Ana Karenina III/Capítulo XVI

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Capítulo XVI

En todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda o comprar cordel. Por el suelo se veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler esperaban a la puerta.

Ana, olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.

Ana miró por la ventana y vio junto a la escalera al ordenanza de Alexey Alejandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.

–Ve a ver de qué se trata –ordenó Ana.

Y serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas sobre las rodillas.

El lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.

–El ordenanza espera la contestación ––dijo el lacayo.

–Bien –repuso Ana.

Y en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con trémulos dedos y un paquete de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.

Ana separó la carta y la leyó empezando por el final.

«Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy especial importancia al cumplimiento de mi deseo ...» , leyó.

Siguió leyéndola al revés, y volvió después a empezar la lectura desde el principio. Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.

Por la mañana estaba arrepentida de lo que había confesado a su marido y deseaba no haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Ana lo más terrible que podía imaginar.

«¡Tiene razón, tiene razón!», pronunció para sí. «¡Siempre, siempre tiene razón! Es cristiano, es generoso... Pero, ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente... Pero no ven lo que yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida, cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso que necesita amor. No saben que me ofendía constantemente y se sentía satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarle y luego de amar a mi hijo cuando ya no podía amarle a él? Pero llegó el momento en que comprendí que no podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a Vronsky, yo lo habría soportado todo, le habría perdonado... Pero él no es así...

»¿Cómo no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter. Seguirá viviendo conmigo ya caída. Él se quedará con la razón y a mí me hará sucumbir, me humillará cada vez mas... –y recordó las palabras de la carta: "puede suponer lo que la espera a usted y a su hijo"–. Esta es la amenaza por la que me va a quitar el niño, y seguramente su ley estúpida lo hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo, o más bien lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este sentimiento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin él no me es posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún. Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.

»Nuestra vida debe seguir como antes –continuó pensando, al recordar otra frase de la carta–. ¡Pero esa vida, antes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será, pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arrepentirme de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Le conozco: se que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le proporcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y será lo que Dios quiera... Todo antes que la ficción y el engaño.

»¿Pero, ¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habrá habido nunca en el mundo mujer tan desgraciada como yo?»

–¡Pero, basta: voy a romper con todo! –exclamó, levantándose de un salto y conteniendo las lágrimas.

Y se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero presentía, en el fondo, que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.

Se sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su pecho, como lloran los niños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que todo continuaría como antes o peor. Comprendía que la posición que ocupaba en el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era muy preciosa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo que era en realidad.

Jamás tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hombre libre, cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Ana lloraba, sin contenerse, como llora un niño al que se castiga.

Oyó los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el rostro, fingió que escribía.

–El ordenanza pide la contestación –anunció el lacayo,

–¿La contestación? ––dijo Ana–. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.

«¿Qué escribiré?», pensaba. «¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso lo que quiero ni lo que deseo?»

Otra vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en si misma.

«Debo ver a Alexey», se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre llamaba así», «él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de Betsy. Quizá le vea allí».

Olvidaba en absoluto que el día antes le había dicho a Vronsky que no iría a casa de la princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco.

Se acercó a la mesa y escribió a su marido.

«He recibido su carta–. A.»

Y llamando al lacayo, le dio la carta.

–Ya no nos vamos ––dijo a Anuchka cuando ésta entró.

–¿Definitivamente?

–No; no deshagan los paquetes hasta mañana, y que me reserven el coche ahora. Voy a casa de la Princesa.

–¿Qué vestido debo preparar?