Ana Karenina V/Capítulo XXIX

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Capítulo XXIX

Uno de los fines principales del viaje a Rusia, era, para Ana, ver a su hijo.

Desde que salió de Italia, la idea de verle no dejó un momento de conmoverla, y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor le parecía el encanto y la transcendencia de aquel encuentro con el niño.

Figurábasele sencillo y natural ver a su hijo hallándose en la misma ciudad que él; pero, una vez en San Petersburgo, se hizo evidente su situación ante la sociedad y comprendió que no sería nada fácil arreglar aquella entrevista.

Llevaba ya dos días en la ciudad, y aunque la idea de verle no la dejaba un momento, no había adelantado ni un solo paso en aquel camino.

Ana reconocía que no tenía derecho a ir abiertamente a casa de Karenin, a riesgo de encontrarle, y que podía muy bien suceder que le prohibieran la entrada, cosa que la habría llenado de vergüenza.

Sólo el pensar en escribir a su marido y cruzar cartas con él, le suponía ya un tormento. únicamente cuando no se acordaba de su marido podía estar tranquila. Ver a su hijo en el paseo, enterándose de a dónde y cuándo salía el niño, no le bastaba. ¡Se preparaba tanto para esa entrevista, tenía tantas cosas que decirle, deseaba tan ardientemente besarle y poderle estrechar entre sus brazos!

La vieja aya de Sergio podía orientarla y aconsejarla en ello. Pero el aya no estaba en casa de Karenin. Estas dudas y en la búsqueda del aya, pasaron dos días.

Al informarse de las relaciones que unían ahora a Karenin y a Lidia Ivanovna, Ana decidió al tercer día escribir a la Condesa.

Aquella carta, que le costó tanto trabajo, y en la que mencionaba intencionadamente la grandeza de alma de su marido, estaba escrita con la esperanza de que la viese él y, continuando en su papel magnánimo, le concediera lo que pedía.

El enviado que llevara la carta trajo una respuesta cruel e inesperada: que no había contestación. Jamás se sintió tan humillada como en aquel momento en que, llamando al enviado, le oyó detallar cómo le habían hecho esperar y cómo luego le dijeron que no había respuesta.

Ana se sintió humillada y ofendida, pero reconocía que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivanovna tenía razón.

Su dolor era tanto más hondo, cuanto que había de soportarlo ella sola. No podía ni quería compartirlo con Vronsky. Sabía que, aunque era él la causa principal de su desventura, la entrevista con su hijo había de parecerle una cosa sin importancia. A su juicio, Vronsky no podría comprender nunca toda la intensidad de su sufrimiento, y temía, como nunca había temido, experimentar hacia él un sentimiento hostil al notar el tono frío en que habría, sin duda, de hablarle de aquello.

Ana pasó en casa todo el día, meditando medios para conseguir su propósito, hasta que, al fin, decidió escribir una carta a su marido. Ya la tenía redactada cuando le llevaron la de Lidia Ivanovna.

El silencio de la Condesa la había hecho conformarse, pero su carta y lo que pudo leer en ella entre líneas la irritaron tanto, le pareció tan excesiva aquella maldad ante su natural cariño a su hijo, que se indignó contra los demás y dejó de inculparse a sí misma.

«¡Qué frialdad! ¡Qué fingimiento!», se decía. «Quieren ofenderme y hacer sufrir al niño. ¿Y he de obedecerles? ¡Jamás! Ella es peor que yo, que, al menos, no miento.»

Y decidió en seguida que al día siguiente, cumpleaños de Sergio, iría a casa de su marido, sobornaría a los criados, los engañaría; pero vería a su hijo, costara lo que costara, y destruiría el terrible engaño de que rodeaban a la desgraciada criatura.

Fue a un almacén de juguetes, compró un sinfín de cosas y estudió un plan.

Temprano, a cosa de las ocho de la mañana, antes de que Alexey Alejandrovich se hubiera levantado, acudiría a la casa. Llevaría en la mano dinero para el portero y el lacayo, a fin de que ellos la dejasen entrar y, sin levantarse el velo, les diría que iba de parte del padrino de Sergio para felicitarle y que le habían encargado que pusiera los juguetes por sí misma junto a la cama del niño.

Lo único que no preparó fue las palabras que diría a su hijo, pues por más que lo había meditado no se le ocurrió lo que le había de decir.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Ana, apeándose de un coche de alquiler, llamó a la puerta principal de la casa que un día fuera suya.

–Vaya a ver quién es. Parece una señora –dijo Kapitonich aún a medio vestir, con abrigo y chanclos, mirando por la ventana a la mujer que había junto a la puerta.

El ayudante del portero era un hombre desconocido para Ana. Apenas abrió la puerta, ella entró, sacó rápidamente del manguito un billete de tres rublos y se lo deslizó en la mano.

–Sergio, Sergio Alejandrovich –dijo Ana.

Y continuó rápida su camino.

El criado, una vez examinado el dinero, la detuvo en la puerta siguiente.

–¿A quién desea ver? ––dijo.

Notando la turbación de la desconocida, salió Kapitonich en persona al encuentro de la desconocida, la hizo pasar y le preguntó qué quería.

–Vengo de parte del príncipe Skeradumov a ver a Sergio Alejandrovich.

–El señorito no está levantado aún –repuso el portero mirándola con atención.

Ana no esperaba que el aspecto invariable de la casa donde había vivido nueve años pudiera causarle tan vivo efecto. Recuerdos alegres y penosos se elevaron uno tras otro en su alma, haciéndole olvidar por un momento el objeto de su visita.

–¿Desea esperar? –preguntó Kapitonich, ayudándole a quitarse el abrigo de pieles.

Al hacerlo, la miró al rostro, la reconoció y, sin decirle nada, la saludó con respeto.

–Haga el favor de entrar, Excelencia –dijo después.

Ana quiso hablarle, pero la voz se le ahogó en la garganta. Y, mirando al viejo con aire culpable, subió la escalera con pasos leves y rápidos.

Kapitonich, inclinándose hacia delante y tropezando con los chanclos en los escalones, la seguía corriendo, tratando de alcanzarla.

–Está allí el preceptor. Quizá no se haya vestido. Iré a anunciarla.

Ana seguía subiendo la escalera tan conocida sin entender lo que le decía el anciano.

–Aquí, a la izquierda, haga el favor. Perdone que no esté limpio aún... El señorito duerme ahora en el cuarto del diván –murmuró el portero, esforzándose en recobrar la respiración–. Perdone, Excelencia, pero conviene esperar un poco. Iré a mirar..

Y, adelantándose a Ana, abrió a medias una alta puerta y desapareció tras ella.

Ana esperó.

El portero salió de nuevo.

–El señorito acaba de despertar ––dijo.

En el mismo momento en que el anciano portero pronunciaba estas palabras, Ana oyó un bostezo infantil. En aquel sonido reconoció a su hijo y le pareció ya verle ante ella.

–¡Déjeme! ¡Déjeme, y váyase! –pronunció Ana, cruzando la alta puerta.

A la derecha de la entrada había una cama y en ella estaba sentado el niño que, vestido sólo con una camisita, terminaba de desperezarse, inclinando el cuerpo.

En el momento en que sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una sonrisa feliz, y con aquella sonrisa el niño se dejó caer otra vez en el lecho, vencido por un suave sueño.

–¡Sergio! –llamó Ana, acercándose con paso cauteloso.

Durante su separación, y más aún en aquellos días en que la inundaba tan viva ternura por su hijo, Ana le imaginaba como un niño de cuatro años, ya que fue a aquella edad cuando más le había querido. Pero ahora no, estaba tal como le dejó.

Su aspecto difería mucho del de un niño de cuatro años; había crecido y adelgazado. ¡Oh, qué delgado tenía el rostro, qué cortos los cabellos y qué largos los brazos! ¡Cuán diferente era de cuando ella le había dejado!

Pero era él, con su misma forma de cabeza, con sus labios, con su suave cuello y sus anchos hombros.

–¡Sergio! –repitió al oído mismo del niño.

Sergio se incorporó sobre un codo, movió la cabeza a ambos lados como buscando algo y abrió los ojos.

Por algunos segundos miró silencioso a interrogativo a su madre, inmóvil ante él.

De pronto, rió lleno de dicha y, cerrando de nuevo sus ojos cargados de sueño, se dejó caer otra vez, pero no hacia atrás, sino en los brazos de su madre.

–¡Sergio, querido niño mío! –exclamó Ana, sofocada, abrazando el amado cuerpecito.

–¡Mamá! –contestó el niño, moviéndose en todas direcciones para que su cuerpo rozara por todas partes los brazos de su madre.

Sonriendo medio dormido, siempre con los ojos cerrados, y apoyándose con sus manos gordezuelas en la cabecera de la cama, se asió a los hombros de su madre y se dejó caer sobre su regazo, exhalando ese agradable olor que sólo tienen los niños en el lecho. En seguida empezó a frotarse el rostro contra el cuello y los hombros de su madre.

–Ya sabía –dijo, abriendo los ojos–, que habías de venir. Hoy es el día de mi cumpleaños... Me he despertado ahora mismo y voy a levantarme...

Y, mientras hablaba, se quedó de nuevo dormido.

Ana le miraba con afán, viendo cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía y desconocía a la vez sus piernas desnudas, ahora tan largas, sus mejillas enflaquecidas, los cortos rizos de su nuca, que tantas veces había besado.

Estrechaba todo aquello contra su corazón y no podía hablar, ahogada por las lágrimas.

–¿Por qué lloras, mamá? –preguntó el niño, despertando por completo, ¿Por qué lloras, mamá? –gritó con voz quejumbrosa.

–No lloraré más. Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te he visto! No, no lloraré más, no lloraré... –dijo, devorando sus lágrimas y volviendo la cabeza–. Ea, ya es hora de vestirte –añadió, recobrando algo de su serenidad, después de un silencio.

Y, sin soltar sus manos, se sentó al lado de la cama en una silla, sobre la que estaba la ropa del pequeño.

–¿Cómo te vistes sin mí? ¿Cómo ...? –dijo, tratando de expresarse con voz natural y alegre.

Pero no pudo terminar y volvió una vez más la cara.

–No me lavo ya con agua fría; papá no me deja. ¿Has visto a Basilio Lukich? Vendrá ahora... ¡Ah, te has sentado sobre mi vestido!

Sergio rió a carcajadas. Ana le miró, sonriendo.

–¡Mamá, querida mamá! –gritó el chiquillo, lanzándose de nuevo a ella y abrazándola.

Parecía que sólo ahora, al ver su sonrisa, comprendió lo que pasaba.

–Esto no te hace falta –siguió el niño quitándole el sombrero.

Y cuando Ana estuvo sin él, Sergio como si en aquel momento la viese por primera vez, se precipitó a ella para besarla.

–¿Qué pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?

–No lo creí nunca.

–¿No lo creíste, hijito mío?

–¡Sabía que no, sabía que no! –respondió el niño empleando su frase predilecta.

Y cogiendo la mano de su madre, que acariciaba sus cabellos, la oprimió contra sus labios y la besó.