Amalia/Treinta y dos veces veinte y cuatro
Treinta y dos veces veinte y cuatro
-¡Despacio, Daniel, más despacio, porque me ahogo! -dijo Don Cándido al llegar a la esquina de la calle de Chacabuco.
-Adelante, adelante -le contestó Daniel, doblando por esa calle, tomando en seguida la de San Juan, y enfilando luego la de las Piedras.
-Bien -dijo entonces Daniel, acortando el paso-, ya hemos maniobrado en cuatro calles, y es demasiado gordo el buen fraile para que no hubiera reventado ya, en caso de que el diablo le hubiera hecho salir por la bocallave de la puerta.
-¡Qué fraile!; ¡Daniel, qué fraile!-exclamó Don Cándido, aspirando todo el aire que podía caber en sus pulmones, y apoyándose, al caminar, en su inseparable caña de la India.
-¡Oh, mi buen amigo, usted no lo conoce todavía!
-Y Dios me libre de conocerlo jamás.
-¿Un sacerdote con cuchillo, eh?
-Sí, Daniel; pero convendrás en que nos hemos portado maravillosamente.
-¡Pues!
-Yo me he desconocido.
-¿Cómo?
-Decía que me he desconocido.
-Pero usted siempre se portará lo mismo, mi querido amigo.
-No, mi amado, mi protector, mi salvador Daniel: no, porque en cualquiera otra ocasión me habría caído muerto al sentir la punta del puñal contra mi pecho.
-¡Bah!
-Créelo, créelo, Daniel. Es efecto de mi organización sensible, delicada, impresionable. Tengo horror a la sangre, y ese demonio de fraile...
-Despacio.
-¿Qué hay? -preguntó Don Cándido girando su cabeza a todos lados.
-Nada, no hay nada; pero las calles de Buenos Aires tienen oídos.
-Sí, sí; mudemos de conversación, Daniel. Iba a decirte solamente que...
-Que tú tienes la culpa del peligro en que me he encontrado.
-¿Yo?
-Pues, ¿y quién?
-Sea, pero no le debo a usted nada.
-¿Cómo?
-Decía que si lo puse a usted en tal peligro, he sido al mismo tiempo quien le ha salvado de él.
-Es cierto, Daniel, y eres ya desde hoy mi amigo, mi protector, mi salvador.
-Amén.
-¿Pero crees que el fraile?...
-Silencio, y andemos -dijo Daniel doblando por la calle de los Estados Unidos, luego por la de Tacuarí, en seguida por la del Buen Orden, por donde caminó hasta llegar a la de Cangallo. Paróse en la esquina de ella, reclinó su codo en un poste, y mirando, con una expresión picante de burla y de cariño, la pálida fisonomía de Don Cándido, alumbrada en aquel momento por la claridad de uno de los faroles de la calle, soltó la risa en las barbas de su respetable maestro de primeras letras.
-¿Te sonríes, Daniel?
-No, señor, me río con todas ganas, como lo ve usted.
-¿Y de qué?
-De ver atribuirle a usted empresas amorosas, querido maestro.
-¿A mí?
-¿Pues no se acuerda usted de la pregunta de su rival?
-Pero tú sabes...
-No, señor, no sé, y es por eso que me he parado aquí.
-¿Cómo? ¿No sabes que no conozco a nadie en esa casa?
-Ya lo sé.
-¿Y qué es, pues, lo que no sabes?
-Una cosa que va usted a decírmela ya -le contestó Daniel, que se entretenía en las perplejidades de Don Cándido, y a la vez descansaba un momento su fatigado cuerpo, pues que acababa de andar con su compañero más de media legua por las calles más pésimas de la ciudad.
-¿Qué puedo yo negarte, Daniel? Habla, interroga.
-Una cosa muy simple quiero saber: y es en cuál de estas calles inmediatas está la casa de usted.
-¡Ah! ¿Querrías hacerme el honor de venir a mi casa?
-Precisamente; ése es mi deseo.
-¡Oh!, nada más fácil, estamos a dos cuadras de ella solamente.
-Sí, yo sabía que era por este barrio, ¿quiere usted guiarme?
-Por acá -dijo Don Cándido atravesando la plaza de las Artes y entrando en la calle de Cuyo.
A pocos pasos, llamó a la puerta de una casa cuyo aspecto le daba un respetable carácter de antigüedad, revelando que si no era hija, era cuando más nieta de las que allí empezaron a edificarse desde el miércoles 11 de junio del año de gracia de 1580, en que el teniente de gobernador Don Juan de Garay fundó la ciudad de la Trinidad y Puerto de Buenos Aires, haciendo el repartimiento de la traza de esa ciudad en ciento cuarenta y cuatro manzanas; de las cuales tocó a Don Juan de Basualdo aquella en que estaba la casa de nuestro Don Cándido Rodríguez.
Una mujer, a quien no haremos injusticia en atribuirla cincuenta inviernos, pues que las primaveras no se distinguían en ella, y a quien un buen español llamaría ama de llaves, pero a quien nosotros, buenos americanos, distinguiremos con el nombre de señora mayor, alta, flaca y arrebozada en un gran pañuelo de lana, abrió la puerta, y echó sobre Daniel su correspondiente mirada de mujer vieja: es decir, mirada sin egoísmo, pero curiosa.
-¿Hay luz en mi cuarto, Doña Nicolasa? -la preguntó Don Cándido.
-Desde la oración está encendida -le contestó la buena mujer con esa entonación acentuada, peculiar a los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamás, pasen los años que pasen lejos de ellas, pues que es al parecer un pedazo de su tierra que traen en la garganta.
Doña Nicolasa atravesó el patio, y Don Cándido entró con Daniel a una sala en cuyo suelo desnudo, embaldosado con esos ladrillos que nuestros antiguos maestros albañiles sabían escoger para divertirse en formar con ellos miniaturas de precipicios y montañas, dio Daniel un par de excelentes tropezones, aun cuando sus pies de porteño estaban habituados a las calles de la «Muy Heroica Ciudad», donde las gentes pueden sin el menor trabajo romperse la cabeza, a pesar de todos los títulos y condecoraciones de la orgullosa libertadora de un mundo, menos de ella.
Todo lo demás de la sala correspondía naturalmente al piso; y las sillas, las mesas y un surtido estante de obras en pergamino, pero esencialmente históricas y monumentales, confesaban, sin ser interrogadas, que la ocupación de su dueño era, o había sido, la de enseñar muchachos, quienes lo primero que aprenden es el modo de sacar astillas de los asientos, y escribir sobre las mesas con el cortaplumas, o con la tinta derramada.
Sin embargo, la mesa revelaba que Don Cándido no era un hombre habitualmente ocioso, sino, por el contrario, dedicado a los trabajos de pluma: se veía en ella mucho papel, algunos croquis, un enorme diccionario de la lengua, un tintero y un arenillero de estaño, y todo en ese honroso desorden de los literatos, que tienen las cosas como tienen generalmente la cabeza.
-Siéntate, descansa, reposa, Daniel -dijo Don Cándido, echándose en una gran silla de baqueta, mueble tradicional y hereditario, colocado delante de la mesa.
-Con mucho gusto, señor secretario -le contestó
Daniel sentándose al otro lado de la mesa.
-¿Y por qué no me dices como siempre, mi querido maestro?
-¡Toma!, porque hoy tiene usted una posición más esclarecida.
-De que yo reniego todos los días.
-Y que, sin embargo, es preciso que usted la conserve.
-¡Oh, sin duda, hoy es mi áncora de salvación!
Además, yo tengo buenos pulmones, fuertes, vigorosos, y no me ha de cansar el señor doctor Don Felipe Arana.
-Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de la Confederación Argentina.
-Esto es, Daniel. Sabes de memoria todos los títulos de Su Excelencia.
-¡Oh! ¡Yo tengo mejor memoria que usted, señor secretario!
-¿Esa es ironía, eh? ¿Adónde vas con ella?
-A una friolera: a decir a usted que en ocho días de secretaría, no me ha mostrado usted sino dos notas del señor Don Felipe, que bien poco valían a fe mía.
-Pero no ha sido por olvido, Daniel. Te he dicho yo que Don Felipe me ocupa actualmente en poner en limpio las cuentas que debe presentar al gobierno sobre consumos hechos en sus estancias por tropas de la provincia, pero nada, nada absolutamente de política, después de las dos notas que te mostré bajo la más completa reserva. Pero, a propósito, Daniel, ¿qué empeño tienes tú, qué interés en tomar parte en los secretos de Estado? Mira, oye, Daniel: entrometerse en la política en tiempos calamitosos y aciagos, es exponerse a lo que me pasó a mi el año 20. Salía yo de casa de una comadre mía, natural de Córdoba, donde se hacen las mejores empanadas y los mejores confites de este mundo, y donde mi padre aprendió el latín. ¡Qué hombre tan instruido era mi padre, Daniel! Sabía de memoria la gramática de Quintiliano, el Ovidio, al cual un día, siendo yo muchacho, le eché encima un tintero que tenía mi padre por herencia de mi abuelo, que vino...
-Que vino de cualquier parte; es lo mismo.
-Bien; no quieres que prosiga; ya te conozco. Te preguntaba, pues, ¿qué interés tienes en saber los secretos de Don Felipe?
-¡Bah! Curiosidad de hombre desocupado, nada más.
-¿Nada más?
-Cierto. Pero soy tan intolerante cuando no se satisface a mi curiosidad, que suelo olvidarme de todos los vínculos que me ligan a los que me irritan. Además, beneficio por beneficio, ¿no es esto justo, mi querido maestro? -dijo Daniel dominando con su fuertísima mirada el pobre espíritu de Don Cándido, como era su costumbre cuando le veía hesitar.
-¡Oh! justo, muy justo -le contestó el secretario de Don Felipe, apresurándose con una sonrisa paternal a borrar la mala impresión que hubiera podido hacer con sus últimas palabras en el ánimo de aquel joven cuya influencia lo avasallaba tanto; le había dado un puerto de seguridad en la borrasca que empezaba a correr en el pueblo de Buenos Aires, y que era poseedor al mismo tiempo de algunas indiscreciones suyas, cuya revelación le traería infaliblemente su ruina.
-Estamos de acuerdo entonces -prosiguió Daniel-, y como prenda de nuestra firme alianza, tenga usted la bondad, mi buen amigo, de tomar la pluma de su tintero, y darme a mí un pliego de papel.
-¿Qué yo tome una pluma y te dé a ti papel?
-Eso es.
-¿Y vamos a escribir?
-A escribir.
-Pues, hijo, con una mesa de por medio, tú con el papel y yo con la pluma, te juro que será un verdadero prodigio nuestra escritura; sin embargo, ahí tienes el papel.
Daniel se reía, y empezó a doblar y multiplicar los dobleces en el papel que le dio Don Cándido. En seguida, tomó un cortaplumas y cortó el papel por todos los dobleces, formando pequeños cuadros, poco más o menos del tamaño de una carta de visita. Y contando de ellos hasta el número 32, tomó ocho papelitos y se los dio a Don Cándido, que lo estaba mirando y devanándose los sesos por comprender la ocupación de su discípulo.
-¿Y bien, qué hago con esto?
-Una cosa muy fácil y muy sencilla. ¿Es ésa la mejor pluma del tintero?
-Está cortada para perfiles -le contestó el antiguo maestro de escuela, levantando la pluma a la altura de sus ojos.
-Bien; ponga usted en cada uno de esos papelitos el número 24, en forma de escritura inglesa.
-El número 24 es un mal número, Daniel.
-¿Por qué, señor?
-Porque era el máximum de los palmetazos que han llevado de mi mano todos los muchachos remolones; muchachos que ya hoy son hombres de gran valía en la actualidad, por lo mismo que no me dieron grandes esperanzas en nada, y que pueden querer vengarse de mí, y sin embargo...
-Escriba usted 24, señor Don Cándido.
-¿Y nada más?
-Nada más.
-24, 24, 24... Ya está -dijo Don Cándido, después de haber escrito y repetido ocho veces aquella cifra.
-Muy bien; ahora escriba usted en el reverso del papel: Cochabamba.
-¡Cochabamba!
-¿Qué hay, señor? -le preguntó Daniel con mucha calma al oír la exclamación de Don Cándido.
-Que esta palabra me recordará siempre la casa de esta tarde, y, como las ideas se ligan instantáneamente, ese nombre me recordó la calle, luego la casa, y con la casa ese fraile impío, renegado, asesino y...
-Escriba usted Cochabamba, mi querido maestro.
-Cochabamba, Cochabamba, Cochabamba... Ya están los ocho.
-Tome usted la pluma más gruesa del tintero.
-Pero si ésta está excelente, superior.
-Tome usted la más gruesa.
-Vaya pues. Aquí está una de rayar.
-Perfectamente. Escriba usted con escritura española el mismo número y la misma palabra en estos otros papelitos -y Daniel dio a Don Cándido ocho papeles más.
-¿Es decir, que quieres que desfigure la letra?
-Justamente.
-Pero, Daniel, eso está prohibido.
Señor Don Cándido, ¿me hace usted el favor de escribir lo que le dicto?
-Bien; ya está -dijo Don Cándido después de haber escrito con la pluma gruesa, y en forma española, el número y la palabra.
-¿Tiene usted tinta de color?
-Aquí hay punzó de la mejor clase, superior, brillante.
-Úsela usted, pues, para estos otros-papeles.
-¿El mismo número?
-Y la misma palabra.
-¿En qué escritura?
-Francesa.
-La peor de todas las escrituras posibles, ya esta.
-Ahora, los últimos ocho papelitos.
-¿Conqué tinta?.
-Moje usted en la negra la pluma que ha usado con la punzo.
-¿En qué forma?
-En forma sui generis; es decir, en forma de letra de mujer.
-¿Todo de mismo?
-Exactamente.
-Ya está; y son treinta y dos papelitos.
-Eso es: treinta y dos veces veinte y cuatro.
-Y treinta y dos Cochabambas -dijo Don Cándido, que no podía despreocuparse de este nombre.
-Doy a usted repetidísimas gracias, mi querido amigo -dijo Daniel contando y guardando los papeles dentro de su cartera.
-¿Es algún juego de prendas, Daniel?
-Esto es lo que es, mi buen señor, y nada más.
-Esto me huele a alguna intriga amorosa, Daniel; ¡cuidado, hijo mío, cuidado! ¡Buenos Aires está perdido en ese sentido, como en muchos otros!
-Amén. Y para que la perdición no se extienda hasta mi antiguo maestro y mi presente amigo, usted me hará el favor de olvidarse para siempre jamás de lo que acaba de escribir.
-Palabra de honor, Daniel -dijo Don Cándido apretando la mano de su discípulo, que acababa de levantarse y se disponía a retirarse. Palabra de honor, yo he sido joven, y sé lo que importa el honor de las mujeres y la reputación de los hombres. Palabra de honor. Vete tranquilo, y sé feliz, favorecido, acatado, como bien lo mereces.
-Gracias mil, amigo mío. Pero mientras yo sigo sus consejos de cuidarme, usted no olvidará mi recomendación del plano. ¿No es verdad?.
-¿No me has dicho que para mañana lo necesitas?
-Para mañana.
-No habrán dado las doce del día, cuando lo tendrás en tu poder.
-¡Llevado por usted mismo, bien entendido!
-Por mí mismo.
-Entonces, buenas noches, mi querido maestro.
-¡Adiós, mi Daniel, mi amigo, mi salvador, hasta mañana!
Y Don Cándido acompañó hasta la puerta de calle a aquel discípulo de primeras letras, que más tarde debía ser su protector y salvador, como acababa de llamarlo. Y Daniel, embozado en su capa, siguió tranquilamente por la calle de Cuyo, preocupado en el recuerdo de ese hombre que, mucho más allá de la mitad de su vida, conservaba, sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía al mismo tiempo cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos en la vida; uno de esos hombres en quienes jamás tienen cabida, ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese espíritu de acción y de intriga, de inconsecuencia y de ambición, peculiar a la generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminuta, de seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto les rodea sino la superficie material de las cosas.