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Amalia/La ronda federal

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La ronda federal

Todavía Eduardo tenía vuelta su gallarda cabeza hacia la dirección de la descarga, y las manos llevadas instintivamente a los bolsillos donde tenía sus pistolas, cuando la voz de Amalia interrumpió el silencio de aquel lúgubre recinto, exclamando:

-¡Sube, sube, por Dios! -oprimiendo el brazo de su amado y queriendo arrastrarlo con sus débiles manos.

Eduardo, comprendiéndolo todo, y el peligro de que permaneciese Amalia un minuto más en aquel lugar, la tomó por la cintura con su robusto brazo, diciéndola:

-Sí, pronto, no hay que perder un momento -mientras que Luisa, prendida del vestido de su señora, quería darla apoyo también para subir ligero.

Apenas habrían caminado dos minutos cuando una segunda descarga los paró maquinalmente a todos, haciéndoles volver la vista a la dirección que traía el sonido, y entonces percibieron claro, aunque a larga distancia, una súbita claridad en el río, y el sonido de otra descarga.

-¡Dios mío! -exclamó Amalia.

-No, esa última es de la ballenera, que les contesta -repuso Eduardo, dejando ver sus dientes de alabastro en una sonrisa, mezcla de contentamiento y de rabia.

-¿Pero las habrán herido, Eduardo?

-No, no; es muy difícil; sube, hay otro peligro que evitar.

-¿Otro?

-Sube, sube.

A pocos pasos estaban ya en la casa cuando se encontraron con Pedro, que venía atacando otra bala en su tercerola, y con su sable debajo del brazo.

-Ah, ya están aquí -dijo al verlos.

-Pedro.

-Señora, yo soy. Pero éstas no son horas para que ande usted por estos lugares.

Es ésta la primera vez quizá que el buen viejo dirigía una reconvención a la hija de su coronel.

-Pedro, ¿ha oído usted? -le preguntó Eduardo.

-Sí, señor, todo lo he oído. Pero éstas no son horas de que la señora...

-Bien, bien, ya no lo haré más, Pedro -dijo Amalia, que comprendía todo el interés que sentía por ella aquel fiel servidor de su familia.

-Quería preguntar a usted, Pedro -prosiguió Eduardo, entrando ya en la casa-, si ha podido distinguir, ¿de qué armas son los primeros y los segundos tiros?

-¡Bah! -exclamó el veterano, cerrando la puerta y sonriéndose.

-¿Veamos, pues?

-La primera y la segunda descarga han sido de tercerola; y la última de fusil.

-Esa es mi misma idea.

-A cualquiera que tenga oídos se le ocurre lo mismo -repuso Pedro, que parecía estar de malísimo humor con todos por el peligro que acababa de correr su señora, y, como para evitar más preguntas, se fue a encender luz en el aposento en que dormían Eduardo y Daniel cuando se quedaban en la Casa Sola, y que se hallaba en el otro extremo de las tres habitaciones de Amalia.

Cuando ésta entró a la sala, y se quitó de la cabeza el pañuelo de seda que la cubría, Eduardo no pudo menos que sorprenderse al mirar la excesiva palidez de su semblante.

La joven se sentó en una silla, afirmó el codo en una mesa y posó su frente sobre su blanca y delicada mano, mientras Eduardo había pasado al comedor, a oscuras, y abriendo la ventana, ponía toda su alma en el oído, porque la densidad de las sombras era cada vez mayor y no se podía distinguir cosa alguna.

Nada se oía.

No parecía que la vida acabase de enviar tanta muerte un momento antes.

Cuando volvió a la sala todavía permanecía Amalia en la misma actitud.

-Basta, mi Amalia, basta; ya ha pasado todo, y Daniel irá riéndose en este momento -la dijo sentándose a su lado y arreglando unas hebras de los lacios cabellos de su amada, que se habían descompuesto con la presión de la mano.

-¡Pero tanta bala! Es imposible que no hayan herido a alguno.

-Por el contrario; lo que es imposible es que haya llegado una bala de tercerola, ni a cincuenta varas de la ballenera. Han visto su sombra en el agua y han tirado al acaso.

-¿Pero toda la costa está vigilada? ¿Y Daniel? ¡Cómo desembarca Daniel, Dios mío!

-Bajará a la madrugada, en que se retiran las patrullas.

-¿Y Fermín le ha llevado el caballo?

-Sí, señora -respondió Luisa que entraba con una taza de té para Amalia.

En ese momento Eduardo volvió a levantarse y pasar al comedor para escuchar de nuevo por la ventana. Una idea hacía rato que estaba cruzando por su cabeza, y que era lo único que lo inquietaba.

Apenas haría tres minutos que estaba recostado contra la reja, cuando creyó percibir cierto ruido por el Bajo.

Un momento después ese ruido era bien perceptible, y no podía dudarse que lo originaba la marcha de muchos caballos.

De repente, el rumor de la marcha de la cabalgata cesó, pero pudo distinguirse el eco confuso de algunas voces al pie de la barranca. En seguida volvió a sentirse la marcha de los caballos.

-No hay duda -se dijo Eduardo-, ésta es la patrulla que ha hecho fuego. Se ha parado al pie de la barranca, y probablemente han hablado de esta casa. No hay duda; van a dar la vuelta para venir por el camino de arriba. ¡Fatalidad, fatalidad! -y el joven se mordió los labios hasta sacarse sangre.

Al entrar a la sala, Amalia, que leía tan bien en el semblante de su amado, comprendió que alguna emoción profunda lo agitaba, y ella misma le abrió el camino diciéndole, en el estilo que usaba con él, y el único que le consentía, cuando no estaban en ciertos momentos en que la poesía del amor les inspiraba un tratamiento más dulce y más íntimo:

-Hable usted, Eduardo: yo siempre tengo en mi alma la resignación, esperando a la desgracia.

-No; desgracia no -repuso aquél como avergonzado de que su amada hubiera apercibido en su semblante alguna expresión pasajera de temor.

-¿Y qué es, pues?

-Quizá... Quizá nada... Una tontería mía -dijo el joven, sonriendo, sacudiendo su cabeza y tomando el té que había dejado Amalia en su taza.

-No, no, algo hay, y yo quiero saberlo.

-Pues bien; lo que hay es, que acaba de pasar una patrulla por bajo la barranca, y que será probablemente la misma que ha hecho fuego sobre la ballenera. He ahí todo.

-¿Todo? Bien; ya verá usted si he comprendido lo que usted ha callado. Luisa, llama a Pedro.

-¿Y para qué? -preguntó Eduardo.

-Va usted a oírlo.

El veterano apareció.

-Pedro -le dijo Amalia-, es posible que intenten asaltarnos esta noche, querer registrar la casa, o alguna cosa así; cierre usted bien las puertas y prepare sus armas.

Eduardo quedó atónito de aquel valor y serenidad de su amada, admirándola en el santuario de su alma, conociendo que no era el valor de la organización, sino el valor del amor, elevado al grado de sacrificio. Porque en aquellos momentos una resistencia armada, una resistencia cualquiera a la voz de los agentes de Rosas era una sentencia infalible de muerte, o de desgracias de todo género, y Amalia se lanzaba a afrontarlas, intentando salvar al bien amado de su corazón.

-Ya está todo hecho, señora; tengo veinte tiros y mi sable -respondió Pedro.

-Y yo cuatro y el mío -dijo Eduardo parándose súbitamente; pero más súbito todavía y como si hubiesen cambiado un hombre por otro, volvió a sentarse y dijo:

-No, aquí no correrá sangre.

-¿Cómo?

-Digo, Amalia, que en último caso no merece mi vida el que usted presencia una escena como la que hemos querido preparar imprudentemente, y que no daría, por último, sino la pérdida de todos.

-Pedro, haga usted lo que se le ha mandado -repuso Amalia.

-¡Amalia! -exclamó Eduardo, tomándole la mano.

-Eduardo -replicó la joven-, yo no tengo nada en mi vida que no esté en la vida del ser que amo y cuando el destino de él fuese de prisa a la desgracia, yo precipitaría el mío para que fuésemos juntos.

La joven no había acabado estas palabras melancólicas, expresión de su triste y enamorado corazón, cuando el golpe de muchos caballos se sintió por el camino de arriba.

Eduardo se levantó sereno, pasó al patio donde se paseaba Pedro, y entró a su aposento. Se quitó tranquilamente el pequeño poncho que lo cubría aún, sacó sus pistolas de dos tiros que tenía en los bolsillos de sus pantalones, examinó los cebos, y tomando luego su espada dio al patio y colocóla desnuda en un rincón.

En ese momento Amalia llegaba también al patio con la inocente Luisa pegada a su vestido, que por segunda vez la repetía:

-Señora, ¿quiere usted que rece?

-Sí, hija mía, anda a la sala y reza.

La noche había cubiértose con todo su ropaje de sombras y la tormenta se cernía sobre la tierra.

No bien había cambiado Amalia algunas palabras con Eduardo y Pedro, cuando sintióse el rumor de voces cerca de la puerta, y luego los sables y las espuelas de algunos que se desmontaban; y entonces pasaron a la sala, cuya puerta daba al pequeño zaguán.

Al entrar, un espectáculo tierno y sublime los detuvo a la puerta: la vista de Luisa, hincada, con sus manecitas juntas en actitud de súplica, rezando delante al crucifijo de Amalia.

Parecía que se esperaba la última palabra de esa oración de la inocencia elevada a Dios, en medio de la noche y los peligros, para comenzar la primera escena de aquel drama que presagiaba un terrible desenlace; pues que en el acto de levantarse la niña, y de entrar los que la observaban, una docena de recios golpes fueron dados en la puerta de la calle.

-Nuestro plan está ya concebido con Pedro -dijo Eduardo dirigiéndose a Amalia-, no abriremos, ni responderemos. Si se cansan y se van, tanto mejor. Si intentan echar la puerta abajo, tendrán que trabajar mucho, pues es gruesa y bien sostenida; y si lo logran, cuando los recibamos estarán fatigados.

Los golpes se repitieron en la puerta, y en seguida empezaron a darlos en las ventanas de la sala y del comedor.

-Échenla abajo -dijo una voz ronca y fuerte que había sobresalido varias veces entre aquellas que acompañaban con un coro de palabras obscenas los golpes que daban en vano sobre la puerta y las ventanas.

Pedro se sonrió, recostándose tranquilamente en la puerta de la sala.

-No se puede -dijeron muchas voces a la vez, después de haberse hecho grandes esfuerzos, que se conocía por el crujimiento de los tablones que descansaban sobre dos gruesas trancas.

-Tiren sobre la cerradura -dijo la misma voz que se hacía notable entre todas.

Pedro se sonrió, dio vuelta la cabeza y miró a Eduardo parado con Amalia de la mano en el medio de la sala.

En aquel momento, cuatro tiros de tercerola se dispararon en la parte exterior, y la cerradura vino a caer a los pies de Pedro, que con una serenidad admirable diose vuelta, acercóse a Amalia y la dijo:

-Estos pícaros pueden tirar por las ventanas, y usted no está bien aquí.

-Es cierto -repuso Eduardo-, al aposento de Luisa.

-No; yo estaré donde estén ustedes.

-Niña, si usted no entra, yo la cargo y la encierro -replicó Pedro con una voz tan tranquila pero tan resuelta, que Amalia, aunque sorprendida, no se atrevió a replicarle y entró con Luisa al aposento. Mientras Pedro y Eduardo fueron a colocarse entre las dos ventanas, quedando cubiertos por la pared.

Estas precauciones no fueron inútiles, pues apenas habían ocupado aquel lugar, cuando los vidrios saltaron en mil pedazos y algunas balas atravesaron la sala.

Pero afuera también tomaban sus medidas. Conocían bien que había gente en la casa, pues que la puerta estaba cerrada por dentro, y se veía luz por los agujeros que habían hecho las balas. Y esta resistencia a abrir los exasperaba más, a ellos que traían sable y tercerola, y que por consiguiente eran agentes de la autoridad todopoderosa del Restaurador.

De repente, un golpe tremendo, un empuje casi irresistible hizo rechinar los goznes y crujir los marcos de la puerta que parecía pronta a saltar toda entera, pues hasta las paredes se conmovieron cual si las sacudiese un terremoto.

-¡Ah, ya sé; y para esto no hay remedio! -dijo Pedro saliendo del lugar en que estaba, amartillando su tercerola y dirigiéndose al zaguán; mientras que Eduardo, preparando también sus pistolas, iba a su lado con los ojos chispeantes, la boca entreabierta, y apretando convulsivamente sus armas.

Amalia, que sintió y vio todo esto, ocurrido en menos de un segundo, iba a precipitarse del aposento, cuando Luisa se echó a sus pies y le abrazó las rodillas.

Un segundo golpe sin vibración, pero pujante, a plomo, hizo estremecer de nuevo toda la casa, y multitud de cascotes saltaron de los marcos de la puerta.

-No resiste otro -dijo Pedro.

-¿Y con qué demonios dan? -preguntó Eduardo trémulo de rabia y deseando que cayese la puerta de una vez.

-Con el anca de dos o tres caballos a un mismo tiempo -contestó Pedro-; así echamos abajo la puerta de un cuartel en el Perú.

En ese momento, porque toda esta escena era rápida como el pensamiento, Luisa, abrazada de las rodillas de Amalia, sin dejarla salir, la decía llorando:

-Señora, la Virgen me ha hecho recordar una cosa; la carta, yo sé donde está, con ella nos salvamos, señora.

-¿Qué carta, Luisa?

-Aquella que...

-Ah, sí. ¡Providencia divina! Es el único mecho de salvarlo. Tráela, tráela.

Y Luisa voló, sacó de una cajita una carta y se la dio.

Amalia entonces pasó corriendo a la puerta de la sala y dijo a Eduardo y Pedro, que estaban en el zaguán esperando por momentos ver caer la de la calle:

-No se muevan, por Dios; oigan todo pero no hablen ni entren a la sala -y sin esperar' respuesta, corrió las hojas de la puerta, y volando a una de las ventanas, tiró los pasadores y abrió.

A este ruido, dejaron la puerta y se precipitaron a la ventana diez o doce de los que estaban desmontados; y por instinto, por instinto federal, abocaron sus tercerolas a las rejas.

Amalia no retrocedió, no se inmutó siquiera, y con una voz entera y digna se dirigió a ellos:

-¿Por qué se asalta de este modo la casa de una mujer, señores? Aquí no hay hombres, ni riquezas.

-¡Eh, que no somos ladrones! -contestó uno que se abrió camino por medio de los demás hasta llegar a la ventana.

-Pues si es ésta una patrulla militar, no debía tratar de echar abajo las puertas de esta casa.

-¿Y de quién es esta casa? -preguntó aquel que se había acercado, parodiando la acentuación con que había marcado Amalia aquellas dos palabras.

-Lea usted y lo sabrá. Luisa, alcanza la luz.

El tono de Amalia, su juventud, su belleza, y el misterio de esa especie de seguridad y de amenaza que envolvía en sus últimas palabras, acompañada del papel que entregaba, en aquella época en que todos temían caer, por equivocación, o por cualquier cosa, en el enojo de Rosas, llevó sin esfuerzo la perplejidad a toda aquella gente, en cuyas cabezas no había entrado la sospecha de que en esa casa, por tantos años desierta, hubiese una mujer como la que veían.

-Pero, señora, abra usted -le dijo entrecortado el personaje que recibió la carta, y que no era otro en cuerpo y alma que Martín Santa Coloma al frente de su partida.

-Lea usted primero y después abriré si todavía lo quiere -repuso Amalia dando mayor firmeza y aire de reproche a la entonación de su voz; al mismo tiempo que Luisa, fingiendo valor como su señora, acercaba la luz a la reja, entre una bomba de cristal.

Santa Coloma desdobló la carta sin quitar sus ojos de aquella mujer que a la luz del fanal le hería la imaginación, como algo de encantamiento en aquel lúgubre y solitario lugar. Miró luego la firma de la carta, y la sorpresa se pintó en su rostro, que no dejaba de ser varonil e interesante.

-Tenga usted la bondad de leer fuerte para que todos oigan -dijo Amalia.

-Señora, yo soy el jefe de esta partida, y con que yo lea es bastante -contestó aquél, y se impuso del contenido de esta carta, que el lector debe conocer también y que decía:

Señora Doña Amalia Sáenz de Olavarrieta Mi distinguida compatriota: He sabido con mucho disgusto que se han atrevido a incomodar a usted en su soledad, sin motivos, y sin orden de tatita, lo que es un grande abuso que él reprendería si lo supiese. La vida que usted lleva no puede inspirar sospechas a nadie, sino a los que toman el nombre del gobierno para sus fines particulares: usted está en el número de las personas que más distingo, y le ruego, como una amiga, que me comunique al momento, si otra vez fuese usted molestada; porque si es sin orden de tatita, como no lo dudo, yo se lo avisaré a él en el acto, para que no se abuse de su nombre otra vez. Crea usted que será un momento muy feliz para mí aquel en que pueda serle útil su obsecuente servidora y amiga. Manuela Rosas. Agosto 23 de 1840.

-Señora -dijo Santa Coloma quitándose su sombrero-, yo no he tenido la intención de hacer a usted ningún mal, ni sabía quién vivía aquí. He creído que podrían haber salido de esta casa algunos de los que se han embarcado hace poco por esta costa, pues acabo de batirme con una ballenera enemiga muy cerca de aquí, y como no hay más casa que ésta...

-Vino usted a echarme las puertas abajo, ¿no es eso? -le interrumpió Amalia para acabar de dominar el espíritu de Santa Coloma.

-Señora, como no me abrían, y veía luz... pero, dispénseme usted. Yo ignoraba que aquí viviera una amiga de Doña Manuelita.

-Está bien, ¿quiere usted entrar ahora y registrar la casa? -y Amalia hizo un movimiento como para salir a abrir.

-No, señora, no. Sólo le pido a usted el favor de permitirme que vengan mañana a componer la puerta, que quizá se ha estropeado.

-Mil gracias, señor. Mañana pienso irme a mi casa del pueblo, y esto no es nada.

-Yo mismo -prosiguió Santa Coloma-, voy a pedirle disculpas a Doña Manuelita. Créame usted que ha sido sin intención.

-Todo lo creo a usted, y no hay necesidad de disculpas; porque por mi boca nadie sabrá lo que ha ocurrido, usted se ha equivocado y eso es todo lo que hay -repuso Amalia endulzando su voz todo cuanto le era posible en su situación.

-Señores, a caballo; ésta es una casa federal -gritó Santa Coloma a los suyos-. Vuelvo a pedir a usted perdón -continuó volviéndose a Amalia-. Buenas noches, señora.

-¿No quiere usted descansar ni un momento?

-No, señora, mil gracias; usted es la que debe descansar del mal rato que la he dado.

Y retirándose Santa Coloma, todavía no se ponía el sombrero.

-Buenas noches -dijo Amalia y cerró su ventana.

Un minuto después estaba desmayada sobre el sofá.