Apuntes para la historia de Marruecos/III

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III


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LEGAMOS YA á la conquista de Mauritania por los árabes; suceso el más influyente y de mayor importancia que haya acontecido en aquella tierra. El mundo estaba ensangrentándose por primera vez en una guerra religiosa. Los antiguos medos y persas, los griegos y romanos, los godos y vándalos, pelearon siempre por defender ó conquistar territorios por ambición ó rapacidad de sus caudillos; y los mismos judíos antes lidiaron por destruir razas enemigas, que no por esparcir su fe. Mahoma ó Mohammed-ben-Abdallah, nacido en la Meca por los años 571 de Jesucristo, y en medio de una tribu flaca y desconocida, fué el primer hombre que enseñando una doctrina desenvainó la espada para sostenerla, confundiendo la conversión con la conquista y predicando la guerra santa. Vióse entonces cuánto supera el espíritu religioso á la ambición, la codicia, la gloria y todas las otras pasiones, para esforzar el ánimo y levantarlo á grandes empresas. Y es que la eternidad es inmensa, cuanto breve la vida; y el hombre, cuando le ofrecen dones en una ú otra, los prefiere en la segunda naturalmente. Al grito de no hay más Dios sino Dios, y Mohammed es su profeta[1], cayeron las fortalezas de la Siria y la Persia, tembló Constantinopla, el Egipto sucumbió, abrieron sus puertas las ricas ciudades del África cartaginesa. El imperio de los califas vicarios de Mahoma, era ya á principios del siglo viii el más extendido y más poderoso de la tierra. Y tales maravillas no las habían ejecutado ejércitos imperiales ni naciones numerosas, sino algunos aventureros obscuros guiando tribus hasta entonces, por lo insignificantes, olvidadas[2].

Aasan-ben-Annoman, enviado por el califa Abdelmeli á rematar la conquista de África con cuarenta mil soldados escogidos, había llevado á cabo con gran fortuna muchas empresas, y se juzgaba ya dueño de toda la tierra hasta el cabo Espartel y el mar Océano. Una mujer detuvo sus pasos delante de la frontera tingitana. Su nombre era Dhabha; pero los árabes, mirando sus hechos extraordinarios, comenzaron á llamarla Cabina, que es tanto como decir hechicera. Aquella mujer andaba en reputación de santa ó adivina entre algunas tribus africanas, y con tal pretexto pudo juntar ejércitos de moros y bereberes, con los cuales derrotó al emir Hasan, obligándole á retirarse hacia las fronteras de Egipto. Tras esto llamó á consejo á sus capitanes, y les dijo: «Los enemigos no cejan hoy sino para venir mañana más poderosos. La opulencia de nuestras ciudades, los tesoros de nuestras arcas, las joyas de nuestros vestidos, los frutos de nuestros huertos, las flores de nuestros jardines, las mieses de nuestros campos, los están invitando al robo y á la conquista. Caigan, pues, las ciudades, vuelvan los metales y pedrerías á la tierra que los produjo, talemos los frutos, las flores, las mieses, y levantaremos muros de espanto y de miseria que el árabe no pase jamás.» La heroína no conocía á aquellos conquistadores; ignoraba que venían movidos por resorte tal como el fanatismo religioso. No tardaron en volver: las huestes de Cahina fueron rotas después de una sangrienta pelea, y la mujer santa, como era llamada de los suyos, cayó en poder del vencedor. Propúsola el emir Hasan las ordinarias condiciones de los conquistadores muslimes: creer en Dios y en Mahoma, ó pagar tributo. Negóse á uno y otro la esforzada Cabina, y fué decapitada, llevando aquél su cabeza por trofeo á la corte del califa. Con este triunfo quedó llano el camino á los invasores para entrar en la Mauritania Tingitana. En tanto, depuesto Hasan, vino á proseguir la conquista Muza-ben-Nosseir, hombre en años, pero activo y vigoroso, de noble presencia, y tan cuidadoso de sí, que al decir de las historias, traía siempre cuidadosamente teñidas la barba y el cabello, que la larga edad encanecía. No hay acaso personaje más importante en la historia de Marruecos. Afable con unos, con otros magnífico; constante en la adversidad y modesto en la victoria, valiente y sagaz á maravilla, nos le pintan las tradiciones árabes, y tal debió de ser si hemos de juzgarle por sus hechos. Al rumor de la novedad un bereber, llamado Warkattaf, levantó banderas y armas, pero fué vencido y obligado á meterse en las montañas, en donde, á la verdad, no encontró tampoco seguro refugio. Destruidos éste y otros rebeldes. Muza llegó á juntar trescientos mil prisioneros y un inmenso botín. De aquí y de allá acudían en tropel á servirle árabes, siriacos, persas, coptos, y aun nómadas africanos; de suerte que reunió poderosísimo ejército pronto á toda empresa. Ni se contentó Muza con imperar por las armas; quiso que los naturales amaran antes que no obedecieran su gobierno. Eran algunos de ellos cristianos, otros idólatras, y el mayor número profesaba el judaismo, lo cual hacía difícil tal intento. Pero el caudillo árabe comenzó por hacer creer á los suyos y á los naturales que procedían de un mismo tronco, como originarios unos y otros del Asia, llamando á éstos hijos de los árabes; y repartiendo con igualdad sus dones y observando estricta justicia, logró que los vencidos fueran convirtiéndose al islamismo y confundiendo sus intereses con los de sus conquistadores. Verdad es que nunca hubo pueblos más conformes en costumbres que los árabes y bereberes, nómadas éstos y aquéllos, ligeros y dados igualmente á la rapiña y á la guerra. Mas fué grande acierto el del caudillo, que conoció y supo aprovechar tales elementos, venciendo los arduos obstáculos que ofrecía de todas suertes su propósito. Puestas en orden las cosas de aquellas provincias, determinó Muza pasar la frontera de la Mauritania Tingitana y rematar la conquista de la tierra. Salió á contrastar su furia el conde D. Julián (tan famoso en la historia de España), que gobernaba por los godos en aquellas partes, y juntas las fuerzas pelearon valientemente en varias ocasiones. Al fin los godos, no pudiendo resistir al número de sus contrarios, dejaron el campo y se encerraron en las ciudades: Muza se apoderó de Tánger, que era una de las principales, y luego de otras varias, hasta reducir el imperio godo en África al recinto fortísimo de Ceuta. El conde D. Julián se defendió allí tan bravamente, que el árabe, dando por terminada la conquista, hubo de retirarse á Cairowan, capital de su gobierno, dejando encomendado el bloqueo de la plaza, que estaba seguro de rendir tarde ó temprano, si no por armas, por hambre, á su hijo Merwan, y el mando de Tánger y las cercanías á Taric-ben-Zeiad, capitán veterano á quien amaba mucho, y del cual hacía gran cuenta. Así pasó algún tiempo, durante el cual los bereberes de aquende el Muluya fueron imitando el ejemplo de sus hermanos de allende el río, y abrazando el islamismo. Los tristes godos en tanto, no pudiendo encerrar sus personas y bienes dentro de los estrechos muros de Ceuta, iban dejando la tierra de África, que fué por tanto tiempo de sus padres, y abandonando sus labores y hogares. Ninguno de ellos apostató de su nación y fe: pobres y desvalidos, prefirieron morir libres, aunque pobres, en España, que no vivir ricos debajo del brazo extranjero. No sabían ellos que aun allí habían de perseguirlos los jinetes de Muza; que Dios había estampado un sello de esclavitud sobre su raza, que, sin ocho siglos de guerra y de sangre, no había de ser borrado.

Desde entonces quedó sin contraste, en poder de los árabes, el África septentrional. Por primera vez formaba una nación aquella gente, desapareciendo las inmemoriales contiendas de familia y de raza que la habían hecho impotente hasta entonces. Los antiguos amazirgas y xiloes y las tribus tan opuestas llamadas en España de gomeles, mazamudas, zenetes y otras, comenzaron á mirarse como hermanas, ya que no perdieron del todo sus diversas tradiciones y costumbres. Los guerreros árabes avecindados en el suelo conquistado, y las muchas familias del Asia y del Egipto, atraídas en África por las victorias, servían de lazo entre las ramas diferentes de la población antigua, concertándolas y juntándolas en un punto. Muza-ben-Nosseir, como hombre de tan altos pensamientos, no bien miró pacífica el África, puso sus ojos desde sus orillas en las de España, determinándose á ganarla para que fuera una con su gobierno. Genzerico había sentido en la opuesta arena los mismos pensamientos tres siglos antes. Y lo singular es que entrambos conquistadores, el vándalo y el árabe, éste para pasar á España y aquél para invadir el África, hallaron unos mismos medios é idénticas personas que les sirviesen. Un cierto conde Bonifacio, gobernador romano en Tingitania, movido de resentimientos particulares, entregó las provincias africanas á Genzerico, y ahora otro conde llamado Julián, que gobernaba la misma provincia, y por afrenta propia también, abrió á Muza las puertas de España. Hemos dejado al conde D. Julián bloqueado en Ceuta por Meruam y defendiéndose bravamente: determinado luego á ejecutar su traición, entregó la plaza á los árabes, les reveló ios secretos del imperio godo, y guió sus huestes á los campos fatales de Guadalete. La hueste del Islam la formaban allí doce mil bereberes gobernados de aquel Taric-ben-Zeiad, soldado viejo, tan amigo de Muza. Mala fué la jornada para España; tanto, que no cuentan las historias del mundo otra más desdichada. Muza-ben-Nosseir deja el África á la fama del triunfo, llega, invade, conquista todo el territorio hasta el Pirineo, y ya iba á traspasarlo, aún más hambriento de batallas y de gloria, cuando envidia y calumnia conjuradas lograron derribarle de la estimación del califa; y vuelto al Asia, murió pobre y desconocido entre los de su tribu. Político no menos hábil que capitán famoso, logró en África que los vencidos amaran á los vencedores y en España que los esclavos admiraran la piedad de sus dueños, cosas ambas menos famosas que singulares y grandes. Al recorrer la historia de Marruecos, el ánimo se para sin querer ante ese olvidado sepulcro, y á pesar de la diversidad de raza y la contrariedad de creencias, lo saluda con respeto.

La Mauritania Tingitana y el resto del África septentrional, continuaron dependiendo del imperio árabe y de los califas de Damasco por mucho tiempo. Pero á la verdad, los emires sucesores del conquistador Muza, no alcanzando su prudencia y esfuerzo, no pudieron alcanzar tampoco tan buena fortuna. Hubo, pues, largas vicisitudes en toda el África, pugnando los naturales por recobrar la antigua independencia, y divisiones además en cismas religiosos, que produjeron horribles contiendas. Si ha de creerse al historiador Cardonne, murieron de amazirgas, en dos batallas perdidas contra Hantdala-ben-Sofian, general del califa Yezid, treinta mil hombres en la primera, y ciento sesenta mil en la segunda. Pero no por eso dejaron los amazirgas y las otras tribus hermanas de pretender su independencia de los califas. Es de notar, sin embargo, que en estas rebeliones, antes peleaban los moros y los demás africanos por gobernar de por sí el territorio, que no por arrojar de él á la raza conquistadora. Los lazos con que árabes y moros quedaron unidos en tiempo de Muza eran tan fuertes que no habían de romperse jamás, ni siquiera en pensamiento. La libertad por que suspiraban ahora los africanos era aquella misma que alcanzaron los diversos gobiernos de España, que poco á poco se fueron convirtiendo en reinos aparte, y el ejemplo les incitaba más y más á procurarlo; como que ya no lo veían de ejecución imposible. Referir los trances diversos de aquella contienda, que duró hasta mediados del siglo x, no es propio de estas páginas, ni á la verdad importa mucho para la inteligencia de la historia. Ello es que al fin los africanos lograron sacudir el yugo de los califas, entrando á gobernar los aglavitas en la parte de Oriente, y los edrisitas en el Occidente. De éstos es de quien nos toca ocuparnos; y aquí empieza verdaderamente la historia nacional de Marruecos. Pero antes de terminar este período debemos advertir que los árabes dividieron el Occidente del África en tres partes, llamando á la más oriental Mogreb-el-aula, Mogreb-aal-wasat á la del Centro, y Mogreb-alacsa á la más occidental, ó Mauritania Tingitana; conviene no olvidarlo en lo sucesivo.




  1. La traducción literal de esta frase es: «no hay más Dios que Alah (es decir, el Dios por excelencia, el Dios que adoran los árabes) y Mahoma es su mensajero».
  2. Estos hechos están extractados de las historias generales de los árabes. En la escritura de los nombres durante todo el período que sigue copio las indicaciones del aplicado orientalista D. Francisco Javier Simonet.