Ana Karenina IV/Capítulo XV
Capítulo XV
Las calles estaban desiertas aún. Levin se dirigió a casa de los Scherbazky. La puerta principal se hallaba cerrada y todo dormía.
Volvió al hotel, subió a su alcoba y pidió café. El camarero de día, que ya no era Egor, se lo trajo. Levin quiso iniciar una conversación con él, pero llamaron y el camarero hubo de salir.
Levin probó a beber el café y se llevó una pasta a la boca, pero sus dientes no sabían qué hacer con la pasta. La escupió, se puso el abrigo y se fue a errar por las calles. Eran algo mas de las nueve cuando se halló otra vez ante las puertas de los Scherbazky. En la casa apenas había despertado nadie aún. El cocinero salía en aquel momento a la compra. Era, pues, preciso esperar todavía más de dos horas.
Toda la noche y aquella mañana las había pasado Levin en estado de inconsciencia, sintiéndose fuera de las condiciones de la existencia material. No comió en todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio desnudo al aire frío, y, sin embargo, no sólo se sentía fresco y fuerte, sino completamente desligado de su cuerpo. Se movía sin esfuerzo muscular y tenía la sensación de que lo podía todo. Estaba seguro de que, de necesitarlo, habría conseguido volar o mover los muros de una casa.
Pasó el tiempo que faltaba paseando por las calles, mirando sin cesar el reloj y volviendo la cabeza a todos lados.
Entonces vio algo muy hermoso que no volvió a ver jamás: Unos niños que iban a la escuela –que fue lo que más le conmovió–, vio unas palomas de color azul oscuro que volaban desde los tejados a la acera, y unos panecillos blancos, espolvoreados con harina, expuestos por una mano invisible en una ventana.
Los panecillos, los niños, las palomas, todo cuanto veía tenía algo prodigioso. Uno de los niños corrió a la ventana y miró, sonriendo a Levin: una paloma sacudió las alas con suave rumor y se levantó brillando al sol, entre el luminoso polvo de escarcha que flotaba en el aire, y un aroma de pan recién cocido llegó desde la ventana donde estaban expuestos los panecillos.
El cuadro era tan extraordinariamente hermoso que Levin, mirándolo, sintió que le afluían a los ojos lágrimas de alegría.
Describió un gran círculo por las calles de Gazetny y Kislovka, volvió a su habitación y se sentó en espera de las doce. En el cuarto contiguo hablaban de máquinas y de engaños y tosían con una de esas frecuentes toses mañaneras. Aquella gente no comprendía que las manecillas del reloj iban acercándose a las doce.
En la calle, los cocheros de punto sabían sin duda que Levin era dichoso, porque le rodearon con rostros satisfechos, disputando entre sí y ofreciéndole sus servicios. Él, procurando no molestar a los demás, y prometiendo utilizar sus servicios en otra ocasión, eligió a uno de ellos y le ordenó que le llevase a casa de los Scherbazky. El cochero llevaba muy estirado bajo su gabán el blanco cuello postizo de su camisa que cubría su cuello rojo, fuerte a hinchado. Y el trineo era alto, ligero y tan excelente, que Levin no vio nunca más otro trineo como aquél. Hasta el caballo era bueno y se esforzaba en galopar, aunque apenas se movía del mismo sitio.
El cochero conocía la casa de los Scherbazky y mostraba un gran respeto a su cliente. Al llegar, hizo un ademán circular con los brazos y exclamando: «¡Sooo!», detuvo el caballo ante la escalera.
El portero de los Scherbazky debía de saberlo todo, según creyó Levin, a juzgar por la sonrisa de sus ojos y por el modo especial que tuvo de decir:
–Hace tiempo que no venía usted, Constantino Dmitrievich.
No sólo lo sabía todo, sino que por ello estaba radiante de alegría, aunque se esforzaba en disimularla. Mirando los ojos amables del viejo, Levin experimentó una nueva sensación de felicidad.
–¿Están levantados?
–Pase, pase, haga el favor. Y esto puede usted dejarlo aquí –le dijo, observando que se volvía para coger su gorro de piel. Levin descubrió en este detalle un motivo más de ventura .
–¿A quién le anuncio? –preguntó el criado.
El joven criado era uno de esos lacayos de nuevo estilo, muy fatuos, pero era asimismo un muchacho excelente y simpático y también lo comprendía todo...
–A la Princesa... al Príncipe... a la Princesa... –dijo Levin.
La primera persona a quien vio fue a la señorita Linon, que avanzaba por la sala con sus ricitos y su rostro radiante. Iba ya a dirigirle la palabra, cuando se sintió un ruido tras una puerta y la señorita Linon desapareció de su vista, y Levin se sintió invadido por el ligero sobresalto de la próxima felicidad.
Apenas la señorita Linon, dejándole, salió por la puerta opuesta, unos pasos ligerísimos sonaron en el entarimado y la felicidad de Levin, su vida, lo que era como él mismo, más que él mismo, lo esperado y anhelado tanto tiempo, se acercó deprisa, muy deprisa. No andaba: volaba a su encuentro, impulsado por una fuerza invisible.
Levin vio dos ojos claros, sinceros, llenos también de la misma alegría de amar, que llenaba su corazón; aquellos ojos, brillando cada vez más cerca, le cegaban con su resplandor.
Kitty se paró a su lado rozándole. Sus manos se levantaron y se posaron en los hombros de Levin. Todo esto lo hizo sin decir palabra, corriendo hacia él y ofreciéndosela toda ella, tímida y gozosa. Él la abrazó y juntó sus labios con los de ella, que esperaban su beso.
Kitty no había dormido tampoco en toda la noche. Sus padres habían dado su consentimiento y se sentían felices con su dicha.
Ella, queriendo ser la primera en anunciárselo, había estado esperándole toda la mañana. Deseaba verle a solas y esto la complacía y a la vez la avergonzaba y llenaba de timidez, porque no sabía lo que hada cuando él apareciese ante sus ojos.
Sintió los pasos de Levin, oyó su voz y esperó tras la puerta a que se fuese la señorita Linon. En cuanto ésta hubo salido, Kitty, sin pensarlo, sin vacilar, sin preguntarse lo que iba a hacer, se aproximó a él a hizo lo que había hecho.
–Vamos a ver a mamá –dijo cogiéndole de la mano.
Levin, durante mucho rato, fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiese estropear con palabras la elevación de su sentimiento, cuanto porque cada vez que iba a decir alguna cosa, sentía que en lugar de frases le brotaban lágrimas de felicidad.
Tomó la mano de Kitty y la besó.
–¿Es posible que sea verdad? –dijo con voz profunda–. No puedo creer que tú me ames...
Al oír aquel «tú» y al ver la timidez con que Levin la miraba, Kitty sonrió.
–Sí –dijo ella en voz baja–. ¡Soy tan feliz hoy!
Y, llevándole de la mano, entró en el salón; la Princesa, al verlos, respiró apresuradamente y rompió a llorar, y en seguida después rió, y con pasos más decididos de lo que Levin esperaba, corrió hacia él y, tomándole la cabeza entre sus manos, le besó, humedeciéndole las mejillas con sus lágrimas.
–¡Por fin! Está ya todo arreglado. Me siento muy dichosa. Quiérala mucho. Soy feliz, muy feliz, Kitty.
–¡Con qué presteza lo habéis arreglado! –exclamó el Príncipe tratando de fingir indiferencia.
Pero cuando el anciano se dirigió hacia él, Levin advirtió que tenía los ojos humedecidos.
–Siempre ha sido éste mi deseo –dijo el Príncipe, tomando a su futuro yerno de la mano y atrayéndole hacia sí–. Incluso en la época en que esta locuela inventó...
–¡Papá! –exclamó Kitty tapándole la boca con las manos.
–Bien; me callo –repuso su padre–. Me siento muy dicho... so... ¡Ay, qué tonto... soy!
El anciano abrazó a Kitty, le besó la cara, luego la mano, el rostro de nuevo y, al fin, la persignó.
Y Levin, viendo como Kitty, durante largo rato y con dulzura, besaba la mano carnosa del anciano Príncipe, sintió despertar en él un vivo sentimiento de afecto hacia aquel hombre que hasta entonces había sido para él un extraño.