Arroz y tartana/III
III
El primer día del año, a las ocho de la mañana, Concha y Amparo ya habían abandonado el lecho, extraña diligencia en ellas, que por lo común no se levantaban hasta las diez.
Ligeritas de ropa a pesar de la estación, revoloteaban alegremente por su cuarto, que ofrecía el desorden del despertar, en torno de las dos camitas de inmaculada blancura, que en sus arrugadas sábanas guardaban el calor de los cuerpos jóvenes y ese perfume de salud y de vida que exhalan las carnes sanas y virginales.
Gorjeaban alegremente, como pájaros que despiertan, pero sus trinos no podían ser más vulgares.
—¿Dónde estarán mis botinas?
—Mis medias... me falta una.... ¿La has escondido tú?
—¡Ay, Dios...! ¡Tengo una liga rota!
Y así continuaba el diálogo de exclamaciones sueltas, lamentos y protestas, mientras las dos jóvenes, en chambra y enaguas, mostrando a cada abandono rosadas desnudeces, iban de un lado a otro, como aturdidas por el ambiente cálido y pesado de la habitación cerrada.
Luego pasaron al tocador, un cuartito en el que la luz de la ventana, después de resbalar sobre la luna biselada de un gran espejo, quebrábase en el cristal azulado o rosa de las polveras y los frasquitos de esencia. La pieza no era un modelo de curiosidad y delataba el desorden de una casa donde falta dirección. Los peines de concha guardaban enredadas en sus púas marañas de cabellos; muchos frascos estaban desportillados, y el blanco mármol tenía pegotes formados por el amasijo de gotas de esencia con los residuos de polvos.
Las dos muchachas soltaron sus cabellos, largos y ondeantes como banderas; sacudiéronlos, haciendo caer sobre el mármol las horquillas como una lluvia metálica, y después, cual buenas hermanas, ayudáronse mutuamente en la difícil tarea del peinado de un día de ceremonia.
La clara luna retrataba en su fondo ligeramente azulado las cabezas de las dos hermanas, con la cabellera suelta y vestidas de blanco, como tiples de ópera en el momento de volverse locas y cantar el aria final.
Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos que les comía gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cercados por la ojera tenue y azul, aureola de pasión.
La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre. Tenía su mismo aire majestuoso, y comenzaba a iniciarse en ella un principio de gordura, lo que la hacía parecer de más edad. En la casa gozaba fama de genio violento, y hasta doña Manuela la trataba con ciertas reservas para evitar sus explosiones iracundas; pero fuera de esto era seductora, con su frescura de carnes a lo Rubens y las arqueadas líneas que a cada movimiento delatábanse bajo la blanca tela.
La menor, Amparito, dieciocho años; linda cabeza de bebé, boca graciosa, hoyuelos en la barba y las mejillas, un puñado de rizos sobre la frente y ojos que en vez de mirar parecían sonreír a todo, revelando el inmenso contento de ser joven y que la llamasen bonita. Era la toquilla de la casa, la señorita aturdida que aprende de todo sin saber hacer nada; la que por la calle no podía ver una figura ridícula sin estallar en ruidosa carcajada; la que tenía en sus gustos algo de muchacho y aseguraba muy formal que sentía placer en hacer rabiar a los hombres; la que se escapaba a cada instante del salón, para ir a la cocina a charlar con las criadas, gozando en ser su amanuense, sólo por intercalar en las cartas al novio soldado terribles barbaridades, con las que estaba riéndose toda una semana.
Profesábanse gran cariño las dos hermanas; pero esto no impedía que algunas veces Amparo esgrimiese su carácter burlón contra Concha y ésta sacase a luz su impetuosidad iracunda; conflictos que terminaban siempre yendo la pequeña en busca de la mamá, llorando, con la mejilla roja de un bofetón o un par de pellizcos en los brazos. Otras veces armábase la guerra por si la una se había puesto la ropa blanca de la otra o por si se habían robado objetos de su exclusiva pertenencia; pero una ráfaga de autoridad pasaba por la madre: había bofetadas, llantos y pataleos; las criadas reían en la cocina, y a la media hora todos tan contentos: Concha en el balcón, Amparo corría por la casa cantando como una alondra, y doña Manuela arrellanábase en su butaca con aire de soberana que acaba de administrar recta justicia.
Las dos ofrecían un seductor grupo mirándose en el espejo del tocador, despechugadas, con los brazos al aire y oliendo a carne refrescada por una valiente ablución de agua fría. Sus cabelleras, fuertemente retorcidas, apelotonábanse sobre la testa con la forma del peinado frigio, y quedaba al descubierto, sobre el extremo de la espalda nacarada, cubierta de una película tenue y fina de melocotón sazonado, la nuca morena, de un delicioso color de ámbar, erizada de pelillos rebeldes y rizados que parecían estar puestos allí para estremecerse nerviosamente con los suspiros de amor.
Al terminar el peinado comenzó el arreglo del rostro. ¡Oh estupideces de la moda! A las dos incomodábalas su color pálido de arroz, aquel color puramente valenciano que hace recordar las delicadas tintas de la camelia.
«Tenemos caras de muertas», se decían todas las mañanas al mirarse al espejo, y martirizaban su fresca y jugosa piel con los polvos cargados de plomo, el bermellón que teñía levemente las mejillas y los lóbulos de las orejas; y como si sus ojos no fueran bastante grandes todavía enmendaban la plana a la Naturaleza, trazando leves líneas al extremo de los párpados. La frescura juvenil, la hermosura natural, era cursi; la elegancia exigía careta.
Y mientras llevaban a cabo este retoque criminal, eran las exploraciones sin término, las rebuscas furiosas sobre el mármol del tocador, al través del bosque de frascos y cajas, persiguiendo objetos que aturdidamente tocaban sin reconocerlos. ¿Dónde estaba el polvo rosa? ¿Y el paño de Venus? ¡Adiós! ¡ya no quedaba una gota de «piel de España»! La mamá, con la manía de embellecerse que la había acometido a última hora, era una calamidad para las niñas. Ella sola se llevaba medio tocador, y después, para hacerla entrar en la perfumería, había que importunarla toda una semana.
La toilette acabó con poca alegría. Las deficiencias del tocador habían malhumorado a las dos hermanas. Lanzábanse miradas de sorda hostilidad. Amparo pensaba que, por ser la más pequeña y la más débil, tenía que contentarse con el sobrante de la otra, y Concha retocaba su moño nerviosamente, murmuraba y daba furiosas pataditas, mirando de soslayo, sin poder copiar el perfil gracioso del peinado de aquella muñeca.
Por fin llegó el momento en que volvieron a su cuarto para ponerse los vestidos más bonitos. Eran los días de la mamá; iban a tener visitas y había que estar presentables, para que las amigas, en vez de sonreírse compasivamente, se mordieran los labios.
Cuando volvieron al tocador y se miraron en la clara luna, su alegría reapareció. Vamos, no estaban del todo mal; y con un retoque al peinado y a la cara, un bouquet en el pecho y dos tirones al talle para que no hiciese arrugas, se dieron por satisfechas y se lanzaron al público.
Eran ya cerca de las diez. La mamá estaba en el salón hablando con doña Clara, una señora antipática y ordinaria que la visitaba con frecuencia, y las niñas, huyendo de tal visita, pasaron al comedor.
Hasta allí llegaban los preparativos de la fiesta. Sobre la mesa veíanse, formando círculo, varias bandejas con pasteles de espuma, blancos en su base, destilando almíbar, dorados suavemente en sus dentelladas crestas, y entre los cuales asomaba la tarjeta del que enviaba el dulce recuerdo; dos grandes tortadas ostentando en su superficie de azúcar pulido como un espejo frutas confitadas en caprichosos grupos; y en el centro de la mesa el ramillete de casa Burriel, arquitectura de turrón, y merengue que afectaba la forma de un castillo surgiendo de un montón de flores y rematado por una bailarina que, montada sobre un alambre, danzaba temblorosa sobre la obra maestra de confitería.
En torno de la mesa, husmeando con aire goloso, estaba una diminuta perra inglesa, que, con su piel de porcelana, sus ojillos de cristal y las patas de alambre, parecía escapada de una tienda de juguetes.
Al ver a sus amas, el liliputiense animal sacó la roja lengua, lanzando un ladrido que parecía un estornudo.
—¡Miss...! ¡mi querida Miss!—gritó Amparito, queriendo tomarla en brazos. Pero ya Concha se había adelantado a tal deseo, apoderándose de ella, y desde lo alto de sus brazos enseñábale la mesa cubierta de pasteles, al mismo tiempo que la besaba en el hocico.
Hubo brega entre las dos hermanas sobre el mejor derecho a la posesión de Miss, y Concha la dejó caer, con tan mala fortuna, que chocando sobre la mesa aplastó un par de pasteles, y manchada con la espuma del merengue emprendió una furiosa carrera hacia el salón.
—¡Mi pobre perrita! ¡Animal...! ¡la has muerto!—gritó Amparito, como si hubiese ocurrido una desgracia. Y levantó su puño amenazante contra su hermana.
Pero al ver la extraña figura que presentaba Miss con sus pegotes de merengue y corriendo medrosa, una carcajada de atolondramiento hinchó su lindo cuello, y como si nada hubiese sucedido, se agarró del talle de Concha, dándola un sonoro beso.
—¡Qué gracioso...! ¿eh? ¡Qué cara va a poner mamá cuando la vea entrar en el salón con esa facha...!
Pero la intensa risa que esto la producía desvanecióse al oír un cacareo angustioso, un estertor de muerte que salía de la cocina.
Allá fueron ellas, y al entrar vieron a Nelet el cochero en mangas de camisa, con un cuchillo en la mano, ocupado, con la gravedad de un sacrificador, en abrirle el gañote a un robusto capón que sostenía Visanteta por las patas. La otra criada de la casa, que la echaba de sensible y ejercía cerca de las señoritas las funciones de doncella, volvía la espalda al sacrificio y vigilaba las marmitas y cazuelas que hervían sobre los fogones del banco.
Las dos hermanas, inclinadas y recogiéndose las faldas entre las piernas—para evitar rozamientos con el suelo grasoso—, contemplaban atentamente el degüello, contaban las convulsiones de la agonía y seguían las últimas gotas de sangre desde que asomaban a la herida, erizada de pelos coagulados, hasta que caían en una cazuela.
Este trabajo ponía alegre a Nelet y excitaba su jocosidad brutal.
—Qué gordito, ¿eh?—decía palpando la pechuga del cadáver—. Cuando lo pelen parecerá un canónigo.... Si yo fuera rico, todas las mañanas haría una muerte así. Vale más esto que limpiar el caballo.
Y para completar sus gracias agitaba el capón en el aire como si incensase el rostro de las dos criadas, lo que las hacía correr asustadas por toda la cocina, con gran algazara de las señoritas.
La broma cesó al aparecer doña Manuela, vestida con una bata de seda negra, amplia, con larga cola y mangas perdidas que completaba su apostura de reina de teatro. Se había librado de doña Clara, aquella posma que nunca terminaba relato alguno, saltando de una conversación a otra, lo que hacía sus visitas interminables.
La mamá y las niñas volvieron al comedor y dieron vuelta a la mesa, leyendo las tarjetas que acompañaban a los regalos.
Allí estaba la del tío don Juan. Siempre el mismo. El muy tacaño, a pesar de sus millones, se había contentado con media docena de pasteles: total, tres pesetas. No se arruinaría. El lindo ramillete era de don Antonio Cuadros y su señora, los propietarios de la tienda de Las Tres Rosas.
—Ahí tenéis unas personas sin educación, pero que saben hacer bien las cosas.
Y doña Manuela, después de esta reflexión hija del agradecimiento, siguió enseñando las tarjetas. Don Eugenio García, una tortada... no estaba mal; la otra era de «las magistradas»; y los demás pasteles no llevaban señales de procedencia; pero doña Manuela adivinaba que eran de Juanito, aquel hijo que la obsequiaba con tanto cariño como sí fuese su novia.
—¿Y Juanito, dónde está mamaíta?
—En la tienda; pero vendrá antes de las doce. Rafael también ha salido.
En la puerta de la escalera sonó un campanillazo, que denotaba el tirón brutal de una mano burda.
Nelet salió rápido de la cocina, y haciéndolo retemblar todo con sus zapatos, corrió a abrir. Hubo en la antesala exclamaciones como berridos y caricias que parecían golpes, cual si alguien riñese a brazo partido.
—¿Qué es eso?—dijo doña Manuela, avanzando hacia la puerta.
Pero se detuvo al oír la voz cascada y chillona que sonó en la antesala.
—¡Es el ama...! ¡el ama!—gritó Amparito con ingenua alegría.
Pero inmediatamente se contuvo, ruborizada, como si hubiese cometido una terrible inconveniencia.
Precedida de Nelet, entró en el comedor, balanceándose y atronándolo todo con sus chillones «¡buenos días!», una labradora gruesa y hombruna. Era la nodriza de Amparito, una huérfana de las inmediaciones de Alboraya, madre del cochero, y que había criado en su barraca a la señorita. Nelet era un retoño digno de tal árbol, pues en el rostro pecoso, mofletudo y de tirante piel que mostraba la tía Quica bajo su pañuelo de hierbas notábase la misma brutalidad jocosa y resuelta de su rústico vástago. Abultaban su volumen una docena de zagalejos bajo la rameada falda, y cuando se sentaba abría las piernas de tal modo, que, combándose las ropas, formábase entre sus muslos de yegua rolliza un abismo insondable. Iba siempre a todas partes con la cesta al brazo; una enorme cesta, siempre blanca, que no soltaba ni al tomar asiento, y por lo íntimamente unida a su persona, parecía un nuevo miembro de su cuerpo.
Abrumó a Amparito con abrazos asfixiantes y besos y lagrimones, que la arrebataron una parte del colorete; y después de esta molesta expansión, que dejó aturdida a la niña e hizo torcer el gesto a doña Manuela, dejóse caer de golpe en una silla, que crujió tristemente bajo las gigantescas posaderas.
Dio dos o tres bufidos de cansancio—sin soltar la cesta—, y rompió a hablar en un castellano fantástico, ya que en casa de doña Manuela no era permitido otro lenguaje.
¡Cómo se cansaba una en Valencia...! Parecía imposible que las gentes quisieran vivir en semejante pudridero. Allá, en la huerta, se estaba bien, y por esto a ella le costaba mucho decidirse a entrar en Valencia. Había venido únicamente por felicitar a la señora en sus días, y eso haciendo un esfuerzo, pues su deber era no apartarse de su hermana menor, que vivía en una barraca inmediata a la suya.
—¡Calle, siñora! ¡Cuan apurada está la pobre! Su marido nos ha salido un borrachín, un bufao, que todos los domingos vuelve de la taberna de Copa a cuatro patas, como un burro, y lo han de meter en la cama para que duerma la mona un par de días. ¡Y qué pausas, Virgen santa! Mi pobre Pepeta pasa la vida de Santa Catalina de Sena, y la muy bestia, erre que erre, sin aborreser a ese pillo de Pimentó, que no vale ni un papel de fumar.
Y en este tono seguía la tía Quica la relación de todas sus desdichas de familia; pero a lo mejor deteníase, y al ver a Amparito, que la contemplaba silenciosa, prorrumpía en un «¡jilla meua!» estruendoso; y sin soltar la cesta—eso jamás—, volvía a abrazarla y besuquearla, llevándose en los labios los blancos polvos.
¡Cuan guapa estaba! Miradla; parecía una reina. ¡Quién podría figurarse, al verla con aquellos trajes, que la había tenido en su barraca, y en las tardes de sol jugaba en la cuadra con Nelet y otros chicos, entre el macho, el novillo y los dos cerdos!
Aún se acordaban todos de ella y eran muchos los que le preguntaban por su salud. No; de aquel año no pasaba. Aunque se opusiera la mamá, ella se la llevaría a la fiesta mayor de Alboraya, para que todos vieran cómo estaba su Amparito y qué aire de señorío gastaba. Y... a propósito; el hijo del tío Pallús—¿te acuerdas, Amparito...? aquel chico que andaba a cuatro patas y hacía el burro para que tú le montases—, pues bien, ése venía ahora a Valencia con el carro a recoger el estiércol de las casas, y quería que Nelet le dejase limpiar la cuadra. Cuando viniese por el estiércol ya subiría a ver a Amparito, y de paso, si no les servía de molestia, podían darle cualquier cosilla: unos pantalones viejos de los señoritos, algo de ropa blanca, pues a los pobres todo les sirve.
La tía Quica se dio cuenta del mal efecto que su conversación causaba en doña Manuela, y se apresuró a manifestar el objeto de su embajada, echando mano a la inseparable cesta. En ella llevaba algunas cosas para obsequiar a la señora en sus días; regalos de pobre, pero que ofrecía con la mejor voluntad del mundo. Rosquillas de una pasta con cierto dejo amargo, cubiertas con una capa tersa de azúcar; tortas que parecían de cartón, pegadas a un papel grasiento, y confites agridulces, que se deshacían en la boca y llevaban en la huerta el extraño nombre de suspiros. La señora dio las gracias, con una risita de conejo. Bien sabía lo que costaban esos productos de la confitería rústica. Ya lo decía su astuto padre: «El bollo del labrador cuesta cahizada de trigo.»
Después que la tía Quica depositó majestuosamente sobre la mesa sus regalos, la señora, como compensación, metió en su cesta la media docena de pasteles que Miss había aplastado en su caída, y además le dio un duro, no sin antes luchar con la labradora, que juraba y perjuraba que nada quería, mientras en sus ojos brillaba la codicia.
Cuando tuvo en su poder los regalos, entonó un interminable himno de gracias, desbordándose en elogios, que, en forma de consejos, dirigía a su hijo.
—Mira, Nelet; bien puedes servir a las siñoras. A ver si te portas bien; tu padre, el tío Sentó, tendrá un disgusto si faltas a la obligasión. Bien puedes trabajar. Estando en casa, tendrías que ir en el carro a llevar vino, durmiendo mal y trabajando como los machos. ¿Y aquí qué te hase falta? Tienes papusa buena y segura, trabajas poco, vas vestido como un siñor... Nelet, no seas bruto y a ver si das gusto a las siñoras....
Y así hubiese seguido desarrollando este capítulo de consejos, a no ser porque un campanillazo le cortó la palabra.
Una visita. Doña Manuela y las niñas pasaron al salón, donde estaba don Eugenio García, el fundador de Las Tres Rosas.
Por él no pasaban los años. Era el mismo viejecillo de siempre, regordete y sonriente, con el rostro colorado, la mirada viva y la cabecita blanca y sonrosada. Aseguraba que tenía gran semejanza fisionómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo muleta, que no soltaba ni aun en las visitas.
Besó a las niñas como sí fuese su abuelo, y a doña Manuela diole algunas palmadas en la espalda con una alegría de viejo campechano, asegurando que cada vez estaba más gorda y hermosota. Venía de oír misa de San Juan, su querida parroquia; y cumpliendo la obligación de todos los años, quería saludar a Manuela y a las niñas, y desearles mil felicidades en el día del santo. Él no pensaba salir del próximo año; en él caería, estaba seguro de ello, a pesar de que todos los años había dicho lo mismo. Y hablaba de la muerte con la serenidad de una vejez tranquila y honrada, bromeando, riéndose y dejando escapar agudos chillidos por entre sus encías desdentadas.
Amparito escuchábale complacida, riéndose malignamente del ceceo del viejo y de sus preguntas.
¿Que si tenían novio? No, señor; aún eran jóvenes y podían esperar. Concha sí que tenía algo, pero ella nada.... Nadie la quería... ¡era tan fea...! Y el travieso bebé experimentaba satisfacción al oírse llamar hermosa por aquella boca de ochenta años.
—Pero quédese usted a comer, don Eugenio—dijo la señora—. Desde que salimos de la tienda, ningún año ha querido usted honrar nuestra mesa.
—No puedo, Manolita. Soy ya muy viejo, y quien me saca de mis sopitas me mata. Además, vaya un regalo: un convidado de mi clase. Masco como una cabra, y no divierte ver un viejo entre la gente joven. A cada cual lo suyo.
La visita se prolongó una media hora, y por fin, el viejo, con ayuda de su bastón, púsose en pie.
—Me voy, hijas mías—dijo con expresión melancólica, a pesar de su carita siempre alegre—. El año que viene os acordaréis de mí al veros sin mi visita. Ya tendré entonces lo que me falta: el reposo eterno.... No digáis que no.... ¿Creéis que no tengo ganas de descansar...? Pero mientras llega la hora, don Eugenio siempre firme en su tienda del Mercado. ¡Comerciante hasta la muerte!
Y después de repetir estas palabras golpeándose el pecho, salió del salón escoltado por las señoras.
La nodriza se había ido, y Nelet continuaba en la cocina ayudando a las muchachas. Era día de gran banquete. Don Juan, el tío de las señoritas, aquel erizo intratable, había accedido a comer en casa de su hermana, y eran de ver los preparativos. Juanito iría a las doce por el tío; y Rafael, antes de salir, había sufrido un sermón de su madre recomendándole que estuviera en casa a la una en punto, hora de la comida. A los postres vendría Andresito Cuadros y algún amigo de Rafael.
La campanilla de la escalera sonaba cada cinco minutos. Eran tarjetas de felicitación, que se amontonaban en el velador de la antesala, y sobre las cuales se abalanzaban las dos hermanas, ávidas de curiosidad.
A las once, otra visita, Don Antonio Cuadros y su mujer, con la ropa de las grandes solemnidades. Teresa, con vestido negro de seda, grueso y crujiente, sólido aderezo con más oro que piedras, mantilla de blonda y los dedos cargados, como siempre, de sortijería barata. Él, de levita atrasada de tres modas, guantes negros, sombrero de copa con alas microscópicas y en el chaleco una verdadera maroma de oro. Los dos, tiesos, majestuosos, dentro de estos trajes que, al través de innumerables reformas, venían subsistiendo desde su boda y sólo salían a luz en visitas de días o entierros.
El matrimonio tomó asiento en el sofá, lugar preferente del salón, honra que hizo enrojecer de orgullo a la antigua criada.
—Pues sí, Manuela—dijo el marido—; en un día como éste, nosotros no podíamos prescindir de hacer a ustedes la consabida visita. Gozamos de la felicidad de ustedes, porque, aunque me esté mal el decirlo, nosotros les apreciamos mucho.
Y así seguía el tendero del Mercado, ensartando sus frases rebuscadas ante la admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior. Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador de modo que pudiesen leerlas sus visitantes.
La familia dio las gracias al señor Cuadros por el obsequio que había enviado.
—Quédense ustedes a comer con nosotros. Hoy tenemos a la mesa a mi hermano Juan.
Estas palabras hicieron que la conversación recayese sobre el hermano de la señora. El comerciante era irresistible cuando se lanzaba a hablar del prójimo. ¡Vaya un señor raro el tal don Juan! Para él no existían teatros ni diversiones. Se le calculaba una fortuna de más de cien mil duros, y sin embargo vivía como un hurón en la gran casa heredada de su padre, sin otra compañía que una vieja criada, y arrastrando su fastidio por los talleres abandonados, que parecían cementerios. Tenía manías, y la más principal era combatir la debilidad de la vejez con un régimen de continua actividad. Todas las tardes pasaba horas enteras visitando las obras del Ensanche, las reformas que el Municipio emprendía en los caminos vecinales. Los peones le conocían, como si fuese un contratista o maestro de obras; y cuando le faltaban estas distracciones emprendía atroces caminatas: iba a pueblos distantes, andando siempre con una regularidad mecánica; el cuadrado sombrero sobre las cejas, flotante el paleto, que no abandonaba ni aun en el verano, y bajo el brazo el bastón de su juventud, una caña vieja y resquebrajada, con puño redondo de marfil que casi era una bola de billar.
Hablábase con misterio e interés de las preciosidades que amontonaba en sus polvorientos salones. Figuraba en todas las almonedas como comprador de fuerza, y si algún corredor le proponía la adquisición de alhajas antiguas o muebles raros—siempre, se entiende, con considerable ventaja—, aceptaba sin vacilación, pues no era dinero lo que faltaba en el enorme secrétaire del siglo pasado, que ocupaba todo un paño de su alcoba, mostrando el menudo mosaico de sus tres filas de cajoncitos. De este mueble también se hablaba con respeto en casa de doña Manuela. ¿Quién podía saber todo lo que contenía? De allí salían largos pendientes en forma de uva, cuajados de diamantes antiguos; sortijones con brillantes como lentejas; piedras sin montar, de valor considerable; cincelados de gran mérito artístico; todo adquirido a fuerza de calma y de regateos en el naufragio de las grandes fortunas.
—Dice usted bien, Antonio. Mi hermano es un ente raro, un extravagante, que pudiendo estar bien con los suyos, prefiere vivir casi solo en aquella casa, contando sus miles de duros y adorándolos como si los hubiera de llevar a la fosa. Yo no viviría con tranquilidad.... Dicen que por la noche, al menor ruido, se levanta y recorre la casa con unas pistolas viejas; pero aun así, es extraño que no le roben. Su tacañería me disgusta. Pero entre hermanos hay que vivir en paz, ¿no es verdad? y por esto sufro que a espaldas mías hable mal de mis costumbres. Afortunadamente, una tiene lo que necesita para pasarlo bien, y no se ve obligada a buscar los auxilios de ese avaro.
Una nueva visita entró en el salón. Eran «las magistradas», una mamá y tres hijas, íntimas de las niñas de la casa. El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su apellido, sino por el título del difunto.
Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con las amistades de doña Manuela, que para ellos eran gente de la clase más elevada. Teresa miraba con su respeto de antigua criada a aquellas señoras, y sonreía con bondad estúpida cada vez que alguna de ellas se dignaba mirarla.
Las dos viudas hablaban afectuosamente, y doña Manuela, a pesar de que estaba bastante bien de salud, expresábase con cierta languidez que a ella le parecía la última palabra del buen tono.
—Salgo poco, querida; el frío y la lluvia me matan. Aún no he visto este año la feria de Navidad. Y eso que teniendo carruaje se puede salir de casa sin miedo al tiempo.
Y lo de tener carruaje acentuábalo doña Manuela como si fuese la ejecutoria de la distinción, el signo único que marcaba la diferencia de castas.
Las niñas hablaban entre sí, haciéndose preguntas sobre sus trajes o lo que habían hecho durante el día anterior, y nadie se acordaba del matrimonio Cuadros, que permanecía en el sofá como clavado, mirándose los pies y sin saber cómo salir de allí, por no molestar a los que hablaban. Amparo era la única que de vez en cuando volvía la cabeza para sonreírles. Por fin, se fueron.
—Son unos antiguos amigos—dijo doña Manuela a «la magistrada»—. Buenas gentes, pero ordinarias. Nos están agradecidos: a él le protegió mucho mi primer marido.
Cuando la familia dio por terminada su visita, doña Manuela y las niñas fueron hasta el rellano de la escalera, para cambiar allí los últimos besos.
—Crea que me dan un disgusto no quedándose a comer.
Desaparecía en los últimos peldaños el extremo de las elegantes faldas, cuando sonó una tos que todos conocían en la casa. Era el tío que llegaba, anunciándose, como siempre, con un carraspeo que le cortaba las palabras, y que, según doña Manuela, sólo tenía por objeto el darse tiempo para pensar las contestaciones.
El cuadrado sombrero y el flotante paleto, que parecía una sotana, fueron remontando lentamente la escalera, con acompañamientos de golpes de bastón en cada peldaño.
—¡Buenos días, tío...!
Viose por fin desde el rellano la cara de don Juan, animada por su falsa risita, que recordaba la de los conejos. Iba de gran gala. Traje, el de siempre; pero su chaleco escotado dejaba al descubierto una botonadura maciza, enorme, con diamantes antiguos de gran valía, y en los dedos sortijas pesadas, de complicada labor, que evocaban el recuerdo de los suntuosos marqueses del pasado siglo.
—¿Me aguardabais, hijas mías...? ¡Ejem, ejem...! Pues he sido puntual. Son las doce.
Y mostraba su reloj, una joya rococó, que con sus esmaltes mitológicos hacía pensar en las fiestas pastoriles de Versalles. Tras él subía la escalera Juanito, el hijo mayor, con un enorme ramo de flores.
—¡Este chico... este chico!—murmuró la señora, sin conmoverse gran cosa por el cariño extremado que Juanito le demostraba en todas ocasiones.
Y se dejó besar por su hijo, que después corrió al comedor con el ramo, y no encontrando un jarrón capaz de sostener aquella pirámide de flores lo colocó entre dos sillas.
Don Juan fue casi llevado en triunfo al salón por sus sobrinas. Tío por aquí, tío por allá; la una le quitaba el sombrero, la otra tomaba su bastón, y las dos tiraban a un tiempo de su paleto, sonriendo ligeramente al ver el chaqué, que quedaba al descubierto, y que con sus cortos faldones dábale el aspecto de un pájaro desplumado.
Las pobrecillas ya sabían vivir. Aquel tío era la esperanza de la familia; representaba el cebo capaz de atraer novios con la tentación de una herencia, y aunque lo encontraban poco simpático, por su carácter y la ruindad de sus regalos, sonreíanle y le adulaban, con gran contento de la mamá.
A pesar de esto, doña Manuela no se hacía ilusiones. Al único que quería él era a Juanito; con los hijos de Pajares mostraba siempre cierta ironía, sin duda para darse el gusto de mortificar a su hermana.
—Juan, quédate en el salón mientras yo voy a la cocina a vigilar los preparativos. Vosotras, niñas, entretened al tío. Ahora verás cuánto ha adelantado Conchita en el piano.
La hija mayor levantó la tapa del instrumento, quedando al descubierto el blanco teclado, semejante a la dentadura de un monstruo. Sus dedos, larguiruchos y extremadamente abiertos por un continuo ejercicio, corrieron sobre las teclas, produciendo complicadas escalas.
—¿Y tú, no tocas?—preguntó don Juan a Amparo.
—Nada, tío. El profesor dice que soy demasiado aturdida, y me ha declarado incapaz. La verdad es que yo quisiera tocarlo todo en seguida, y al ver que no puedo y que he de fastidiarme mucho con ejercicios y escalas, me enfurezco y me entran ganas de dar puñetazos al piano.
Y el travieso bebé decía esto con tonillo irritado, levantando el puño.
—Pero ahora—continuó en tono más dulce—, ya que no puedo ser pianista, me dedico al canto. Mamá dice que hay que hacer algo, para no estar en sociedad parada como una tonta. Ya canté el otro día en una reunión de «las magistradas».... Ahora me oirá usted.
Mientras tanto, doña Manuela expulsaba del comedor a Juanito. Aquel chico no desmentía su sangre; era ordinario, y su mayor placer consistía en charlar con las criadas.
—Juanito, hijo mío, deja a Visanteta que ponga la mesa. Marcha al salón. El tío se incomodará, porque te olvides de él.
¿Olvidarse de su tío? Ante tal suposición, le faltó el tiempo para correr en busca de don Juan. Visanteta acababa de tender el mantel adamascado, brillante de blancura, sobre la mesa del comedor, pieza de ebanistería moderna, tallada a máquina, que con su color obscuro imitaba al roble de un modo discreto.
—¿Está todo bien preparado, Visanteta?
—Todo, señora. Nelet se ha encargado de que el capón no se queme; sólo faltan unas cuantas vueltas. Adela cuida del puchero. La sopa la pondremos cuando avise la señora.
Y continuó la conversación entre el ama y la sirvienta, mientras ésta, con delantal blanco y haciendo crujir los bajos almidonados y tiesos de su saya, iba del aparador a la mesa, colocando el centro de plata Meneses con sus grupos de flores, las pilas de platos de charolada blancura, las botellas talladas del agua y el vino, y las copas esbeltas, casi aéreas, con su pie azul, y tan frágiles, que sobre el mantel no trazaban sombra alguna.
Aquella Visanteta, con su peinado de la huerta, su perpetuo ceño y sus contestaciones secas y desabridas, era una gran criada, que se ganaba a conciencia el salario. Lo mismo preparaba en la cocina una gran comida, que arreglaba una mesa «a estilo de fonda», arte que había aprendido sirviendo a una familia inglesa.
Al comedor llegaba la música que hacían en el salón las niñas de doña Manuela para entretener al tío. Amparo cantaba, y su vocecita fina, tenue y quebradiza como un hilo de araña soltaba una lamentación melancólica, en italiano, para mayor claridad:
quando di nuova flor s'orna il terreno.
El tío se divertía, como hay Dios, oyendo a la sobrina cantar con su carita de Pascua estas atrocidades de la melancolía. «Vorrei moriré!», repetía la muchacha con acento de desesperación, saltando su voz sobre los trémolos del piano. ¡Vaya un aperitivo para antes de la comida!
Doña Manuela hablaba a la criada distraídamente, oyendo aquella música que nunca podía comprender.
—Hoy trabajarás mucho, Visanteta. Mi gusto hubiese sido encomendar, como de costumbre, un par de platos a la fonda. Pero tengo convidado a mi hermano, que es un rancio y me requema la sangre como si fuese una despilfarradora. Por esto he querido que la comida fuese casera. A ver si aun así encuentra motivo para murmurar.
La mirada de doña Manuela iba tras las manos de la criada. ¡Vaya una gracia la de aquella chica! Cogía las servilletas adamascadas, rígidas por el planchado, y las doblaba caprichosamente con una rapidez de prestidigitador. Quedaban sobre las pilas de platos en forma de mitra, barco, bonete o flor, y en el centro, como toque maestro, colocaba un pequeño bouquet.
La señora estaba orgullosa. Sólo en una casa como la suya había una criada capaz de arreglar la mesa con tanto arte.
Visanteta, insensible a las miradas agradecidas del ama y contestando a sus palabras con gruñidos, seguía trabajando. Abrió el armario del aparador y puso sobre la mesa los entremeses: pepinillos destilando vinagre, aceitunas grises mezcladas con salitrosas alcaparras, sardinas de Nantes con su casaquilla plateada, rodajas de salchichón finas y transparentes, y frescos rábanos de encendido ropaje y tiesos moñetes de hojas, todo en verdes pámpanos de porcelana.
Buen golpe de vista presentaba la mesa. Demasiado bueno, si se tenía en cuenta el carácter raro del que estaba allá dentro. Por esto doña Manuela dijo con expresión dolorosa:
—Mira, Visanteta, no te extremes mucho. Mi hermano es capaz de comer de mala gana si ve aquí lo que él llama lujos. Con lo puesto hay bastante. Ahora saca del cajón los cubiertos de plata. Los antiguos, ¿sabes...? no te equivoques. Cuando sirvan el pescado puedes sacar la pala de plata, pero no pases de ahí. Sería capaz de darnos un escándalo si viera lo demás que reservamos para los convidados de otra clase.
Los cubiertos de plata antigua, piezas soberbias labradas a martillo y heredadas del Fraile, fueron colocados junto a los platos.
Todo estaba bien. Visanteta a la cocina, a dar a la comida el último punto, y ella al salón, a mimar al hombre temible y preparar el golpe para después de la sobremesa.
El piano seguía sonando; pero ahora, de la romanza sentimental se había saltado a la ópera.
mi trovare più bella....
Al entrar en el salón vio a Juanito contemplando al tío, y éste con la vista fija en el techo, contando sin duda las flores doradas que tenía el papel, como hombre que se aburre y busca desesperadamente la distracción.
—Vaya, niñas, basta de cosas tristes. Cantadle al tío algo alegre.
Don Juan hizo un gesto como indicando que le era igual y no valía la pena molestarse.
—Pero mamá—dijo Amparo—, si esto que cantaba es el Aria de las joyas. Muy bonita....
—Pues fuera el aria. Canta algo más alegre. Eso de El dúo de la Africana, que gustó tanto en casa de «las magistradas».
—Bueno—exclamó Concha con rudeza—. Ahora El dúo. Una cosa que están cansados de tocar todos los organillos.
—Pues sí señora, eso. Tu tío no va al teatro, y tendrá gusto en oírlo.
Don Juan hizo el mismo gesto de antes. Para él, cualquier cosa estaba bien. Y volvió a mirar al techo, bostezando de vez en cuando y moviendo un pie con nervioso temblorcillo.
y nací muy avispa.
Bueno; pues a pesar de estas declaraciones que sobre su nacimiento hacía Amparito con su hilillo de voz y su expresión picaresca, el tío don Juan, aquel monstruo de aburrimiento y rudeza, no se conmovía, tal vez por estar mejor enterado de cómo había nacido que la propia interesada. E igual indiferencia mostró al oírla cantar que el puente tenía seis ojos, y ella dos «solamente».
Otra cosa le preocupaba y le hacía removerse en su sillón. Sacó su reloj, la hermosa pieza cincelada del siglo anterior, e interrumpiendo a la cantante dijo a doña Manuela:
—Bien está todo; pero ¿a qué hora se come aquí?
—Cuando venga Rafaelito. A la una.
—Ya es; mira mi reloj. Te advierto que yo como siempre a las doce, y bastante sacrificio es esperar una hora. Con tales desarreglos se pierde el estómago, y eso en la vejez es llamar a la muerte.
—¡Jesús, hombre! No te incomodes por eso.... Niñas, basta de música. A comer.
La graciosa sevillana paró en seco, y las dos niñas abandonaron el salón seguidas del tío, que se detuvo en la puerta del comedor sonriendo al ver el aspecto de la mesa.
—Manuela, por lo que se ve, esto promete. Siempre has sido notable en estas cosas.
Pero la señora estaba preocupada por la tardanza de su hijo menor y no podía contestar.
—¡Este Rafaelito...! La una y cuarto y no viene. ¡Habrá que empezar sin él...! Visanteta, la sopa.
Todos se sentaron. Don Juan en la cabecera, con las dos niñas, y en el extremo opuesto doña Manuela, teniendo a la derecha a Juanito y a la izquierda la silla destinada a Rafael.
La humeante sopera descansó en el centro de la mesa, con el cucharón de plata metido en las entrañas, y rápidamente se llenaron los platos. ¡Soberbia sopa! Flotaban en su superficie las lunas de grasa, y entre las rebanaditas de pan impregnadas de suculento líquido, los menudillos de la gallina, las tiernas yemas de color de ámbar y los negruzcos hígados, que se deshacían al entrar en la boca. Todos comían con apetito, especialmente don Juan, que, a pesar de su sobriedad de avaro, era un tragón terrible al entrar en mesa ajena.
Finalizaba la sopa cuando entró Rafaelito, sudoroso, sofocado, como si hubiese corrido mucho para llegar a tiempo.
—¡Vaya una hora de venir!—dijo la mamá, frunciendo el ceño.
Era un ser insignificante y de aspecto pretencioso. El cuerpo flacucho y pobre; la cabeza charolada a fuerza de cosmético, partida por una raya que con rectitud geométrica iba desde la frente a la nuca; en la cara enorme nariz, bigotillo afilado y patillas de chuleta, y bajo la barba, asomando por entre las dos alas de un cuello «a la pajarita », esa protuberancia horrible llamada nuez, que parece la condecoración de la juventud raquítica. Afectaba en sus gestos y palabras la indolencia de un hombre cansado de la vida, para el cual el mundo nada nuevo puede ofrecer a los veintidós años; miraba con insolente fijeza, y cuando escuchaba a alguien, lo hacía con aire protector y desdeñoso. Era el tiranuelo de la casa, y a este privilegio unía el de excitarle la bilis a su tío don Juan siempre que se ponía en su presencia.
Hacía tres años que estaba abonado al segundo curso de la Facultad de Medicina, consecuencia heroica de la que no estaba arrepentido; y tan amante era del trabajo y de la actividad, que por no estarse en los cafés charlando como un necio, pasaba los días y gran parte de las noches en los círculos recreativos, unas veces peinando barajas y otras sacrificando pesetas, para que no se dijera que en España todo decae, hasta el respetable gremio de los «puntos».
Fuera de esto, era un muchacho encantador; y en caso de duda, bastaba con preguntarlo a su mamá. ¿Quién llevaba con más garbo que él el gabán sin costuras, ancho y deforme como un saco? ¿Quién, en verano, iba más mono con el trajecito de franela y la marinera de paja? ¿Quién daba mejor sombrerazo rígido, moviendo al mismo tiempo la cabeza y levantando un pie? Rafaelito, y nadie más que Rafaelito; y para atestiguarlo estaban también las amigas de la manía, que se hacían lenguas en su presencia de lo elegante que era el chico.
¡Estudiar...! Ya lo haría más adelante. Por ahora, era un muchacho distinguido, con buenas relaciones; y en cuanto a saber, algo sabía, pues apenas se iniciaba una discusión sobre toreros o pelotaris, dejaba a todo el mundo con la boca abierta. Bajo su frente calva, adornada con las dos puntitas lustrosas del peinado, había algo, así como bajo los hombros de su americana había algo también: mucho pelote para suavizar lo puntiagudo de sus clavículas, que agujereaban la pobre piel.
Al entrar saludó al tío con cierto desparpajo, sin querer fijarse en la sonrisita del viejo, y después se excusó con la mamá. Quería venir antes, pero en la feria le habían entretenido. El paseo estaba muy bien; trajes magníficos, sobre todo abrigos. Y hacía una relación de periódico de modas ante sus hermanas, que prestaban oído sin dejar de engullir, y la mamá, que admiraba el talento de observación de su hijo y la gracia con que se burlaba de los defectos. Era el fiel retrato de su padre.
Rafael, en cuatro cucharadas, se tragó su ración, poniéndose al nivel de los demás cuando salió el cocido, dos fuentes magníficas, que exhalaban un vaho consolador, un tufillo alimenticio que se colaba hasta el fondo del estómago. En la una, las patatas amarillentas, los reventones garbanzos sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza, la col, que se deshacía como manteca vegetal, los nabos blancos y tiernos, con su olorcillo amargo; y en la otra fuente las grandes tajadas de ternera, con su complicada filamenta y su brillante jugo; el tocino temblón como gelatina nacarada; la negra morcilla reventando, para asomar sus entrañas al través de la envoltura de tripa; y el escandaloso chorizo, demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al caldo el ardor de un discurso de club.
Nadie hablaba aún. Oíase únicamente el sordo ruido de las mandíbulas; todos masticaban y engullían; los tenedores verificaban correrías devastadoras sobre la mesa. Destrozábanse los panecillos, iban vaciándose los platos de los entremeses, y las copas de vino llenábanse, reflejando sobre el blanco mantel purpúreas e inquietantes manchas.
Don Juan rumiaba, moviendo sus desdentadas encías a derecha e izquierda como una cabra vieja, y sus ojillos alegrábanse al ver comer a la familia, y especialmente a Juanito.
Podían decir lo que quisieran ciertas gentes; pero él, don Juan Fora, propietario y paseante perpetuo, sostenía que nada hay como la cocina casera y el comer en familia. ¡Vaya un modo de tragar, hijos míos! En una fonda estarían ya siendo objeto de críticas, y el dueño pondría mala cara al ver cómo ganaban el precio del cubierto; las niñas se harían las interesantes, comiendo poco para no parecer feas, y él mismo tragaría a disgusto creyendo que se burlaban de su modo de mascar. Pero allí estaban en su casa, podían atracarse hasta el gañote con todo lo que iría viniendo, y nadie podría ir a contarle al vecino cómo se las arreglaban para hacer por la vida. Esto era la verdad; lo demás pamplinas, modas estúpidas y sufrir..... ¡Hola! Ya se presentaba la gallina del puchero. ¿Que quién la parte? Juanito mismo.
Y el buen muchacho, obediente a la voz de su tío, púsose en pie, y empuñando un enorme tenedor y el afilado trinchante, hizo una carnicería que elevó protestas. Doña Manuela le miró severamente. Pero ¡cuán desmañado era!
Don Juan intervino, viendo que su sobrino se conmovía:
—Vaya, otra vez lo hará mejor el chico, ahora... a lo que estamos.
Y pasaron a los platos los trozos de la gallina: la jugosa pechuga, el cuello cartilaginoso, los melosos muslos y el armazón chorreando grasa, que chupaba doña Manuela con un regodeo de gata golosa.
La animación iba surgiendo en la mesa. Todos hablaban. Don Juan comenzaba a mostrarse más alegre; y como si olvidase las antiguas preocupaciones, miraba con igual cariño a todos los que estaban en la mesa, sin pensar si eran hijos del antipático Pajares y si su hermana era una derrochadora.
Ahora, ¡voto a Dios! venían bien dos deditos de vino, para acompañar dignamente a la gallina en su bajada al estómago. Y se apuraron las copas, y circuló de nuevo la ventruda botella llena de vino de la bodega de los Escolapios, un caldillo rojo del llano de Cuarte, que pasaba dulcemente por el paladar, y una vez dentro, el muy traidor causaba un trastorno de mil demonios. Las dos niñas bebían haciendo remilgos, pero el tío las excitaba aplaudiéndolas; y ellas, que no estaban acostumbradas a ver tan alegre al viejo, volvían a gustar el vinillo para no enojarle.
Nelet, con la gravedad de un maître d'hôtel, muy circunspecto desde que veía en la mesa al tío millonario, sacó de la cocina el plato del día, la obra maestra de Visanteta, un pescado a la bayonesa que arrancó a todos un grito de admiración.
—¡Caballeros...! ¡Ni en la mejor fonda!—dijo Rafael—. ¡Ole por la cocinera!
Don Juan encontró de mal gusto la felicitación, pero admiró la obra.
Era una merluza de más de tres libras, que parecía de plomo brillante, con el escamoso vientre hundido en la salsa, un fresco cogollo de lechuga en la boca, y en torno de la cola unos cuantos rabanillos cortados en forma de rosas. La fuente tenía una orla de rodajas de huevo cocido, y sobre la capa amarillenta que cubría el apetitoso animal, tres filas de aceitunas y alcaparras marcaban el contorno del lomo y la espina. Don Juan miraba, con la pala de plata en la mano. ¡Vive Dios, que le remordía la conciencia destrozar aquella obra de arte! Pero la cosa se había hecho para comer; y al poco rato, la blanca carne de la merluza, revuelta con los sabrosos adornos, estaba en todos los platos.
—Y ya que dimos fin con la pobre, ahora otro traguito.
Decididamente, el tío se ponía alegre. Las niñas recordaban como un sueño la cara irónica y glacial de otras ocasiones. Ahora sonreía con bondad, tenía las mejillas muy coloradas, y cautelosamente se aflojaba el talle, como para dejar un huequecito a lo que viniese después.
Otro plato ligero, pero éste era francamente indígena: lomo de cerdo y longanizas con pimiento y tomate, un guiso al que daba siempre Visanteta una gracia especial, que hacía a todos mojar el pan en la roja salsa.
Don Juan y su sobrino predilecto se entendieron con él, pues doña Manuela apenas lo probó. Rafaelito fumaba, costumbre detestable que irritó al tío, pues no podía comprender tales interrupciones en la digestión.
Las dos niñas habían ido un momento a su cuarto: cuestión de aflojarse los corsés. Las ballenas se doblaban y parecían próximas a estallar con la presión de sus vientrecillos cada vez más redondeados. Al pasar junto a un balcón, hiriólas el frío que entraba por las rendijas. Llovía, y la gente pasaba chapoteando en el fango, con el paraguas calado. ¡Qué bien se estaba allí dentro, en el caliente comedor, ante una mesa tan abundante! Había que reconocer que Dios es bueno y proporciona ratos muy agradables a los que tienen casa y cocinera.
Cuando volvieron al comedor, Nelet sacaba el héroe de la fiesta: un soberbio capón, panza arriba, con los robustos muslos recogidos sobre el pecho y la piel dorada, crujiente, impregnada de manteca.
Don Juan contemplábalo con miradas de amor. No; una pieza tan hermosa no la destrozaría el desmañado Juanito. A ver, Rafael, que, como aprendí de médico, entendería de estas cosas.
Las niñas protestaron, recordando las espeluznantes relaciones que su hermano las había hecho varias veces, para asustarlas, describiendo sus hazañas en el anfiteatro anatómico.
—No, Rafael no—gritó Amparito—. Si él toca el capón no comemos.
¡Vaya un asco! ¡Como si aquel estudiante honorario hubiese asistido al curso de anatomía media docena de veces...! Al fin, el tío, en vista de las protestas, se decidió a destrozar la pieza, pues en su calidad de solterón sabía un poco de todo.... ¡Brava manera de masticar! Confesaban que la comida les subía ya a la garganta; pero a pesar de esto, era tan excelente la carne tierna y jugosa, con su corteza tostada crujiendo entre los dientes, que todos despacharon su ración, masticando con lentitud y emprendiéndola después con los huesos. El tío se mostraba como un valiente.
—Juan, come ese pedazo—le decía su hermana—. Es lo mejor del plato.
—Bebe más, Juan. Hoy son mis días, y hay que alegrarse.
Las niñas imitaban la solicitud de la mamá; todo era: «Tío tome usted esto; tío, coma usted lo otro»; y el tío, cada vez más encarnado y alegróte, engullía cuanto le ponían en el plato, y como le llenaban el vaso así como lo dejaba vacío, el resultado era que empinaba continuamente el codo.
Aparecieron los postres. Cubrióse la mesa de tajadas de melón, peras y manzanas, avellanas y nueces; pero esto pasó sin gran éxito, atreviéndose el tío sólo con algunos pedazos de fruta que le mandó Juanito.
Después, la clásica sopada, sin la cual don Juan no comprendía los banquetes: una gran fuente de crema, en la que se empapaban apretadas filas de pequeños bizcochos. Esto era lo mejor para los que, como él, carecían de dentadura. Sabía a gloria; pero a pesar de tantos elogios, recibió como en triunfo el turrón de Jijona y los pasteles de espuma. También era esto del género de don Juan, adorador de las cosas blandas, que se escurren dulcemente sin roce alguno hasta el fondo del estómago. Con la boca llena de merengue contestaba a sus sobrinas, que estaban cada vez más alegres, y aprobaba bondadosamente los cuidados de su hermana por tenerle contento. Ahora había que retirar el vino de los Escolapios: «no estaba en carácter»; y por esto el viejo saludó alegremente la aparición en la mesa de las botellas de licor de diferentes formas y clases.
Las cepitas talladas de color rosa, que parecían flores, iban y venían sobre la mesa, tan pronto llenas como vacías. La temperatura subía en el comedor. El vaho ardoroso de la comida, el calor de los cuerpos, en los que empezaba la digestión, y lo agitado de las respiraciones, parecían caldear el ambiente. Los rostros se enrojecían, y a pesar de que llovía en la calle y los transeúntes soplábanse las manos para ahuyentar el frío, se sudaba en el comedor. Doña Manuela, con la majestuosa nariz inflamada, como si fuese un pavo, hubo de pasarse la servilleta por la húmeda frente.
—¡Al salón!—dijo la señora—. Allí nos servirán el café.
El tío prefería quedarse en la mesa. El café entraba también en la comida; ¿por qué habían de moverse? Pero para su hermana era un detalle de suprema elegancia tomar el café en el salón, y don Juan tuvo que acceder y abandonar el comedor, jugando con sus sobrinas como si fuese un niño.
¡Vive Dios, que él no estaba borracho, pero a nadie podría negar que se encontraba un poco alegre por culpa de aquellas picaras, de su hermana y de los dos sobrinos! Todos estaban bien. Sentados en los mullidos sillones del salón, encontrábanse como en la gloria, sacando hacia fuera los rellenos vientres, que hervían como calderas al fuego de la digestión, y sintiendo subir al cerebro un humillo tenue que al pasar por los ojos tomaba un delicioso tinte rosa.
Don Juan dábase cariñosas palmaditas en el vientre. Tal vez aquella calaverada le costase después crueles desarreglos de estómago y una semana de purgas; pero ¡vayanse al diablo los escrúpulos! un día es un día, y a ver quién le quitaba lo gozado.... Nada, que aquel día era un calavera; se burlaba de todo; y en prueba de ello, encendió el puro que le ofrecía Rafael, a pesar de que el fumar aumentaba su los crónica.
Ya estaba el café. Servíalo Adela, una muchacha remilgada y no mal parecida, que imitaba a sus señoritas en el peinado, afectando un aire de aristócrata caída en la desgracia.
Don Juan, a fuer de mirar el servicio, que era de porcelana antigua, y compararlo con otro más rico arrinconado en su casa, acabó por fijarse en la criadita. Decididamente, no tenía la cabeza bien. ¡Mire usted que pensar un hombre de su carácter y sus años que estaría mejor servido con una chica así que con su vieja Vicenta...! Vaya; el Chartreuse, con su calor de falsa juventud, hace pensar locuras.... «¡A tomarte el café, viejo verde...!» Y se bebió la taza de un trago.
Sonaba la campanilla de la puerta.
—Será Roberto—dijo Concha.
—Tal vez sea Andresito—exclamó Amparo—. Le prometió a Juan venir a la hora del café.
Eran los dos, que se habían encontrado en la escalera.
Roberto del Campo, el amigo íntimo de Rafael, su mentor, que le guiaba en el camino de la distinción y el buen gusto; un chico elegante, hijo de una gran familia arruinada, uno de esos vástagos inútiles y perniciosos que nacen inesperadamente en la tranquila burguesía a las dos o tres generaciones de bienestar y riqueza, para castigar con sus locuras y despilfarres el egoísmo y la rapacidad de sus antecesores. Era un muchacho guapo, moreno, con nariz aguileña, barba negra y lustrosa; una de esas cabezas gallardas, audaces y de enérgica belleza varonil que se ven con frecuencia en las tribus bohemias. En su porte y en su traje notábase la tendencia «flamenca» amalgamada con la fría corrección burguesa. La educación del hogar confundíase con las costumbres de una vida de estúpidas aventuras. Vestido de señorito, tenía algo de gitano; cuando se disfrazaba de chulo, todos reconocían en él al señorito. Era un ser doble, que flotaba entre la decencia y el encanallamiento.
Según decían sus amigos, causaba sensación entre las mujeres. La gitanería femenina le adoraba como un ídolo, pensando en sus conquistas de señoritas; y éstas mirábanle como un ser extraordinario, como un Don Juan irresistible, recordando ciertas historias de cantadoras flamencas que, por sus desdenes, se habían tragado cajas de fósforos, y de hermosas carniceras que abandonaban al marido para seguir a un mozo tan adorable.
En casa de doña Manuela, Roberto era muy bien acogido, especialmente por Conchita. Era un chico que tenía muy buenas relaciones; es verdad que su fortuna era poca, pues gran parte de la herencia de sus padres estaba ya enterrada en los garitos o entre las uñas de los usureros, pero esto no impedía que fuese un partido aceptable para las jóvenes de la clase media, que, colgadas de su brazo, podían entrar en un reducido círculo que ellas se imaginaban como el paraíso de la aristocracia.
Junto a este hermoso ejemplar de la burguesía próximo a la decadencia, Andresito Cuadros, el hijo del dueño de Las Tres Rosas, aparecía empequeñecido y aplastado, con la delgadez amarillenta de un crecimiento rápido y ese aire aviejado de todos los hijos únicos, a quienes las atenciones exageradas de sus padres no dejan robustecerse. Era el hijo del comerciante emancipado del mostrador y dedicado al estudio por la ambición del papá. Docto y pedantuelo, algo engreído con los sobresalientes de su carrera y acostumbrado a hacerse oír en casa como un oráculo, asombrábase de que fuera de ella no le rindieran tributos de admiración, y esto le producía tal cortedad, que muchos le tenían por tonto.
Los recién llegados, después de saludar a la mamá, deseándola felicidades y ensartando los lugares comunes propios del caso, sentáronse cerca de las dos niñas, que se mostraban complacidas y ruborosas.
Rafael voceaba en la puerta del salón para que trajeran pronto el café a sus dos amigos, y Juanito, a falta de mejor ocupación, jugueteaba con la traviesa Miss, cuyos movimientos iban acompañados por el repicante cascabeleo de su pequeño collar.
Don Juan, hundido en su butaca, con la nariz cada vez más roja y el cigarro apagado entre los labios, seguía sonriendo beatíficamente. Su hermana no le abandonaba. Acosábalo con atenciones, y hasta había logrado hacerle tragar una copa de coñac.
Visanteta acababa de servir el café a los dos señoritos recién llegados, cuando la llamó su ama.
—Di a Adela y a Nelet que entren.
Toda la servidumbre de la casa se plantó a estilo de coro de zarzuela ante el sillón de la señora. Entre los tres cruzábanse alegres miradas, sonrisas de satisfacción.
Era la ceremonia anual, el acto de dar los aguinaldos a los criados, por ser el día de la señora. Con majestad teatral, doña Manuela dio un duro a cada uno, más un pañuelo de seda a Visanteta, por lo satisfecha que estaba de su mérito como cocinera. El ceño de la habilidosa muchacha se dilató por primera vez en todo el día, y los tres salieron apresuradamente con la alegría del regalo, oyéndose el ruido de sus empellones y correteos.
Esto obscureció un poco la sonrisa de don Juan. Decididamente, su hermana era una loca, que odiaba el dinero. ¡Mire usted que tirar tres duros tan en tonto! ¿No hubiera quedado lo mismo con tres pesetas?
Pero su digestión de esquimal harto no le permitía indignarse, y escuchó con expresión amable a su hermana, que, inclinada sobre él, apoyándose en su misma butaca, le hablaba mimosamente, como si fuese una niña.
—Hay que seguir las costumbres, Juan; si no, los criados, en vez de respetarla a una, se encargan de desacreditarla. A ti de seguro que no le parece bien dar un duro a cada criado; a mí tampoco, pero hijo mío, la costumbre es la costumbre, y si una hace ciertas economías, la gente cree que va de capa caída, suposición que a nadie gusta. ¿No crees tú lo mismo?
Él lo creía todo, con tal que le dejasen tranquilo en su digestión. Y movió varias veces la cabeza en señal afirmativa.
Doña Manuela se animaba y seguía hablando, No es que ella fuese derrochadora; había tenido su época de apuros, como él sabía muy bien, y conocía el valor de un duro. Pero había que quedar con dignidad, sostener la honra de la casa, ahora que las niñas iban siendo casaderas, y esto, ¡ay, Juanito mío! esto exigía grandes apuros y no menores sacrificios. ¿Qué le pasaba a don Juan? ¿Había parado en seco su digestión? La gozosa sonrisa desaparecía; sus ojos, entornados voluptuosamente, volvían a entreabrirse para lanzar punzantes miradas, y se agitó varias veces en la butaca, como huyendo de ocultos alfileres. ¡Todo sea por Dios! Él también tenía apuros y hacía sacrificios. El mundo es así. Y probó dormirse, como hombre a quien no interesa la conversación.
Pero la hermana no calló. Ella economizaba, privándose de todo para sostener la apariencia de la casa, hasta que las niñas encontrasen «un buen partido»; pero a veces se tropieza con escollos insuperables y no sabe una cómo salir a flote.
—Pero... ¿duermes, Juan? ¿No me escuchas? Un gruñido dio a entender a doña Manuela que su hermano la oía con los ojos cerrados. Esto bastó para que continuase.
Ahora mismo se hallaba en una de esas situaciones difíciles; algunas deudas antiguas las había satisfecho con la paga de Navidad de sus arrendatarios de la huerta, pero necesitaba con urgencia ocho mil reales, pues el invierno exige grandes gastos. Ya que en la familia se habían suavizado antiguas asperezas, a ella tenía que acudir en sus apuros. ¿Y quién era su familia? Su hermano, y nadie más que su hermano. Su Juan, a quien ella siempre había querido tanto, respetando sus sabios consejos.
—Tú no me abandonarás en este apuro, ¿verdad, Juan? Tú me prestarás esa cantidad, y yo te la devolveré a San Juan, cuando cobre los otros arriendos. ¿Quedamos en eso...?
¡Qué habían de quedar! No había más que ver el mal humor con que don Juan salió de su turbada digestión.
—Pero, desgraciada, ¿de dónde quieres que saque yo ocho mil reales? Tú te figuras, por lo menos, que yo apaleo las onzas.
Doña Manuela protestó. Vamos, que ocho mil reales no son una cantidad para arruinar a nadie. Además, ella prometía devolverlos a San Juan; y al ver que su hermano sonreía irónicamente, lo juró con la mano puesta en el exuberante pecho.
—Y si no tienes los ocho mil reales (cosa que dudo), eso no importa, Juanito mío. Con que firmes por mí, salgo de apuros. ¡Adiós digestión! Ahora sí que don Juan salía de la placentera calma, despertando de su amodorramiento.
—Ya has enseñado la oreja. ¡Firmar...! ¡firmar...! ¿Tú crees que una persona como Dios manda pone la firma, porque sí, al primer judío que se presenta? Eso sólo lo hacen las locas como tú, que has firmado más papel que un escribano, y miras con la mayor tranquilidad cómo tu nombre anda por el mundo en pagarés siempre renovados, con condiciones que sólo admiten las personas tramposas y sin crédito.
Y además, ¿qué era aquello de la paga de los arriendos y de devolver los ocho mil reales el día de San Juan? Mentiras y nada más que mentiras.
—Yo lo sé todo, Manuela. No conservas un campo de los que heredaste de papá que no tenga la correspondiente hipoteca. El dinero de tus arrendatarios se va todo en intereses. Si se juntan todos tus acreedores y exigen que les pagues las deudas, más los intereses disparatados que les has reconocido, te verás en medio de la calle, perdiendo hasta la camisa que llevas puesta. ¡Eh...! ¿qué tal? ¿Creías que yo no estaba enterado de tus cosas?
Doña Manuela estaba pálida e inquieta. Era una imprudencia expresarse así a pocos pasos de aquel grupo donde estaban Roberto y Andresito, dos extraños que no podían imaginarse la verdadera situación de la casa. Por fortuna, Concha y Amparo atraían la atención de los dos; además, las niñas, a ruegos de los pollos, iban a hacer un poco de música y canto.
Tal vez el piano amansase a don Juan; pero... ¡quia! éste formaba parte de las fieras, a quienes domina la música, y con gran pesar de su hermana no salía de su indignación.
—¿Para esto me has convidado...? Tú has dicho: «Le daremos bien a comer, procuraremos emborracharlo, y después, cuando esté tierno... ¡el sablazo!» Pues hija, te equivocas. Ni ahora ni nunca conocerás el color de mi dinero. No pienso hacer nada por ti. Cuando murió tu segundo marido me prometiste ser un modelo de economía y prudencia; y yo fui tan tonto, que perdí el tiempo y hasta algún dinero para poner a flote tu fortuna, que hacía agua por todas partes como un barco viejo.... Déjame acabar, Manuela; no me interrumpas. ¿Quieres hacerme creer que aún lo conservas todo libre de trampas, tal como yo te lo entregué? ¡Quia, hija mía! En este siglo no hay milagros, y con quince mil duros de capital no se sostiene un carruaje ni el boato que tú gastas. Lo sé todo; y si no, escucha.
Y don Juan, con gran abundancia de detalles, como hombre versado en los negocios, fue describiendo a su hermana el estado de su fortuna. No tenía un pedazo de tierra libre del peso de una hipoteca; las rentas apenas si daban para los réditos, y hasta la misma casa en que ella vivía era una finca que producía poco, por culpa de su vanidad.
—Cuando al quedar viuda te pusiste en mis manos, vivías en una de las dos habitaciones del piso segundo y tenías alquilado este principal. Un duro diario es una gran cosa, y más en tu situación. Pero tú no podías acostumbrarte a ser señora de muchos escalones, como dices en tu jerga; querías tu salón y tu carruaje, como en los tiempos de loco despilfarro, y con el pretexto de que las niñas crecían y era preciso pollear y mentir, bajaste a este piso, y bajó la renta también aumentando los gastos. Ya que no podías tener un tronco, carretela y berlina, como en otra época, vendiste un campo para comprar la galerita y el caballo y mantener a ese bigardón, hijo de la tía Quica, que os roba la cebada y las algarrobas.... Sé que te fastidia oír todo esto, pero te lo digo para que sepas que no me chupo el dedo ni se me engaña fácilmente.... Nunca me he forjado la ilusión de convertirte. Tú serás siempre la misma Manuela, la loca, la pretenciosa, y morirás cuando gastes el último céntimo. Cada uno nace con su carácter, y tú eres de aquellos a quienes el pobre papá cantaba la antigua copla:
casaca a la moda,
¡y ròde la bola
a la valensiana!
Y como si la cancioncilla del tío fuese la señal para que comenzase la música de las niñas, éstas atronaron el salón con el tecleo del piano y los gorjeos esforzados.
Don Juan cobró ánimos con este estrépito. Al ver que los muchachos sólo atendían al piano, siguió hablando, pero levantó más la voz, con gran alarma de su hermana.
—Marchas a tu perdición, Manuela. Cuando estés en la miseria, siempre me acordaré de que soy tu hermano, y tendrás donde comer tú y los tuyos.... Pero dinero, ¡ni un céntimo!
Doña Manuela levantó la cabeza con altivez, mostrando la mirada ardiente y las mejillas rubicundas.
—Gracias por la limosna—dijo con ironía—. Pero aún no he llegado ahí.
—Llegarás, llegarás—repuso don Juan sin perder la calina—. Estás en el camino. Hoy todavía puedes sostenerte, y al ver que te niego los ocho mil reales, buscarás a doña Clara, esa bruja prestamista, o a otra persona de la clase, y firmarás un pagaré por doce o catorce mil. Estás metida en el barro y no saldrás nunca de él; por más esfuerzos que hagas te hundirás. Si no te conociera tanto, te daría la mano; pero no: «una y no más, Santo Tomás»; me acuerdo mucho de la atención con que seguiste mis consejos.
La señora estaba indignada por el lenguaje rudo de su hermano. Era muy dueño de no darle aquella miseria; al fin, resultaba lo que ella había creído siempre: un avaro sin corazón. Pero su demanda no le autorizaba para aburrirla con tanto sermoneo.
—Cállate, Juan; me pones nerviosa con tus groserías.
—Callaré, hija; no quiero molestarte en un día como éste. Pero sólo me resta hacerte una advertencia. Los que están tan ahogados como tú, se agarran a un clavo ardiendo. Juanito posee una finca que vale algo: el huerto de Alcira, que has tenido que respetar en calidad de bienes reservables. Como ahora el chico es mayor de edad y te quiere tanto, te advierto que si para hacer dinero lo mezclas en tus líos tendrás que vértelas conmigo. Yo soy su tutor, por encargo de su pobre padre, y aunque mi misión ha terminado legalmente, me creo en el deber de defenderlo, pues es un bonachón al que engaña cualquiera.... Y no te digo más.
Los dos hermanos callaron. Se hundió él en su sillón, mirando a los chicos, y ella quedó con los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido y las mejillas de un rojo violáceo, como si la rabia le produjese erisipela.
Rafael había salido del salón, Juanito jugueteaba con Miss, cada vez más inquieta y ladradora, y Roberto, apoyado en el piano, hablaba con Concha, que sonreía, tecleando nerviosamente, haciendo escalas que parecían cabriolas e iniciando temas conocidos, que se confundían fantásticamente.
—¿Dónde diablos están los otros?—pensaba el tío, paseando su vista por el salón.
Y los otros, o sea Amparo y Andresito, estaban en un balcón, mirando a la calle con la nariz pegada al vidrio y protegidos por los cortinajes. El bebé, con sus ingenuidades de loquilla, tenía una habilidad diabólica para salirse siempre con la suya. Había maniobrado hábilmente para llevarse al hijo de Cuadros hacia aquel balcón, donde estaba la niña como en su casa, lejos de miradas indiscretas y oídos curiosos.
Primero, habían hablado del tiempo, riéndose de los arabescos caprichosos que trazaban las gotas de lluvia escurriéndose por el cristal; pero el joven, pálido y tembloroso, como si le atormentase algún pensamiento oculto, guiaba la conversación insensiblemente, y Amparito se dejaba arrastrar, segura de que por cualquier camino llegaría siempre adonde ella deseaba.
El tío miraba atentamente el cortinaje del balcón y las piernas de Andresito, que era lo único visible de la pareja. En un momento que Concha cesó de teclear, oyó la voz de Amparo, que sonaba lejana, como amortiguada por las cortinas.
—Pero Andresito... ¡si somos tan jóvenes!
¡Jóvenes! ¿Y qué importaba eso? Para el amor no hay edades, así como tampoco existían clases. Lo aseguraba él, que era persona competente en tal materia, por ser poeta y no inédito, pues sus triunfos había alcanzado en la Juventud Católica. Además, él no era ningún niño; dentro de cuatro años sería abogado, y después, ¿quién sabe...? Su imaginación veía confusamente en lontananza ese algo que acarician todos los aprendices de legistas. Un sillón de magistrado, una poltrona de ministro o un taburete de escribiente... cualquier cosa; lo importante era sentarse en algún sitio.
No, no eran jóvenes para amarse. Ya lo había dicho él en un soneto y media docena de quintillas escritas con el pensamiento puesto en Amparito. El amor no tiene edad. Él la adoraba con la inmensa pasión de los grandes poetas; y hablaba de Dante y Beatriz, de Petrarca y Laura, de Ausias March y Teresa. Amparito escuchaba sonriente, complacida por esta letanía de poetas. Todos muy señores míos, pero que los oía mentar por vez primera, a excepción de Ausias March, por ser su nombre el de la calle donde ella tenía su modista.
A él le era imposible vivir si Amparito se negaba a amarle; necesitaba, para no aborrecer la vida, que ella se decidiese a ser su musa, su inspiración. Y el lindo bebé, aunque por costumbre seguía riendo, sentíase muy satisfecha en su interior de ser musa de alguien, honor que jamás alcanzaría su hermana Concha. La consideración de hacerse superior a su hermana era lo que más la empujaba a decir que sí. Además, un novio no se presenta a cada instante, y aunque existe el inconveniente de que ella era hija de un doctor famoso—según afirmaba la mamá—, y los padres de Andresito eran unos ordinarios—también según doña Manuela—, confiaba que, con el tiempo, la brillante posición que se proponía conquistar el chico lo allanaría todo.
Y cuando con más calor hablaba Andresito de sus tormentos amorosos, la niña le interrumpió, diciéndole con su tonillo bromista, como quien accede a tomar parte en un juego:
—Bueno; seremos novios... pero ¡por Dios! que nada sepa la mamá.