Ana Karenina V/Capítulo II

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Capítulo II

El día de la boda, según costumbre (ya que la Princesa y Daria Alejandrovna insistían mucho en que todo se hiciese según la costumbre) Levin no vio a su novia y comió en su cuarto del hotel con tres amigos solteros que fueron a verle: Sergio Ivanovich, Katavasov –ex compañero de Universidad y ahora profesor de Ciencias naturales, a quien Levin halló en la calle y llevó consigo– y Chirikov, su testigo de boda, juez municipal en Moscú y compañero de Levin en la caza del oso.

La comida transcurrió muy alegre. Sergio Ivanovich estaba en excelente estado de ánimo y se divertía con las originalidades de Katavasov. Este, notando que las apreciaban y comprendían, hacía más y más alarde de ellas. Chirikov, benévolo y jovial, se ponía a tono con la conversación.

–De modo –decía Katavasov, alargando las palabras, según costumbre contraída en la cátedra– que podemos decir que nuestro amigo Constantino Dmitrievich era un muchacho muy bien dotado. Hablo de ausentes, porque él no está aquí. Al salir de la Universidad amaba la ciencia y los intereses de la Humanidad, pero ahora la mitad de sus facultades está dedicada a engañarse a sí mismo y la otra mitad a justificar ese engaño.

–No he visto enemigo más acérrimo del matrimonio que usted –repuso Sergio Ivanovich.

–No soy enemigo de él. Soy amigo de la distribución del trabajo. La gente que no puede hacer otra cosa, debe hacer hombres, y los demás contribuir a su instrucción y felicidad. Así lo creo. Hay muchos que quieren confundir esas dos actividades, pero yo no me cuento entre ellos.

–¡Cómo me alegraré cuando sepa que usted está enamorado! –dijo Levin–. ¡No deje de invitarme a la boda!

–Ya estoy enamorado.

–Sí, de la jibia –indicó Levin a su hermano–. Miguel Semenich está escribiendo ahora una obra sobre la nutrición y...

–No confundamos las cosas. No porque se trate de mi obra, pero en realidad aprecio la jibia...

–La jibia no le impedirá amar a su mujer.

–La jibia no, pero la mujer sí.

–¿Por qué?

–Ya lo verá por sí mismo. A usted le gustan la caza, los trabajos de la finca... Ya lo verá, ya...

–Hoy ha venido Arjip, y dice que en Prudnoe hay una enormidad de alces y de osos –afirmó Chirikov.

–Pues los cazarán ustedes sin mí.

–Claro: en el futuro dará usted el adiós a la caza del oso. Su mujer no le dejará ir.

Levin sonrió. La idea de que su mujer no le dejara ir a cazar le era tan agradable que estaba dispuesto a renunciar a aquella diversión para siempre.

–De todos modos, es lástima cazar esos osos sin usted. ¿Recuerda la última vez en Yapilovo? ¡Qué caza tan espléndida hicimos! –dijo Chirikov.

Levin, no queriendo decepcionarle diciéndole que dudaba que hubiese algo bueno allí donde no estuviese Kitty, optó por callar.

–Por algo existe esta costumbre de despedirse de la vida de soltero –dijo su hermano–. Puedes ser muy feliz, pero, de todos modos, siempre es lamentable perder la libertad.

–Confiéselo: ¿no es verdad que siente el deseo del novio de la comedia de Gogol que quiere huir de la boda saltando por la ventana?

–Seguro que sí, pero no quiere confesarlo –afirmó Katavasov.

Y rió a carcajadas.

–¿Por qué no? La ventana está abierta. ¡Vámonos ahora mismo a Tver! La osa está sola y podemos buscarla en su cubil. Ea, marchémonos en el tren de las cinco y que se arreglen aquí como quieran –dijo, riendo, Chirikov.

–Les juro –aseguró Levin sonriente– que por más que hago no consigo encontrar en mi alma ese sentimiento de dolor por la pérdida de mi libertad.

–En su alma reina tal caos ahora que es imposible encontrar nada en ella –dijo Katavasov–. Aguarde un poco y cuando la tenga algo más en orden, ya me lo dirá...

–No. Bien podía, aparte de mi sentimiento –no quiso decir «de mi amor» – y de la felicidad que experimento, lamentar perder la libertad. Pero, por el contrario, me siento satisfecho de perderla.

–¡Malo! ¡Es un caso desesperado! –exclamó Katavasov–. ¡Bebamos por su curación o porque se realice, siquiera, la centésima parte de sus ilusiones! Con esto ya, tendrá tanta felicidad como es posible hallar en la tierra.

Después de comer, los amigos se marcharon para tener tiempo de vestirse antes de la boda.

Al quedar solo y recordar la conversación de aquellos solterones, Levin se preguntó una vez más si existía en su alma algún sentimiento de dolor por la libertad que perdía y del que ellos hablaban tanto, y sonrió al formularse aquella pregunta. «¡Libertad! ¿Para qué quiero la libertad? La dicha consiste en amar y desear, y pensar con los sentimientos de ella, es decir, en no tener libertad alguna. ¡Eso es la felicidad!»

«Pero, ¿acaso conoces sus pensamientos y deseos?» , murmuró una voz en su interior.

La sonrisa desapareció de su rostro y Levin quedó pensativo. De repente le invadió una extraña sensación de temor y de duda, una duda que se extendía a todas las cosas. «¿Y si ella no me quiere y se casa sólo por casarse? ¿Y si ella misma no sabe lo que se hace?» , se preguntaba. «¿Y si sólo se da cuenta después de casarse conmigo de que no me quiere ni me puede querer?»

Y los peores y más extraños pensamientos acerca de Kitty invadieron su cerebro. Sentía celos de Vronsky, como hacía un año, como si la velada en que la había visto con él hubiera sido el día antes.

Sospechaba que ella no le había dicho todo lo que tenía que decirle.

Se levantó precipitadamente.

«No, es imposible quedar así», se dijo, desesperado. «Voy a verla y le preguntaré por última vez. Le diré: "Aún somos libres... ¿No valdría más suspenderlo todo? Esto sería mejor que la infelicidad eterna, la deshonra, la infidelidad"...»

Con el corazón dolorido, enojado contra todos, contra sí mismo y contra ella, salió del hotel y se dirigió a casa de su novia.

La encontró en las habitaciones posteriores, sentada sobre un baúl, dando órdenes a una muchacha y revolviendo montones de multicolores vestidos puestos sobre los respaldos de las sillas y tirados por el suelo.

–¡Oh! –exclamó Kitty, radiante de alegría al verle–. ¿Cómo? Tú... usted –hasta aquel último día le había hablado indistintamente de «usted» y de «tú» –. No te esperaba. Estoy repartiendo mis vestidos de soltera, mirando a quién puedo regalárselos...

–Muy bien –dijo él mirando súbitamente a la muchacha.

–Sal, Duniascha... Ya te llamaré cuando... –ordenó Kitty–. Pero, ¿qué te pasa? –preguntó, continuando decididamente su tuteo después de que la criada hubo salido. Ella veía la extraña expresión de su rostro, agitado y sombrío, y tuvo miedo.

–Kitty, sufro mucho y no puedo soportarlo solo... –repuso Levin, con desesperación, deteniéndose ante ella y mirándola suplicante.

Veía bien, por la mirada franca y cariñosa de su novia que no le saldría nada de lo que quería decirle, pero necesitaba que ella misma le sacase de dudas.

–He venido a decirte que todavía estamos a tiempo, que aún es posible deshacer y arreglar...

–¡No lo comprendo! ¿Qué te pasa?

–Lo que te he dicho mil veces y no puedo dejar de pensar: que no te merezco... No es posible que consientas en casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado, no puedes amarme... Vale más que me lo digas –seguía Levin sin mirarla–. Seré desgraciado. Que diga lo que quiera la gente; todo será preferible a la infelicidad. Mejor será que lo hagamos ahora que estamos todavía a tiempo.

–No te comprendo –repuso Kitty asustada–. ¿Es posible que quieras renunciar y que no... ?

–Sí, si no me amas.

–¿Estás loco? ––exclamó ella enrojeciendo de indignación.

Pero el rostro de Levin inspiraba en aquel momento tanta compasión que Kitty, conteniendo su enojo, quitó los vestidos de la butaca y se sentó a su lado.

–¿Qué piensas? Dímelo todo.

–Pienso que no puedes amarme. ¿Por qué me habrías de amar?

–¡Dios mío! ¿Qué puedo decir? –exclamó Kitty llorando.

–¡Oh! ¿Qué he hecho? –se lamentó Levin. Y arrodillándose ante ella le besó las manos.

Cuando cinco minutos después entró la Princesa en la habitación los halló reconciliados por completo. No sólo Kitty aseguró a su novio que le quería, sino que, al preguntarle el motivo de que le quisiera, se lo explicó. Le dijo que le quería porque le comprendía plenamente, porque sabía cuáles eran sus anhelos y porque sabía también que todo lo que él anhelaba era justo.

A Levin la explicación le pareció bastante clara. Cuando la Princesa entró en la estancia, los dos estaban sentados al borde del baúl revisando los trajes y discutiendo a propósito de si la joven debía regalarle a Duniascha el vestido de color castaño que llevaba cuando Levin se le declaró, o si, como quería él, no debía regalar a nadie aquel vestido y regalar a la muchacha el azul.

–¿No comprendes que Duniascha es morena y no le sentaría bien el azul? Ya lo he pensado todo.

Al enterarse del motivo de la visita de Levin, la Princesa casi se enfadó, y riendo le envió a su casa para que se vistiera y no estorbara el peinado de Kitty, ya que estaba a punto de llegar Charles, el peluquero francés.

–Está ya bastante desmejorada de estos días que no come nada, y aún vienes a molestarla con tus tonterías –le dijo la Princesa–. ¡Vete, vete, querido!

Levin, avergonzado, pero ya tranquilo, volvió a su hotel. Su hermano, Daria Alejandrovna y Esteban Arkadievich le estaban esperando para bendecirle con el icono. No había tiempo que perder. Daria Alejandrovna tenía que ir a casa para recoger a su hijo, el cual, muy compuesto y pulido, con el pelo rizado, debía llevar la santa imagen acompañando a la novia.

Además, había que buscar un coche para enviarlo al padrino de boda y hacer volver al que se llevaría Sergio Ivanovich... Había, pues, muchas cosas importantes en que pensar. Era preciso no perder tiempo, porque eran ya las seis y media.

La ceremonia de la bendición careció de seriedad. Oblonsky se puso al lado de su mujer en una actitud solemne y cómica a la vez, levantó la imagen y, ordenando a Levin que se arrodillase, le bendijo con bondadosa e irónica sonrisa y le besó tres veces. Dolly hizo lo mismo, pero de una manera precipitada y disponiéndose a partir en seguida, preocupada con el enredado asunto de los coches.

–He aquí lo que podemos hacer –dijo dirigiéndose a su marido––: tú ve con nuestro coche a buscar al niño, y Sergio Ivanovich tendrá la amabilidad de ir allá y hacemos enviar el coche después.

–Con mucho gusto.

–Y nosotros iremos en seguida con el chiquillo... ¿Está todo preparado? –preguntó Esteban Arkadievich.

–Sí –contestó Levin.

Y ordenó a Kusmá que le ayudase a vestirse.