Ana Karenina I/Capítulo VIII
Capítulo VIII
Cuando el profesor se hubo ido, Sergio dijo a su hermano: –Celebro que hayas venido. ¿Por mucho tiempo? ¿Y cómo van las tierras?
Levin sabía que a su hermano le interesaban poco las tierras, y si le preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pues, limitándose a hablarle de la venta del trigo y del dinero cobrado.
Habría querido hablar a su hermano de sus proyectos de matrimonio, pedirle consejo. Pero, escuchando su conversación con el profesor y oyendo luego el tono de protección con que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no habría ya de explicarse bien, de que no podía empezar a hablar a su hermano de su decisión, y de que éste no habría de ver seguramente las cosas como él deseaba que las viera.
–Bueno, ¿y qué dices del zemstvo? –preguntó Sergio, que daba mucha importancia a aquella institución.
–A decir verdad, no lo sé.
–¿Cómo? ¿No perteneces a él?
–No. He presentado la dimisión –contestó Levin– y no asisto a las reuniones.
–¡Es lástima! –dijo Sergio Ivanovich arrugando el entrecejo.
Levin, para disculparse, comenzó a relatarle lo que sucedía en las reuniones.
–Ya se sabe que siempre pasa así –le interrumpió su hermano–. Los rusos somos de ese modo. Tal vez la facultad de ver los defectos propios sea un hermoso rasgo de nuestro carácter. Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución análoga a la de los zemstvos –por ejemplo, los alemanes o los ingleses–, la habrían aprovechado para conseguir su libertad política. En cambio nosotros sólo sabemos reímos de ella.
–¿Qué querías que hiciera? –replicó Levin, excusándose–. Era mi última prueba, puse en ella toda mi alma... Pero no puedo, no tengo aptitudes.
–No es que no tengas: es que no enfocas bien el asunto –dijo Sergio Ivanovich.
–Tal vez tengas razón ––concedió Levin abatido.
–¿Sabes que nuestro hermano Nicolás está otra vez en Moscú?
Nicolás, hermano de Constantino y de Sergio, por parte de madre, y mayor que los dos, era un calavera.
Había disipado su fortuna, andaba siempre con gente de dudosa reputación y estaba reñido con ambos hermanos.
–¿Es posible? –preguntó Levin con inquietud–. ¿Cómo lo sabes?
–Prokofy le ha visto en la calle.
–¿En Moscú? ¿Sabes dónde vive?
Levin se levantó, como disponiéndose a marchar en seguida.
–Siento habértelo dicho –dijo Sergio Ivanovich, meneando la cabeza al ver la emoción de su hermano–.
Envié a informarme de su domicilio; le remití la letra que aceptó a Trubin y que pagué yo. Y mira lo que me contesta...
Y Sergio Ivanovich alargó a su hermano una nota que tenía bajo el pisapapeles.
Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan semejante a la suya:
Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que deseo de mis queridos hermanitos. Nicolás Levin.
Después de leerla, Cónstantino permaneció en pie ante su hermano, con la cabeza baja y el papel entre las manos.
En su interior luchaba con el deseo de olvidar a su desgraciado hermano y la convicción de que obrar de aquel modo sería una mala acción.
–Al parecer, se propone ofenderme; pero no lo conseguirá –seguía diciendo Sergio–. Yo estaba dispuesto a ayudarle con todo mi corazón; mas ya ves que es imposible.
–Sí, sí... –repuso Levin–. Comprendo y apruebo tu actitud... Pero yo quiero verle.
–Ve si lo deseas, mas no te lo aconsejo –dijo Sergio Ivanovich–. No es que yo le tema con respecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que no vayas, y así te lo aconsejo. Es imposible ayudarle. Sin embargo, haz lo que te parezca mejor.
–Quizá sea imposible ayudarle, pero no quedaría tranquilo, sobre todo ahora, si...
–No te comprendo bien –repuso Sergio Ivanovich–, lo único que comprendo es la lección de humildad.
Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a considerar eso que llaman una «bajeza», con menos severidad. ¡Ya sabes lo que hizo!
–¡Es terrible, terrible! –repetía Levin.
Después de obtener del lacayo de su hermano las señas de Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego, reflexionándolo mejor, aplazó la visita hasta la tarde.
Ante todo, para tranquilizar su espíritu, necesitaba resolver el asunto que le traía a Moscú. Para ello se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se dirigió al lugar donde le habían dicho que podía encontrar a Kitty.