Ana Karenina IV/Capítulo XVI
Capítulo XVI
La Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.
Todos callaban.
La Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento, les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.
–¿Y qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las amonestaciones... ¿Qué te parece, Alejandro?
–En este asunto el personaje principal es él –repuso el Príncipe señalando a Levin.
–¿Que cuándo? –repuso éste, sonrojándose–. ¡Mañana! A mí me parece que la bendición puede ser hoy y la boda mañana.
–Basta, mon cher, déjese de tonterías.
–Entonces, dentro de una semana.
–Está loco, no hay duda...
–¿Por qué no puede ser?
–Pero, hombre, espere... –dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella precipitación–. Ha de tratarse aún del ajuar.
«¿Es posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?», se dijo Levin horrorizado. «¿Es posible que el ajuar, y la bendición, y todo lo demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla.»
Miró a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarle en lo más mínimo.
«Sin duda será necesario», pensó Levin.
–Yo no sé nada. Sólo digo lo que deseo –repuso, disculpándose.
–Ya hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?
La Princesa se acercó a su marido, lo besó y se dispuso a salir, pero él la retuvo y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.
Parecía que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si los enamorados eran ellos o su hija.
Cuando los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano. Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le dijo, ni con mucho, lo que deseaba.
–¡Cómo lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad –dijo–. Creo que era una especie de predestinación.
–Yo también –repuso Kitty . Hasta cuando...
Se interrumpió; luego continuó mirándole con decisión con sus ojos incapaces de mentir.
–Hasta cuando rechacé la felicidad... Nunca he amado más que a usted. Pero confieso que me sentía deslumbrada... ¿Podrá usted olvidarlo?
–Quizá haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho... He de decirle...
Lo que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días, eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios.
Ambas cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.
–¡Ahora no!, luego –añadió.
–Bueno, luego... Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo, porque todo está ya resuelto...
Levin concluyó la frase:
–... Resuelto que me tomará tal como soy, ¿verdad? ¿No me rechazará?
–No, no.
Su conversación fue interrumpida por la señorita Linon, la cual, riendo suavemente, con amable risa, entró para felicitar a su discípula predilecta. Antes de que ella saliera, entraron los criados también a felicitarles. Luego llegaron los parientes, y con ello se anunció para Levin el comienzo de aquel estado de ánimo insólito y de bienaventuranza del que no salió hasta el segundo día de su boda.
Levin se sentía continuamente turbado y confundido, pero su felicidad aumentaba cada vez más. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo le colmaba de ventura. Creía que su matrimonio no habría de parecerse en nada a los otros, que el hecho de desarrollarse en las circunstancias tradicionales en las bodas habría de estorbar a su felicidad.
Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer, reforzándolo y, sin duda, en nada parecida a la experimentada por los otros novios.
–Ahora deberíamos comer bombones –decía la señorita Linon.
Y Levin iba a comprar bombones.
–Sí; su boda me satisface mucho –afirmaba Sviajsky–. Le recomiendo que compre las flores en casa de Fomin.
–¿Es necesario? –preguntaba Levin.
Y las iba a comprar.
Su hermano le aconsejaba que tomase dinero prestado, porque habría muchos gastos, muchos regalos que hacer..
–¡Ah! ¿Hay que hacer regalos?
Y Levin se dirigió corriendo a la joyería de Fouldré.
En la confitería, en la joyería, en la tienda de flores, Levin notaba que le esperaban, que estaban contentos de verle y que compartían su dicha como todos los que trataba en aquellos días.
Era extraordinario que, no sólo todos le apreciaban, sino que hasta personas antes frías, antipáticas e indiferentes, estaban ahora entusiasmadas con él, lo atendían en todo, trataban con suave delicadeza su sentimiento y participaban de su opinión de que era el hombre más feliz del mundo, porque su novia era un dechado de perfecciones.
Kitty se sentía igual que él. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado para ella algo mejor, la muchacha se exaltó tanto, demostró con tal calor que nada en el mundo podía ser mejor que Levin, que Nordston se vio obligada a reconocerlo y en presencia de Kitty ya nunca acogía a Levin sin una sonrisa de admiración.
Una de las cosas más penosas de aquellos días era la explicación prometida por Levin. Consultó al Príncipe y, con su autorización, le entregó a Kitty su Diario, en el que se contenía lo que le atormentaba. Hasta aquel Diario parecía escrito pensando en su futura novia. En él se expresaban las dos torturas de Levin: su falta de inocencia y su carencia de fe.
La confesión de su incredulidad pasó inadvertida. Kitty era creyente, no dudaba de las verdades de la religión, pero la exterior falta de religiosidad de su novio no le afectó lo más mínimo.
Su amor le hacía comprender el alma de Levin, adivinaba lo que quería y el hecho de que a aquel estado de ánimo quisiera llamársele incredulidad en nada la conmovía.
En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.
Levin no le entregó su Diario sin una previa lucha consigo mismo. Pero sabía que entre él y ella no podía haber secretos, y este pensamiento le decidió a obrar como lo había hecho. No se dio cuenta, sin embargo, del efecto que aquella confesión había de causar en su prometida; no supo adivinar sus sentimientos.
Sólo cuando una tarde, al llegar a casa de los Scherbazky para ir al teatro, entró en el gabinete de Kitty y vio su amado rostro deshecho en lágrimas, dolorido por la pena irreparable que él le produjera, comprendió Levin el abismo que mediaba entre su deshonroso pasado y la pureza angelical de su prometida. Y se horrorizó de lo que había hecho.
–Tome, tome esos horribles cuadernos –dijo la joven, rechazando los que tenía ante sí–. ¿Para qué me los ha dado?... Pero no; vale más así –añadió, sintiendo lástima al ver la desesperación que se retrataba en el semblante de su novio–. Pero es horrible, horrible...
Levin bajó la cabeza en silencio. ¿Qué podía hacer?
–¿No me perdona usted? –murmuró, al fin.
–Sí. Le he perdonado ya. ¡Pero es horrible!
No obstante, la felicidad de Levin era tan grande que aquella confesión, en vez de destruirla, le dio un nuevo matiz.
Kitty le perdonó; pero él desde entonces se consideraba indigno de la joven, se inclinaba más y más ante ella y apreciaba como mayor su inmerecida ventura.