Ana Karenina III/Capítulo XXXI

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Capítulo XXXI

En la mitad de las escaleras, Levin oyó en el recibidor una conocida tosecilla, aunque no muy clara, porque la apagaban sus propios pasos. Esperaba haberse equivocado; vio luego una silueta alta y huesuda que le era familiar, y parecíale que no podía engañarse, pero continuaba confiando en que sufría un error y que aquel hombre alto que se quitaba el abrigo tosiendo no era su hermano Nicolás.

Levin quería a su hermano, pero vivir con él siempre le había supuesto un tormento. Ahora, bajo el influjo del pensamiento que de pronto le acudió a la mente y en virtud de la indicación de Agafia Mijailoyna, se encontraba en un estado de ánimo muy confuso, y ver a su hermano le era particularmente penoso.

En vez de un visitante, extraño, sano y alegre, que Levin esperaba que pudiera distraerlo de su preocupación, se veía obligado a tratar a su hermano, que lo comprendía a fondo, y que leería en sus pensamientos más recónditos y lo forzaría a hablar con toda sinceridad. Y eso Levin no lo deseaba.

Irritado consigo mismo por aquel disgusto, bajó al recibidor. Pero apenas vio a su hermano, aquel sentimiento de decepción personal se desvaneció en él sustituido por la compasión.

Antes, el aspecto de su hermano, con su terrible delgadez y su estado enfermizo, era aterrador; pero ahora había adelgazado todavía más y se lo veía completamente agotado. Era un esqueleto cubierto sólo con la piel.

Nicolás, de pie en el recibidor, sacudía su cuello delgado, quitándose la bufanda, mientras sonreía de un modo lastimero y extraño. Viendo aquella sonrisa débil y sumisa, Levin sintió que un sollozo le oprimía la garganta.

–¡Al fin he venido a tu casa –dijo Nicolás, con voz apagada, sin apartar un segundo los ojos del rostro de su hermano–. Hace tiempo que me lo proponía, pero me hallaba muy mal. Ahora mi salud ha mejorado mucho –concluyó secándose la barba con las grandes y flacas palmas de sus manos.

–Bien, bien –contestó Levin.

Y se asustó más aún cuando, al besar a su hermano, sintió en sus labios la sequedad de su cuerpo y vio de cerca el extraño brillo de sus grandes ojos.

Algunas semanas antes, Constantino Levin le había escrito a Nicolás diciéndole que había vendido la pequeña parte de tierras que quedaba sin repartir y que podía cobrar lo que le correspondía, que eran unos dos mil rublos.

Nicolás dijo que venía a cobrar aquella cantidad y, sobre todo, a pasar algún tiempo en la casa natal, tocar con su planta la tierra y, como los antiguos héroes, recibir fuerzas de ella para su futura actividad.

A pesar de su mayor encorvamiento, de su increíble delgadez, sorprendente en su estatura, sus movimientos eran, como siempre, rápidos a impulsivos.

Levin lo acompañó a su despacho. Su hermano se mudó con especial cuidado –cosa que antes no hacía nunca–, peinó sus cabellos escasos y rígidos y subió, sonriendo, al piso alto.

Estaba de excelente humor, alegre y cariñoso como su hermano lo recordaba en la infancia, y hasta mencionó sin rencor a Sergio Ivanovich. Al ver a Agafia Mijailovna, bromeó con ella y le preguntó por los antiguos servidores. Se impresionó al saber la muerte de Parfen Denisich y en su rostro se dibujó una expresión de temor; pero se recobró en seguida.

–Era muy viejo –observó, cambiando de conversación–. Pues sí, pasaré contigo un par de meses y luego me volveré a Moscú. Miagkov me ha prometido un empleo; trabajaré... Quiero modiîicar mi vida –continuó diciendo–. ¿Sabes que me he separado de aquella mujer?

–¿De María Nicolaevna? ¿Por qué?

–Porque era una mala mujer. Me dio muchos disgustos.

No dijo cuáles, sintiéndose incapaz de confesar que se había separado de ella por hacerle un té demasiado flojo y principalmente por cuidarlo como a un enfermo.

–En una palabra, quiero cambiar de raíz mi modo de vivir. He cometido tonterías, como todos, pero no me arrepiento de ninguna. He perdido mis bienes, pero tampoco esto me interesa. La salud es lo principal y, gracias a Dios, ahora me he repuesto.

Levin le oía sin saber qué decir. Seguramente Nicolás sentía lo mismo y se puso a hacerle preguntas sobre sus asuntos. Y Levin, contento de poder hablar de sí mismo, porque de este modo ya no necesitaba fingir, le expuso sus planes futuros y el sentido de su actividad.

Su hermano lo escuchaba, pero era evidente que aquello no le interesaba.

Ambos hombres se sentían tan próximos el uno al otro que el más insignificante movimiento, hasta el tono de su voz, decía más para ambos que cuanto pudieran expresar las palabras.

Ahora ambos sentían lo mismo: la inminencia de la muerte de Nicolás, que pesaba sobre todo lo demás y lo borraba. Ni uno ni otro osaban, sin embargo, mencionarlo, y por esto cuanto hablaban eran falsedades, que no expresaban lo que había en sus pensamientos. Jamás Levin se alegró tanto como aquel día de que llegase la hora de irse a dormir; jamás ante ningún extraño, en ninguna visita de cumplido, estuvo tan falso y artificial.

La conciencia de su hipocresía y el arrepentimiento de ella aumentaban cada vez más. Sentía ganas de llorar viendo a su hermano tan querido próximo a la muerte y, no obstante, había de escucharlo contar sus planes de vida.

La casa era húmeda y sólo una pieza tenía calefacción, por lo cual Levin acomodó a su hermano en su propio dormitorio, detrás de una mampara.

Durmiera o no, su hermano se agitaba como un enfermo, tosía y, cuando la tos no lo aliviaba, gemía. De vez en cuando exhalaba un suspiro y exclamaba: «¡Ay, Dios mío!». Y cuando la expectoración lo ahogaba decía irritado: «¡Ah, diablo!» .

Levin, oyéndolo, no pudo dormirse hasta muy tarde. Sus diversos pensamientos se resumían en uno: el de la muerte.

La muerte, como fin inmediato de todo, surgió en su cerebro por primera vez. Y la muerte estaba aquí, con aquel hermano querido que, a medio dormir, invocaba a Dios o al diablo, con indiferencia y por costumbre. La muerte, pues, no se hallaba tan lejos como creyera antes. Estaba en sí mismo. Levin la sentía. Si no hoy, mañana, y si no dentro de treinta años. Pero la muerte vendría. ¿Qué más daba cuándo? Y lo que fuera aquella muerte inevitable no sólo Levin no lo sabía ni lo meditaba nunca, sino que ni se atrevía a pensar en ella.

«Trabajo, trato de hacer algo y olvido que todo termina, que existe la muerte.»

Estaba sentado en la cama, en la oscuridad, encorvado, abrazándose las rodillas. Retenía la respiración para concentrar la mente y pensaba. Pero cuanto más forzaba los pensamiento, con más claridad veía que aquello era así, que había olvidado un pequeño detalle: que la muerte llegaría y que contra ella nada se podría hacer. Era terrible, pero era así.

«Sin embargo, todavía estoy vivo. ¿Qué debo hacer? ¿Qué haré ahora», se decía desesperado.

Encendió una bujía, se levantó con precaución y se miró al espejo el rostro y los cabellos. Sí: en las sienes había canas. Abrió la boca. Las muelas posteriores empezaban a cariarse. Descubrió sus musculosos brazos. Tenía mucha fuerza, sí, pero también Nicoleñka, que ahora respiraba a su lado con los restos de sus pulmones, había tenido un día el cuerpo vigoroso.

Recordó de repente cuando, de niños, dormían ambos en la misma habitación y sólo esperaban que Fedor Bogdanovich saliera para poder tirarse los almohadones mutuamente y reír, reír sin freno, sin que el miedo a Fedor Bogdanovich pudiera reprimir aquella conciencia de la alegría vital que los desbordaba y crecía como la espuma...

«Y ahora Nicoleñka tiene el pecho hundido y vacío y yo... yo no sé para qué debo vivir ni qué puedo esperar.»

–¡Ejem, ejem! ¡Ah, diablo! –exclamó su hermano–. ¿Por qué das tantas vueltas y no te duermes?

–No sé. Tengo insomnio.

–Pues yo he dormido muy bien. Ni siquiera tengo sudor. Mira, toca mi camisa. ¿Verdad que no tengo sudor?

Levin tocó la camisa, se fue detrás de la mampara y apagó la luz, pero no pudo dormirse en mucho rato.

Apenas había solucionado el problema de cómo vivir, se le presentaba ya otro insoluble: la muerte.

«Mi hermano está muriéndose. Morirá quizá para la primavera. ¿Y cómo puedo ayudarle? ¿Qué puedo decirle? ¿Qué sé yo de la muerte, si hasta había olvidado su existencia..?»