estado en las piezas interiores de la casa y poder salir de ellas aparentando que dejaba el gabinete de Su Excelencia, a los ojos de los servidores de segundo orden que cuajaban el zaguán del patio, haciéndose ante ellos, por esa ficción grosera, la agente intermediaria y necesaria a los infelices que tenían algo que suplicar, o a los pícaros que tenían algo que contar; recibiendo oblaciones de los primeros, y atando a los segundos al yugo de su servicio personal por esa esclavitud que la prostitución se labra a sí misma desde el momento en que se descubre a los ojos de un superior; ya llegaba el momento, decíamos, de salir de su casa cuando entró muy familiarmente en ella el comandante Mariño, redactor de La Gaceta Mercantil, vasto albañal por donde pasaban todas las inmundicias de la dictadura y de su partido; pasquín diario donde se difamaba individualmente, hasta en lo más recóndito de la vida privada, a cuanto hombre se había pronunciado contra la tiranía de Rosas; inventando las más torpes calumnias, hasta sobre los hombres jóvenes que no tenían un sólo antecedente público en su vida.

La dueña de la casa no se hizo esperar mucho tiempo de su digna visita, y salió a la sala a recibirla diciéndole:

-Sólo a usted lo recibo, porque ya me iba a lo de Juan Manuel; y empiezo por decirle que estoy muy enojada.

-Y yo también -le contestó Mariño, sentándose en el sofá de la sala, al lado de ella.

-Sí, pero usted no ha de tener los motivos que yo.

-También lo creo; empiece usted por los suyos, que yo después explicaré los míos -le contestó el redactor, hombre a quien la Naturaleza había tenido el capricho de envolverle el alma entre un velo negrísimo, tejido con las peores fibras de que brotan las malas pasiones en las degeneraciones de la raza humana, al mismo tiempo que salpicándole la inteligencia con algunas brillantes chispas de imaginación y de talento.

-¿Que empiece los míos?

-Eso he dicho.

-Pues bien: tengo motivos de queja contra usted, porque nos está sirviendo a medias solamente.

-¡Nos está sirviendo! ¿A quiénes, señora Doña María Josefa?

-¡A quiénes! A Juan Manuel, a la causa, a mí, a todos.

-¡Ah!

-¡Pues! Y a Juan Manuel, no le puede gustar esto.

-Respecto a eso yo me entiendo con el señor gobernador -contestó Mariño, mirando a la vieja, aun cuando nadie lo hubiera creído por cuanto sus ojos miraban siempre al sesgo.

-¡Sí, como ahora lo ve usted todas las noches!

-Mientras usted lo ve tres o cuatro veces al día, señora -contestó Mariño queriendo lisonjear a Doña María Josefa, pues aun cuando Mariño no la quería, por la razón de que a nadie quería en el mundo, sabía cuánto importaba el estar bien con ella siempre, y especialmente en esos momentos en que interés individual le aconsejaba buscar su auxilio.

-¿Cuatro? No, tres veces no más lo suelo ver.

-Es mucha suerte. Pero vamos a esto: ¿en qué sirvo yo a medias?

-En que está usted predicando en la Gaceta el degüello de los unitarios, y se olvida de las unitarias, que son peores.

-Pero es preciso empezar por los hombres.

-Es preciso empezar y acabar por todos, hombres y mujeres; y yo empezaría por las mujeres porque son las peores, y después hasta por sus inmundas crías, como ha dicho muy bien el juez de paz de Monserrat, Don Manuel Casal Gaete(1), que es un modelo de federal.

-Bien, hemos de tratar a su tiempo de las unitarias, pero por ahora es preciso que yo le diga a usted que también hay damas federales que no son buenas amigas.

-No, pues por lo que hace a mí...

-Precisamente es a usted a quien me refiero.

-¡Vaya! Esa es broma.

-No, señora, es serio: yo le confié a usted un secreto hace quince días, ¿recuerda usted?

-¿Lo de Barracas?

-Sí, lo de Barracas; y en alma y cuerpo se lo ha embutido usted a mi mujer.

-¡Qué! Si fue una broma que yo tuve con ella.

-Pero una broma que me cuesta caro, pues mi mujer me saca los ojos.

-¡Bah!

-No, no ¡bah! La cosa es seria.

-¡Qué!

-Muy seria.

-No diga eso.

-Sí; lo repito, muy seria, porque no tenía usted para qué dar este disgusto a mi señora, ni a mí.

-¡Qué! Mire usted... ¡qué ocurrencia, Mariño!... Como ella lo había de saber por otro conducto, yo le dije que a usted le parecía muy buena moza la viuda de Barracas, pero nada más, ¡qué ocurrencia!, ¿cómo cree usted que había de querer yo indisponerlos?

-Bien, ya el mal está hecho y olvidémoslo -dijo Mariño revolviendo los ojos, proponiéndose sacar partido de la traición de esa mujer, para quien no había tales hombres ni mujeres unitarias en el mundo, sino hombres y mujeres a quienes quería hacer mal.

-Bueno, suponga usted que esté hecho el mal, Mariño, pero también es preciso que usted sepa que ya está hecho el bien.

-¿Cómo!

-¡Toma! ¿Qué me dijo usted?

-Dije a usted que me interesaba saber algo sobre tal señora que vivía en Barracas: qué especie de vida era la suya, quién la visitaba, y sobre todo, quién era un hombre que vivía con ella y que parecía estar oculto, porque no salía a la calle, ni se asomaba siquiera a las ventanas; y dije a usted, también, que yo no tenía en todo esto sino un interés político; es decir, un interés de nuestra causa.

-¡Pues, un interés político!

-Cierto.

-Ya.

-¿Porqué lo duda usted?

-¿Yo?

-Sí, usted, se sonríe maliciosamente.

-¡Qué! Si yo soy así.

-Sí, señora, es usted así.

-Mire; yo soy como soy.

-La conozco.

-Y yo también lo conozco.

-¿Es decir que nos conocemos?

-Pues, prosiga, Mariño.

-Eso fue lo único que dije a usted, creyendo que no me rehusaría usted este servicio; usted, que todo lo sabe y que todo lo puede.

-Pues bien, ahora va usted a oír todo lo que yo he hecho y conocerá usted si soy su amiga. Hace mucho tiempo que sé que esa mujer de Barracas vive muy retirada, y, por consiguiente, debe ser unitaria.

-¡Oh, quién sabe!

-No, unitaria, fijo.

-Bien, prosiga usted.

-Me dijo usted que creía que había un hombre oculto.

-Lo sospeché solamente.

-No, claro, oculto; yo sé lo que me digo.

-Adelante.

-Mandé una de las personas de mi servicio a indagar por el barrio con ciertas instrucciones mías. En la acera de la casa hay una pulpería, en la pulpería una negrilla criolla; mi emisario habló con ella; le dijo que la casa de la viuda era sospechosa; que se fijase que de noche andaba gente vigilando la casa.

-¿Y cómo lo sabía su emisario de usted?

-Porque yo se lo dije.

-Pero usted ¿cómo lo sabía?

-¡Bah!, porque yo conozco a usted, y desde que vi que usted tenía interés político en ese asunto -dijo Doña María Josefa, marcando irónicamente las últimas palabras-, me presumí que no se había de estar usted durmiendo en las pajas.

-Prosiga usted -dijo Mariño, admirando en su interior la astucia de aquella mujer.

Mi emisario dijo a la negrilla, pues, que la casa era sospechosa, que la vigilaban, y que si ella sabía alguna cosa, se congraciaría mucho conmigo viniendo a avisármela; pudiendo decir después que era más federal que muchas blancas que tratan de humillar a la pobre gente de color, sin prestar ningún servicio a la Federación. La negrilla no se hizo de esperar: se vino a verme, y, como si la cosa naciera de ella misma, me refirió cuanto sabía.

-¿Y qué es lo que sabe?

-Que allí hay un hombre joven y muy buen mozo -contestó Doña María Josefa, poniendo de su parte aquellas calidades para no perder la ocasión de mortificar al prójimo.

-¿Y bien?

-Que es muy buen mozo; que se pasea por la quinta abrazado con la viuda.

-¿Abrazado, o del brazo?

-Abrazado, o del brazo, no me acuerdo cómo dijo la negrilla. Que toman café juntos bajo de un sauce, que él mismo le tiene la taza para que ella lo tome; y que allí se están hasta que viene la noche, y...

-¿Y qué? -dijo Mariño, ardiéndole la sangre e inyectados de ella sus oblicuos ojos.

-Y que...

-Prosiga usted, señora.

-Pues viene la noche y...

-¿Y?

-Y que después ya no los ve más -dijo Doña María Josefa, con una expresión de un contentamiento indefinible.

-Bien -dijo Mariño-, pero hasta ahora no sacamos en limpio sino que en esa casa hay un hombre, y es lo mismo que yo dije a usted hace quince días.

-Eso de que nada sacamos en limpio, no es del todo cierto. Hace quince días que usted deseaba saber algo de esa casa y quién era ese hombre; usted sólo era el interesado, pero desde ayer el asunto es de los dos, la mitad mío, y la mitad de usted.

-Desde ayer, ¿y por qué?

-Porque desde ayer he tomado varios informes, y se me ha fijado una idea en la cabeza; no sé por qué me parece que voy a dar con cierto pájaro; en fin, éste es un asunto mío; y por mí, por mí sola lo he de saber, y pronto.

-Pero más que saber quién es ese hombre, me interesa saber qué especie de relación tiene con la viuda; y éste es el servicio que yo espero de usted; porque es preciso que usted sepa que esa casa es un convento; no se ven jamás, ni las puertas, ni las ventanas abiertas, y para mayor misterio, los criados parecen mudos. En tres semanas no han entrado a ella más personas que la joven de Dupasquier, tres veces; Bello, el primo de la viuda, casi todas las tardes, y Agustina, cuatro veces.

-Y ¿por qué no se ha hecho usted amigo de Bello?

-Es un muchacho buen federal, pero muy orgulloso; no me gusta.

-Y ¿por qué no ha visto usted a Agustina para que lo lleve?

-No quiero dar tanta publicidad a este asunto. Es una ganancia política que yo quiero hacer con usted sola.

-¿Política, eh? ¡Ah, tunante! Pero hace bien; tiene buen gusto; dicen que la viudita es preciosa.

-Ah, señora, no hablemos de eso.

-¿Y qué más quiere la zonza?

-¡Oh!

-¡Bah! Es usted un pobre hombre lleno de melindres. Vamos a ver: ¿se contenta usted con que ella venga a pedirme algún servicio dentro de pocos días, y con que yo se la recomiende a usted, y se la envíe a la imprenta, o a alguna casita por ahí?

-¿Me habla usted de veras? -preguntó Mariño acercándose más a la vieja, relampagueándole los ojos.

-¡Ah, picarón, cómo se alegra! Así ha de ser, y nada será más fácil si yo no me he equivocado en cierta sospechita que tengo. Déjeme usted hacer solamente, y dentro de tres o cuatro días, asunto concluido; o salimos bien, o salimos mal.

-Mi amiga -dijo Mariño con un tono lleno de amabilidad-, yo sólo quería de usted el que, con su poderosa influencia, con su talento que no tiene rival, se hiciera usted necesaria a esa señora, y usted parece que ha adivinado mis deseos. Hoy por mí, y mañana por ti, como dice el refrán.

-No, pues mire usted, Mariño: en este asunto me parece que voy a hacer menos por usted que por mí; si me sale cierto lo que sospecho, creo que le voy a dar un golpe de muerte a Victorica en la opinión de Juan Manuel.

-¿Luego aquí hay algo serio? -dijo Mariño un poco intrigado.

-Puede ser, pero no tema usted nada por la viudita; la hemos de sacar en palmas; entretanto, ¿con qué va usted a pagarme mi servicio?

-¿Quiere usted que le mande desde mañana cien ejemplares de la Gaceta, para distribuirlos entre nuestros buenos servidores?

-Ya lo entiendo, picaruelo, me ha comprendido usted, y les va a dar duro a ellos y a ellas, ¿eh?

-Creo que quedará usted contenta.

-Y si no, no me contente.

-Otra cosa, hágame usted el favor, señora, de no hablarle una palabra de estos asuntos a mi mujer.

-¡No sea criatura! Si son bromas mías -y soltó una de aquellas estrepitosas carcajadas que el diablo la inspiraba, haciéndola gozar del mal que hacía.

-Bien, bromas o no bromas, es mejor que no se repitan: yo se lo suplico a usted -dijo Mariño, quien, a pesar del favor en que estaba con el dictador, creía muy conveniente el suplicar a aquella mujer, cuyas armas eran generalmente irresistibles.

-Bueno: vaya no más, no tenga cuidado, si yo doy con cierta cosa, usted ha de dar con la viuda; pero con una condición.

-Póngala usted.

-¿Palabra de honor?

-Palabra de honor.

-Pues bien; si yo doy con cierta cosa con que no ha podido dar Victorica, yo se la mando a usted a su cuartel de serenos, y usted la recibe, ¿entiende usted?

-¿A quién? ¿A la viudita?

-¡No, qué a la viuda!

-Pues ¿a quién mandará usted a mi cuartel?

-A la cosa que ando buscando, y que espero hallar.

-!Ah!

-¿Entiende usted ahora?

-Entiendo -contestó Mariño con una sonrisa indefinible, comprendiendo que se trataba de alguna víctima, pues que el hombre que entraba a su cuartel de serenos, no salía de allí sino para la eternidad.

-¿No digo? Si hemos de ser muy amigos, Mariño.

-Hace tiempo que lo somos -contestó éste levantándose.

-Sí, y de todo corazón. ¿Conque se va?

-Y volveré, ¿cuándo?

-Dentro de cuatro o cinco días.

-Hasta entonces, pues.

-Adiós, Mariño, hasta entonces; memorias a su mujer, y no haga caso de las zoncerías que le diga.

-Adiós, señora -le dijo el redactor casi admirado de no ver salir de aquellos labios sino palabras empapadas en algún veneno diferente.