Amalia/Quinientas onzas
Quinientas onzas
Reflexionando iba Daniel sobre las raras condiciones de su primer maestro, más que sobre otros asuntos de mayor importancia que le preocupaban después de algunos días, en la vida agitada a que lo conducía su organización, a la vez que su entusiasta patriotismo. Este joven reunía dos condiciones morales, opuestas diametralmente, y que, a pesar de eso, se hallan reunidas alguna vez en un mismo individuo; es decir, había en él el talento y la circunspección de un grande hombre, y el espíritu frívolo y sutil de un joven común. Y así se le veía en las circunstancias más difíciles, en los trances más apurados, mezclar a lo serio la ironía, a lo triste la risa, y lo más grave, aquello que era la obra misma de su alta inteligencia, picarlo un poco con los alfileres del ridículo.
En este momento acababa por ejemplo de guardar una sentencia de muerte contra su vida en los treinta y dos papelitos que llevaba en su pecho, pues cualquiera que fuese el objeto que se proponía con ellos, el mismo misterio que encerraban habría sido en aquella época un asunto de pena capital. Y sin embargo, Daniel caminaba reflexionando y riéndose de Don Cándido sin acordarse de tales papelitos. Organización rara; corazón frío y valiente en los peligros; débil y ardiente para el amor; imaginación altísima para las más vastas concepciones; sutil y ligera para encontrar siempre los contrastes del sello de las cosas.
Ni más ni menos que como un joven indolente, embriagado por esa voluptuosidad del alma y los sentidos a los veinte y cinco años de la vida, que nos hace perezosos exteriormente, porque toda nuestra actividad se reconcentra entonces en los deseos y en los recuerdos, Daniel llegó a su casa en la calle de la Victoria, en cuya puerta encontró a su fiel Fermín, que le esperaba con impaciencia, porque eran ya las ocho y media de la noche, es decir, una hora más tarde de aquella en que Daniel volvía a su casa generalmente, a ponerse en estado, como decía, de no ser satirizado por su Florencia; verdadero afecto, única ilusión amorosa en su corazón; único hálito de felicidad que refrescaba el alma de ese joven, abrasada por la fiebre de la desgracia pública, y de la cual él no había conocido aún el más terrible de sus estragos, y por que habían pasado ya millares de hombres de la generación a que él pertenecía: y tal era la separación repentina y sin término del objeto amado.
A esa época de la dictadura, la mayor parte de los jóvenes argentinos, en esa edad en que la vida rebosa su sensibilidad y su energía en las fuentes secretas de los afectos, había tenido que decir un ¡adiós! a alguna mujer querida, a alguna realización bella de los sueños dorados de su juventud; y al sentimiento de la patria, de la familia, del porvenir, se mezclaba siempre la ausencia de una mujer amada en esa segunda generación que se levantó contra la dictadura, y que, para combatirla, tuvo que dejar de improviso las playas de la patria.
La mano de Rosas interrumpía en el corazón de esos jóvenes el curso natural de las afecciones más sentidas: la de la patria y la del amor. Y en la peregrinación del destierro, en los ejércitos, en el mar, en el desierto, los emigrados alzaban su vista al cielo para mandar en las nubes un recuerdo a su patria y un suspiro de amor a su querida.
A la época que atravesamos, las esperanzas del triunfo radiaban en la imaginación de los emigrados; pero por halagüeña que sea una promesa, si posible es tener la paciencia de esperar su logro en la edad más inquieta de la vida, cuando esa promesa hace relación con la política, no es lo mismo cuando ella hace parte de la vida de nuestro corazón, porque entonces cada hora es un siglo que pesa lleno de fastidio y zozobra sobre el alma; así con el dolor de la proscripción los emigrados sufrían, en su mayor parte, los terribles martirios del amor en la ausencia de la mujer amada.
Pero en este sentido Daniel era feliz. Él, el más devorado por el deseo de la libertad de su patria, el más dolorido por sus desgracias, el más activo por su revolución, podía, sin embargo, a los veinte y cinco años de su vida, respirar paz y felicidad en el aliento de su amada y ver a su lado esa luz divina, recuerdo o revelación del paraíso, que se derrama en la mirada tierna y amorosa de ese ángel de purificación y de armonía que se encarna en la mujer amada de nuestro corazón.
Así Daniel entró contento a su casa; pues pronto debía salir de ella para volar al lado de su Florencia.
-¿Ha venido alguien? -preguntó Daniel, dirigiéndose a sus habitaciones.
-Sí, señor, hay un caballero en la sala.
-¿Y quién es ese caballero? -prosiguió Daniel sin manifestar la menor curiosidad y entrando a su escritorio por la puerta que daba al patio.
-El señor Don Lucas González -respondió Fermín, entrando al escritorio junto con su señor.
-¡Ah, ah, el señor Don Lucas González! Por ahí debías haber comenzado, tonto: los hombres honrados, y sobre todo los amigos de mi padre, no deben hacer antesala mucho tiempo -dijo Daniel, dirigiéndose a su sala de recibo, pasando por su alcoba y dos habitaciones más, todas iluminadas y adornadas con sencillez, pero con elegancia.
-Cuánto siento, señor, que se haya usted incomodado en esperarme. Rara vez falto de mi casa a las siete, pero hoy una ocurrencia imprevista me ha detenido fuera de ella -dijo el joven, dando la mano a un hombre anciano y de un aspecto noble y respetable, a quien colocó a su derecha en uno de los sofás de la sala.
-Hace apenas algunos minutos que he llegado, y de ningún modo me incomodaba el esperar a usted, señor Bello -contestó con amabilidad el señor Don Lucas González, antiguo vecino de Buenos Aires; español, hombre acaudalado y de una honradez y buena fe conocidas.
-Es justo que los hijos hereden las afecciones de los padres; y yo siento, señor, perder un minuto de sociedad con aquellos hombres a quienes estima el mío, y que yo sé que son bien dignos de esa estimación.
-Gracias, señor Don Daniel. Yo también tengo por el señor Don Antonio una verdadera estimación: fue de los primeros argentinos que conocí en Buenos Aires. ¿Y cuándo viene a la ciudad?
-No lo sé, señor. Sin embargo, me parece que para setiembre u octubre tendré el placer de darle un abrazo; y espero entonces que tendremos el honor de ver a usted con más frecuencia en esta casa.
-¡Oh sí, sí! Yo salgo poco. Pero por el señor Don Antonio se hacen excepciones con gusto. Somos antiguos amigos. Y, fiado en esta amistad, es que vengo a pedir al hijo una disculpa.
-¿A mí, señor? Los hombres como usted no se ven nunca en el caso de pedir disculpas.
-Sin embargo, me hallo en ese caso -dijo el anciano con cierta expresión de disgusto.
-Veamos, señor, ¿qué falta es ésa de que habla la escrupulosa delicadeza de usted?
-Sabe usted, señor Bello, que he respondido a usted por los ciento cuarenta y cinco mil pesos que importan las tropas de ganado vendidas al abastecedor Núñez.
-Es cierto, señor, y en el acto de recibir la carta de usted, di orden para que fuese entregado el ganado.
-Es verdad, pero el plazo se vence mañana.
-No lo recuerdo ciertamente.
-Sí, mañana: mañana, 19 de mayo.
-¿Y bien, señor?
-Es el caso que Núñez no ha reunido el dinero, que recién me lo avisa hoy, y que no tengo en caja esa cantidad, que no podré realizarla antes de una semana.
-¿Y qué necesidad que sea en una semana? ¿Por qué no decir ocho, diez, veinte semanas, las que usted quiera? Al presente no tengo ninguna letra urgente de mi padre, y aun cuando así no fuera, sabe usted que los señores Arichorenas la cubrirían en el acto. No me fije usted tiempo, señor González. Su palabra de usted me vale tanto como si aquella cantidad estuviese en mis gavetas.
-Gracias, amigo mío -dijo el señor González, con una expresión marcada de ese reconocimiento que es peculiar en los corazones sanos, cuando reciben un servicio-; yo tenía en mi caja -continuó- quinientas onzas de oro. Podía con ellas cubrir a usted; pero anteayer me he encontrado en uno de esos compromisos... de esos compromisos de esta época... pues... de que un hombre no sabe cómo libertarse.
-¡Ya! -exclamó Daniel, que al oír compromiso y época, olvidó el respeto que debía guardar a los asuntos privados de un extraño, y quiso, por el contrario, incitarlo a su explicación-. ¡Ya!, ¡tanta suscripción, tanto donativo a hospitales, expósitos, universidad, guerra! Sobre todo, tantos préstamos, de que un hombre pacífico no puede eximirse por la posición de los que piden.
-¡Pues! Eso mismo es lo que acaba de sucederme.
-Préstamos que no vuelven -continuó Daniel echándose hacia un brazo del sofá, como si sólo quisiera hablar de las generalidades de la época.
-No; felizmente, creo que esto no me sucederá esta vez, porque Mansilla me hipoteca su casa.
-¡Oh, es una hermosa finca! -dijo Daniel, que al oír el nombre de Mansilla conoció que el asunto era más interesante de lo que al principio creyó.
-¡Hermosísima! Pero de todos modos, es dinero parado, porque ni pagará intereses ni yo le haré vender la finca cuando llegue el plazo.
-¡Oh, y hará usted muy bien! Usted conoce la posición del general Mansilla: con el préstamo, usted se hace de él un buen apoyo; con el reclamo se haría usted de él un mal enemigo quizá: los hombres colocados muy alto no gustan de que les reclamen nada.
-Ha acertado usted, señor Bello. La amistad de Mansilla me cuesta ya mucho, como la de otros señores; pero me daré por bien servido con tal de que me dejen vivir tranquilo, gozando con mi familia de esa poca o mucha fortuna que tengo y que es el fruto del trabajo personal de toda mi vida.
-¡Triste estado por cierto, señor González: tener que comprar como un favor lo que se nos debe en justicia! ¡Pero cómo ha de ser!, no se puede hacer de otro modo, y es muy prudente lo que usted hace.
-Así lo creo.
-Sin embargo, si las sumas se multiplican en esa proporción de quinientas onzas, la cosa irá muy mal al fin de algún tiempo. ¿No es usted de mi opinión?
-¿Y qué he de hacer? Sin embargo, esta vez me garanto a lo menos con una hipoteca.
-¿Se ha extendido ya?
-Todavía no.
-¿Pero ha entregado usted el dinero?
-Anteayer: una sobre otra, quinientas onzas de oro.
-¿Y no habría sido mejor que anteayer se hubiera extendido la escritura de hipoteca, y dar después una sobre otra las quinientas onzas de oro al general Mansilla?
-Esa era mi idea. Pero fue a casa; el dinero me lo pidió para cubrir un compromiso del momento, y quedó conmigo en que ayer se labraría la hipoteca.
-¿Y se hizo así?
-No, no le he visto la cara en todo el día de ayer.
-¿Y hoy?
-Tampoco.
-Entonces, señor González, siento decir a usted que mañana sucederá lo mismo que ayer y que hoy.
-¡Cómo! ¿Cree usted?...
-Yo creo muy pocas cosas en la vida, señor; pero dudo de muchas.
-¡Ah! Entonces duda usted que Mansilla...
-No dudo del general; dudo de la época: época esencialmente excepcional, todas las acciones deben serlo.
-Pero...
-Eso es lo único de que dudo, señor. Pero no es sino una idea mía, que puede ser extravagante...; ¡qué se yo!, tantas veces nos equivocamos al cabo del día.
-Hombre, ¡por Dios! Si Mansilla hiciera eso, sería una ingratitud, una felonía indigna de un hombre decente.- dijo el honrado español esforzándose en persuadirse que el joven Bello se excedía en sus dudas, porque, mas que la pérdida de sus quinientas onzas, le lastimaba la idea de ser burlado por un hombre a quien prestaba un servicio.
-Señor González, usted es un anciano respetable; un hombre lleno de probidad y de experiencia; y yo no soy otra cosa que un joven que comienza la vida; sin embargo, yo le hablo a usted con la lealtad que uso siempre con aquellos que la merecen: haga usted lo posible porque se firme esa escritura; pero si encuentra usted resistencia, no lleve usted adelante este negocio: hágase usted cargo que ha perdido aquella cantidad en cualquiera especulación.
-¿Pero qué resistencia puede haber?
-No pregunte usted eso, señor González. Raciocinemos sobre los hechos, y no preguntemos si deben o no suceder; bástenos saber que suceden. ¿Cree usted que un cuñado de Rosas se deje demandar impunemente? ¿No cuenta usted por nada el orgullo de los hombres, nunca más resentido que cuando les hieren en su altanería?
-Conque entonces, si le quitan a uno...
-Y bien, señor González, ¿usted quiere decir que si le quitan a uno lo suyo, uno tiene el derecho de quejarse?
-Claro está.
-Pues no, señor, no está claro, sino muy oscuro. Por ejemplo, pongámonos en el caso que el general Mansilla no le hipoteca a usted la casa.
-Pero si ya ha recibido las quinientas onzas.
-Bien, bien, señor González, pero pongámonos en ese caso.
-¿En el que no me extienda la escritura?
-Justamente.
-En ese caso habría...
-En ese caso habría cometido una mala acción, ¿no es eso?
-Hombre...
-Sí, eso es lo que quiso usted decir... ¿Pero no estamos rodeados de ejemplos de esa naturaleza de cinco años a esta parte, dados por el gobierno, por el clero, por los diputados, y por todos, señor, cuantos viven a la sombra de Rosas?
-¿Y bien? La autoridad haría entonces que se me extendiera la escritura.
-La autoridad judicial, puede ser; pero la autoridad popular tiene también sus trámites muy expeditivos, y hay noventa y nueve probabilidades contra una, a que tomaría la parte del cuñado de Su Excelencia. ¿Entiende usted ahora todo lo que tiene de grave este asunto, señor González?
-Sí.
-¿Perfectamente bien?
-Sí -contestó el anciano bajando la cabeza como avergonzado de no poder alzarla a la altura de sus derechos.
-Entonces repito a usted, señor, que si no nace del general Mansilla el cumplimiento de su obligación, no se presente a la autoridad, ni le hostilice.
-Respetaré ese consejo -dijo el anciano algo pálido y descompuesto su rostro, al descubrir en las palabras de Daniel cierta reserva que no podía menos de alarmarle, en aquella época en que la confianza y la seguridad estaban expirando, y comenzando a nacer la incertidumbre y el terror.
-Si no es un consejo, a lo menos es una opinión de un buen amigo.
-Gracias, señor Bello, gracias. Yo respeto mucho la opinión de los hombres de bien, sean viejos o jóvenes. Los ciento cuarenta y cinco mil pesos los tendrá usted la semana que viene -dijo el anciano levantándose.
-El día que usted quiera, señor.
Y Daniel acompañó hasta la puerta de la calle al señor Don Lucas González, antiguo amigo de su padre, y cuyo nombre, por desgracia, debía inscribirse muy pronto en el martirologio de 1840.
Daniel dio algunos paseos en el patio, y, después de haber conversado consigo mismo, aquella cabeza jamas tranquila plegó sus alas y dejó un poco de tiempo a la vida del corazón, que en aquella organización febriciente estaba en continua lucha con la vida de la inteligencia.
-Un frac, Fermín -dijo Daniel, entrando a su aposento, donde lo esperaba, tranquilo como buen hijo de la Pampa, el gauchito civilizado en quien depositaba toda su confianza, porque realmente la merecía.
-¡Bien! -continuó Daniel después de vestirse su frac y de guardar en su escritorio su cartera con los treinta y dos papelitos, de acepillarse su cabello castaño, y de calzarse un par de guantes de cabritilla blanca.
-¿Lleva usted la capa?
-No.
-¿Saco lo que está en la levita?
-No, no habrá necesidad de él.
-¿Las pistolas?
-Tampoco, dame un bastón solamente.
-¿Las llevo luego?
-Sí: a las once; me llevarás también mi caballo y mi poncho.
-¿Lo he de acompañar a usted?
-Sí, vendrás conmigo a Barracas... a las once en punto.
-¿A lo de Doña Florencia, señor?
-¿Y a qué otra casa, tonto? -dijo Daniel, disgustado de ver que alguien ponía en duda que sus únicas horas de recreo pudieran ser pasadas al lado de otra mujer que de aquella tan bien amada de su corazón.