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Ana Karenina III/Capítulo XV

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Capítulo XV

Aunque Ana contradecía a Vronsky con terca irritación cuando él le aseguraba que la situación presente era insostenible, en el fondo de su alma también ella la consideraba falsa y deshonrosa y de todo corazón deseaba modificarla.

Al volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo contó todo, y, pese al dolor que experimentara al hacerlo, se sintió aliviada. Cuando Karenin se hubo ido, Ana se repetía que estaba contenta; con todo ahora aclarado, ya no necesitaría de engañar y fingir. No dudaba que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida establecida; quizá mala, pero definida, y en ella no habría más sombras ni engaños.

El daño que se había causado a sí misma y el que causó a su marido al decirle aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían quedado sus relaciones.

Cuando aquella misma noche se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y su marido, aunque habría debido decírselo para definir la situación.

Al despertar a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que le había dicho a su marido, y le parecieron tan manera duras y terribles sus palabras que no podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas.

Pero ya estaban dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de aquello, ya que Alexey Alejandrovich se marchado ido sin responderle nada.

«He visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido», reflexionaba.

«Incluso cuando se disponía a irse estuve a punto de llamarlo y decírselo todo, pero no lo hice porque pensé que le parecería extraño que no se lo hubiese explicado en el primer momento. ¿Por qué no lo hice?»

Y al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas. Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación, que la tarde anterior le había parecido aclarada, se le presentaba de repente no sólo como más turbia, sino, además, irresoluble. Quedó aterrada ante el deshonor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más terribles ideas.

Imaginaba que iba a llegar ahora el administrador para echarla de casa, y que su deshonra iba a ser publicada ante todos. Se preguntaba a dónde iría cuando la echaran de allí y no encontraba contestación.

Al recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse cansado, que ella no podía ofrecérsele, y esto le hacía experimentar animosidad contra él. Le parecía como si las palabras dichas a su marido, que continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho a todos y todos las hubiesen oído.

No se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la criada ni descender a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo.

La muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, escuchando, decidió entrar en la alcoba.

Ana la miró a los ojos inquisitiva y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.

Traía la ropa y un billete de Betsy, quien le recordaba que aquel día irían a su casa por la mañana Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores: Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.

«Venga, aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero.», concluía el billete.

Ana leyó y suspiró dolorosamente.

–No necesito nada, nada –dijo a la muchacha, que colocaba frascos y cepillos en la mesita del tocador–. Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada...

Anuchka salió de la alcoba, pero Ana, sin vestirse, continuó sentada en la misma posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera incapaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: «¡Dios mío, Dios mío!».

Pero tales palabras no significaban nada para ella. La idea de buscar consuelo en la religión le resultaba tan extraña como la de hallarlo en su propio marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado.

Sabía bien que el consuelo religioso sólo era posible a base de prescindir de aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que comenzaba a sentir miedo ante aquel terrible estado anímico que nunca hasta entonces había experimentado. Le parecía que todo en su alma comenzaba a desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A ratos no sabía ya lo que deseaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era concretamente lo que deseaba.

«¿Qué hacer?», se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos cercanos a las sienes y tiraba de ellos.

Se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.

–El café está servido y mademoiselle y Sergio esperan –dijo Anuchka, que había entrado de nuevo, hallando a Ana en la misma posición.

–¿Sergio? ¿Qué hace Sergio? –preguntó Ana, animándose de repente y recordando, por primera vez durante la mañana, la existencia de su hijo.

–Parece que ha cometido una falta –dijo Anuchka sonriendo.

–¿Qué falta?

–Pues ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a escondidas.

El recuerdo de su hijo hizo que Ana saliese de aquella situación desesperada en que se encontraba. Se acordó del papel, en parte sincero, aunque más bien exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo en que había vivido aquellos últimos años, y notó con alegría que en el estado en que se encontraba aún poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su marido y a Vronsky, y esta energía era su hijo. Fuera la que fuera su situación, no podría abandonarlo; aun cuando su marido la cubriese de oprobio, y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de ella –y de nuevo lo recordó con amargura y reproche–, Ana no podría separarse de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marcharse. No le cabía hacer otra cosa.

Tenía que calmarse y salir de tan penosa situación. El pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo inmediatamente y huír con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que necesitaba.

Se vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de costumbre, le esperaban Sergio y la institutriz con el café.

Sergio, vestido de blanco, estaba ante la consola del espejo, con la espalda y cabeza inclinadas, expresando aquella atención concentrada que ella conocía y que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que había llevado del jardín.

La institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio exclamó, chillando como solía:

–¡Mamá!

Y se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las flores, o terminar la corona antes y acercarse a su madre ya con las flores en la mano?

Después de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta cometida por el niño. Pero Ana no la escuchaba y pensaba si convendría o no llevársela consigo.

«No, no la llevaré», decidió. «Me iré sola, con mi hijo.»

–Sí, eso está muy mal ––dijo Ana, tomando al niño por el hombro y mirándole no con severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y le llenó de alegría.

Ana le dio un beso.

–Déjele conmigo –indicó a la extrañada institutriz.

Y, sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el café.

–Yo, mamá... no, no... –murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por haber cogido un melocotón sin permiso.

–Sergio –dijo Ana, cuando la institutriz hubo salido del aposento–. Eso está muy mal, pero no lo harás más, ¿verdad? ¿Me quieres?

Sentía que le acudían las lágrimas a los ojos. «¿Cómo puedo dejar de quererlo?», pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo jubilosa, de su hijo. « ¿Es posible que se una a su padre para martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?»

Las lágrimas corrían ya por su rostro, y para disimularías se levantó bruscamente y salió a la terraza.

Después de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío. Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía la frescura del aire.

Al contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza nueva y la hicieron estremecer.

–Ve, ve con Mariette –dijo a Sergio, que la seguía.

Y comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la terraza.

«¿Será posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro modo?», se dijo.

Se detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas frescas y brillantes bajo la fría luz del sol, y le pareció que en ningún lugar del mundo hallaría piedad para ella, que todo había de ser duro y sin compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles... Y de nuevo sintió que su alma se desdoblaba.

«No, no pensemos en ello», se dijo. «He de preparar mi viaje: tengo que irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren de la noche, llevándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero antes debo escribirles a ambos.»

Entró en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y le escribió a su marido:

«Después de lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño. Ignoro las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero me lo llevo conmigo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo».

Hasta llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una generosidad que Ana no reconocía en su marido y la necesidad de terminar la carta con algo conmovedor la interrumpieron.

«No puedo hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque...»

Se detuvo otra vez, sin encontrar conexión en sus pensamientos.

«No», se dijo, «no es preciso escribir nada de esto».

Y rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad, y cerró la carta.

Tenía que escribir otra a Vronsky.

«Le he dicho a mi marido ...», empezó, y permaneció un rato sentada sin hallar fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan brusco, tan poco femenino ...!

«Además, ¿qué puedo escribirle?», se preguntó. Y otra vez la vergüenza le ruborizó las mejillas. Recordó la tranquilidad de Vronsky y un sentimiento de irritación contra él le hizo trocear la hoja con la frase ya escrita.

«No hay necesidad de escribir nada», se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para Moscú. Y comenzó los preparativos del viaje.