Ana Karenina V/Capítulo III
Capítulo III
Mucha gente, mujeres sobre todo, rodeaban la iglesia, deslumbrante con todas las luces encendidas para la boda. Los que no habían podido entrar se agrupaban junto a las ventanas, empujándose, discutiendo y mirando a través de las rejas.
Más de veinte coches se habían alineado ya a lo largo de la calle, bajo la vigilancia de los guardias. Un oficial de policía, ufano con su uniforme de gala, desafiaba el frío a la entrada del templo.
Llegaban carruajes sin cesar. Ora entraban señoras adornadas con flores, recogiéndose las colas de los vestidos, ora llegaban caballeros que se quitaban sus sombreros negros o sus gorras de uniforme al entrar en la iglesia.
En el interior habían sido ya encendidas las arañas y todos los cirios ante los ¡conos. El dorado brillo de la luz sobre el fondo rojo del iconostasio y de los soportes de los cirios, las baldosas, las alfombrillas, las banderas situadas arriba, junto a ambos coros, las graderías del analoy, los antiguos libros ennegrecidos por el tiempo, las sotanas y casullas, todo estaba inundado de luz.
A la derecha de la iglesia caldeada, entre fracs y corbatas blancas, uniformes de gala, sedas, terciopelos, satenes, cabellos, flores, hombros y brazos descubiertos y largos guantes, se elevaba un murmullo contenido y animado que resonaba extrañamente bajo la alta cúpula.
Cada vez que se sentía el chirrido de la puerta al abrirse, disminuía el murmullo y todos volvían la cabeza esperando ver aparecer a los novios.
Pero la puerta se abrió aún más de diez veces y siempre era un invitado o invitada atrasados que se sumaban al círculo de los concurrentes, a la derecha; o bien alguna señora del público que, engañando al oficial de policía o con permiso de él, se unía a los extraños, a la izquierda.
Los allegados y el público en general habían pasado por todas las fases de la espera.
Suponían al principio que los novios llegarían de un instante a otro y no daban importancia al retraso.
Pero luego miraban más frecuentemente hacia las puertas preguntándose si no habría sucedido algo.
Al fin, la tardanza comenzó a parecer ya inconveniente y parientes a invitados procuraron simular que no se preocupaban ya de los novios y que sólo les interesaban las propias conversaciones.
El arcediano tosía con impaciencia, como recordando el valor del tiempo, y su tos hacía vibrar los cristales de las ventanas. En el coro se oía ahora a los cantores que, irritados, probaban la voz o se sonaban.
El sacerdote enviaba constantemente al diácono o al sacristán para informarse de si había llegado ya el novio, y hasta él mismo, con su sotana color lila y su cinturón bordado, se acercaba a menudo hasta las puertas laterales del altar.
Al fin una señora, mirando el reloj, dijo:
-Esto es muy extraño.
Todos los invitados, inquietos, empezaron a expresar en alta voz su descontento y sorpresa. Uno de los testigos salió a enterarse de lo que pasaba.
Entre tanto, Kitty vestida con su traje blanco, su largo velo y su corona de flores de azahar, acompañada de la madrina de boda y de su hermana Lvova, estaba en la sala de casa de los Scherbazky y miraba por la ventana aguardando en vano desde hacía media hora el aviso de su testigo de boda de que el novio había llegado a la iglesia.
Por su parte, Levin, con los pantalones puestos, pero sin chaleco ni frac, paseaba de una parte a otra por su habitación del hotel asomándose sin cesar a la puerta y mirando el pasillo. Pero en el pasillo no aparecía aquel a quien esperaba, y había de volver, desesperado, a la alcoba, agitando los brazos y dirigiéndose a Esteban Arkadievich, que fumaba tranquilamente.
-¿Habrá habido alguna vez hombre en tan necia situación? -decía Levin.
-Sí, es bastante necia -convenía Oblonsky, sonriendo con suavidad-. Pero cálmate; lo la traerán ahora mismo.
-¡Oh! -exclamaba Levin, con ira contenida-. ¡Y estos absurdos chalecos, tan abiertos! ¡Es imposible! -decía, mirando la pechera arrugada de su camisa-. ¿Y qué hacemos si se han llevado ya los equipajes a la estación del ferrocarril? --exclamaba exasperado.
-Entonces te pondrás la mía.
-¡Ya podíamos haberlo hecho hace tiempo!
-No conviene dar motivo de burla. Cálmate, todo se arreglará.
Había sucedido que, cuando Levin llamó a Kusmá para que le ayudase a vestirse, el viejo criado le llevó el frac, chaleco y lo demás necesario excepto la camisa.
–¿Y la camisa? –preguntó Levin.
–La lleva usted puesta –contestó Kusmá con tranquila sonrisa.
Kusmá no había tenido la previsión de preparar una camisa limpia y, al recibir orden de arreglar las cosas y mandarlas a casa de los Scherbazky, de la que los recién casados saldrían aquella misma noche, lo cumplió a la letra, colocándolo todo en las maletas menos el traje de frac.
La camisa que Levin llevaba desde por la mañana estaba arrugada y era imposible emplearla en la boda, dada la moda reinante de los chalecos abiertos. Pensaba mandar a buscar una en casa de los Scherbazky, pero tuvieron que desistir de ello en vista de lo lejos que vivían.
Mandaron, pues, a comprar una camisa, pero el criado volvió al cabo de un momento diciendo que, por ser domingo, estaban cerradas todas las tiendas.
Fueron a casa de Esteban Arkadievich, pero trajeron una camisa muy ancha y corta, con lo que, al fin, no les quedó otra solución que mandar a casa de los Scherbazky a que abrieran los baúles.
Y, mientras esperaban al novio en la iglesia, él, como una fiera enjaulada, paseaba por la habitación, se asomaba al pasillo y recordaba con horror y desesperación lo que había dicho a Kitty y lo que ella podía pensar ahora.
Al fin, el culpable Kusmá entró en la habitación, casi sin aliento, trayendo la camisa.
–Por poco no la alcanzo. Estaban ya poniendo las cosas en el carro –dijo.
Tres minutos después, sin mirar el reloj para no irritar aún más la herida, Levin se halló corriendo por el pasillo.
–Con correr ya no ganas nada –decía Esteban Arkadievich, siguiéndole sin precipitarse y sonriendo–. Te aseguro que todo se arreglará, todo...