Ana Karenina III/Capítulo XXXII
Capítulo XXXII
Levin había observado que cuando los hombres extreman su condescendencia y docilidad hasta el exceso no tardan en hacerse insoportables con sus exigencias y su susceptibilidad exageradas, y tenía la sensación de que así había de suceder también con su hermano.
Y, en efecto, la docilidad de Nicolás duró poco. Desde la mañana siguiente volvió a mostrarse irritable y se aplicaba a buscar pendencias con su hermano, hiriéndole en los puntos más delicados de su sensibilidad.
Levin, sin poderlo remediar, se sentía culpable. Adivinaba que, de no haber fingido y de haberse hablado ambos, como se dice, con el corazón en la mano, esto es, expresando sinceramente los pensamientos y sentimientos, se habrían mirado a los ojos el uno al otro y Constantino habría pronunciado una interminable retahíla de «Vas a morir, a morir, a morir...», mientras Nicolás le habría contestado siempre: «Lo sé y tengo miedo, tengo miedo...».
Nada más que esto podían haberse dicho de haber hablado con el corazón en la mano. Pero así habría sido imposible vivir y por ello Constantino se esforzaba en hacer lo que había intentado durante toda su existencia y lo que había observado que otros hacían tan bien, aquello sin lo cual la vida era imposible: decir lo que no pensaba. Continuamente se daba cuenta de que no conseguía su propósito, de que su hermano le adivinaba el juego, y ello lo llenaba de irritación.
Al tercer día, Nicolás pidió a su hermano que le explicase su plan y, no sólo lo criticó, sino que, adrede, lo empezó a confundir con el comunismo.
–Has tomado un pensamiento ajeno, lo has estropeado y quieres aplicarlo aquí en donde es inaplicable.
–Te digo que no tiene nada que ver con el comunismo, el cual niega la propiedad, el capital y la herencia. Yo no niego ese estímulo esencial –aunque Levin odiaba estas palabras, desde que se ocupaba de aquella cuestión empleaba con más frecuencia terminología extranjera–. Yo no aspiro más que a regular el trabajo.
–Es decir, que has tomado una idea ajena, quitándole cuanto tenía de sólido, y aseguras que es algo nuevo –dijo Nicolás, arreglándose nerviosamente la corbata.
–Mi idea no tiene nada de común con...
–En aquello otro –decía Nicolás, con los ojos brillantes de irritación y sonriendo con ironía– hay por lo menos el encanto de lo geométrico, el encanto de lo claro y evidente. Quizá sea una utopía, pero imaginemos que pueda hacerse tabla rasa de todo lo pasado y no haya ya ni propiedad ni familia, y según eso se organiza el trabajo. ¡Pero tú no ofreces nada de eso!
–¿Por qué te empeñas en confundir las cosas? Jamás he sido comunista.
–Yo lo he sido y la idea me pareció prematura, pero razonable para el porvenir, como el cristianismo en los primeros tiempos.
–Pues yo no creo sino que hay que considerar la mano de obra desde el punto de vista de la Naturaleza, estudiarla, conocer sus características y...
–Es del todo inútil. Esa fuerza halla por sí sola el empleo propio de su actividad, a medida que se desarrolla. En todas partes ha habido primero esclavos y luego trabajadores a medias. También nosotros los tenemos; existen peones, colonos... ¿Qué buscas aún?
Levin se estremeció al oírlo, porque en el fondo de su ser adivinaba que el reproche era cierto, que acaso trataba de situarse entre el comunismo y el sistema establecido y que probablemente ello era imposible.
–Busco medios de trabajar con provecho para mí y para el trabajador. Quiero arreglar... –empezó animadamente.
–No quieres arreglar nada. Has vivido siempre así, tratando de ser un hombre original y mostrar que si explotas a los campesinos es en nombre de una idea.
–Bien: si lo crees así, déjame en paz- contestó Levin, sintiendo que el músculo de su mejilla izquierda temblaba involuntariamente.
–No has tenido ni tienes opiniones personales, y no aspiras más que a satisfacer tu amor propio.
–Bien; supongamos que así sea y déjame en paz.
–Muy bien, te dejo en paz y ya puedes irte al diablo. Lamento profundamente haber venido.
Pese a todos los esfuerzos de Levin para calmar a su hermano, Nicolás ya no quiso escuchar nada más, diciendo que valía más separarse, y Constantino comprendió que su hermano estaba ya harto de vivir allí.
Ya se hallaba Nicolás preparado para marcharse cuando Levin entró en su cuarto y le pidió, algo forzadamente, que le perdonara si le había ofendido en algo.
–¡Oh, qué alma tan magnánima! –dijo Nicolás, sonriendo–. Si quieres quedar como justo, te concedo ese placer. Tienes razón; admito tus excusas, pero, de todos modos, me marcho.
Antes de despedirse, Nicolás besó a su hermano y le dijo, mirándole con gravedad a los ojos:
–A pesar de todo, no me guardes rencor, Kostia.
Y su voz temblaba.
Fueron éstas las únicas palabras sinceras que pronunciaron.
Levin entendió que debía interpretarlas así: «Ya ves y sabes lo mal que estoy, y que acaso no volvamos a vernos». Lo comprendió y las lágrimas brotaron de sus ojos. Besó una vez más a su hermano, pero no supo ni pudo decirle nada.
A los tres días de haberse ido Nicolás, Levin marchó al extranjero.
En el tren encontró a Scherbazky, el primo hermano de Kitty, quien se extrañó de su aspecto sombrío.
–¿Qué te pasa? –le preguntó.
–Nada. Pero en este mundo hay muy pocas cosas alegres.
–¿Que hay pocas cosas alegres? ¿Quieres venir conmigo a París en lugar de ir a ese Mulhouse? ¡Ya verás si aquello es alegre o no!
–Para mí todo esto ha pasado y es hora ya de ir pensando en la muerte.
–¡Caramba! ¡Dices unas cosas! ¡Y yo que me dispongo a comenzar a vivir!
–También yo pensaba así hace poco. Pero ahora estoy seguro de que no tardaré en morir.
Las palabras de Levin reflejaban sinceramente su pensamiento de estos últimos tiempos. En todas partes veía sólo la muerte o su proximidad.
No obstante, la obra iniciada le preocupaba. Debía vivir de un modo a otro el resto de su vida hasta que llegara la muerte. La oscuridad le cerraba todo camino, pero precisamente, a consecuencia de aquella oscuridad, comprendía que la única luz que podía guiarlo en ella era su empresa. Y Levin se aferraba a ella con todas sus energías.