Ana Karenina III/Capítulo XXV
Capítulo XXV
Para ir al distrito de Surovsk no había ferrocarril ni camino de postas, así que Levin hizo el viaje en coche descubierto con sus propios caballos.
A medio camino se detuvo para darles pienso en casa de un labrador rico. Un viejo calvo y fresco, de ancha barba roja, canosa en las mejillas, le abrió los portones, apretándose contra la pared para dejar pasar la troika .
Después de haber indicado al cochero un lugar bajo el sobradillo en el amplio patio, nuevo, limpio y bien arreglado, en el cual se veían algunos arados inservibles, el viejo invitó a Levin a pasar a la casa.
Una mujer joven, muy limpia, calzando zuecos en los pies desnudos, fregaba el suelo de la entrada. Al ver entrar corriendo al perro, que seguía a Levin, se asustó y dio un grito. Pero en seguida se rió de su susto, ya que sabía que nada tenía que temer.
Y después de indicar a Levin, con su brazo con las mangas de su blusa recogidas, la puerta de la casa, ocultó de nuevo su hermoso rostro inclinándose para seguir lavando.
–¿Quiere el samovar? –preguntó el viejo.
–Sí, hágame el favor.
La habitación era espaciosa y en ella se veía una estufa holandesa enladrillada y una mampara. Bajo los iconos, en el rincón santo, había una mesa pintada con motivos rurales, una banqueta y dos sillas, y junto a la entrada se veía un pequeño armario con vajilla. Los postigos estaban cerrados, había pocas moscas y todo se hallaba tan limpio que Levin procuró que «Laska», que, mientras corría por los caminos, se bañaba en los charcos, no ensuciase el suelo y le mostró un lugar en el rincón próximo a la puerta.
Después de examinar la habitación, Levin salió al patio de detrás de la casa. La gallarda moza de los zuecos, balanceando en el aire los cubos vacíos, le adelantó corriendo para sacar agua del pozo.
–¡Hazlo en seguida! –gritó el viejo, jovialmente. Y se dirigió a Levin–: ¿Qué, señor, va a ver a Nicolás Ivanovich Sviajsky? También él viene a veces por aquí –empezó, con evidentes ganas de charlar, acodándose en la balaustrada de la escalera.
Mientras el viejo le estaba contando que conocía a Sviajsky llegaron los labriegos, con rastrillos y arados. Los caballos que tiraban de éstos eran grandes y robustos. Dos de los mozos, vestidos con camisas de indiana y gorras de visera, debían seguramente de pertenecer a la familia. Los otros dos, uno de edad y joven el otro, eran, sin duda, jornaleros y vestían camisas de tela basta.
El viejo, separándose de la escalera, se acercó a los caballos y comenzó a desenganchar.
–¿Qué, han arado? –preguntó Levin.
–Hemos arado las patatas. Tenemos también algunas tierras. Fedor, no dejes escapar al caballo grande; átale al poste. Engancharemos otro caballo.
–Padrecito, ¿han traído las rejas de arado que encargaste? –preguntó uno de los mozos, de enorme estatura, probablemente hijo del viejo.
–Están en el trineo –contestó el anciano, arrollando las riendas quitadas a los caballos y echándolas al suelo–. Arréglalas mientras éstos comen.
La moza de antes, sonriente, con las espaldas inclinadas bajo el peso de los cubos, se paró en el zaguán. De no se sabía dónde salieron más mujeres, jóvenes y hermosas, de mediana edad y viejas feas, algunas con niños.
El samovar hirvió en la chimenea. Los mozos y la gente de la casa, una vez arreglados los caballos, se fueron a comer.
Levin sacó del coche sus provisiones a invitó al viejo a tomar el té juntos.
–Ya lo hemos tomado hoy, pero por acompañarle... –dijo el viejo, con evidente satisfacción.
Mientras tomaban el té, Levin se enteró de toda la historia del viejo. Diez años atrás, éste había arrendado a la propietaria de las tierras ciento veinte deciatinas y el año anterior las había comprado, arrendando, además, trescientas deciatinas al propietario vecino. La parte más pequeña de las tierras, la peor, la subarrendaba, y él mismo con su familia y dos jornaleros, araba cuarenta deciatinas. El viejo se quejaba de que las cosas iban mal. Pero Levin adivinó que lo hacía por disimular y que en realidad su casa prosperaba.
De haber ido mal las cosas, el viejo no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos, no habría casado a sus tres hijos y a un sobrino ni habría reconstruido tres veces la casa después de haberse incendiado tres veces, y cada vez mejor.
A pesar de las quejas se veía que el labrador estaba justamente orgulloso de su bienestar, de sus hijos, de su sobrino, de sus nueras, de sus caballos, de sus vacas y, sobre todo, de la prosperidad de su casa.
Por la conversación, Levin dedujo que el anciano no era enemigo de las innovaciones. Sembraba mucha patata, que Levin, al llegar, vio que acababa ya de florecer, mientras que la suya sólo comenzaba entonces a echar flor. El viejo labraba la tierra de patata con «la arada» , según decía, que le prestaba el propietario. También sembraba trigo candeal y uno de los detalles que más impresionó a Levin en las explicaciones del viejo fue el que éste aprovechase para las caballerías el centeno recogido al escardar. Levin, viendo cómo se perdía tan magnífico forraje, había pensado muchas veces en aprovecharlo, pero nunca lo había podido conseguir. Aquel hombre, en cambio, lo hacía y no se cansaba de alabar la excelencia de aquel forraje.
–¡En algo han de ocuparse las mujeres! Sacan los montones al camino y el carro los recoge.
–A nosotros, los propietarios, todo nos va mal con los trabajadores –dijo Levin, ofreciéndole un vaso de té.
–Gracias –dijo el viejo, tomándolo, pero negándose a coger el azúcar y mostrando un terrón ya mordisqueado por él–. ¡Es imposible entenderse con los jornaleros; son la ruina! Vea, por ejemplo, al señor Sviajsky: tiene una tierra como una flor, pero nunca puede coger buena cosecha. ¡Y es que falta el ojo del amo!
–¡Pero tú también trabajas con jornaleros!
–Sí, pero nosotros somos aldeanos; y trabajamos nosotros mismos, y si el jornalero es malo, le echamos en seguida y nos arreglamos solos.
–Padrecito, Finogen necesita alquitrán –dijo, entrando, la mujer de los zuecos.
–Sí, señor, sí... –dijo el viejo disponiéndose a salir.
Se levantó, persignóse lentamente, dio las gracias a Levin y salió.
Cuando Levin entró en el cuarto de los trabajadores para llamar al cochero, vio a todos los hombres de la familia sentados a la mesa. Las mujeres, en pie, servían.
El joven y robusto hijo del viejo contaba, con la boca llena de espesa papilla, algo muy chistoso y todos reían, y en especial la mujer de los zuecos, que añadía en aquel momento sopa de coles en el tazón.
Era muy posible que el atrayente rostro de la mujer de los zuecos contribuyese mucho a aquella sensación de bienestar que produjo en Levin la casa de los labriegos; pero, en todo caso, tal impresión había sido tan fuerte que no podía olvidarla.
Durante todo el camino hacia la finca de Sviajsky fue recordando aquella casa, como si hubiese algo en la impresión sentida digno de un interés especial.