Amalia/Las cartas

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Capítulo III.

Las cartas


En el patio de su casa, Daniel dio su caballo a Fermín, y orden de no acostarse, y esperar hasta que le llamase.

En seguida, alzó el picaporte de una puerta que daba al patio, y entró en un vasto aposento alumbrado por una lámpara de bronce; y tomándola, pasó a un gabinete inmediato, cuyas paredes estaban casi cubiertas por los estantes de una riquísima librería: eran el aposento y el gabinete de estudio de Daniel Bello.

Este joven, de veinte y cinco años de edad; de mediana estatura, pero perfectamente bien formado; de tez morena y habitualmente sonrosada; de cabello castaño, y ojos pardos; frente espaciosa, nariz aguileña; labios un poco gruesos, pero de un carmín reluciente que hacía resaltar la blancura de unos lindísimos dientes; este joven, de una fisonomía en que estaba el sello elocuente de la inteligencia, como en sus ojos la expresión de la sensibilidad de su alma, era el hijo único de Don Antonio Bello, rico hacendado del Sur, cuyos intereses giraban en sociedad con los señores Anchorenas, quienes por su inmensa fortuna y por sus relaciones de parentesco y de política con Rosas, gozaban, a esa época, de una alta reputación en el partido federal.

Don Antonio Bello era un hombre de campo, en la acepción que tiene entre nosotros esa palabra, y, al mismo tiempo, hombre honrado y sincero. Sus opiniones eran, desde mucho antes que Rosas, opiniones de federal; y por la Federación había sido partidario de López primeramente, de Dorrego después, y últimamente de Rosas; sin que por esto él pudiese explicarse la razón de sus antiguas opiniones; mal común a las nueve décimas partes de los federalistas, desde 1811, en que el coronel Artigas pronunció la palabra federación para rebelarse contra el gobierno general, hasta 1829, en que se valió de ella Don Juan Manuel Rosas para rebelarse contra Dios y contra el diablo.

Don Antonio Bello, sin embargo, tenía un amor más profundo que el de la Federación: y era, el amor por su hijo. Su hijo era su orgullo, su ídolo; y, desde niño, empezó a prepararlo para la carrera de las letras, para hacerlo doctor, como decía el buen padre.

A la edad en que lo conocemos, Daniel había llegado de sus estudios al segundo año de jurisprudencia. Pero, por motivos que más tarde trataremos de conocer, hacía ya algunos meses que no asistía a la universidad.

Vivía completamente solo en su casa, a excepción de aquellos días en que, como al presente, tenía huéspedes de la campaña que le recomendaba su padre.

Es probable que los sucesos nos vayan dando a conocer, en adelante, la vida y las relaciones de este joven, que después de entrar a su gabinete, y colocar la lámpara sobre un escritorio, se dejó caer en un sillón volteriano, echó atrás su cabeza, y quedó sumergido en una profunda meditación por espacio de un cuarto de hora.

-¡Sí! -dijo de repente, poniéndose de pie y separando con su mano los cabellos lacios de su frente. ¡No hay remedio, de este modo les tomo todos los caminos!

Y, sin precipitación, pero como ajeno a la mínima duda, ni hesitación, sentóse a su escritorio y escribió las siguientes cartas, que leía con atención después de concluir cada una.


   5 de mayo, a las dos y media de la mañana.

 Hoy tengo necesidad de tu talento, Florencia mía, como tengo siempre necesidad de tu amor, de tus caprichos, de tus enojos y reconciliaciones para conocer una felicidad suprema en mi existencia. Tú me has dicho, en algunos momentos en que sueles hablar con seriedad, que yo he educado tu corazón y tu cabeza; vamos a ver qué tal ha salido la discípula.

 Necesito saber, cómo se explica en lo de Doña Agustina Rosas y en lo de Doña María Josefa Ezcurra, un suceso ocurrido anoche por el Bajo de la Residencia: qué nombres se mezclan a él; de qué incidentes lo componen; de todo, en fin, cuanto sea relativo a ese acontecimiento.

 A las dos de la tarde yo estaré en tu casa, donde espero encontrarte de vuelta de tu misión diplomática.

 Ten cuidado de Doña María Josefa; especialmente, no dejes delante de ella asomar el menor interés en conocer lo que deseas y que harás que te revele ella misma: he ahí tu talento. Tú comprendes ya, alma de mi alma, que algo muy serio envuelve este asunto para mí; y tus enojos de anoche, tus caprichos de niña, no deben hacer parte en lo que importa al destino de

Daniel.


-¡Mi pobre Florencia! exclamó el joven después de leer esta carta-. ¡Oh! ¡Pero ella es viva como la luz, y nadie penetra en su pensamiento cuando ella no lo quiere! Vamos a otra carta -continuó-, pero a ésta es necesario que el reloj esté adelantado algunas horas.

Y escribió y leyó lo que sigue:


   5 de mayo de 1840, a las nueve de la mañana.

 Señor Don Felipe Arana, etc., etc.

 Mi distinguido amigo y señor: Mientras usted se desvela, y arrostra, con la energía propia de su carácter, todos los peligros de que está rodeado el gobierno, por la oposición y la intriga de sus enemigos, ciertas autoridades, que estando bajo la dependencia de usted no dejan, sin embargo, de hacerle una guerra disfrazada, descuidan el cumplimiento de sus deberes.

 La policía, por ejemplo, tiene más empeño en ostentar independencia de usted, que en velar aquello que únicamente la compete.

 Sabe usted que en la semana anterior han emigrado cuarenta y tantos individuos, sin que la policía lo haya estorbado, a pesar de sus poderosos medios; y que Su Excelencia el Restaurador lo ha sabido por avisos de usted, a quien tuve el honor de comunicarle tal suceso. Pero basta que fuese usted quien lo comunicó a Su Excelencia para que el señor Victorica se manifieste indolente.

 Anoche, a las diez y media, me retiraba de la Boca para la ciudad, por el camino del Bajo; y a la altura de la casa del señor Mandeville, he visto una numerosa reunión de hombres que, por su inmediación a la orilla del río, creo que tenían el pensamiento de embarcarse, y que lo habrán efectuado. Y es el momento en que usted tome su desquite del señor Victorica, informando de esto a Su Excelencia, que, casi me atrevería a asegurarlo, si tiene conocimiento del hecho, no lo ha de tener del nombre de los prófugos, que a estas horas debería saberlo, si la policía imitase a usted en su actividad y celo.

 Después de mediodía tendré el honor de hablar a usted personalmente, y me asiste la esperanza de poder ratificarme más en la alta idea que tengo de su talento y de su actividad, al ver que a esas horas ya sabrá usted, sin necesidad de la policía, todo cuanto ha ocurrido anoche, con detalles y nombres, si, como lo creo, mi presunción no es equivocada.

 Y, hasta entonces, saluda a usted con su acostumbrado respeto su atento y seguro servidor Q. B. S. M.

Daniel Bello.


-¡Ah, mi buen Don Felipe! -exclamó Daniel, riéndose como un niño después de la lectura de esta carta-, ¡quién te diría alguna vez que, ni en chanza, te hablarían de actividad y de talento! Pero no hay nadie inútil en este mundo, y tú me has de servir para grandes cosas todavía. Vamos a la otra.


   5 de mayo 1840.

 Señor Coronel Salomón

 Paisano y amigo: A mí me consta, como al que más, que la Federación no tiene una columna más robusta que usted, ni el heroico Restaurador de las Leyes, un amigo más fiel y decidido. Y es por eso que me disgusta oír entre ciertas de las relaciones que frecuento, y que usted sabe poco más o menos quiénes son, que la Sociedad Popular, de que usted es digno Presidente, no ayuda a la policía con toda la actividad que debiera, en perseguir los unitarios, que fugan todas las noches para ir a incorporarse al ejército de Lavalle.

 El Restaurador debe estar disgustadísimo de esto; y yo, como amigo de usted, quisiera aconsejarle, que hoy mismo reuniese en su casa los mejores federales que tiene la Sociedad, tanto para que le diesen cuenta de cuanto sepan respecto de los que se han ido últimamente, cuanto para acordar los medios de perseguir y escarmentar a los que quieran irse en adelante.

 Yo mismo tendría mucho gusto en asistir a la reunión, y en prepararle a usted un discurso federal para que entusiasmase a los defensores del Restaurador, como lo he hecho otras veces, aun cuando usted es muy capaz de desempeñarse por sí solo, toda vez que se trate de nuestra santa causa de la Federación, y de la vida del ilustre Restaurador de las Leyes.

 Si usted dispone la reunión federal, sírvase contestarme antes de las doce, y disponga de éste su atento servidor que lo saluda federalmente,

Daniel Bello.

-Este hombre hará cuanto le digo -dijo Daniel después de escribir la carta, con un acento de completa confianza-. Este hombre y todos los demás de su especie, devorarían a Rosas sin saberlo ellos, si solamente hubiera tres hombres como yo que me ayudasen a conducirlos: uno en la campaña, otro en el ejército, otro cerca de Rosas, y yo en todas partes como Dios, o como el diablo... Me falta otra carta todavía -continuó abriendo un secreto de su escritorio y sacando un papel lleno de signos convencionales, que consultaba a medida que escribía con ellos lo siguiente:


   Buenos Aires, 5 de mayo de 1840.

 Anoche han sido sorprendidos cinco de nuestros amigos a tiempo de embarcarse. Lynch, Riglos, Oliden, Maisson han sido víctimas, a lo menos así lo creo hasta este momento; uno ha escapado milagrosamente. Si por algún otro conducto tienen ustedes conocimiento de este suceso, no hagan uso absolutamente de ningún otro nombre que no sea de los que dejo escritos.


Y firmando con un signo especial, cerró esta carta y escribió en el sobre:

A. de G3-Montevideo.


Y poniendo esta carta bajo otro sobre, la colocó bajo su tintero de bronce, y tiró del cordón de una campanilla.

Fermín apareció en el acto.

-Las cosas no andan buenas, Fermín -dijo Daniel fingiendo cierto aire de distracción y de indolencia mientras hablaba-. El enrolamiento es general y voy a tener que empeñarme otra vez con el general Pinedo por tu papeleta de excepción, a no ser que tú quieras servir.

-¡Y cómo he de querer, señor! -dijo el criado, con esa entonación perezosa, habitual en los hijos del campo.

-Y sobre todo -continuó Daniel-, el servicio va a ser terrible. Es probable que el ejército tenga que andar por toda la república; y tú no estás acostumbrado a tales fatigas. Has nacido en la estancia de mi padre y te has criado a mi lado con todas las comodidades posibles. Yo creo que nunca te he dado que sentir.

-¡Que sentir, señor! -dijo Fermín con lágrimas en los ojos.

-Te tengo a mi servicio inmediato, porque deposito en ti una completa confianza. Tú eres en mi casa el amo de mis criados, gastas cuanto dinero quieres; y yo creo que nunca te he reconvenido, ¿no es verdad?

-Es verdad, señor.

-Nunca hago venir un caballo para mí, sin pedir a mi padre otro para Fermín; y hay pocos hombres en Buenos Aires que no tengan envidia de los caballos que montas. Así es que tendrías que sufrir mucho si te separasen de mi lado.

-Yo no sirvo, señor. Primero me hago matar que dejar a usted.

-¿Y te harías matar por mí en cualquier trance apurado en que yo me encontrase?

-¿Y cómo no, señor? -contestó Fermín con el acento más cándido y sincero de un joven de diez y ocho años, y que tiene en su pecho esa conciencia de su valor, que parece innata a los que han respirado con la vida el aire de la Pampa.

-Así lo creo -dijo Daniel-, y si yo no hubiese penetrado en el fondo de tu corazón hace mucho tiempo, sería bien digno de una mala fortuna, porque los tontos no deben conspirar.

Y pronunciando Daniel como para sí mismo esas últimas palabras, tomó las tres primeras cartas que había escrito, y continuó:

-Bien, Fermín, no te llevarán al servicio. Oye lo que voy a decirte: mañana a las nueve llevarás un ramo de flores a Florencia, y cuando salga a recibirlo le pondrás en la mano esta carta. Pasarás en seguida a casa del señor Don Felipe Arana, y entregarás esta otra. Irás después a casa del coronel Salomón y entregarás también esta otra carta. Ten mucho cuidado de leer los sobres al entregar las cartas.

-No hay cuidado, señor.

-Oye más.

-Diga usted, señor.

-De vuelta de tus diligencias, pasarás por lo de Marcelina.

-Aquella de...

-Aquélla, sí; aquella a quien prohibiste que entrase de día a mi casa, y que tuviste razón para ello: le dirás, sin embargo, que venga inmediatamente a verme.

-Está muy bien.

-A las diez de la mañana estarás de vuelta, y, si no me he levantado aún, me despertarás tú mismo.

-Sí, señor.

-Antes de salir, da orden que se me despierte si viene alguien a buscarme, cualquiera que sea.

-Muy bien, señor.

-Ahora, una sola palabra más, y vete a acostar. ¿No adivinas qué palabra será ésa?

-Ya sé, señor -dijo Fermín con una marcada expresión de inteligencia en su fisonomía.

-Me alegro mucho que lo sepas y que no lo olvides jamás. Para merecer mi confianza y mi generosidad, se necesita no tener boca, o tener una cabeza de hierro para libertarse de un momento de mal humor debido a alguna indiscreción.

-No hay cuidado, señor.

-Bien, vete ahora.

Y Daniel cerró la puerta de su aposento que daba al patio, a las tres y cuarto de la mañana, de esa noche en que su espíritu y su cuerpo habían trabajado más que algunos otros hombres, de gran nombre, en el espacio de algunos años.