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Amalia/Doña María Josefa Ezcurra

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Doña María Josefa Ezcurra

Después del cuadro político que acaba de leerse, y que la necesidad de dejar dibujada a grandes rasgos la época en que pasan los acontecimientos de esta historia, con sus hombres, sus vicios y sus virtudes, nos obligó a delinearlo y distraer a nuestros lectores, separándolos un momento de nuestros conocidos personajes, justo es que volvamos ahora en busca de ellos, retrocediendo algunos días, hasta volver a encontrarnos con aquel de que nos separamos ya.

El lector querrá acompañarnos a una casa donde ha entrado otra vez en la calle del Restaurador; y por cierto que habrá de encontrar allí escenas de que la imaginación duda y de que la historia responde.

La cuñada de Su Excelencia el Restaurador de las Leyes estaba de audiencia, en su alcoba; y la sala contigua, con su hermosa estera de esparto blanco con pintas negras, estaba sirviendo de galería de recepción, cuajada por los memorialistas de aquel día.

Una mulata vieja, y de cuya limpieza no podría decirse lo mismo que de la ama, por cuanto es necesario siempre decir que las amas visten con mas aseo que las criadas, aun cuando la regla puede ser accesible a una que otra excepción acá o allá, hacía las veces de edecán de servicio, de maestro de ceremonias y de paje de introducción.

Parada contra la puerta que daba a la alcoba, con una mano agarrado tenía el picaporte, en señal de que allí no se entraba sin su correspondiente beneplácito, y con la otra mano recibía los cobres o los billetes que, según su clase, le daban los que a ella se acercaban en solicitud de obtener la preferencia de entrar de los primeros a hablar con la señora Doña María Josefa Ezcurra. Y jamás audiencia alguna fue compuesta y matizada de tantas jerarquías, de tan varios colores, de tan distintas razas.

Estaban allí reunidos y mezclados el negro y el mulato, el indio y el blanco, la clase abyecta y la clase media, el pícaro y el bueno; revueltos también entre pasiones, hábitos, preocupaciones y esperanzas distintas.

El uno era arrastrado allí por el temor, el otro por el odio; uno por la relajación, otro por una esperanza, otros en fin por la desesperación de no encontrar a quien ni en dónde recurrir en busca de una noticia, o de una esperanza sobre la suerte de alguien caído en la desgracia de Su Excelencia. Pero el edecán de aquella emperatriz de un nuevo género, si no es en nosotros una profanación escandalosa el aplicar ese cesáreo nombre a la señora Doña María Josefa, tenía fija en la memoria su consigna, y cuando salía de la alcoba la persona a quien hacía entrar, elegía otra de las que allí estaban, siguiendo las instrucciones de su ama, sin cuidarse mucho de las súplicas de unos, y de las reclamaciones de otros, que habían puesto en su mano alguna cosa para conquistar la prioridad en la audiencia: y era de notarse que precisamente la audiencia no se daba a aquellos que la solicitaban, sino a los que nada decían ni pedían, por cuanto estos últimos habían sido mandados llamar por la señora, en tanto que los otros venían en solicitud de alguna cosa.

El pestillo de la puerta fue movido de la parte interior, y en el acto la mulata vieja abrió la puerta y dio salida a una negrilla como de diez y seis a diez y ocho años, que atravesó la sala, tan erguida como podría hacerlo una dama de palacio que saliera de recibir las primeras sonrisas de su soberana en los secretos de su tocador.

Inmediatamente la mulata hizo señas a un hombre blanco, vestido de chaqueta y pantalón azul, chaleco colorado, que estaba contra una de las ventanas de la sala, con su gorra de paño en la mano.

Ese hombre pasó lentamente por en medio de la multitud, se acercó a la mulata; habló con ella, y entró a la alcoba, cuya puerta se cerró tras él.

Doña María Josefa Ezcurra estaba sentada en un pequeño sofá de la India, al lado de su cama, tapada con un gran pañuelo de merino blanco con guardas punzoes, y tomaba un mate de leche que la servía y la traía por las piezas interiores una negrilla joven.

-Entre, paisano; siéntese -dijo al hombre de la gorra de paño, que sentóse todo embarazado en una silla de madera de las que estaban frente al sofá de la India.

-¿Toma mate amargo, o dulce?

-Como Usía le parezca -contestó aquél, sentado en el borde de la silla, dando vuelta a su gorra entre las manos.

-No me diga Usía. Tráteme como quiera, no más. Ahora todos somos iguales. Ya se acabó el tiempo de los salvajes unitarios, en que el pobre tenía que andar dando títulos al que tenía un fraque o sombrero nuevo. Ahora todos somos iguales, porque todos somos federales. ¿Y sirve ahora, paisano?

-No, señora. Hace cinco años que el general Pinedo me hizo dar de baja por enfermo, y después que sané trabajo de cochero.

-¿Usted fue soldado de Pinedo?

-Sí, señora; fui herido en servicio y me dieron la baja.

-Pues ahora Juan Manuel va a llamar a servicio a todo el mundo.

-Así he oído; sí, señora.

-Dicen que va a invadir Lavalle, y es preciso que todos defiendan la Federación, porque todos son sus hijos. Juan Manuel ha de ser el primero que ha de montar a caballo, porque él es el padre de todos los buenos defensores de la Federación. Pero se han de hacer sus excepciones en el servicio, porque no es justo que vayan a las fatigas de la guerra los que pueden prestar a la causa servicios de otro género.

-¡Pues!

-Ya tengo una lista de más de cincuenta a quienes he de hacer que les den papeletas de excepción por los servicios que están prestando. Porque ha de saber, paisano, que los verdaderos servidores de la causa son los que descubren las intrigas y los manejos de los salvajes unitarios de aquí adentro, que son los peores; ¿no es verdad?

-Así dicen, señora -contestó el soldado retirado, volviendo el mate a la negrilla que lo servía.

-Son los peores, no tenga duda. Por ellos, por sus

intrigas es que no tenemos paz, y que los hombres no pueden trabajar y vivir con sus familias, que es lo que quiere Juan Manuel; ¿no le parece que ésta es la verdadera Federación?

-¡Pues no, señora!

-Vivir sin que nadie los incomode para el servicio.

-Pues.

-Y ser todos iguales, los pobres como los ricos, eso es Federación, ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-Pues eso no quieren los salvajes unitarios; y por eso, todo el que descubre sus manejos es un verdadero federal, y tiene siempre abierta la casa de Juan Manuel y la mía, para poder entrar y pedir lo que le haga falta; porque Juan Manuel no niega nada a los que sirven a la patria, que es la Federación; ¿entiende, paisano?

-Sí, señora, y yo siempre he sido federal.

-Ya lo sé, y Juan Manuel también lo sabe; y por eso lo he hecho venir, segura de que no me ha de ocultar la verdad si sabe alguna cosa que pueda ser útil a la causa.

-¿Y yo qué he de saber, señora, si yo vivo entre federales nada más?

-¡Quién sabe! Ustedes los hombres de bien se dejan engañar con mucha facilidad. Dígame, ¿dónde ha servido últimamente?

-Ahora estoy conchabado en la cochería del inglés.

-Ya lo sé, ¿pero antes de estar en ella, dónde servía?

-Servía en Barracas, en casa de una señora viuda.

-Que se llama Doña Amalia, ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-¡Oh, si por aquí todo lo sabemos, paisano! ¡Pobre del que quiera engañar a Juan Manuel o a mí! -dijo Doña María Josefa clavando sus ojitos de víbora en la fisonomía del pobre hombre, que estaba en ascuas sin saber qué era lo que le iba a preguntar.

-Por supuesto -contestó.

-¿En qué tiempo entró usted a servir a esa casa?

-Por el mes de noviembre del año pasado.

-¿Y salió usted de ella?

-En mayo de este año, señora.

-¿En mayo, eh?

-Sí, señora.

-¿En qué día, lo recuerda?

-Sí, señora; salí el 5 de mayo.

-¿El 5 de mayo, eh? -dijo la vieja meneando la cabeza, y marcando palabra por palabra.

-Sí, señora.

-El 5 de mayo... ¿Conque ese día? ¿Y por qué salió usted de esa casa?

-Me dijo la señora que pensaba economizar un poco sus gastos, y que por eso me despedía, lo mismo que al cocinero, que era un mozo español. Pero antes de despedirnos nos dio una onza de oro a cada uno, diciéndonos que tal vez más adelante nos volvería a llamar, y que fuésemos a ella siempre que tuviésemos alguna necesidad.

-Qué señora tan buena: quería hacer economías y regalaba onzas de oro! -dijo Doña María Josefa con el acento más socarrón posible.

-Sí, señora, Doña Amalia es la señora más buena que yo he conocido, mejorando la presente.

Doña María Josefa no oyó estas palabras; su espíritu estaba en tirada conversación con el diablo.

-Dígame, paisano -dijo de repente-, ¿a qué horas lo despidió Doña Amalia?

-De las siete a las ocho de la mañana.

-¿Y ella se levantaba a esas horas siempre?

-No, señora, ella tiene la costumbre de levantarse muy tarde.

-¿Tarde, eh?

-Sí, señora.

-¿Y usted vio alguna novedad en la casa?

-No, señora, ninguna.

-¿Y sintió usted algo en la noche?

-No, señora, nada.

-¿Qué criados quedaron con ella, cuando usted y el cocinero salieron?

-Quedó Don Pedro.

-¿Quién es ése?

-Es un soldado viejo que sirvió en las guerras pasadas, y que ha visto nacer a la señora.

-¿Quién más?

-Una criada que trajo la señora de Tucumán, una niña, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

-Muy bien: en todo eso me ha dicho usted la verdad; pero cuidado, mire usted que le voy a preguntar una cosa que importa mucho a la Federación y a Juan Manuel, ¿ha oído?

-Yo siempre digo la verdad, señora -contestó el paisano, bajando los ojos, que no pudieron resistir a la mirada encapotada y dura con que acompañó Doña María Josefa sus últimas palabras.

-Vamos a ver: en los cinco meses que usted estuvo en casa de Doña Amalia, ¿qué hombres entraban de visita todas las noches?

-Ninguno, señora.

-¿Cómo ninguno?

-Ninguno, señora. En los meses que he estado, no he visto entrar a nadie de visita de noche.

-¿Y estaba usted en la casa a esas horas?

-No salía de casa, porque muchas noches, si había luna, enganchaba los caballos y llevaba a la señora a la Boca, donde se bajaba a pasear a orillas del riachuelo.

-¿A pasear? ¡Qué señora tan paseandera!.

-Sí, señora, llevaba la niña Doña Luisa y paseaba con ella sola.

-¡La niña Doña Luisa! ¿Y la cuida mucho a esa niña Doña Luisa?

-Sí, señora, como si fuera de la familia.

-¿Será de la familia, pues?

-No, señora, no es nada de ella.

-No; pues las malas lenguas dicen que es su hija.

-¡Jesús, señora! Si Doña Amalia es muy moza, y la niña tiene doce años.

-¿Muy moza, eh? ¿Y cuántos años tiene?

-Ha de tener de veinte y dos a veinte y cuatro años. -¡Pobrecita! Fuera de los que mamó y anduvo a gatas. Bien, ¿y con quién decía usted que paseaba?

-Sola con la niña.

-¿Con ella sola, eh? ¿Y a nadie encontraba por allí? -A nadie, no, señora.

-Y las noches que no paseaba, ¿no recibía visitas?

-No, señora, no iba nadie.

-¿Estaría rezando?

-Yo no sé, señora, pero a casa no entraba nadie -respondió el antiguo cochero de Amalia, que, a pesar de toda la vocación por la santa causa, estaba comprendiendo que se trataba de algo relativo a la honradez, o a la seguridad de Amalia, y se estaba disgustando de que le creyesen capaz de querer comprometerla, por cuanto él estaba persuadido de que en el mundo no había una mujer más buena ni generosa que ella.

Doña María Josefa reflexionó un rato.

-«Esto echa por tierra todos mil cálculos»- se dijo a sí misma.

-¿Y dígame usted, de día tampoco no entraba nadie? -preguntó.

-Solían ir algunas señoras, una que otra vez.

-No, de hombres, le pregunto a usted.

-Solía ir el señor Don Daniel, un primo de la señora.

-¿Todos los días?

-No, señora, una o dos veces por semana.

-¿Y después que ha salido usted de la casa ha vuelto a ella a ver a la señora?

-He ido tres o cuatro veces.

-Vamos a ver: cuando usted ha ido, ¿a quién ha visto en ella, a más de la señora?

-A nadie.

-¿A nadie, eh?

-No, señora.

-¿No había algún enfermo en la casa?

-No, señora, todos estaban buenos.

Doña María Josefa reflexionaba.

-Bueno, paisano; Juan Manuel tenía algunos informes sobre algo de esa casa pero yo le diré cuanto usted me ha dicho, y si es la verdad, usted le habrá hecho un servicio a la señora, pero si usted me ha ocultado algo, ya sabe lo que es Juan Manuel con los que no sirven a la Federación.

-Yo soy federal, señora; yo siempre digo la verdad.

-Así lo creo: puede retirarse no más.

Inmediatamente a la salida del ex cochero de Amalia, Doña María Josefa llamó a la mulata de la puerta y le dijo:

-¿Está ahí la muchacha que vino ayer de Barracas?

-Está, sí, señora.

-Que entre.

Un minuto después entró a la alcoba una negrilla de diez y ocho a veinte años, rotosa y sucia.

Doña María Josefa la miró un rato, y la dijo:

-Tú no me has dicho la verdad: en casa de la señora que has denunciado, no vive hombre ninguno, ni ha habido enfermos.

-Sí, señora, yo le juro a su merced que he dicho la verdad. Yo sirvo en la pulpería que está en la acera de la casa de esa unitaria; y de los fondos de casa, yo he visto muchas mañanas un mozo que nunca usa divisa y que anda en la quinta de la unitaria cortando flores. Después yo los he visto a él y a ella pasear del brazo en la quinta muchas veces; y a la tarde suelen ir a sentarse bajo de un sauce muy grande que hay en la quinta, y allí les llevan café.

-¿Y de dónde ves esto, tú?

-Los fondos de casa dan a los de la casa de la unitaria, y yo les suelo ir a espiar de atrás del cerco, porque les tengo rabia.

-¿Por qué?

-Porque son unitarios.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque nunca que pasa Doña Amalia por la pulpería, saluda al patrón, ni a la patrona, ni a mí; porque los criados de ella nunca van a comprar nada a casa, cuando ellos saben que el patrón y todos nosotros somos federales; y porque la he visto muchas veces andar con vestido celeste entre la quinta. Y cuando vi estas noches que el ordenanza del señor Mariño y otros dos más andaban rondando la casa, y tomando informes en la pulpería, yo vine a contarle a su merced lo que sabía, porque soy buena federal. Es unitaria, sí, señora.

-¿Y qué más sabes de ella, para decir que es unitaria?

-¿Qué más sé?

-¿Sí, qué más sabes?

-Mire, su merced: una comadre mía supo que Doña Amalia buscaba lavandera, fue a verla, pero no la quiso y le dio la ropa a una gringa.

-¿Cómo se llama?

-No sé, señora; pero si su merced quiere yo lo preguntaré.

-Sí, pregúntalo.

-Y también tengo que decir a su merced que yo la he oído tocar el piano y cantar a media noche.

-¿Y qué hay con eso?

-Yo digo que ha de ser la canción de Lavalle.

-¿Y por qué lo crees?

-Yo digo no más.

-¿Y no puedes pasar de noche a la quinta y acercarte a la casa para oír lo que canta?

-Veré a ver, sí, señora.

-Mira, si puedes entrarte a la casa, escóndete y no te muevas de allí hasta que venga el día.

-¿Y qué hago, señora?

-¿No dices que allí hay un mozo?

-Sí, señora, ya entiendo.

-¡Pues!

-Yo creo que se ha de entrar desde temprano.

-No; si entra a las piezas de ella, ha de ser tarde, y ha de salir antes que venga el día.

-Yo los he de espiar, sí, señora.

-¡Cuidado con no hacerlo!

-Sí, lo he de hacer.

-¿Y qué más has visto en esa casa?

-Ya le dije ayer a su merced todo lo que había visto. Va casi siempre un mozo que dicen que es primo de la unitaria; y estos meses pasados iba casi todos los días el médico Alcorta, y por eso le dije a su merced que allí habla algún enfermo.

-¿Y recuerdas algo más que me has dicho ayer?

-Ah, sí, señora: le dije a su merced que el enfermo debía ser el mozo que anda cortando flores, porque al principio yo lo veía cojear mucho.

-¿Y cuándo es el principio? ¿Qué meses hará de esto?

-Hará cerca de dos meses, señora; después ya no cojea, y ya no va el médico; ahora pasea horas enteras con Doña Amalia, sin cojear.

-¿Sin cojear, eh? -dijo la vieja con la expresión más cínica en su fisonomía.

-Sí, señora, está bueno ya.

-Bien: es necesario que espíes bien cuanto pasa en esa casa, y que me lo digas a mí, porque con eso haces un gran servicio a la causa, que es la causa de ustedes los pobres, porque en la Federación no hay negros ni blancos, todos somos iguales, ¿lo entiendes?

-Sí, señora; y por eso yo soy federal y cuanto sepa se lo he de venir a contar a su merced.

-Bueno, retírate no más.

Y la negra salió muy contenta de haber prestado un servicio a la santa causa de negros y blancos, y por haber hablado con la hermana política de Su Excelencia, el padre de la Federación.

Sucesivamente entraron a la presencia de Doña María Josefa varias criadas de toda edad, y de todo linaje de malignidad, a deponer oficiosamente cuanto sabían o se imaginaban saber de la conducta de sus amos, o de los vecinos a sus casas, dejando en la memoria de aquella hiena federal una nomenclatura de individuos y familias distinguidas, que debían ocupar más tarde un lugar en el martirologio de ese pueblo infeliz, entregado por el más inmoral de los gobiernos al espionaje recíproco, a la delación y la calumnia, armas privilegiadas de Rosas para establecer el aislamiento y el terror en todos.

En seguida de las delatoras entró en esa oficina del crimen una pequeñísima parte de los que habían llegado ese día con ruegos y solicitudes al gobierno; a cuyo invisible despacho querían que llegasen por conducto de la hermana política del gobernador, que a todos ofrecía su interposición, no obstante que jamás solicitud alguna pasaba de sus manos a Rosas; por cuanto ella sabía que su digno cuñado sólo le prestaba su atención para escuchar los informes que le interesaba saber sobre el estado del pueblo, de las familias y de los individuos; no siendo esto, sin embargo, un obstáculo para que Doña María Josefa tomase los regalos de cuanto pobre y rico se le acercaba en busca de su protección, diciendo a todos: que Juan Manuel iba a despachar de un momento a otro la solicitud muy favorablemente, por los empeños de ella.

La pluma del romancista no puede entrar en las profundidades filosóficas del historiador; pero hay ciertos rasgos, leves y fugitivos, con que puede delinear, sin embargo, la fisonomía de toda una época; y este pequeño bosquejo de la inmoralidad en que ya se basaba el gobierno de Rosas en el año de 1840, fácilmente podrá explicar, lo creemos, los fenómenos sociales y políticos que aparecieron en pos de esa fecha, en lo más dramático y lúgubre de la dictadura.

Los abogados del dictador han presentado siempre al extranjero la parte ostensible de su gobierno, y han dicho: si el general Rosas fuese un tirano; si su gobierno fuese tal como lo pintan sus enemigos, no hubiese sido soportado por el pueblo, después de tantos años.

Pero ¿cómo ha existido?, ¿cómo se ha sostenido contra el torrente de la voluntad de todos? He ahí la cuestión; he ahí el estudio filosófico de ese gobierno.

Una labor inaudita, empleada con perseverancia en el espacio de muchos años para relajar todos los vínculos sociales, poniendo en anarquía las clases, las familias y los individuos, estableciendo y premiando la delación como virtud cívica en la clase ignorante e inclinada al mal de sus semejantes; escudándose siempre con esa palabra Federación, encubridora de todos los delitos, de todos los vicios, de todas las subversiones morales, en el sistema de Rosas; tales han sido los primeros medios empleados por él para debilitar la fuerza sintética del pueblo, cortando en él todos los lazos de comunidad, y dejando una sociedad de individuos aislados para ejercer sobre ellos su bárbaro poder.

La fortuna quiso también que ese hombre funesto encontrase en su propia familia caracteres a propósito para ayudarle en su diabólico plan. Y entre ellos el de Doña María Josefa Ezcurra era un minero inagotable de recursos para la facilitación de sus fines.

La historia, más que nosotros, sabrá pintar a esa mujer y a otras personas de la familia del tirano con las tintas convenientes para hacer resaltar toda la deformidad de su corazón, de sus habitudes y de sus obras.