Ana Karenina I/Capítulo VII
Capítulo VII
Llegó a Moscú en el tren de la mañana y en seguida se dirigió a casa de Koznichev, su hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el despacho de su hermano dispuesto a exponerle los motivos de su viaje y pedirle consejo.
Pero Koznichev no se hallaba solo. Le acompañaba un profesor de filosofía muy renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con él un tema filosófico sobre el que ambos mantenían diferentes puntos de vista.
El profesor sostenía una ardiente polémica con los materialistas, y Koznichev, que la seguía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una carta exponiéndole sus objeciones y censurándole las excesivas concesiones que hacía al materialismo.
El polemista se puso en seguida en camino para discutir la cuestión. El punto debatido estaba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un límite de separación entre las facultades psíquicas y fisiológicas del hombre y dónde se hallaba tal límite, de existir.
Sergio Ivanovich acogió a su hermano con la misma sonrisa fría con que acogía a todo el mundo, y después de presentarle al profesor, reanudó la charla.
El profesor, un hombre bajito, con lentes, de frente estrecha, interrumpió un momento la conversación para saludar y luego volvió a continuarla, sin ocuparse de Levin.
Este se sentó, esperando que el filósofo se marchase, pero acabó interesándose por la discusión.
Había visto en los periódicos los artículos de que se hablaba y los había leído, tomando en ellos el interés general que un antiguo alumno de la facultad de ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte, jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del hombre como animal, a la acción refleja, la biología, la sociología, y a aquella que, entre todas, le preocupaba cada vez más: la significación de la vida y la muerte.
En cambio, su hermano y el profesor, en el curso de su discusión, mezclaban las cuestiones científicas con las referentes al alma, y cuando parecía que iban a tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la esfera de las sutiles distinciones, las reservas, las citas, las alusiones, las referencias a opiniones autorizadas, con lo que Levin apenas podía entender de lo que trataban.
–No me es posible admitir –dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y precisión, con la pureza de dicción que le eran connaturales– la tesis sustentada por Keiss; es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante sensaciones. La idea de que existimos la percibimos nosotros directamente, no a través de una sensación, puesto que no se conocen órganos especiales capaces de recibirla.
–Pero Wurst, Knaust y Pripasov le contestarían que la idea de que existimos brota del conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wurst afirma incluso que sin sensaciones no se experimenta la idea de existir.
–Voy a demostrar lo contrario... –comenzó Sergio Ivanovich.
Levin, advirtiendo que los interlocutores, tras aproximarse al punto esencial del problema, iban a desviarse de nuevo de él, preguntó al profesor:
–Entonces, cuando mis sensaciones se aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no habrá ya para mí existencia posible?
El profesor, contrariado como si aquella interrupción le produjese casi un dolor físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que un filósofo, y luego volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué queréis que le diga?
Pero Sergio Ivanovich hablaba con menos afectación a intransigencia que el profesor, y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y simple punto de vista que acababa de ser sometido a examen, sonrió y dijo:
–Aún no estamos en condiciones de contestar adecuadamente a esa pregunta.
–Cierto; no poseemos bastantes datos –afirmó el profesor. Y continuó exponiendo sus argumentos–. No –dijo–. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la sensación tiene su fundamento en la impresión, hemos de establecer entre estas dos nociones una distinción rigurosa.
Levin no quiso escuchar más y esperaba con impaciencia que el profesor se marchase.