Ana Karenina V/Capítulo XXVIII
Capítulo XXVIII
Vronsky y Ana, al llegar a San Petersburgo, se hospedaron en uno de los mejores hoteles. Vronsky se instaló en el piso bajo, y Ana, con la niña, la nodriza y la doncella, en un departamento de cuatro habitaciones.
El mismo día de su llegada, Vronsky visitó a su hermano, y encontró allí a su madre, venida de Moscú para sus asuntos.
Su madre y su cuñada le recibieron como siempre, le preguntaron por su viaje al extranjero, hablaron de sus conocidos y no dijeron ni una palabra de sus relaciones con Ana.
Pero cuando su hermano le visitó al siguiente día, le preguntó por ella. Alexey Vronsky le declaró francamente que consideraba sus relaciones con Ana como un matrimonio legal y que esperaba arreglar el divorcio y casarse entonces, pero que para él Ana era ya su mujer como cualquier otra, y le rogaba que lo dijese así a su madre y a su cuñada.
–Si la buena sociedad no lo aprueba, me da igual –añadió Vronsky–. Pero si mi familia quiere conservar conmigo relaciones de parentesco, debe hacerlas extensivas a mi mujer.
Su hermano mayor, que respetaba siempre las ideas del otro, no sabía qué decir, hasta que el mundo sancionara o no esta decisión. Pero, como él personalmente no tenía nada que oponer, entró con Alexey a ver a Ana.
En presencia de su hermano, como ante los demás. Vronsky la trató de usted, como a una amiga íntima. Pero quedaba sobreentendido que el hermano conocía aquellas relaciones y se habló de que Ana fuera a la finca de los Vronsky.
Pese a su tacto mundano, Vronsky, en virtud de la falsa posición en que se encontraba, incurría en un extraño error. Debía haber comprendido que el mundo estaba cerrado para él y para Ana. Pero actualmente nacía en su cerebro la vaga idea de que, si eso era así antiguamente, ahora, dado el rápido progreso humano (a la sazón era muy partidario de todos los progresos), el punto de vista de la sociedad había cambiado y por tanto la cuestión de si ellos serían recibidos en sociedad o no, no estaba aún decidida.
«Claro que los círculos de la Corte no la recibirán», se decía, «pero los allegados deben y pueden comprendernos».
Se puede muy bien estar sentado con las piernas encogidas y sin cambiar de posición durante varias horas sabiendo que nada impedirá cambiar de postura. Pero si se sabe que obligatoriamente se ha de permanecer sentado con las piernas encogidas, se sufren calambres y los pies tiemblan y necesitan estirarse.
Lo mismo sentía Vronsky respecto al gran mundo. Aunque en el fondo de su alma sabía que estaba cerrado para ellos, quería probar a ver si, con el cambio de las costumbres, los aceptaba.
No tardó en darse cuenta de que el mundo seguía abierto para él personalmente, pero no para Ana. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se alzaban para darle paso se bajaban al ir a pasar ella.
Una de las primeras mujeres distinguidas a quienes Vronsky vio, fue a su prima Betsy.
–¡Al fin! –exclamó alegremente Betsy–. ¿Y Ana? ¡Cuánto me alegro de verle! ¿Dónde han estado? Deben de encontrar muy feo San Petersburgo después de su espléndido viaje. ¡Ya me imagino su luna de miel en Roma! ¿Y el divorcio? ¿Lo han obtenido?
Vronsky notó que el entusiasmo de Betsy decaía algo cuando le contestó que aún no habían conseguido el divorcio.
–Van a lapidarme –dijo Betsy–, pero, no obstante, visitaré a Ana. Sí, iré de todos modos. ¿Permanecerán aquí por mucho tiempo?
El mismo día, en efecto, visitó a Ana. Pero su tono era totalmente distinto del de antes. Se la notaba orgullosa de su atrevimiento y quería que Ana apreciase la fidelidad de sus sentimientos amistosos.
Sólo estuvo unos diez minutos. Habló de las novedades del mundo y al marcharse dijo:
–No me han dicho cuándo obtendrán el divorcio. Aunque yo me he liado la manta a la cabeza habrá algunas orgullosas que la recibirán fríamente mientras no estén casados. Y con lo sencillo que es eso ahora... Ça se fait ... ¿Así que se van el viernes? Siento que no nos podamos ver más por ahora...
Por el acento de Betsy, Vronsky podía comprender lo que debía esperar del gran mundo, pero aun hizo una prueba más con la familia.
No ponía mucha esperanza en su madre. Sabía que ésta, tan entusiasmada con Ana cuando la conoció, era ahora inflexible con ella pensando que había arruinado la carrera de su hijo. Pero Vronsky confiaba mucho en su cuñada Varia. Parecíale que ella, incapaz de tirar la primera piedra, resolvería con toda naturalidad ver a Ana y recibirla en su casa.
Al día siguiente de llegar, fue, pues, a visitarla y, hallándola sola, le expuso francamente su deseo.
Varia, después de oírle, le contestó:
–Ya sabes, Alexey, que te aprecio y estoy dispuesta a hacer por ti todo lo que sea. Pero he callado porque en nada puedo seros útil a Ana Arkadievna y a ti –pronunció «Arkadievna» con una entonación particular–. No pienses, te lo ruego –prosiguió– que la censuro. Eso nunca. Quizá yo en su lugar habría hecho lo mismo. No puedo entrar en detalles –continuó con timidez mirando el rostro grave de Vronsky–; pero las cosas hay que llamarlas por su nombre. Tú quieres que yo vaya a su casa, que la reciba y que con eso la rehabilite ante el mundo. Pero, compréndelo, esto «no puedo hacerlo». Tengo hijos, debo vivir en sociedad por mi marido. Si visito a Ana Arkadievna ella comprenderá que no puedo invitarla a casa o que debo hacerlo de manera que no se encuentre aquí con nadie, y eso la ofenderá también No puedo levantarla de...
–No creo que Ana haya caído más bajo que cientos de mujeres que vosotros recibís –interrumpió Vronsky con mayor gravedad.
Y se levantó, adivinando que la decisión de su cuñada era irrevocable.
–Te ruego, Alexey, que no te enfades conmigo. Comprende que no tengo la culpa...
Y Varia le miraba con tímida sonrisa.
–No me enfado contigo –repuso él, siempre serio–, pero esto en ti me es doblemente penoso y lo siento porque rompe nuestra amistad. Ya comprenderás que para mí no puede ser de otro modo.
Y con esto, Vronsky la dejó.
Reconoció, pues, que sus esfuerzos eran vanos y que debía pasar aquellos días en San Petersburgo como en una ciudad desconocida, evitando su relación con el mundo de antes, para no sufrir escenas desagradables y no soportar dolorosas ofensas.
Una de las cosas principalmente ingratas en su situación era que su nombre y el de Karenin se oían en todas partes. Imposible hablar de nada sin que el nombre de Alexey Alejandrovich surgiera en la conversación, imposible ir a parte alguna sin riesgo de encontrarle.
Así, al menos, le parecía a Vronsky, de la misma manera que a un enfermo a quien le duele el dedo se le antoja que todos los golpes van a parar a él.
A Vronsky la existencia en San Petersburgo le fue todavía más penosa, porque durante todo aquel tiempo advirtió en Ana una actitud incomprensible para él.
Algo la atormentaba, sin duda, y algo le ocultaba. No mostraba reparar en las afrentas que emponzoñaban la vida de él y que, dada su aguda sensibilidad, debían forzosamente de haberle sido también a ella muy dolorosas.