Amalia/La primera curación
Capítulo II.
Cuando Daniel colocó a Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por su nombre a la joven prima de Daniel, pasó corriendo a un pequeño gabinete contiguo a la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro una pequeña lámpara de alabastro, a cuya luz la joven leía las Meditaciones de Mr. Lamartine cuando Daniel llamó a los vidrios de la ventana, y volviendo a la sala, puso la lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.
En aquel momento Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones inesperadas que estaba recibiendo, y los rizos de su cabello castaño claro, echados atrás de la oreja pocos momentos antes, no estorbaron a Eduardo descubrir, en una mujer de veinte años, una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos ojos pardos llenos de expresión y sentimiento, y una figura hermosa, cuyo traje negro parecería escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.
Daniel se aproximó a la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y tomando las pequeñas manos de azucena de su hermosa prima la dijo:
-Amalia, en las pocas veces que nos vemos, te he hablado siempre de un joven con quien me liga la más íntima y fraternal amistad; ese joven, Eduardo, es el que acabas de recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son oficiales, son la obra de Rosas, y es necesario curarlo, ocultarlo, y salvarlo.
-¿Pero qué puedo hacer yo, Daniel? -le pregunta Amalia toda conmovida y volviendo sus ojos hacia el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecía la de un cadáver, contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y por su barba y cabellos del mismo color.
-Lo que tienes que hacer, mi Amalia, es una sola cosa; ¿dudas que yo te haya querido siempre como un hermano?
-¡Oh, no, Daniel; jamás lo he dudado!
-Bien -dice el joven poniendo sus labios sobre la frente de su prima-, entonces lo que tienes que hacer, es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves a quedar dueña de tu casa, y de mí, como siempre.
-Dispón; ordena lo que quieres; yo no podría tampoco concebir una idea en este momento -dijo Amalia, cuya tez iba volviendo a su rosado natural.
-Lo primero que dispongo es que traigas tú misma, sin despertar a ningún criado todavía, un vaso de vino azucarado.
Amalia no esperó oír concluir la última sílaba y corrió a las piezas interiores.
Daniel se acercó luego a Eduardo, en quien el momentáneo descanso que había gozado empezaba a dar expansimiento a sus pulmones, oprimidos hasta entonces por el dolor y el cansancio, y le dijo:
-Esta es mi prima, la linda viuda, la poética tucumana de que te he hablado tantas veces, y que después de su regreso de Tucumán hace cuatro meses que vive solitaria en esta quinta. Creo que si la hospitalidad no agrada a tus deseos, no les sucederá lo mismo a tus ojos.
Eduardo se sonrió, pero al instante volviendo su semblante a su gravedad habitual, -exclamó:
-¡Pero es un proceder cruel; voy a comprometer la posición de esta criatura!
-¿Su posición?
-Sí, su posición. La policía de Rosas tiene tantos agentes cuantos hombres ha enfermado el miedo. Hombres, mujeres, amos y criados, todos buscan su seguridad en las delaciones. ¡Mañana sabrá Rosas dónde estoy, y el destino de esta joven se confundirá con el mío!
-Eso lo veremos -dijo Daniel arreglando los cabellos desordenados de Eduardo-. Yo estoy en mi elemento cuando me hallo entre las dificultades. Y, si en vez de escribírmelo, me hubieses esta tarde hablado de tu fuga, ciento contra uno a que no tendrías en tu cuerpo un solo arañazo.
-Pero, tú ¿cómo has sabido el lugar de mi embarque?
-Eso es para despacio -contestó Daniel sonriéndose.
Amalia entró en ese momento trayendo sobre un plato de porcelana una copa de cristal con vino de Burdeos azucarado.
-¡Oh, mi linda prima -dijo Daniel-, los dioses habrían despedido a Hebe, y dádote preferencia para servirles su vino, si te hubiesen visto como te veo yo en este momento! Toma, Eduardo; un poco de vino te reanimará mientras viene un médico.
Y en tanto que suspendía la cabeza de su amigo y le daba a beber el vino azucarado, Amalia tuvo tiempo de contemplar por primera vez a Eduardo, cuya palidez y expresión dolorida del semblante le daba un no sé qué de más impresionable, varonil y noble; y al mismo tiempo para poder fijarse en que, tanto Eduardo como Daniel, ofrecían dos figuras como no había imaginádose jamás: eran dos hombres completamente cubiertos de barro y sangre.
-Ahora -dice Daniel, tomando el plato de las manos de Amalia-, ¿el viejo Pedro está en casa?
-Sí.
-Entonces ve a su cuarto, despiértalo y dile que venga.
Amalia iba a abrir la puerta de la sala para salir, cuando la dice Daniel:
-Un momento, Amalia, hagamos muchas cosas a la vez para ganar tiempo, ¿dónde hay papel y tintero?
-En aquel gabinete -responde Amalia señalando el que estaba contiguo a la sala.
-Entonces, anda a despertar a Pedro.
Y Daniel pasó al gabinete, tomó una luz de una rinconera, pasó a otra habitación, que era la alcoba de su prima, de ésta a un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y el lodo de sus manos.
-¡Oh! -exclamó mirándose en el espejo del tocador mientras se lavaba las manos-; si Florencia me viese así, bien creería me acababa de escapar de los infiernos, y con aquellas carreras que ella sabe dar cuando la quiero robar un beso y está enojada se me escaparía hasta la Pampa. ¡Bueno! -continuó, secándose sus manos en un riquísimo tejido del Tucumán-, ¡allí está la botella del vino que ha tomado Eduardo; y también beberé, porque el diablo se lleve a Rosas, porque Eduardo sane pronto, y porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirla!
Y diciendo esto, se echó a la garganta media docena de tragos de vino en una magnífica copa que estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de la palangana.
Volvió inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y tomando su semblante una gravedad que parecía ajena del carácter del joven, escribió dos cartas, las cerró, púsolas el sobre, y entró a la sala donde Eduardo estaba cambiando algunas palabras con Amalia sobre el estado en que se sentía. Al mismo tiempo, la puerta de la sala abrióse y un hombre como de sesenta años de edad, alto, vigoroso todavía, con el cabello completamente encanecido, con barba y bigotes en el mismo estado, vestido con chaqueta y calzón de paño azul, entró con el sombrero en la mano y con un aire respetuoso, que cambió en el de sorpresa al ver a Daniel de pie en medio de la sala, y sobre el sofá un hombre tendido y manchado de sangre.
-Yo creo, Pedro, que no es a usted a quien puede asustarle la sangre. En todo lo que usted ve no hay más que un amigo mío a quien unos bandidos acaban de herir gravemente. Aproxímese usted. ¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tío el coronel Sáenz, padre de Amalia?
-Catorce años, señor; desde la batalla de Salta hasta la de Junín, en que el coronel cayó muerto en mis brazos.
-¿A cuál de los generales que lo han mandado ha tenido usted más cariño y más respeto: a Belgrano, a San Martín o a Bolívar?
-Al general Belgrano, señor -contestó el viejo soldado sin hesitar.
-Bien, Pedro, aquí tiene usted en Amalia y en mí, una hija y un sobrino de su coronel, y allí tiene usted un sobrino del general Belgrano, que necesita de sus servicios en este momento.
-Señor, yo no puedo ofrecer más que mi vida, y esa está siempre a la disposición de los que tengan la sangre de mi general y de mi coronel.
-Lo creo, Pedro, pero aquí necesitamos, no sólo valor, sino prudencia, y sobre todo secreto.
-Está bien, señor.
-Nada más, Pedro. Yo sé que tiene usted un corazón honrado, que es valiente, y, sobre todo, que es patriota.
-Sí, señor; patriota viejo -dijo el soldado, alzando la cabeza con cierto aire de orgullo.
-Bien; vaya usted -continuó Daniel-, y sin despertar a ningún criado ensille usted uno de los caballos del coche, sáquelo hasta la puerta con el menor ruido posible, ármese, y venga.
El veterano llevó su mano a la sien derecha, como si estuviese delante de su general, y dando media vuelta marchó a ejecutar las órdenes recibidas.
Cinco minutos después, las herraduras del caballo se sintieron, luego se oyó girar sobre sus goznes el portón de la quinta, y en seguida apareció en la sala cubierto con su poncho el viejo soldado de quince años de combates.
-¿Sabe usted, Pedro, la casa del doctor Alcorta?
¿Tras de San Juan?
-Allí.
-Sí, señor.
-Pues irá usted a ella; llamará hasta que le abran, y entregará esta carta diciendo que, mientras se prepara el doctor, usted va a una diligencia, y volverá a buscarlo. En seguida pasará usted a mi casa, llamará despacio a la puerta, y a mi criado, que ha de estar esperándome, y que abrirá al momento, le dará usted esta otra carta.
-Bien, señor.
-Todo esto lo hará usted a escape.
-Bien, señor.
-Otra cosa más. Le he dado a usted una carta para el doctor Alcorta; mil incidentes pueden sobrevenirle en el camino, y es necesario que se haga usted matar antes que dejarse arrancar esa carta.
-Bien, señor.
-Nada más, ahora. Son las doce y tres cuartos de la noche -dijo Daniel mirando un reloj que estaba colocado sobre el marco de una chimenea-, a la una y media usted puede estar de vuelta con el doctor Alcorta.
El soldado hizo la misma venia que anteriormente, y salió. Algunos segundos después sintieron desde la sala la impetuosa carrera de un caballo que conmovía con sus cascos la solitaria calle Larga.
Daniel hizo señal a su prima de pasar al gabinete inmediato y, después de recomendar a Eduardo que hiciese el menor movimiento posible en tanto que llegaba el médico, le dijo:
-Ya sabes cuál ha sido mi elección; ¿a quién otro podría llamar, tampoco, que nos inspirase más confianza?
-¡Pero, Dios mío, comprometer al doctor Alcorta! -exclamó Eduardo-. Esta noche, Daniel, te has empeñado en confundir con mi mala suerte el destino de la belleza y del talento. Mi vida vale muy poco en el mundo para que se expongan por ella una mujer como tu prima, y un hombre como nuestro maestro.
¡Estás sublime esta noche, mi querido Eduardo! Tu sangre se ha escurrido por las heridas, pero tu gravedad y tus desconfianzas se quedaron dueñas de casa. Alcorta no se comprometerá más que mi prima; y aunque no fuera así, hoy estamos todos en un duelo, en que los buenos nos debemos a los buenos, y los pícaros se deben a los pícaros. La sociedad de nuestro país ha empezado a dividirse en asesinos y víctimas, y es necesario que los que no queramos ser asesinos, si no podemos castigarlos, nos conformemos con ser víctimas.
-Pero Alcorta no se ha comprometido, y sin embargo, con hacerlo venir aquí puedes comprometerlo gravemente.
-Eduardo, tu cabeza no está buena. Oye: tú, yo, cada joven de nuestros amigos, cada hombre de la generación a que pertenecemos, y que ha sido educado en la universidad de Buenos Aires, es un compromiso vivo, palpitante, elocuente del doctor Alcorta. Somos sus ideas en acción; somos la reproducción multiplicada de su virtud patricia, de su conciencia humanitaria, de su pensamiento filosófico. Desde la cátedra, él ha encendido en nuestro corazón el entusiasmo por todo lo que es grande: por el bien, por la libertad, por la justicia. Nuestros amigos que están hoy con Lavalle, que han arrojado el guante blanco para tomar la espada, son el doctor Alcorta. Frías es el doctor Alcorta en el ejército; Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen son el doctor Alcorta en la prensa de Montevideo. Tú mismo, ahí bañado en tu sangre, que acabas de exponer tu vida por huir de la patria antes que soportar en ella la tiranía que la oprime, no eres otra cosa, Eduardo, que la personificación de las ideas de nuestro catedrático de filosofía, y... pero, ¡bah!, ¡qué tonterías estoy hablando! -exclamó Daniel al ver dos gruesas lágrimas que corrían sobre el rostro cadavérico de Eduardo-. ¡Vaya! ¡Vaya! No hablemos más de esto. Déjame hacer las cosas a mí solo, que si nos lleva el diablo nos llevará a todos juntos; y a fe, mi querido Eduardo, que no hemos de estar peor en el infierno que en Buenos Aires. Descansa un momento, mientras hablo con Amalia algunas palabras.
Y diciendo esto, se dirigió al gabinete, pestañeando rápidamente para enjugar con los párpados una lágrima que, al ver las de su amigo, había brotado de la exquisita sensibilidad de este joven, que más tarde haremos conocer mejor a nuestros lectores.
-Daniel -le dice Amalia al entrar al gabinete, parada y apoyando su mano de alabastro sobre la mesa de mármol negro-, yo no sé qué hacer, tú y tu amigo estáis cubiertos de sangre, necesitáis mudaros, y yo no tengo más trajes que los míos.
Que nos sentarían perfectamente, si nos dieses también un poco de la belleza que te sobra, mi hermosa prima. No te aflijas; dentro de un rato tendremos vestidos, tendremos todo. Por ahora, ven acá.
Y llevando a su prima a un pequeño sofá de damasco punzó, la sentó a su lado y continuó:
-Dime, Amalia, ¿cuáles son los criados en que tienes una perfecta confianza?
-Pedro, Teresa, una criada que he traído de Tucumán, y la pequeña Luisa.
-¿Cuáles son los demás?
-El cochero, el cocinero, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.
-¿El cochero y el cocinero son hombres blancos?
-Sí.
-Entonces, a los blancos por blancos, y a los negros por negros, es necesario que los despidas mañana en cuanto se levanten.
¿Pero crees tú?...
-Si no lo creo, dudo. Oye, Amalia: tus criados deben quererte mucho, porque eres buena, rica y generosa. Pero en el estado en que se encuentra nuestro pueblo, de una orden, de un grito, de un momento de mal humor se hace de un criado un enemigo poderoso y mortal. Se les ha abierto la puerta a las delaciones, y bajo la sola autoridad de un miserable, la fortuna y la vida de una familia reciben el anatema de la Mashorca. Venecia, en tiempo del consejo de los Diez, se hubiese condolido de la situación actual de nuestro país. Sólo hay en la clase baja una excepción, y son los mulatos; los negros están ensoberbecidos, los blancos prostituidos, pero los mulatos, por esa propensión que hay en cada raza mezclada a elevarse y dignificarse, son casi todos enemigos de Rosas, porque saben que los unitarios son la gente ilustrada y culta, a que siempre toman ellos por modelo.
-Bien, los despediré mañana.
-La seguridad de Eduardo, la mía, la tuya propia, lo exigen así. Tú no puedes arrepentirte de la hospitalidad que has dado a un desgraciado, y...
¡Oh, no, Daniel, no me hables de eso! ¡Mi casa, mi fortuna, todo está a la disposición tuya y de tu amigo!
-No Puedes arrepentirte, decía, y debes, sin embargo, poner todos los medios para que tu virtud, tu abnegación, no dé armas contra ti a nuestros opresores. Del sacrificio que haces en despedir tus criados, te resarcirás pronto. Además, Eduardo no permanecerá en tu casa, sino los días indispensables que determine el médico; dos, tres a lo más.
-¡Tan pronto! ¡Oh, no es posible! Sus heridas son quizá graves, y sería asesinarlo el levantarlo de su cama. Yo soy libre; vivo completamente aislada, porque mi carácter me lo aconseja así; recibo rara vez las visitas de mis pocas amigas, y en las habitaciones de la izquierda podremos disponer un cómodo aposento para Eduardo, y completamente separado de las mías.
¡Gracias, gracias, mi Amalia! Bien sé que tienes en tus venas la sangre generosa de mi madre. Pero quizá no convenga que Eduardo permanezca aquí. Eso dependerá de muchas cosas que yo sabré mañana. Ahora, es necesario que vayamos a preparar la cama en que se habrá de acostar después de su primera curación.
-Sí.., por acá; ven -y tomando una luz pasó con Daniel a su alcoba, y de ésta a su tocador.
Pero antes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre estas dos últimas habitaciones.
Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco era tan espeso que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa de caoba labrada, de cuatro pies de ancho, y dos de alto, se veía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se desprendían las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de plata, tan leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo del sol. Entre la cama y el muro de la pared, había una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal; una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul, marcado a fuego, y delante de la cama, estaba extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. A los pies de la cama, se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego una papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al gabinete contiguo a la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro en forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y solitario templo de una belleza. Y por último: una mesa de palo de naranjo apenas de dos pies de diámetro, colocada a la extremidad de la otomana, contenía, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y de una estrechez proporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto a ella.
El retrete de vestirse estaba empapelado del mismo modo que la alcoba, y alfombrado de verde. Dos grandes roperos de caoba, cuyas puertas eran de espejos, se veían a un lado y al otro del espléndido tocador, cuyas porcelanas y cristales había desordenado Daniel pocos momentos antes. Frente al tocador, estaba una chimenea de acero bruñido, guarnecida de un marco de mármol blanco completamente liso; y en continuación a ella, una bañadera de aquella misma piedra, cuya agua era conducida por caños que pasaban por los bastidores del empapelamiento. Un sillón de paja de la India, y dos taburetes de damasco blanco con flecos de oro, estaban, el primero, al lado de la bañadera; y los otros, frente a los espejos de los guardarropas; y un sofá pequeño, elástico y vestido del mismo modo que los taburetes, se hallaba colocado hacia un ángulo del retrete. Dos grandes jarras de porcelana francesa estaban sobre dos pequeñas mesas de nogal, con un ramo de flores cada una; y sobre cuatro rinconeras de caoba, brillaban ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirable. Seis magníficos cuadros de paisaje, y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado, completaban el retrete de Amalia, en el que la luz del día penetraba por los cristales de una gran ventana que daba a un pequeño jardín en el patio principal, y que era moderada por un juego doble de colgaduras de crespón celeste y de batista. Al lado de uno de los roperos, había una puerta que se comunicaba con el pequeño aposento en que dormía Luisa, joven destinada por Amalia a su servicio inmediato.
Ahora, sigámosla que entra al aposento de Luisa, dormida dulce y tranquilamente, y que tomando una llave de sobre una mesa, abre la puerta de ese aposento que da al patio, y atravesándolo con Daniel, llega al frente opuesto a sus habitaciones, y abriendo con el menor ruido posible una puerta, en un corredor que cuadraba a aquél, entra, siempre con la luz en la mano y con Daniel al lado suyo, a un aposento amueblado.
-Aquí ha estado habitando cierto individuo de la familia de mi esposo, que vino del Tucumán y partió de regreso hace tres días. Este aposento tiene todo cuanto puede necesitar Eduardo.
Y diciendo esto, Amalia abrió un ropero, sacó mantas de cama, y ella misma desdobló los colchones, y arregló todo en la habitación, mientras Daniel se ocupaba de examinar con esmero un cuarto contiguo, y el comedor que le seguía, cuya puerta al zaguán estaba enfrente de aquélla de la sala, por donde una hora antes había entrado él con Eduardo en los brazos.
-¿A dónde mira esta ventana? -preguntó a su prima, señalando una que estaba en el aposento que iba a ocupar Eduardo.
-Al corredor por donde se entra de la calle a la quinta, por el gran portón. Sabes que todo el edificio está separado, hacia el fondo, por una verja de hierro; y cerrada, los criados pueden entrar y salir por el portón, sin pasar al interior de la casa. Es por ahí que ha salido Pedro.
-Es verdad, lo recuerdo... pero... ¿no oyes ruido?
-Sí... Son...
-Son caballos a galope... -y el corazón de Amalia le batía en el pecho con violencia.
-Es probable que... Se han parado en el portón -dijo Daniel súbitamente, llevando la luz al cuarto inmediato, volviendo como un relámpago, y abriendo un postigo de la ventana que daba al corredor de la quinta.
-¡Quién será, Dios mío! -exclamó Amalia, pálida y bella como una azucena en la tarde.
-Ellos -dice Daniel, que había pegado su cara a los vidrios de la ventana.
-¿Quiénes?
-Alcorta y Pedro.., ¡oh! ¡el bueno, el noble, el generoso Alcorta! -y corrió a traer la luz que había ocultado.
En efecto, era el viejo veterano de la Independencia, y el sabio catedrático de filosofía, médico y cirujano al mismo tiempo. Pedro hízole entrar por el portón, llevó los caballos a la caballeriza, y luego lo condujo por la verja de hierro, de cuya puerta él tenía la llave.
-¡Gracias, señor! -dice Daniel, saliendo a encontrar al doctor Alcorta en el medio del patio, y oprimiéndole fuertemente la mano.
-Veamos a Belgrano, amigo mío -dijo Alcorta apresurándose a cortar los agradecimientos de Daniel.
-Un momento -dijo éste, conduciéndole de la mano al aposento donde permanecía Amalia, mientras el viejo Pedro los seguía con una caja de jacarandá debajo del brazo-. ¿Ha traído usted, señor, cuanto cree necesario para la primera curación, como se lo supliqué en mi carta?
-Creo que sí -respondió Alcorta, haciendo una reverencia a Amalia-, lo único que necesitaré son vendajes.
Daniel miró a Amalia, y ésta partió volando a sus habitaciones.
-Este es el aposento que ha de ocupar Eduardo. ¿Cree usted que lo debemos traer aquí antes del reconocimiento?
-Es necesario -respondió Alcorta, tomando la caja de instrumentos de las manos de Pedro, y colocándola sobre una mesa.
-Pedro -dijo Daniel-, espere usted en el patio; o más bien, vaya usted a enseñar a Amalia cómo se cortan vendas para heridas: usted debe saber esto perfectamente. Ahora, señor, ya debo decir a usted lo que no le he dicho en mi carta: las heridas de Eduardo son oficiales.
Una triste sonrisa vagó por el rostro noble, pálido y melancólico de Alcorta, hombre de treinta y ocho años apenas.
-¿Cree usted que no lo he comprendido ya? -respondió, y una nube de tristeza empañó ligeramente su semblante-... Veamos a Belgrano, Daniel -dijo después de algunos segundos de silencio.
Y Daniel atravesó con él el patio, y entró a la sala por la puerta que daba al zaguán.
En ese momento, Eduardo estaba al parecer dormido, aunque propiamente no era el sueño, sino el abatimiento de sus fuerzas lo que le cerraba sus párpados.
Al ruido de los que entraban, Eduardo vuelve penosamente la cabeza, y, al ver a Alcorta de pie junto al sofá, hace un esfuerzo para incorporarse.
Quieto, Belgrano -dijo Alcorta con voz conmovida y llena de cariño-; quieto, aquí no hay otro que el médico.
Y, sentándose a la orilla del sofá, examinó el pulso de Eduardo por algunos segundos.
¡Bueno! -dijo al fin-, vamos a llevarlo a su aposento.
A ese tiempo, entraban a la sala por el gabinete Amalia y Pedro. La joven traía en sus manos una porción de vendas de género de hilo no usado todavía, que habla cortado según las indicaciones del veterano.
-¿Le parecen a usted bien de este ancho, doctor? -preguntó Amalia.
-Sí, señora. Necesitaré una palangana con agua fría, y una esponja.
-Todo hay en el aposento.
-Nada más, señora -dijo tomando las vendas de las manos de Amalia, cuyos ojos vieron en los de Eduardo la expresión del reconocimiento a sus oficiosos cuidados.
Inmediatamente Alcorta y Daniel colocaron a Eduardo en una silla de brazos, y ellos y Pedro lo condujeron a la habitación que se le había destinado, mientras Amalia quedó de pie en la sala sin atreverse a seguirlos.
Pálida, bella, oprimida por las sensaciones que habían invadido su espíritu esa noche, se echó en un sillón y empezó a separar con sus pequeñas manos los rizos de sus sienes, cual si quisiese de ese modo despejar su cabeza de la multitud de ideas que habían puesto en confusión su pensamiento. Hospitalidad, peligros, sangre, abnegación, trabajo, compasión, admiración, todo esto había pasado por su espíritu en el espacio de una hora; y era demasiado para quien no había sentido en toda su vida impresiones tan improvisas y violentas; y a quien la naturaleza, sin embargo, había dado una sensibilidad exquisita, y una imaginación poéticamente impresionable, en la cual las emociones y los acontecimientos de la vida podían ejercer, en el curso de un minuto, la misma influencia que en el espacio de un año, sobre otros temperamentos.
Y mientras ella comienza a darse cuenta de cuanto acaba de pasar por su espíritu, pasemos nosotros al aposento de Eduardo.
Desnudado con gran trabajo, porque la sangre había pegado al cuerpo sus vestidos, Alcorta pudo al fin reconocer las heridas.
-No es nada -dijo, después de sondar la que encontró sobre el costado izquierdo-, la espada ha resbalado por las costillas sin interesar el pecho.
-Tampoco es de gravedad -continuó después de inspeccionar la que tenía sobre el hombro derecho-, el arma era bastante filosa y no ha destrozado.
-Veamos el muslo -prosiguió.
Y a su primera mirada sobre la herida, de diez pulgadas de extensión, la expresión del disgusto se marcó sobre la fisonomía elocuente del doctor Alcorta. Por cinco minutos a lo menos examinó con la mayor prolijidad los músculos partidos en lo interior de la herida, que corría a lo largo del muslo.
-¡Es un hachazo horrible! -exclamó-, pero ni un solo vaso ha sido interesado; hay gran destrozo solamente.
Y en seguida lavó él mismo las heridas, e hizo en ellas la curación que se llama de primera intención no haciendo uso del cerato simple, ni de las hilas, que había traído en su caja de instrumentos, sino simplemente de las vendas.
En este momento se sintieron parar caballos contra el portón, y la atención de todos, a excepción de Alcorta, que siguió imperturbable el vendaje que hacía sobre el hombro de Eduardo, quedó suspendida.
-¿A él mismo entregó usted la carta? -preguntó Daniel dirigiéndose a Pedro.
-Sí, señor, a él mismo.
-Entonces, salga usted a ver. Es imposible que sea otro que mi criado.
Un minuto después, volvió Pedro acompañado de un joven de diez y ocho a veinte años, blanco, de cabellos y ojos negros, de una fisonomía inteligente y picaresca, y que, a pesar de sus botas y corbata negra, estaba revelando cándidamente, ser un hijo legítimo de nuestra campaña; es decir, un perfecto gauchito, sin chiripá ni calzoncillos.
-¿Has traído todo, Fermín? -le preguntó Daniel.
-No ha de faltar nada, señor -le contestó, poniendo sobre una silla un grueso atado de ropa.
Daniel se apresuró entonces a sacar del lío la ropa interior que necesitaba Eduardo, y a vestirle con ella, pues en aquel momento el doctor Alcorta terminaba la primera curación. Y en seguida, entre los dos, colocaron a Eduardo sobre su lecho.
Daniel pasó al cuarto inmediato con Pedro y Fermín, y en pocos momentos se lavó y mudó de pies a cabeza, con las ropas que le acababan de traer, sin dejar un minuto de dar a Pedro disposiciones sobre cuanto debía de hacer, relativas a los demás criados, a limpiar la sangre de la sala, a quemar las ropas ensangrentadas, etc.
Eduardo, entretanto, comunicaba a Alcorta en breves palabras los acontecimientos de tres horas antes, y Alcorta, reclinada su cabeza sobre su mano, apoyando su codo en la almohada, oía la horrible relación que le auguraba el principio de una época de sangre y de crímenes, que debía traer el duelo y el espanto a la infeliz Buenos Aires.
-¿Cree usted que ese Merlo ignore su nombre? -le preguntó a Eduardo.
-No sé si alguno de mis compañeros me nombró delante de él; no lo recuerdo. Pero si no es así, él no puede saberlo porque Oliden fue el único que se entendió con él.
-Eso me inquieta un poco -dijo Daniel, que acababa de oír la relación que hacía Eduardo-, pero todo lo aclararemos mañana.
-Es preciso mucha circunspección, amigos míos -dijo Alcorta-, y sobre todo, la menor confianza posible con los criados. A este acontecimiento pueden sobrevenir muchos otros.
-Nada sobrevendrá, señor. Sólo Dios ha podido conducirme al lugar en que Eduardo iba a perder la vida; y Dios no hace las cosas a medias. El acabará su obra tan felizmente como la ha empezado.
-¡Sí, creamos en Dios y en el porvenir! -dijo Alcorta paseando sus miradas de Eduardo Belgrano a Daniel Bello, dos de sus más queridos discípulos de filosofía, tres años antes, y en quienes veía en ese momento brotar los frutos de virtud y de abnegación, que en el espíritu de ellos habían sembrado sus lecciones.
-Es necesario que Belgrano descanse -continuó-. Antes del día sentirá la fiebre natural en estos casos. Mañana, al mediodía, volveré -dijo, pasando su mano por la frente de Eduardo, como pudiera hacerlo un padre con un hijo, y tomando y oprimiendo su mano izquierda.
Después de esto, salió al patio acompañado de Daniel.
¿Cree usted, señor, que no corre peligro la vida de Eduardo?
-Ninguno absolutamente; pero su curación podrá ser larga.
Y cambiando estas palabras llegaron a la sala, donde Alcorta había dejado su sombrero.
Amalia estaba en el mismo sillón en que la dejamos, apoyada su cabeza en su pequeña mano, cuyos dedos de rosa se perdían entre los rizos de su cabello castaño claro.
-Señor, esta señora es una prima hermana mía, Amalia Sáenz de Olabarrieta.
-En efecto -dijo Alcorta, después de cambiar con Amalia algunos cumplimientos, y sentándose al lado de ella-, en la fisonomía de entrambos hay muchos rasgos de familia; y creo no equivocarme al asegurar que entre ustedes hay también mucha afinidad de alma, pues observo, señora, que usted sufre en este momento porque ve sufrir; y esta impresionabilidad del alma, esta propensión simpática, es especial en Daniel.
Amalia se puso colorada sin comprender la causa, y respondió con palabras entrecortadas.
Daniel aprovechó el momento en que aquélla recibía de Alcorta las instrucciones higiénicas relativas al enfermo para ir de un salto al aposento de éste.
-Eduardo, yo necesito retirarme, y voy a acompañar a Alcorta. Pedro va a quedarse en este mismo aposento, por si algo necesitas. No podré volver hasta mañana a la noche. Es forzoso que me halle en la ciudad todo el día; pero mandaré a mi criado a saber de ti. ¿Me permites que dé al tuyo todas las instrucciones que yo considere necesarias?
-Haz cuanto quieras, Daniel, con tal que no comprometas a nadie en mi mala fortuna.
-¿Volvemos? Tú tienes más talento que yo, Eduardo, pero hay ciertas cosas en que yo valgo cien veces más que tú. Déjame hacer. ¿Tienes algo especial que recomendarme?
-Nada, ¿has hecho que tu prima se recoja?
-¡Adiós! ¿Ya empezamos a tener cuidados por mi prima?
-¡Loco! -dijo Eduardo sonriendo. Vete y consérvate para mi cariño.
-¡Hasta mañana!
-¡Hasta mañana!
Y los dos amigos se dieron un beso como dos hermanos.
Daniel hizo señas a Pedro y a Fermín, que permanecían en un rincón del aposento, y salió al patio con ellos.
-Fermín, toma esa caja de madera del doctor, y ten listos los caballos. Pedro, dejo al cuidado de mi prima la asistencia de Eduardo, y dejo confiada al valor de usted la defensa de su vida si sobreviniese algún accidente. Puede ser que los que asaltaron a Eduardo sean miembros de la Sociedad Popular; y puede ser también que algunos de ellos quieran vengar a los que ha muerto Eduardo, si por desgracia supiesen su paradero.
-Puede ser, señor, pero a la casa de la hija de mi coronel no se entra a degollar a nadie, sin matar primero al viejo Pedro, y para eso es necesario pelear un poco.
-¡Bravo! Así me gustan los hombres -dijo Daniel apretando la mano del soldado-. Cien como usted, y yo respondería de todo. Hasta mañana, pues. Cierre usted la verja y el portón cuando hayamos salido; ¡hasta mañana!
-¡Hasta mañana, señor!
Alcorta estaba ya de pie despidiéndose de Amalia, cuando volvió Daniel.
-¿Nos vamos ya, señor?
-Me voy yo; pero usted, Daniel, debe quedarse.
-Perdón, señor, tengo necesidad de ir a la ciudad, y aprovecho esta circunstancia para que vayamos juntos.
-¡Bien, vamos, pues! -dijo Alcorta.
-Un momento, señor. Amalia, todo queda dispuesto; Fermín vendrá a mediodía a saber de Eduardo y yo estaré aquí a las siete de la noche. Ahora, recógete. Muy temprano haz lo que te he prevenido, y nada temas.
¡Oh! ¡Yo no temo sino por ti y por tu amigo! -le contestó Amalia, llena de animación.
-Lo creo, pero nada sucederá.
-¡Oh! ¡El señor Daniel Bello tiene grande influencia! -dijo Alcorta con una graciosa ironía, fijos sus ojos dulces y expresivos en la fisonomía de su discípulo, chispeante de imaginación y de talento.
-¡Protegido de los señores Anchorenas, consejero de Su Excelencia el señor ministro Don Felipe y miembro corresponsal de la Sociedad Popular Restauradora! -dijo Daniel con tan afectada gravedad que no pudieron menos de soltar la risa Amalia y el doctor Alcorta.
-Ríanse ustedes -continuó Daniel-, pero yo no, que sé prácticamente lo que esas condecoraciones en mí sirven para...
-Vamos, Daniel.
-Vamos, señor. Amalia, ¡hasta mañana!
El imprimió un beso en la mano que le extendió su prima.
-Buenas noches, doctor -dijo Amalia acompañándolos hasta el zaguán, de donde atravesaron el patio, y salieron por la puerta de hierro que daba a la quinta, doblando luego a la izquierda, y llegando al corredor del portón donde Fermín los esperaba con los caballos. Al pasar Daniel por la ventana del aposento de Eduardo, que daba a la quinta, como se sabe, paróse y vio al viejo veterano de la Independencia sentado a la cabecera del herido.
Amalia, entretanto, no pudo volver a la sala sin echar desde el zaguán una mirada hacia el aposento en que reposaba su huésped. En seguida, volvióse paso a paso a sus habitaciones a esconder, entre la batista de su lecho, aquel cuerpo cuyas formas hubieran podido servir de modelo al Ticiano, y cuyo cutis, luciente como el raso, tenía el colorido de las rosas y parecía tener la suavidad de los jazmines.
Entretanto, maestro, discípulo y criado habían enfilado, a gran galope, la oscura y desierta calle Larga, y subiendo a la ciudad por aquella barranca de Balcarce, que, doce años antes, había visto descender los escuadrones del general Lavalle para ir a sellar con sangre el origen de los males futuros de la patria, tiraron las riendas de sus caballos, a la puerta de la casa del señor Alcorta, tras de San Juan, en la calle del Restaurador.
Allí, maestro y discípulo se despidieron, cambiando algunas palabras al oído: y Daniel, seguido de Fermín, tomó por el Mercado, salió a la calle de la Victoria, dobló a la izquierda, y, a poco andar, Fermín bajó de su caballo y abrió la puerta de una casa donde entró Daniel sin desmontarse. Era su casa.