Ana Karenina III/Capítulo XXVI

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Capítulo XXVI

Sviajsky era el representante de la nobleza de su distrito. Tenía muchos más años que Levin y estaba casado hacía ya tiempo. Vivía en su casa su joven cuñada, mujer muy simpática a Levin, quien no ignoraba que Sviajsky y su mujer deseaban casarle con aquella joven.

Lo sabía con certeza, como lo saben siempre los jóvenes considerados casaderos, aunque no hubiera osado decirlo a nadie, y sabía también que, aunque él deseaba casarse y creía que aquella joven habría sido una excelente esposa en todos los sentidos, tenía tantas probabilidades de casarse con ella, aun no estando enamorado de Kitty Scherbazkaya, como de subir al cielo.

Este pensamiento le amargaba un tanto la satisfacción que se había prometido de aquel viaje a las tierras de Sviajsky.

Al recibir la carta de éste invitándole a cazar, Levin pensó en ello en seguida, pero también pensó que tales miras de su amigo eran un mero deseo sin fundamento y resolvió ir. Además, en el fondo de su alma, deseaba probarse una vez más volviendo a ver de cerca a la joven cuñada de Sviajsky.

La vida de su amigo era muy grata y el propio Sviajsky, el mejor prototipo de miembro activo de zemstvo que conociera Levin, le resultaba muy interesante.

Sviajsky era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos, eslabonados y nunca independientes siguen un camino fijo y cuya vida, definida y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto al de sus ideas.

Sviajsky era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los nobles eran, in petto , partidarios de la servidumbre y que sólo por cobardía no lo declaraban. Creía a Rusia un país perdido, una segunda Turquía, y al Gobierno lo tenía por tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus actos en serio. Esto no le impedía, por otra parte, ser un modelo de representante de la nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de visera con escarapela y el galón rojo distintivos de la institución.

Creía que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos muy complejos y perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo que se hacía en su país.

Opinaba que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.

En el aspecto feminista, estaba al lado de los más avanzados defensores de la completa libertad de la mujer, y sobre todo de su derecho al trabajo; pero vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de pasar el tiempo lo mejor posible.

Si Levin no hubiera tenido la facultad de querer ver a los hombres por su lado mejor, el carácter de Sviajsky no habría ofrecido para él la menor dificultad ni enigma. Habría pensado: «Es un miserable o un tonto», y el asunto habría quedado claro. Pero no podía decir «tonto» porque Sviajsky era, sin duda, además de inteligente, muy instruido y sabía llevar su cultura con una extraordinaria naturalidad. No había ciencia que no supiese, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando se veía obligado.

Menos aún podía Levin calificarle de miserable, porque Sviajsky era, indudablemente, un hombre honrado, bueno o inteligente, consagrado con ánimo alegre a una labor muy estimada por cuantos le rodeaban y que nunca, a sabiendas, había hecho ni podía hacer mal alguno.

Levin se esforzaba, pues, en comprenderle y no le comprendía, considerándole como un enigma, y su modo de vivir como no menos enigmático.

Eran amigos y, por tanto, Levin tenía ocasiones de sondar a Sviajsky, de llegar hasta la base misma de su concepto de la vida. Pero siempre sus esfuerzos resultaban vanos. Cada vez que Levin trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recepción del cerebro de Sviajsky, notaba que éste se turbaba algo, que su mirada expresaba un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin le comprendiese. E iniciaba una resistencia jovial.

A raíz de su desengaño en sus actividades de propietario, Levin experimentó particular placer en visitar a su amigo. El solo hecho de ver aquella pareja de tórtolos felices y contentos de sí mismos, y de su nido confortable, satisfacía ya a Levin, el cual, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, trataba de descubrir el secreto de Sviajsky, que daba una claridad, una alegría y un sentido tan preciso a su vida.

Además, Levin sabía que en casa de Sviajsky vería a los propietarios vecinos, y esto le permitiría lo que tanto le interesaba: discutir, escuchar sus conversaciones sobre cosechas, contratos de jornaleros, etcétera.

Aunque consideradas algo vulgares, como no ignoraba Levin, estas charlas le parecían a la sazón muy importantes.

«Acaso esto no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre o ahora en Inglaterra. En ambos casos, las condiciones son definidas, pero aquí, en nuestro país, cuando todo está trastornado y apenas empieza a organizarse el nuevo orden, saber en qué condiciones se hará es el único problema importante que existe en Rusia», pensaba.

La caza resultó peor de lo que él esperaba. El pantano estaba ya seco y las chochas habían huido. Tras un día entero de caza, sólo trajo tres piezas y, como siempre, un excelente apetito, muy buena disposición de ánimo y el estado mental de grata excitación que despertaba en él el ejercicio físico.

Incluso durante la caza, cuando aparentemente no había que pensar en nada, recordaba de vez en cuando al viejo y a su familia, y al evocarlos parecía despertar no sólo su atención, sino una especie de decisión relacionada con ella.

Por la noche, al tomar el té, en compañía de algunos propietarios de tierras que visitaban a Sviajsky por asuntos de tutelaje, se entabló, como Levin esperaba, una interesante conversación.

En la mesa de té Levin se sentaba junto a la dueña y hubo de hablar con ella y con la cuñada, instalada frente a él. La dueña era una mujer de rostro redondo, rubia y bajita, toda radiante de sonrisas y hoyuelos.

Levin trataba de indagar por mediación de ella la solución del problema que constituía para él su marido, pero no poseía su completa libertad de ideas; no se sentía lo suficiente desembarazado porque ante él se sentaba la cuñada. Ésta llevaba un vestido muy especial, que a Levin le pareció que se había puesto por él, y en el cual se abría un escote en forma de trapecio.

Aquel escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho, y acaso por ello, privaba a Levin de la facultad de pensar. Imaginaba, errando probablemente, que aquel escote tendía a influirle, y no se consideraba con derecho a mirarlo, y procuraba no hacerlo; pero tenía la impresión de ser culpable, aunque sólo fuera por el simple hecho de que aquel escote existiese, que era preciso que explicara algo y le era imposible hacerlo, Y, a causa de esto, se sonrojaba y se sentía torpe e inquieto. Su estado de ánimo se comunicaba también a la linda cuñada. La dueña, en cambio, parecía no reparar en ello y, a propósito, le obligaba a entrar en el tema de la conversación.

–Decía usted –manifestaba continuando la charla iniciada– que a mi marido no le interesa nada ruso...

¡Al contrario! En el extranjero está alegre, pero nunca tanto como cuando vive aquí. Aquí se halla en su ambiente. ¡Como tiene tanto que hacer y se interesa por todo! ¿No ha estado usted en nuestra escuela?

–La he visto. ¿No es esa casa cubierta de hiedra?

–Sí. Es obra de Nastia–dijo, señalando a su hermana.

–¿Les enseña usted misma? –preguntó Levin, esforzándose en no mirar el escote, pero sintiendo que mirase o no hacia allí tendría que verlo igualmente.

–Sí: enseñaba y enseño, pero tenemos, además, una buena maestra. Hemos introducido también clases de gimnasia.

–Gracias, no quiero más té –dijo Levin.

Y, a pesar de reconocer que cometía una incorrección, pero sintiéndose incapaz de continuar aquella charla, se levantó sonrojándose.

–Oigo una conversación muy interesante –añadió– y...

Se acercó al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño con dos propietarios.

Sviajsky, acomodado de lado a la mesa, sostenía la taza con la mano y apoyaba el codo sobre la madera. Con la otra mano empujaba su barba, subiéndola hasta la nariz como para olerla y dejándola luego caer. Sus brillantes ojos negros miraban a un propietario de canosos bigotes que hablaba con agitación y, a juzgar por su rostro, debía de encontrar divertido lo que decía.

El propietario se quejaba de los aldeanos. Levin veía claramente que Sviajsky podía contestar muy bien a aquellas quejas y aniquilar a su interlocutor con pocas palabras, pero su posición se lo impedía y por ello escuchaba, no sin placer, las cómicas lamentaciones del propietario.

El hombre de los bigotes canosos era un evidente partidario de la servidumbre, un hombre que no había salido de su pueblo y a quien apasionaba dirigir los trabajos de su finca. Esto se deducía por su vestido, una levita anticuada y algo raída en la que el propietario no se sentía a gusto; por sus ojos, entornados y perspicaces; por su conversación, en buen ruso; por el tono imperativo adquirido a través de una larga práctica de mando; por los ademanes seguros de sus manos, grandes y bien formadas, tostadas por el sol, con un único y antiguo anillo de boda en su dedo anular.