Arroz y tartana/II
II
En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.
Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y lo conducían a Valencia para «hacer suerte», o más bien, por librar a la familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con los trajes de pana deslustrados en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como si pidiesen limosna, preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba a por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya veracidad dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso pardalòt, giraba majestuosamente.
—¡Mia, chiquio, qué pájaro...! ¡Cómo se menea...!—decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y lo metiese en su casa, aunque no le faltase criadico.
La miseria del hogar, la abundancia de hijos, y sobre todo la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para cogerlos.
El que iba allá abajo, se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en cuenta.
Al hacer la estadística de los abandonados ante la veleta de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.
Otros mostrábanse malhumorados y negaban rotundamente cuando se les suponía tal origen; pero él lo ostentaba con cierta satisfacción, como queriendo hacer de ello un título de gloria.
—Nada debo a nadie—exclamaba al regañar a sus dependientes—. A mí nadie me ha protegido. Los míos me dejaron como un perro en medio de esa plaza. Y sin embargo, soy lo que soy. ¡Hubiera querido veros como yo, para que supierais lo que es sufrir!
Y siempre que podía asegurar una docena de veces que nada debía a nadie y comparar su abandono con el de un perro, quedaba tranquilo y satisfecho. Los principios de su carrera habían sido penosos. Aprendiz siempre hambriento, dependiente después en una época en que los mayores sueldos eran de cincuenta «pesos» anuales, a fuerza de economías miserables consiguió emanciparse, y con ayuda de sus antiguos amos, que veían en él un legítimo aragonés capaz de convertir las piedras en dinero, fundó Las Tres Rosas, tiendecilla exigua que en diez años se agrandó hasta ser el establecimiento de ropas más popular de la plaza del Mercado.
Don Eugenio era, sin darse cuenta, el cronista de cuantas modificaciones y adelantos había experimentado aquella plaza, en la que nació a la vida del comercio y debía desarrollarse toda su existencia. Vio cómo una revolución echaba abajo los conventos de la Magdalena y la Merced; cómo un motín quemaba el Mercado Nuevo, que era de madera, y cómo las tiendas, agrandando cada vez más sus puertas, saneando sus interiores, atraían al público con grandes escaparates, y en materia de alumbrado pasaban del aceite al petróleo y de éste al gas.
Al poco tiempo de fundar su establecimiento, cuando aún la primera guerra carlista tenía en suspenso la suerte de la nación, don Eugenio se formó insensiblemente una tertulia junto a su mostrador, sobre el cual, como una antorcha simbólica de la rutina comercial, lucía un enorme velón de cuatro mecheros, fabricado con más de arroba y media de bronce.
Todas las tardes, al anochecer, reuníanse allí los amigos de don Eugenio, la mitad de los cuales vestían sotana y pertenecían al clero de San Juan. A pesar de esto, la tal reunión era casi un club, que en épocas como aquélla tenía su carácter peligroso. Don Eugenio pertenecía a la Milicia Nacional, y aunque tomaba sus bélicas ocupaciones con tibio entusiasmo, no por esto dejaba de preocuparse del honor de la «tercera de Ligeros». Cuando era preciso se calaba el chacó, martirizaba el pecho con el asfixiante correaje, y servía a la nación y a la libertad, yendo a pasar la noche en el Principal, donde comía melones en verano, se calentaba al brasero en invierno, en la santa y pacífica compañía de algunos otros comerciantes del Mercado, que, olvidándose de la marcialidad de su uniforme, pasaban las horas de la guardia hablando de las fábricas de Alcoy o del precio del azúcar y de la seda; todo esto sin perjuicio de faltar a la ordenanza, abandonando el puesto con frecuencia para dar un vistazo a sus casas.
En la tertulia de don Eugenio se hablaba de Martínez de la Rosa y de su malogrado Estatuto; había quien audazmente elogiaba a Mendizábal y pedía el restablecimiento de la Constitución del 12; se gastaban bromitas contra los «serviles», sin faltar a la decencia; se comenzaba a decir con expresión respetuosa «don Baldomero» cada vez que se nombraba al general Espartero, y todos callaban para escuchar religiosamente a don Lucas, el beneficiado de San Juan, un cura que el 23 había emigrado a Londres por liberal, y que pronunciaba conmovedores discursos hablando del pobre Riego, a quien comparaba con Bravo, Padilla y Maldonado.
Era, en fin, la tertulia una reunión donde se desahogaba el liberalismo inocente de unos revolucionarios que, en costumbres y preocupaciones, imitaban a sus enemigos, y a pesar de haber sufrido de la dinastía reinante toda clase de desdenes y persecuciones, mostrábanla una fidelidad canina, y siempre era para ellos Fernando VII el rey mal aconsejado, Cristina la augusta señora, e Isabel la inocente niña.
En esta reunión estaban todos los afectos y alegrías de don Eugenio. Al encender por las noches el velón y ver entrar las sotanas y las gorras de sus colegas, experimentaba la misma impresión que si se encontrara rodeado de una cariñosa familia.
De los de allá, de aquellos que le habían abandonado sin lágrimas ni desconsuelo, nunca se acordaba. Sus padres habían muerto, pero ya se encargaron de recordarle la patria y todas sus miserias el enjambre de primos, hermanos y sobrinos que cayeron sobre él tan pronto como circuló por el lugar la nueva de que hacía fortuna y tenía una tienda en el Mercado. Llegaban en grupos, escalonando sus viajes por meses, cual hordas hambrientas que con la mirada querían devorarlo todo. El pariente rico era para ellos una vaca robusta, cuyas ubres inagotables les pertenecían de derecho. No tenía mujer ni hijos; ¿para quién, pues, las fabulosas riquezas que aquellos miserables se imaginaban en poder de don Eugenio? Las demandas eran interminables, no desmayando los pedigüeños ante la aspereza del comerciante, poco inclinado a la generosidad. El invierno había sido duro, las patatas pocas y malas, el macho estaba enfermo, los muchachos descalzos, un pedrisco lo había arrasado todo; y tras estos preámbulos entraban en materia con la petición de veinte duros para pasar el mal tiempo, de una pieza de sarga para vestir a la familia, y otras demandas menos aceptables. Si don Eugenio ponía cara de perro a las peticiones, surgía la protesta en la rapaz parentela que tanto le quería.
—¡Id allá, granujas!—gritaba el comerciante—. ¿Qué os debo yo para que vengáis a saquearme? Nada tengo que agradeceros, como no sea haberme abandonado en medio de esa plaza.
Entonces era de ver la indignación con que tíos y hermanos acogían lo del abandono. ¡Otra que Dios...! ¿Y aún se quejaba? ¿Pus si no le hubiesen abandonado sería él ahora comerciante con tienda abierta? Cuanto más, estaría guardando el ganado de algún rico. A la familia, pues, debía lo que era. Y si la turba de descarados pedigüeños no llegaba a decir que todo cuanto tenía su pariente les pertenecía de derecho, ya se encargaban sus exigencias insolentes y sus rapaces miradas de manifestar que éste era su pensamiento.
Producto de una de estas invasiones de vándalos con pañizuelo y calzón corto fue el entrar como aprendiz en la tienda de Las Tres Rosas un chicuelo, al que don Eugenio le fue tomando insensiblemente cierto afecto, sin duda porque recordando su pasado se contemplaba en él como en un espejo. Era de un pueblo inmediato al suyo; pasaba por pariente, circunstancia poco extraña en un país donde las familias, residiendo siglos y siglos pegadas al mismo terruño, acaban por confundirse, y llamaba la atención por su aire avispado y la ligereza de sus movimientos.
Entró en la tienda hecho una lástima, oliendo todavía a estiércol y a requesón agrio, como si acabase de abandonar el corral de ganado. La vieja criada que administraba el hogar de don Eugenio tuvo que valerse de ungüentos para despoblar de bestias sanguíneas el bosque de cerdas polvorientas que se empinaban sobre el cráneo del muchacho, y concluido el exterminio, el amo lo entregó al brazo secular de los aprendices más antiguos, los cuales, en lo más recóndito del almacén y sin pensar que estaban en enero, con un barreño de agua fría y tres pases de estropajo y jabón blando, dejaron al neófito limpio de mugre de arriba a abajo y con una piel tan frotada que echaba chispas.
Con esto, el mísero zagalillo de las montañas de Teruel se convirtió en un aprendiz listo, aseado y trabajador, que, según las profecías de los dependientes viejos, llegaría a ser algo. A las dos semanas chapurreaba el valenciano de un modo que hacía reír a las labradoras parroquianas de la casa, y sin que la dureza del trabajo disminuyera para él, todos le querían y no sabía a quién atender, pues Melchor por aquí, Melchorico por allí, nunca le dejaban un instante quieto.
Con sus borceguíes lustrosos, una chaqueta vieja del amo arreglada chapuceramente, la cabeza siempre descubierta, con pelos agudos como clavos y las orejas llenas de sabañones en todo tiempo, era Melchorico el aprendiz más gallardo de cuantos asomaban la cabeza a las puertas para llamar a los compradores reacios. Aquel acólito del culto de Mercurio, por su empaque desenfadado atraíase la mala voluntad de los pilluelos de la plaza, enjambre de diablejos que pasaban horas enteras ante la relamida figurilla llamándole ¡churriquio! con irritante tono de mofa, hasta que algún dependiente les amenazaba con la vara de medir.
Pasaron los años sin que incidente alguno viniese a turbar la ascensión lenta y monótona del muchacho en la carrera comercial. Perdió de cuenta los cachetes y patadas que le largaron don Eugenio y los dependientes viejos, unas veces por entretenerse bailando trompos en la trastienda, otras por pillarle dando retales a cambio de altramuces o cacahuet. Empleó los domingos en que le daban suelta yendo al tiro del palomo en el cauce del río, o paseando gratis arrellanado como un príncipe en las estriberas de las tartanas, con la epidermis a prueba de traidores latigazos; fue ascendiendo lentamente de burro de carga a aprendiz viejo; por fin, a dependiente; y al cumplir dieciocho años viose tan transformado, que, violentando sus instintos económicos, fortalecidos por las saludables enseñanzas del principal, se gastó cuatro pesetas en dos retratos que envió a los de «allá arriba», a sus antiguos colegas de pastoreo, para que viesen que estaba hecho todo un señor. Los tirones de oreja y los palos con la vara de medir lo habían puesto erguido, borrando en su cuerpo la tendencia a cargarse de espaldas y a ser patiabierto, propio de todos los de su tierra; sus pelos, a fuerza de peine y cosmético, habían llegado a domarse; los desabridos y no muy abundantes guisos del ama de llaves daban cierta figura a su corpachón huesoso. Y además, como tenía su soldada anual, aunque corta, ya no vestía los desechos de don Eugenio y se hacía al año dos trajes, operación que antes de ser emprendida era objeto de serias y profundas meditaciones.
Melchor Peña, al salir de la adolescencia, experimentó una transformación. Al mismo tiempo que en su labio apuntaba el bigote, en su cerebro apuntó la tendencia a lo romántico, a lo desconocido, el anhelo de cosas extraordinarias, de aventuras gigantescas, y fue un rabioso lector de novelas. Cuantos tomos enormes, roídos por el corte y forrados con papel grasiento, rodaban por los mostradores de las tiendas del Mercado, eran atraídos por sus manos, como si éstas fuesen un imán, y devorados rápidamente, unas veces por la noche, después de cerrar las puertas y robando horas al descanso, otras por la tarde, aprovechando ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los tejidos y el tufo de la tintura química. Había leído más de veinte veces Los tres mosqueteros, y el fruto que sacó de esta lectura fue que los aprendices se burlasen de él viéndolo un día en el almacén, envuelto en un guiñapo colorado, con un rabo de escoba en la cadera y contoneándose como si fuese el mismo D'Artagnan con todas sus jactancias de espadachín. Después se apasionó, como toda la juventud de su época, por María o la hija de un jornalero; y a pesar de que don Eugenio le enviaba a misa todos los domingos y a comulgar por trimestre, hízose un tanto irreligioso, y en su interior comenzó a mirar con desprecio a los curas pacíficos y bromistas que visitaban por la noche el establecimiento para jugar a la brisca con el principal; y cuando cayó en sus manos El conde de Montecristo, paseábase por la trastienda, mirando los fardos apilados con la misma expresión que si en vez de paños, percales e indianas contuviesen un enorme tesoro, toneladas de oro en barras, celemines de brillantes, lo suficiente, en fin, para comprar el mundo.
¡Y cómo se reía don Eugenio de la manía novelesca de su Melchorico, como cariñosamente le llamaba...! Él, que no había consultado otro libro en su vida que un cuadernillo donde estaban comparados los pesos y medidas de Cataluña, Aragón y Castilla, miraba al principio con cierto respeto el afán de lectura del muchacho; pero después, al notar las extravagancias de su torcida imaginación, le acribilló con burlas y le colgó el apodo de Don Quijote, no porque el viejo comerciante hubiese leído la inmortal obra de Cervantes, sino por tener arriba en su comedor una litografía detestable, en la cual el hidalgo manchego, dormido y en camisa, daba de cuchilladas a pellejos de vino.
Iguales bromas se permitía el Don Quijote que vegetaba en la obscuridad, midiendo telas en Las Tres Rosas. Podían atestiguarlo los pescozones con que don Eugenio había saludado a su querido dependiente un lunes en el almacén, cuando vio a Melchor que, recordando el drama El jorobado, se creía un Lagardére, y con una vara de medir ensayaba la gran estocada de Nevers, acribillando los fardos de un modo que hacía temblar por la integridad de los géneros.
—Como sigas así—gritaba el buen comerciante, escandalizado—, te pongo en la puerta y... ¡buen viaje! Me has engañado. Tú sirves para cómico, y a mí no me gustan farsas. Merchorico, por última vez lo digo. El año que viene entras en quinta; o sientas esa cabeza o te abandono, y el demonio que se encargue de tu suerte.
Junto a la imaginación exaltada del dependiente debía existir una enorme cantidad de sentido práctico capaz de sofocar todas las fantasías y caprichos, y a esto se debió, sin duda, que Melchor se reprimiera en sus románticas extravagancias, y en adelante, aunque sin abandonar la lectura de novelas, se dedicara con más asiduidad a sus quehaceres.
Tenía don Eugenio un amigo antiguo que todos los días visitaba la tienda, y por profesar a Melchor algún afecto, unía sus exhortaciones de hombre práctico a las del principal. De todos los individuos que formaban la tertulia de Las Tres Rosas, don Manuel Fora era el más considerado, a causa de su fortuna sólida y cuantiosa y de respeto que gozaba en el comercio.
Vivía en un enorme caserón cercano a las Escuelas Pías; figuraba entre los primeros fabricantes de seda, y más de doscientos telares trabajaban para él, elaborando piezas de seda rayada, vistosa y sólida, y pañuelos de brillantes colores, que eran enviados a las más apartadas provincias de España y hasta la misma América, cosa que asombraba y producía cierto temor respetuoso entre el comercio a la antigua. De joven había sido novicio en una orden religiosa, pero ahorcó los hábitos el año 8 para batirse contra el francés, sacrificio que no le libró de ser conocido con el apodo de el Fraile entre los comerciantes y las gentes de su industria.
Le suponían poseedor de millones, y era el banquero de todos los mercaderes menesterosos. Bastábale entrar en su alcoba para presentar en cartuchos de onzas cuanto dinero se le pedía, y a pesar de esto, fuera de los días de Corpus, en que sacaba del fondo del arca el frac de color castaña y el sombrero de seda, nadie le había visto con otro traje que un eterno pantalón de cuadros, chaqueta de fustán, chaleco de terciopelo rameado y gorra de ancho plato.
Era el más fiel representante de la avaricia atribuida á los de su gremio, y en el Mercado se contaban de él cosas graciosísimas. La mañana pasábala en San Juan, pues el comercio no le había hecho olvidar sus aficiones a las cosas de la Iglesia. Tenía su puesto fijo en el banco de la Junta de Fábrica, y allí iban a buscarlo los que, necesitando con urgencia su auxilio, no reparaban en que estaba oyendo la décima misa y rezando el centésimo rosario.
—Don Manuel—murmuraba el pedigüeño con voz misteriosa y arrodillándose cerca del Banco—, necesito al momento seis mil reales.
—¡Déjame en paz!—susurraba indignado el fabricante sin volver los ojos—. Ni la casa del Señor sabéis respetar. Búscame a la noche.
—Don Manuel, ¡por Dios! que la letra vence hoy, y he de pagarla o se deshonra mi tienda. Seis mil reales al quince por ciento; sálveme usted.
—¡Largo...! No estoy ahora para asuntos mundanos.
—Don Manuel... aunque sea al veinte—decía el infeliz con esfuerzo supremo.
—He dicho que no. Déjame en paz el alma.
—Al veinticinco, don Manuel... al veinticinco. Me esperan en casa para que pague.
—Márchate, o llamo al sacristán.
—Pues bien; al treinta... que sean al treinta por ciento, como la otra vez.
—Todo sea por Dios—murmuraba suspirando dolorosamente—. No dejáis tiempo ni para salvar el alma. Espérame en casa, yo iré así que termine este rosario. Te cobraré el treinta por ser tú... que bien sabe Dios que a mí no me gustan estos negocios.
Esto se contaba del célebre fabricante de sedas; pero aunque en ello entrase en gran parte la exagerada malevolencia de sus enemigos, lo cierto era que don Manuel, con el producto de sus doscientos telares siempre en actividad y los caritativos auxilios que prestaba desde el Banco de San Juan, iba formándose una fortuna, cuya cifra, por ser desconocida, rodeaba a su poseedor de cierto prestigio misterioso.
El fabricante y el dueño de Las Tres Rosas eran antiguos amigos, y hasta se murmuraba que el primero había ayudado a éste con una generosidad extraña en los primeros tiempos de su comercio. Cuantos géneros de seda se despachaban en la tienda procedían de la fábrica de don Manuel, y de esto resultaba una continua comunicación entre el establecimiento de don Eugenio y el caserón del barrio de las Escuelas Pías, relaciones en las que servía de intermediario Melchor Peña, como dependiente de confianza.
Él era quien iba al despacho de don Manuel a escoger pañuelos y piezas de seda, raso o terciopelo en aquellos armarios de roble con cerradura complicada, que databan del siglo anterior, y él también quien subía a los porches, donde con un tric-trac ensordecedor movíanse los telares y volaban las lanzaderas, haciendo surgir los ricos tejidos entre polvo y telarañas. Por efecto de las continuas visitas le trataron como amigo íntimo los de la familia de don Manuel. Éste era viudo y tenía dos hijos: Juan, un joven infatigable para el trabajo, meticuloso en los negocios, capaz, como su padre, de darse de cachetes por un ochavo, y Manolita, una muchacha hermosota, que a los diecisiete años tenía el aspecto de una matrona romana, y a quien don Manuel no quería encargar de la administración de la casa en vista del poco aprecio que mostraba al dinero.
Otra persona formaba parte de la familia del Fraile; pero los lazos que la unían a ella eran tan efímeros y débiles como los que atan una estrella errante a un sistema planetario. Era un estudiante de Medicina, famoso entre los de su Facultad como hábil tocador de guitarra, alegre confeccionador de chistes y calavera de los más audaces. El Fraile, avaro y sin entrañas hasta con sus hijos, sentía gran debilidad por el estudiante, tal vez por el contraste entre su carácter austero y regañón y la alegría desenfadada de aquel cabeza a pájaros. Era sobrino de don Manuel en grado lejano; sus padres habían muerto, y el fabricante de sedas, en vista de su ingenio despierto, encantado por sus agudezas y recordando que lo sostuvo en la pila bautismal, hizo el inaudito sacrificio de recogerlo y darle carrera.
Rafael Pajares venía a ser en la casa el punto vulnerable del huraño Fraile. Parecía imposible que éste soportase las travesuras del estudiante, que traía revuelta toda la casa, persiguiendo a las criadas, entreteniendo con chistes a los tejedores e introduciendo algunas veces en su cuarto ciertos compañeros de Facultad tan levantiscos como él, que al menor descuido saqueaban la despensa, y cuando no, hacían temblar los viejos pavimentos del caserón ensayándose a saltos en el manejo de la pandereta. Don Manuel, el hombre de las economías inauditas y las ruindades sin ejemplo, estremecíase de rabia al ver el uso que Rafael hacía de sus liberalidades. Regalábale una sotana nueva, y al punto la rasgaba en dos, quedándose con la parte del pecho y dando el espaldar a algún compañero pobre, con cuyo reparto iban ambos tan gallardos cubriendo con el manteo la desnuda trasera. Comprábale un tricornio flamante, y no acababa el día sin que el travieso muchacho le recortase los bordes caprichosamente hasta darle el aspecto de una fantástica cresta. Gustábale ir roto y sucio como los sopistas, y cada una de estas hazañas enfurecía al Fraile, haciéndole gritar que aquello era robarle el dinero, y que el mejor día de un puntapié en tal parte iba a poner en la calle al desvergonzado sobrino. Pero bastaba que el loco adorador de la tuna sacara algunas habilidades, para que el viejo se diera por vencido y asegurase que el muchacho tenía mucha gracia.
Igual influencia ejercía Rafael sobre los demás individuos de la familia. El hijo del Fraile le toleraba, lo que no era poco, atendido su carácter, y en cuanto a Manolita, vivía pendiente de los labios de su primo. Aquella muchacha sencillota, a quien las amigas de la casa tenían casi por tonta y que no conocía más mundo que las tertulias de gente del Arte de la Seda, a las que la llevaba su padre, miraba a Rafael como la encarnación de lo extraordinario, de lo novelesco; como un Don Juan, cuyo cariño le disputaban ocultas y poderosas rivales.
Se amaban desde niños, pero con un amor extraño, incomprensible y preñado de incidentes. Él era informal, ligero, casquivano; tenía novias en los cuatro distritos de la ciudad; salía de noche para dar serenatas amorosas; y ella, bajo su exterior abobado de muchacha tímida y devota, ocultaba un carácter varonil, un genio insufrible, el mismo estallido de nerviosidad iracunda y atronadora que se manifestaba en el Fraile cuando le salía mal un negocio o un deudor se negaba a pagarle. Las peleas en voz baja y el estar de monos días enteros eran hechos frecuentes en estos amores que el padre y el hermano no conocían; pero bastaba para vencer el enojo de Manolita una palabra chistosa del estudiante, una irónica protesta, algo que la desarmase, haciéndola prorrumpir en carcajadas.
¡Con un pillo así era imposible estar seria mucho tiempo! Se necesitaba tener corazón de piedra para no conmoverse cuando, cogiendo la guitarra y poniendo los ojos en blanco, se arrancaba por el Fandanguito de Cádiz, entonando después melancólicamente el ¡Triste Chactas...! que hacía llorar a todas las muchachas de la época, o aquello otro punteado y expresivo que comenzaba:
sólo en ti se cifraba mi anhelo....
No; ella le quería, y aunque le diese algún disgusto, consideraba a Rafael, a pesar de su sotana mugrienta y su cara de granuja, como un rendido trovador de los que en aquella época de romanticismo hacían el gasto en todos los extravíos de imaginación femenil.
Melchor Peña, entrando con frecuencia en la casa, estaba al tanto de cuanto ocurría en el seno de la familia y conocía el carácter de cada uno de sus individuos. Don Manuel le apreciaba como muchacho laborioso y económico, que tenía lo que él llamaba «sangre comercial». Juan, primogénito del Fraile, simpatizaba con él como a cofrade en la orden del continuo trabajo y la conquista del céntimo. Manolita decía de él que era un chico simpático, aunque vulgarote, y Rafael, el famoso adorador de la tuna, tratábale siempre con un aire de desdeñosa protección, como si tuviese empeño en recordarle de continuo el abismo existente entre una futura lumbrera de la ciencia y un «gozquecillo» de mostrador.
Melchor correspondía a este desprecio con una antipatía profunda. Y no es que le hiriesen honradamente las zumbas del estudiante; su odio provenía del poco aprecio que éste mostraba a Manolita. Ser dueño de la voluntad de aquella mujer y corresponder a su afecto con infidelidades era un pecado imperdonable a los ojos del pobre Melchor, que amaba a Manolita en silencio, siempre en perpetua batalla interna, tan pronto dispuesto a declarar su pasión como arrepentido de su audacia.
Habíase enamorado de la hija del Fraile, no repentinamente y a la primera mirada, como los protagonistas de aquellas novelas que con tanta fruición leía, su pasión se había formado lentamente, por escalones que poco a poco había ido subiendo. Un día se fijó en que Manolita tenía unas hermosas mejillas de melocotón con ligera película, más fina que el terciopelo de a cuatro duros vara; otro, hizo la observación de que sus ojos eran «ardientes ascuas», imagen del dominio común de todos los novelistas por él conocidos, una noche hasta llegó a pensar, revolviéndose en su menguada cama de dependiente, que la hija de don Manuel estaría admirablemente formada, a juzgar por su «exterior escultural»—otra frase cien veces leída—, y el resultado de estas y otras observaciones fue confesarse a sí mismo que era «esclavo» de Manolita y la amaría «hasta la muerte».
¡Qué adoración tan constante la del pobre muchacho! Dos años estuvo lanzando tiernas miradas a la joven cada vez que por asuntos del comercio iba a casa del Fraile. Su imaginación novelesca soñaba un rapto, después de matar en desafío al infame estudiantón, con otras mil barbaridades por el estilo, y lo mejor del caso era que quien tales barrabasadas se sentía capaz de ejecutar temblaba como un niño en presencia del ídolo amado, y cien veces se le atragantó la declaración que tenía pensada y aprendida, sin faltar punto ni coma.
Por fin, Manolita supo que Melchor la amaba gracias a una carta de éste, en la cual, conforme al patrón de todas las declaraciones, comparaba su corazón con el Vesubio, y comenzando con las consabidas frases: «Señorita: desde el móntenlo que la vi a usted», etc., terminaba: «Salve usted este corazón que está herido de muerte.» Manolita acogió burlescamente la declaración del dependiente, mas no por esto dejó de agradecerla, con esa satisfacción que causa en toda mujer el saber que es amada, y nada dijo a su familia ni a Rafael.
Melchor esperó con paciencia inquebrantable, y un día fue Manolita la que le recordó su declaración, aceptándola.
La hija del Fraile se había dejado llevar de un arrebato del carácter violento que mostraba en las grandes ocasiones. Su primo Rafael había terminado la carrera, abandonando las locuras de estudiante para revestirse de la gravedad del doctor, y cuando ella esperaba de un momento a otro que formulase ante el padre sus pretensiones, una buena alma la hizo saber que aquel calavera ya no limitaba sus infidelidades a serenatas amorosas o pasiones del momento, sino que tenía cierto «arreglo» en el barrio del Carmen con carácter permanente, y hasta se susurraba si había una criatura de por medio.
El carácter enérgico de Manolita se sublevó al convencerse de la nueva infidelidad de Rafael. No; ésta no la consentía, aunque el primo le pidiese perdón de rodillas y estuviese todo un año cantando romanzas sentimentales. Quiso vengarse, atormentar al infame, aunque para eso tuviese ella que sufrir, y nada le pareció mejor que aceptar las pretensiones de aquel tendero que la adoraba. El asunto se arregló con prontitud.
Don Eugenio, que se sentía viejo y estaba dispuesto a traspasar Las Tres Rosas al dependiente predilecto, encargóse de hablar a su amigo el Fraile; éste no tenía gran empeño en conservar en casa una hija que ignoraba el valor del dinero y gastaba mucho en trajes, según él decía; y como el novio la aceptaba sin un céntimo de dote, la boda se arregló, y a los tres meses la señora de don Melchor Peña entró triunfalmente en sus dominios de la plaza del Mercado.
Siete años duró el matrimonio, y su único fruto fue Juanito, a quien pusieron tal nombre por apadrinarle el hermano de Manolita, o más bien, doña Manuela, pues el estado de maternidad, ensanchando sus macizas carnes de matrona, habíanla dado un aspecto respetable y majestuoso.
Aquel marido aceptado en un arrebato de ira, sí no llegó a inspirarla amor mereció la tierna simpatía del agradecimiento. Levantábase Melchor al amanecer, y después de arropar cuidadosamente a la señora, rogándola que no abandonase la cama antes de las nueve, bajaba a la tienda para vigilar a los dependientes en las primeras ocupaciones del día. Subía a la hora de comer, para reír como un loco con las gracias de Juanito y revolcarse muchas veces por el suelo, imitando a ciertos animales, para satisfacer las tiránicas exigencias de aquel monigote que traía revuelta toda la casa. Comía lo que le daban, acogía como indiscutibles todos los actos de su mujer, y curado ya de las manías románticas, sólo pensaba en los negocios y en conquistar una fortuna para que su esposa pudiese ver realizadas sus altas aspiraciones.
Doña Manuela gozaba de una libertad absoluta, como jamás la había soñado. Salía cuando quería, bajaba a la tienda algunas veces, como quien va a un lugar de entretenimiento, a distraerse viendo gentes y caras nuevas, y era dueña absoluta de todo el dinero de la casa, con gran descontento de don Eugenio y del avaro Fraile.
—Tú no conoces a mi hija—decía el suegro a Melchor—. Si sigues tan tolerante, poco adelantarás. Con Manolita hay que ser rígido y no permitirla que toque un ochavo. Es como todas las mujeres, que en trapos y cintajos derrocharían el Potosí si lo tuvieran en la mano. Créeme a mí, que conozco bien ese ganado. A la mujer hay que tratarla con entereza; en una mano el pan y en la otra el palo.
Pero Melchor se reía de las teorías brutales de su suegro. ¿No marchaban bien sus negocios? ¿No cerraba con regulares ganancias el inventario del año? Pues entonces nada debía negar a su mujer, de la que cada vez se sentía más enamorado, sin duda porque ella correspondía a sus caricias con una frialdad complaciente.
Cierto que, a pesar de ser buenos los tiempos, adelantaba poco a causa de las prodigalidades de su mujer; pero... ¡pobrecilla! él la disculpaba, recordando su juventud monótona y aburrida al lado del tacaño padre, y además, decíase a sí mismo que alguna compensación había de merecer el resignarse a ser tendera una joven que podía aspirar a una posición más brillante.
Y ella, aprovechando la tolerancia cariñosa del marido, gastaba con furor que escandalizaba a los buenos burgueses del Mercado. Seguía las modas con escrupulosidad costosa, y muchas veces aumentaba sus gastos hasta la locura, únicamente por el gusto de darles en las narices, como ella decía, al regañón de don Eugenio y al tacaño de su padre.
Tenía en su vida motivos de sobra para ser feliz, pero a pesar de esto, dos cosas la entristecían. El andar a pie por las calles, signo, según ella, de pobreza y de degradación, y la vulgaridad de su marido, que se revelaba en sus maneras, en su modo de vestir, en la facilidad con que bromeaba con las criadas, como hombre acostumbrado a esos floreos de mostrador con que se halaga a las parroquianas, no pudiendo ver unas faldas lisas sin soltar cuatro requiebros inocentes y sin consecuencias.
A pesar del concepto que le merecía su marido, doña Manuela fue honrada. Justamente el primo Rafael iba alcanzando algún renombre y los periódicos hablaban de él elogiándolo como médico. Varias veces, con su antigua audacia intentó aproximarse a Manolita para reanudar sus relaciones de amistad, buscando un final más íntimo; pero la hija del Fraile era vengativa: no se borraba fácilmente de su memoria el recuerdo de una infidelidad, y acogió siempre al médico con una frialdad burlona. A pesar de esto, doña Manuela no quería consultar su voluntad ni revolver los recuerdos del pasado, pues sospechaba que todavía sentía algún afecto por aquel hombre.
Un día murió el Fraile de apoplejía fulminante al convencerse de que en la quiebra de uno de sus corresponsales había perdido más de veinte mil duros.
Sus negocios no marchaban bien en los últimos años de su vida. La industria de la seda iba arruinándose con la competencia que la hacían los franceses; uno tras otro se cerraban los talleres montados a la antigua que durante un siglo habían sostenido la supremacía industrial de Valencia, y don Manuel, que a pesar de su buen sentido comercial tenía empeño en mantener testarudamente la lucha con el exterior, sufrió grandes pérdidas y murió de un berrinche antes que la ruina viniese a coronar su desesperada resistencia.
Setenta mil duros aproximadamente heredaron en dinero, géneros e inmuebles cada uno de los hijos del Fraile, y mientras el primogénito se quedó con la casa solariega, contento con su posición y dispuesto a aumentar lo heredado, doña Manuela, al verse rica, sólo pensó en salir de su estado de tendera.
Para ella, la sociedad estaba dividida en dos castas: los que van a pie y los que gastan carruaje; los que tienen en su casa gran patio con ancho portalón y los que entran por estrecha escalerilla o por obscura trastienda. Quería subir, saltar de la clase de los parias dedicados al trabajo a la de las «personas decentes»; y con el imperio y la concisión de la señora absoluta que no admite réplicas, expuso a su marido el futuro plan de vida. Puesto que el dependiente mayor, Antonio Cuadros, se había casado con Teresa, la criada, y por tener algunos ahorrillos pensaba establecerse, que se quedara con la tienda y con don Eugenio, que quería acabar su vida agarrado a ella como una lapa. El precio del traspaso ya lo iría pagando Antonio poco a poco, y ellos levantarían el vuelo inmediatamente para ir a formar un nido en una gran casa cerca del Mercado, una finca soberbia, con ancho portal, gran patio, cuadras profundas, y en el piso superior magníficas habitaciones; inmuebles que el difunto Fraile había adquirido por poco dinero, prestando usurariamente a un conde tronado.
Todo se realizó tal como lo dispuso doña Manuela, y ésta, a los pocos días, recordaba como un sueño la estancia de seis años en la tienda del Mercado, y se consideraba feliz pudiendo pasear en berlina por la Alameda y teniendo un lacayo a sus órdenes para enviar recaditos a las nuevas amigas, esposas de magistrados y militares, señoras a las cuales, por ser rica, trataba con aire protector.
Lo único que la entristecía era su grandeza en el carácter del marido. ¡Pobre don Melchor! La riqueza purgábala como un delito, y su vida de rentista ocioso y de acompañante en paseos y ceremonias resultábale un infierno.
Desde por la mañana tenía que endosarse el chaqué y el sombrero de copa, para estar dispuesto a acompañar a la señora; oíase llamar torpe a todas horas porque en las visitas cerraba la boca, o si la abría era para soltar ingenuidades y franquezas que recordaban su origen; y... ¡oh tormento insufrible! Su Manolita no le permitía jamás que se quitara los guantes y hasta quería que comiese con ellos, para ir—según ella decía—acostumbrándose a los usos de la gente elegante. ¡Y el diario paseo por la Alameda...! ¡Dios, qué sonrojo! Tenía ella empeño en entablar grandes amistades, y no pasaba cerca de su berlina autoridad o persona conocida sin que Melchor le saludase solemnemente con un sombrerazo hasta las rodillas, ruborizándose muchas veces al ver el gesto de extrañeza con que aquellas personas contestaban a la reverencia de un ente desconocido. Esto de que le mirasen como un pájaro raro no estaba en su carácter, pero tenía miedo a Manolita y a los iracundos pellizcos con que acogía sus desobediencias.
¡Pobre don Melchor! ¡Cuan caro le costaba ser esposo de una mujer hermosa y rica! Aburríase con el trato de unas personas a las que no podía entender, su esposa sólo le hablaba para proporcionarle nuevos tormentos, y únicamente se sentía feliz cuando, puesto de veinticinco alfileres, huía de casa, buscando en el Mercado a sus antiguos amigos.
Aparentaba gran conformidad con su nueva posición. Amaba a Manolita y no quería decir la verdad sobre su carácter; pero con el astuto don Eugenio no valían disimulos.
—Mira, muchacho, tú nos engañas. No, no eres feliz... aunque me lo jures. Tú tienes, como yo, sangre de comerciante, y el que nos saque de este mostrador y nuestras costumbres, nos mata. De seguro que ahora, siendo rico, levantándote tarde y paseando en carruaje, te acuerdas con envidia de los tiempos en que bajabas a barrer la tienda a las seis de la mañana y echabas un párrafo con las criadas que van a la compra. Yo sé bien lo que es eso.... ¡Ah! ¡Esa Manuela...! ¡Esa Manolita! El otro día se lo decía yo a su hermano. Ella te ha de matar, y ya estás en camino. Tú no puedes tirar con una vida así.... Jaula nueva, pájaro muerto.
Y estas profecías fúnebres, que, dichas con franqueza, a lo aragonés, espeluznaban al infeliz Melchor, se iban cumpliendo poco a poco.
Don Melchor languidecía visiblemente. Su buen humor había desaparecido junio con los colores de su cara; una obesidad grasosa y amarillenta hinchaba su cuerpo; y al fin, un año después de abandonar la tienda, murió sin que los médicos supieran con certeza su enfermedad. Fue cosa del hígado, del corazón o del estómago; sobre esto no se pusieron de acuerdo los doctores; lo único indiscutible fue que cayó lánguidamente y sin ruido, como esos pájaros a quienes el lazo traidor arranca del espacio para encerrarlos en una jaula.
Fue un luto estrepitoso el de doña Manuela. Misas a centenares, funerales a toda orquesta, limosnas a porrillo, y lágrimas y lamentos que afortunadamente tenía el poder de evitar con sus frases chistosas el doctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fama, había sido llamado en los últimos días de la enfermedad del marido, lo que aumentó la languidez de éste y su desesperado desaliento.
Ya sabía doña Manuela que no era muy correcta la presencia del antiguo novio en los primeros días de su viudez. Pero al fin era su primo, y trataba con tanto cariño al huérfano Juanito, con tales cosas sabía alegrar al pequeñín, que éste no podía pasar sin el tío Rafael.
Quien más murmuraba contra tales visitas era don Juan, el hermano austero, huraño y de pulcra rectitud; pero sus quejas fueron, recibidas tan acremente, que acabó jurando no volver a poner los pies en aquella casa.
Quedó el médico dueño del campo. Tan complaciente era, que para entretener al sobrino no vacilaba en despojarse de su dignidad profesional, y las criadas oían sonar en el salón una guitarra y la voz de don Rafael cantando las cancioncillas de sus buenos tiempos de estudiante. Primero sólo visitaba a la viuda por las tardes; después prolongó las entrevistas, saliendo de la casa a media noche; y por fin, llegó un día en que no salió.
Don Eugenio y don Juan estaban escandalizados, diciéndose que el buen Fraile conocía perfectamente a su hija; y aunque los dos tenían poco afecto al médico, experimentaron cierta satisfacción al saber que la viuda y el primo se casaban apenas transcurriera el plazo marcado por la ley.
A los tres meses de casados tuvieron una niña, Conchita; un año después un muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor, Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas e intensas llamaradas.
El matrimonio fue al poco tiempo de realizado un motivo de satisfacción para don Juan, que aunque no odiaba a su hermana se alegraba de sus desgracias, hijas de la imprevisión.
El primo Rafael, amante rabioso de los placeres y obligado a reprimir sus deseos en la atmósfera de sórdida avaricia en que se había educado, lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse dueño de la fortuna de su esposa. La supeditación amorosa de doña Manuela le hacía ser dueño absoluto de la casa, y no tardó en hacer sentir su tiranía.
Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para sus placeres y tacaño feroz cuando se trataba de las necesidades de los demás. Encontró ridículos los gustos aristocráticos de su esposa, y los suprimió despóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y doña Manuela, que tan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo, acató servil y gustosa las órdenes del segundo. Ignoraba que aquel hombre tan avariento en los gastos de la casa arrojaba el dinero fuera de ella, y cubriéndose con el velo de la hipocresía, llevaba una vida de calavera, tal como la había soñado en su juventud.
La ceguera de la esposa duró algunos años. Cuando supo toda la verdad, tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como al dar su mano a Melchor; pero ya era tarde para remediar el mal.
El doctor había jugado fuerte, perdiendo miles de duros; mantenía queridas costosas por pura ostentación y emprendía viajes divertidos por toda España con audaces compañeros de bureo. La fortuna de doña Manuela estaba casi destruida. Su marido, en momentos de expansión amorosa, cuando ella se sentía más supeditada, habíala arrancado firmas comprometedoras y tenía que pagar, so pena de ver sus bienes embargados. Para dar en la cabeza a su marido—según ella decía—volvió a sus antiguos gastos, a la ostentación falsa de una fortuna que no existía; contrajo, por su parte, deudas y guiada por el engañoso pundonor de las gentes que se arruinan, en vez de vender fincas y ponerse a flote, prefirió gravar sus inmuebles con hipotecas y echarse en brazos de la usura, buscando préstamos con intereses aplastantes.
Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vida crapulosa del doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por sus infidelidades y desvíos.
La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de su hermana y se dignase ocuparse en sus asuntos. Con su buen instinto de hombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros con harto pesar de éstos, que querían ver correr los intereses hasta devorar al cliente, y al fin, un día pudo decir a su hermana:
—Mira, chica, ya tienes libre y sano lo que te queda, pero te advierto que no eres rica. Tienes, a lo sumo, veinte mil duros, más ocho mil que pertenecen a Juanito, por ser la herencia de su padre. Se acabaron, pues, las locuras. Ahora mucho orden y mucha economía, y así podrás ir tirando. Sobre todo, no cuentes conmigo en los apuros. Si fueras pobre te tendería la mano; pero tienes para comer, y a mí no me gusta amparar a los derrochadores. Se acabaron las berlinitas y los demás gastos con los que se aparenta lo que no se tiene. Una vida arreglada, gastando conforme a la renta, es lo decente y lo digno. Esa fanfarronería, ese afán de aparentar con cuatro cuartos lo que la gente llama «arroz y tartana», es ridículo... ¿lo entiendes bien? soberanamente ridículo.
Doña Manuela sintióse impresionada por los consejos de su hermano, y por mucho tiempo los siguió escrupulosamente.
Dedicóse a criar a sus hijos, es decir, a los hijos de su segundo matrimonio, pues el pobre Juanito siempre había sido tratado con falso cariño, con un desvío encubierto, como si doña Manuela quisiera vengar en el pobre chico el haber sido poseída por su difunto padre.
Aquella mujer resultaba incomprensible. Al marido fiel y bondadoso apenas lo nombraba, como si su matrimonio hubiese sido de algunos días; y en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjado después de muerto una figura ideal, y ya que no de sus virtudes, hablaba a todos de su talento, pintándolo como un sabio ilustre, cuya ciencia no había podido apreciar el mundo.
El pobre hijo de Melchor, con su carácter apocado y dulce y su afán de cariño, era el paria de la casa. El doctor, viéndole siempre callado, contemplando a su madre con estúpida adoración, había declarado que el niño era tan bruto como su padre, y cuando más, podría servir para el comercio. Y como el muchacho, por su parte, le tenía gran afecto a don Eugenio y cierta querencia a Las Tres Rosas, que era donde habían transcurrido los primeros años de su vida, de aquí que Juanito, a los trece años, entrase en la tienda como aprendiz distinguido, con la ventaja de comer y dormir en su casa.
En cambio, los hijos del doctor Pajares gozaron una niñez rodeada de atenciones. Las dos hijas estuvieron hasta los catorce años en un colegio y Rafaelito fue dedicado al estudio, pues doña Manuela quería hacer de él una lumbrera médica como su padre.
Estas predilecciones irritaban a don Juan, que había sentido un afecto fraternal por su primer cuñado, trabajador infatigable como él y amigo del ahorro. Además, Juanito era su ahijado. Pero callaba viendo que la hermana seguía sus consejos económicos y—según sus palabras—no estiraba el pie fuera de la sábana.
Pero llegó el momento en que las niñas se convirtieron en unas señoritas, conservando sus relaciones amistosas con sus antiguas compañeras de colegio, y doña Manuela sintió el afán de ostentación de toda madre que tiene hijas casaderas. Renovó su mobiliario, abandonó las modistas anónimas, y en su afán de no andar a pie, si no tuvo berlina y tronco como en sus buenos tiempos, compró una galera elegante y ligerita y tomó como cochero a Nelet, el hijo de la nodriza de Amparo, un bárbaro de la, huerta, a quien puso por condición no tutear a la señorita menor y olvidarse de que era su hermano de leche.
—¡Que rabie ese rancio!—decía doña Manuela, indignada al saber la furia con que su hermano había acogido tales reformas—. ¿Cree que toda la vida la hemos de pasar como unos miserables, con pan y cebolla y un vestido viejo?
Don Juan también hablaba, y había que oírle.
—Tu madre está loca—decía algunas veces a Juanito en la puerta de Las Tres Rosas—. Si esto sigue más tiempo, todos iréis a pedir limosna. ¡Ah, qué cabeza...! ¡Parece imposible que sea mi hermana! Para ella lo principal es aparentar, y del mañana que se acuerde el diablo. Lo que yo digo: «arroz y tartana...» y trampa adelante.