Arturo Trailles
Desde el islote del lago, arborecido por un seto de palmeras, divisábase la inmensa mata de vegetación, que de los altos bordes parecía despeñarse sobre las hondas aguas.
El verde oscuro de magnolias y eucaliptus, alternaba con el claro y risueño de otras plantas y otros árboles. Así espesaban el aire aquí y le sutilizaban allá; y á una nube bogadora se la creía ya cerca del verde oscuro, como alejándose serena del verde claro.
Arturo Trailles, con la agilidad que infunde el baño, después de la noche, con el placer del cuerpo que se siente dueño de sí mismo, observaba esos efectos, distraido y alegre.
Encendió un cigarrillo; desvió los ojos y se entretuvo en agradables vagabundeos... La columna de agua de la gruta, lanzada con ímpetu, cayó con estruendo sobre las rocas.... Estrofas del Enoch Arden salieron de unos labios á confundirse con los insectos, que iban y venían entre las palmeras. Las plantas acuáticas, como para escuchar, erguían sus fibrosas conchas sobre los flexibles pedúnculos; los seibos se inclinaban con cierto pesar silencioso, esmaltados por sus flores de sangre.
Interrumpiendo la recitación, se preguntó Arturo: — ¿porqué digo estrofas de Tennyson? ¿Hay por ventura olas que evoquen el navío náufrago?
Entre las emanaciones del agua de la gruta, cruzaron reminiscencias de unas páginas de Taine. Así, Arturo, en vez de evocar al poeta, por el recuerdo de los parques que el maestro francés describe, le evocaba, al parecer, espontáneamente, como si una fuerza antigua no le hubiera puesto en su alma, fundido con esas perspectivas. Y pensó: — Oh! poder que descubres las más sutiles y secretas relaciones: ¿porqué naciste también en mí, si habías de morir sin forma?
Pero estaba alegre: no quería reflexiones, y se puso á observar los bordes del lago. ¿Con qué podía aún embellecerle?
Las plantas de la pasión, en sus frutos colgantes de rubí, prometían la flor del símbolo con sus clavos y corona; las hiedras trepaban por un puente y se dejaban caer hasta tocar el agua, frente á sauces á un tiempo melancólicos y verdes, como las nostalgias de la juventud soñadora.
Entre vegetaciones enanas, surgían después bocetos de monstruos tallados en rústica piedra; petrificaciones de árboles rotos como heridos por el rayo; serpientes, á trechos ocultas, con escamas de conchas marinas. Aquí crecían cactus con macizas esponjas erizadas de garfios; sobre ellos, setos con floraciones azules de cielo claro; más allá espinillos, que hacían de las figuras sombras, al tamizarlas entre el humo de sus leves fibras.
El cristal movible atrajo los ojos de Arturo. Volvió, sin querer, á reflexionar en cosas que le incomodaban: ah! las ideas brillantes en el espíritu, pierden sus rasgos sutiles al enredarse en los puntos de la pluma. Y le metía en esa amargura del pesar, la visión de un pájaro volante, que en las entrañas del lago se hundía vertiginosa y se movía como palpable, esfumándose como sombra al tocar la superficie.
Dejó el borde y echó á andar por un camino. Las florecillas de los ligustros, exhalaban el resinoso, penetrante olor de su singular incienso, consumido al sol como en fuego.
A la derecha, despedía un invernáculo el vivo, blanco reflejo de su vidriera lechosa. Y entre verduras claras y grises, salpicadas á las veces, como con brillos de platina de mesa; las estatuas de mujeres mitológicas, llevaban racimos de uvas, flores recien abiertas, primicias del año, hacia un punto distante, lleno de robusta y perenne alegría... Desde un montículo se divisaba un llanito. La capa densa, polvorosa, de su primer término, hacía pensar en la playa de un mar luminoso que ciñese al jardín como á una isla.
Vio Arturo al pie de la verja un grupo de gente, y se dirigió á la calle. Alzó los ojos, y la alegría del color, estallante en la atmósfera como una risa de la luz, le inundó el alma de un anhelo de otro tiempo.
Cuando tras días en que el polvo asfixia bajo el cielo de fuego, y noches en que las estrellas parecen empañadas por el calor que sube, llueve; la naturaleza se lava, y surge fresca, rejuvenecida, casi retozona. Entonces el joven, en el transporte de su alma embebida en los colores, deseaba ser ave, volar de rama en rama y mirar como suyo el espacio.
Y al sentir ahora la sensación de entonces, derramósele por los sentidos savia penetrante, con una esperanza vaga, pero fuerte, de un bienestar inmediato que daba á los repiques de un templo vecino, las vibraciones de un canto de pascua.
Al pie de la reja, sonaba un aire del «Carnaval de Venecia.» La música salía del organito, débil en sus giros. Arturo percibió en el aire con adorables reminiscencias, un perfume de antiguas rosas.
El bohemio, de mirada estúpida y movimientos automáticos de hombre que envejece en lo mismo, salió de su apatía, pegando á la mona con un látigo. El animal hizo un gesto, y su pelleja se estremeció hasta los negros círculos de sus ojitos chispeantes, y el asqueroso color rosa de los pliegues de sus orejas. Vestido de rojo, tocado por una gorra azul desteñida, que constelaban cuentas sin brillo, se puso á danzar, barriendo con grasienta escoba, y había dolor en su mueca que provocaba regocijo.
Los muchachos acudían y en círculo le formaban escenario.
Cada salto, cada gesto, cada escorzo del cuerpo, arrancaba el aplauso de la infantil mosquetería.
Arturo cambió la escena, y vió á otra mona danzando frente al jardín sobre el mosaico de un patio. Él reía con otros niños, bajo los ojos de la abuela olvidada, con las risas de sus congojas. Y la antigua quinta paterna, con su frondosa vegetación, se alzó en su memoria animada y viviente.
Todo lo de ella fué barrido. Se trazaron líneas concebidas, el césped brotó reglamentado, invernáculos de persianas verdes se elevaron frente á bosquecillos geométricos, y el lago recién construido se animó con la hermosura del agua. Algunos árboles viejos, desde el último término, miraban como un triste orgullo á la flora inmigrante en tierra bien propia. La casa solariega, de severo continente cayó también bajo el pico, y se alzó el castillejo juvenil y gracioso. Los viejos de la familia habían precedido á los primitivos árboles, y los niños les siguieron. Pasaron por el nuevo hogar sin tener tiempo de amarlo, ¡Qué no diera Arturo por verlo ahora, con todos sus vericuetos, todas sus piedras, todos sus nidos, ante las memorias infantiles que preguntaban por sus cosas.
Un grito del bohemio le trajo á la escena; los muchachos le habían enardecido con aplausos, y la mona miraba al propietario como diciéndole: — yo también sufro. Buscó Arturo una moneda, cesó la danza, y el último acorde del engranaje, se escapó como un ¡ay! angustioso.
El aire del «Carnaval de Venecia» quedó en el espíritu de Trailles sonando á instantes como un rittornello melancólico.
Mecido por el recuerdo de esa música, volvió á pensar en la vieja quinta. Entre sus marañas había vibrado en él ese primer caos de un mundo ensoñador que ni sospecha la forma.
Cervantes y Shakespeare, leídos en el bosque, dilataron con luz su horizonte y empezaron á dar á todo un nuevo sentido. Sintió que amaba el espíritu de cosas nunca vistas, y que su fantasía se poblaba de anhelos irrealizables. Y había en eso la ventura de sentirse algo, con los impulsos de una alma que despierta. ¡Cómo imaginar que en tanto juego inocente, en tanta encantadora lectura, se anidaba el germen recóndito, capaz de envenenar por siempre su alegría?
Cuando, después de hombre, entró también en su alma la piqueta demoledora; cuando el análisis, con todas las angustias de la vida intelectual, le trazó nuevas líneas; ¡con qué cariño recordó el antiguo bosque, lleno como él entonces, de inconscientes savias, murmurios y aleteos!
A los veinte años tuvo un rapto de embriaguez que le alejó de sus estudios. Amó á las mujeres con frenesí, sin darse cuenta que las amaba porque eran una forma artística; y se entregó al mundo galante, olvidando que una vocación sin trabajo, degenera en una alma sin cuerpo.
Sintió con singular intensidad todas las fruslerías sociales, todos los devaneos juveniles, y el halagador ambiente que le rodeaba. Era uno de esos temperamentos en que un rayo de luz produce un poema, como en la cámara oscura pinta un paisaje. El acorde de un vals, un manto de baile, de mujer, una flor marchita, una flor nueva: cualquier cosa con un poco de color, de perfume, animábala vibrante con exquisito encanto.
Su existencia disipada, iba matando así al artista productor. Vivía feliz con su fortuna, durmiendo sobre el soplo espiritual de su charla. De pronto se derrumbó su casa, y se quedó solo en el mundo.
Ah! entonces ¡cómo la pena cegó lo que soñaba perenne fuente de alegría, y cómo ahondó en su naturaleza que pudo decir bajo su garra: —empiezo á saber! Exagerado en todo lo que sentía: en sus amores como en sus odios, en su críticas como en sus aplausos, en sus regocijos como en sus tedios, y siempre cediendo á los nervios que le envolvían y le dominaban, el dolor tuvo en él tierra fértil y le lanzó á un abismo de desolación angustiosa. De allí á un paso la misantropía. Varios amigos le sacaron de la cueva y le metieron en plena lucha política.
Aquello era un mundo soñado á través de ideales y derechos, envuelto en luz de moral hermosura; y la realidad fué tormento del poeta. No quería ni recordar sus aventuras electorales, en que hasta las formas de sus discursos populacheros le eran repugnantes. Inquietudes, pérdida de amigos, desilusiones, cosecha de insultos para varios años, todo eso vino á mezclarse á la amargura de sus días.
Los placeres no encontraron en su carne fuerte carne. Las mujeres duraban para él lo que el deseo; y eran al fin una realidad inferior también á sus concepciones voluptuosas. De las orgías acabó por sacar una repugnancia de sí mismo, tan invencible como fuerte.
Se entregó á leer con afán, recorriendo vastas heredades: volvió como el hijo pródigo á la casa abandonada. Todo era para él sustancia de impresión artística, desde el sano perfume de Teócrito, y los límpidos cielos de Horacio, hasta la voz estremecedora de Baudelaire y sus filtros angustiosos. Recorría así el arte, con penetrante y extraordinaria ductilidad, haciendo la delicia del que le escuchaba de vuelta de sus viajes. Pero había llegado el momento de comprender que era alguien y se debía al trabajo. Conversaba de un modo admirable y sentía la angustia de haber vivido los años como un frasco de perfume, evaporándose en el aire. Sus artículos, esparcidos en diarios y revistas, ¿no eran la promesa de un fuerte escritor? Y sus primeros versos ¿no anunciaban un poeta, nuevo en América por la índole de su inspiración?
Empezaron los análisis de su complicada naturaleza para reducir á formas sus sensaciones. Entonces el pesar con que recordó sus ensayos llenos de facilidad, hoy que empezaba por no dominar su lengua. Concebía un arte encantador y fuerte, pero sembrado de dificultades, en la madurez de un talento que era al propio tiempo el de un principiante.
Le desesperaba no escribir maravillosamente lo pensado, y sentía hasta no poder aprisionar en los cendales del verso los imposibles de su sensibilidad enfermiza: misteriosas palpitaciones, sugestivas vaguedades, enternecimientos sin causa, esfumados contornos, impenetrables esencias. Vivía encadenado á la tierra por el perfume, el calor, el sonido, infundiendo nueva vida á las cosas, como si las creara aun más bellas, en un viril rejuvenecimiento; y de sus dedos se escapaba todo, en el análisis y en la forma. Esto era un martirio en fuente de ocultos pesares. Y en la lucha que giraba entre el abatimiento extremo y el gozo repentino, cayó la melancolía sobre su espíritu, como un cariñoso velo hospitalario....
Así pasó ante sus ojos, una vez más, desordenadamente, lo que el creía todo un drama.
De pronto sonrió: dos ideas fúlgidas, le abrieron un horizonte y le alegraron. Ya le tenéis olvidado de todo, en un instante, para clavar su mente en una concepción. Apresuró el paso, camino de su estudio, y murmuró en voz baja: — para mi libro de sensaciones.
Sensaciones de una vida, libro en prosa y verso, que nunca llegaría á publicarse, era una serie de cuadros, de escenas, de pensamientos sueltos, que tenían allá, en el fondo, la unidad que al pronto no aparecía en el conjunto. Su autor, novel á pesar de sus cuarenta y cinco años, quería hasta no poner cerca ni palabras parecidas, con una idea de perfección imposible para los mismos maestros del idioma. A veces, leyendo una estrofa la oía con deleite, y después, en otro rato, la hallaba detestable. Y el libro, en fin, podía hacer pensar, á cualquier espíritu experto, en un escritor malogrado.
Abrió Arturo la ventana á la luz matinal, que puso sus pensamientos en cada volumen, en cada cacharro. El gabinete, con su lujo severo, presidido por un mármol de Diana, hablaba de los gustos de su dueño.
La mesa invitaba, y Arturo se sentó. Salieron de los cajones cuartillas limpias y otras plagadas de garabatos de tinta. Podía leerse en ellas, con el sentido de las estrofas, la nerviosidad de una mano que no obedece, el terrible trabajo de un giro, diez veces hecho, que busca elasticidad, fuerza ó gracia, y muere al fin estrangulado ó fugitivo.
— Veamos —exclamó— cuáles están más blancas.
Leyó las escritas y alzó los ojos. Un grupo de gitanos en una pandereta, reía de los bailes de un payaso. Los gitanos y el mismo payaso parecían reírse de sus versos.
— Ya veréis —dijo él, rompiendo las cuartillas.
Hoy es otro día ¿no es cierto?
La pregunta iba dirigida á un árabe, de manto azul y albornoz blanco, que oraba en actitud hierática y difícil. Era la imagen de la fé y la paciencia. — «He ahí el artista!» — pudo exclamar una voz misteriosa, como sonando desde el tiempo perdido.
Arturo alineó las cuartillas y cogió la pluma.
— ¿Se puede?
— Adelante.
— Señorito, un parte.
Era una esquela en verdad.
«Te esperamos á almorzar, gran oso. Rosa en la cama, hace quince días»
Pues señor, no hay versos. ¿Que tendrá esta muchacha?
Tres semanas antes, por un periódico, había sabido la vuelta de su tía, sin sospechar enfermos, lo que no atenuaba su poco gentil diligencia. Pidió el coche, y se puso á trabajar de nuevo sobre las dos ideas.
El soneto no pudo salir. El buen Domingo comprendió que su amo no estaba de bromas, y le ayudó á vestir en silencio.
El coche traspuso las verjas del parque. El castillejo, visto desde la calle, con sus torres esbeltas, parecía un altar de la mañana. El parque le rendía homenaje y una nube de algodón lo coronaba con incienso.
Las ruedas del coche removieron el colchón de polvo; la calle se llenó de una ola de tierra sofocante, que adquiría tonos de oro, en los hachazos de sol, que descargaban las hendiduras de los árboles. Levantó Arturo los cristales y cerró los ojos en el ambiente convertido en horno.
Cuando el coche retembló en la curva del camino real, abrió los vidrios, y huyendo de toda idea, respiró con delicia. A derecha é izquierda empezaron á desfilar casitas de las con patio y parra; elegantes construcciones reflejadas sobre el cielo con líneas de decoración de teatro; chalets de ladrillos rojos, secos como ingleses mal humorados; aristocráticos parques y plebeyas quintas; y el sol en las nubes blancas y en las rejas de colores sordos, en las aéreas torres y en los techos bajos, en las sandías y en las orquídeas, brillaba como un monarca glorioso, practicando doctrinas de Cristo.
Sobre el paisaje estival se puso á meditar Arturo. El verano era ahora su mejor tiempo; con la vida alegre que fermentaba, su espíritu se abría á los consuelos de la quimera. Como en ese mismo día, frente al lago, transportes no siempre con sentido, le hacían olvidar lo pasado, no pensar en lo porvenir, y pisar un instante pasajero, como si fuera de gozo definitivo. Necesitaba de la luz exuberante del cuadro, para moverse alegre. El calor le daba impulsos, alejando males del cuerpo que tanto influían en su espíritu. El invierno era una amenaza. Oh! si pudiera clavar sus jardines, inmóviles, frente al sol, en un perpetuo estío, altos sobre la tierra que pasaría allá abajo blanca de nieve!
En otros años veía con placer que las sombras de los árboles se hacían más leves en los lienzos de las veredas; que los verdes perdían vigor y el amarillo enfermo se les filtraba como un jugo. El otoño decía: —héme aquí.
Y el rocío evaporado tejía en las mañanas un velo luminoso á los jardines; y el azul en recortes límpidos á través de los juegos del ramaje, hacía pensar en espíritus amados de la paz seráfica. Los crepúsculos, inmensamente melancólicos, le rozaban con cierta dulce, voluptuosa ternura, como que el dolor era para él un cuento de libros.
El otoño significaba la vuelta á la ciudad. ¡Ya la veía como un paisaje deslumbrante de luz artificial, en que el abandono de la vida arrastrada entre fiestas, llegaba á la embriaguez del regocijo! En los clubs y en los teatros hallaría una nueva juventud suya, como si no fuese la misma del estío, y hubiese estado en esos ambientes esperándole guardada. ¡Con qué gozo vería la primera mujer abrigada con sus pieles de invierno! Era como una golondrina de las fiestas galantes y de las intimidades encantadoras en las penunbras de lámparas de ensueño.
Después, cuando el hastío empezaba á sentirse, los días se estiraban y Agosto traía alientos nuevos. Un domingo amanecía tibio, y el torrente de coches de Palermo, rozaba la procesión de las familias, cargadas de ramos de aromas. Oh! las flores amarillas, viviente galanura de los cercos! Ellas anunciaban los trajes claros, el advenimiento de la reina de Septiembre, el despertar de la tierra endurecida, en esa peregrinación hasta el cuarto de la obrera, que esperaría otro domingo de sol para renovarlas.
De los ojos de Arturo se desprendió, triste, una mirada llena de cariño, como si quisiera acariciar esas memorias. Entonces, —pensó:— todas las estaciones eran buenas, como que yo mismo las hacía con el sol; ahora, de ese invierno que despojará estos árboles y despoblará estas quintas, beberé... y evocó un cuadro ya sentido.
Cuando las luces se encienden sobre el oeste aun vibrante, con transparencias que dan la sensación de espíritus lúcidos en penosa agonía; cuando las agujas y veletas, animadas con violentos perfiles, hieren el acerado frío del aire; y entre las vidrieras luminosas, el bullicio del trabajo que termina y la marea de coches que vuelven del parque, se aspiran violetas en sus lechos de jacintos, como si fuera su perfume el aire espiritualizado del invierno: él ya no sentía la fiebre de la noche, que llega con sus fiestas, sino el intenso dolor de no dejar adherido algo suyo, con vida que le reviviese, á las cosas que quedan cuando el hombre pasa. Y comprendiendo que su huella iba, por fin, á ser como la estela que imprimía en el vidrio callejero que le reflejaba al pasar, sentía, cuando no tristezas, una rabia sorda contra la multitud brujuleante que le envolvía y arrastraba, ó envidia á los humildes laboriosos, esperados en hogares llenos de voces infantiles.
El coche había andado como su imaginación; estaba en la Avenida. Los plátanos sombreaban las veredas, echando frescura sobre el calor picante que vertían las piedras. Un momento después, descendía al pie de una escalinata de mármol.
Oyó á sus espaldas un murmurio, dos ó tres risas, y al dar vuelta, una sombrilla le llamaba:
— ¿A dónde, caballero?
Arturo oyó la voz de su tía. Respondió alegremente, pero ella le lanzó un: ¿qué es de tu vida? — que significaba: Rosa casi se ha muerto, y tú en la luna. — ¿Qué pasa?
— En fin, ya está bien; la operaron el lunes y hoy se levanta.
— Ya veo que es una nonada... No tuvo tiempo de añadir más; dos rumorosas risas estallaron en la glorieta. La vieja, como quien toca el resorte de una caja, gritó: ¡muchachas! y cinturas finas, bocas rojas, ojos rientes, salieron al jardín que las recibió con alegría.
— ¡Qué galante caballero!
— Oh! tiernísimo poeta.
— Oh! pariente cariñoso.
La explosión amenazaba no tener fin, cuando un nuevo personaje aquietó la tempestad.
Lo mejor de su indumentaria, —aun poniendo la caja en bandolera, el gorro, especie de pera, en la arborescencia del pelo, y el pantalón, adherido, como camisa mojada, á las piernas, —era su jaquet de terciopelo verde, con tres dedos de faldones.
— Vienes á tiempo —exclamó la tía— este hombre acaba de sacar al tigre (cosas de tu tío, que sigue con la manía de los caballos), y á éstas se les ha puesto retratarse; entrarás en el grupo.
Arturo, que se sentía más viejo entre aquella juventud, pensó en los grupos que tenía en su casa. Eran de paseos estivales, en los puntos de baños, bajo las ramas de cenadores, á orillas de un arroyo, al pie de sierras... Pensó en esas pruebas que no tienen la rigidez de personas que se retratan, sino el hálito de la vida risueña del instante. Se veía en ellas con su cara juvenil, con una copa en la mano, con una sonrisa en los labios... Ah! si se pudiera detener uno mismo, como el detalle en una placa. Pero el tiempo pone también en esos pedazos de vida que flotan sobre el olvido, un tinte de hojas de otoño por caer. Y cuan lastimosas resultan así, sonrisas estereotipadas hace veinte años!... Arturo, huyendo de sus ideas, prestó atención al fotógrafo.
— Pardon.
— ¿Cómo desea colocarnos?
— Pardon.... tengo que explicar. Madame haciendo bien un honor á mí y á mi arte, me dice fotografíenos Vd. Pero yo no tengo para hacer nubes sin vapor; yo me expreso mal, señoritas, estrellas sin luz.
Puso aquí el hombre una galante sonrisa, y, por final, declaró que no tenía negativos.
Las niñas se retiraron disgustadas, y el artista dando unos pasos misteriosos en torno de la glorieta, hizo un ademán que significaba.
— Qué fondo para grupo!
Arturo pensó, sonriendo: ¡Que tu caja permanezca siempre firme en bandolera, que el jaquet no sea renovado nunca, y sigas hoy como ayer, y mañana como hoy, retratando gentes que sepan apreciarte!
El comedor hablaba de las fiestas de los inviernos. Sus cosas habían sido sorprendidas én plena somnolencia de estío.
Empezó el almuerzo con la conversación del día; era víspera de carnestolendas. Las muchachas charlataneaban como chispeantes surtidores de agua. Arturo se entregó con reservas á la gentil compañía, aunque le trataban como á buen amigo, poniendo en las bromas sobre sus brusquedades, cierto simpático encanto.
Presidía la charla un gobelino que era un trozo de aldea. Se veían zampoñeros bajo los olmos, viejos en rústicos bancos, y á la gente moza danzando, quizá en el día del patrono.
Sobre un caballete de filetes de oro, un pierrot alzaba la copa, en lienzo de ilustre firma. La inmensa estufa artesonada, hacía pensar en la lectura de leyendas medievales.
Todas aquellas cosas habían visto á Arturo con sus bríos juveniles. Su generación había dejado en ese ambiente lo mejor de su gracia, entre el enjambre bullicioso de mujeres ya dispersas. Y ante la nueva juventud de las amigas de Rosa, triunfal en el viejo comedor, sentía rencores, como si fuera su florecimiento la causa de su decadencia.
Dejó pronto su actitud, pues las bromas subían de punto, y además derramaban sobre él algo como un fresco rocío.
La charla cayó sobre pretendientes; las niñas ponderaron á alguno con talento. Arturo sintió extraña impresión, y con sorda, desesperante angustia, se lanzó en amargas filosofías. La rueda estaba atenta; se sintió halagado; y con asombro de su tía, el antiguo conversadorista apareció en las formas de decir. Cambió de temas, relató aventuras, sintió el calor interno que pone en los labios las palabras ágiles, y fué lo que había sido, un kaleidoscopio, movido espontáneamente por la elocuencia, el color y la gracia...
El café se sirvió, y las niñas se levantaron.
— Ah! si fuera joven! —dijo una de ellas en voz baja, y la vieja le respondió en el mismo tono:
— Si te oyera, le darías un gran gusto, pues solo ha conversado para que penséis eso.
Lo conversación se encendía en torno de la convaleciente. Arturo daba bromas á su tía por la exageración con que relataba la enfermedad de la nieta. El joven marido de Rosa, sonreía.
El cuarto, con su mobiliario Luis XV, era uno de esos marcos que invitan á que se muevan con gracia las figuras vivientes. Rosa, tendida en un canapé, estaba adorable; la vuelta de la salud con un fluido misterioso, dulcificaba el fino perfil de sus suaves facciones.
Pero más que ella, y todo el grupo, atraía la curiosidad de Arturo la última criatura llegada después del almuerzo.
— ¿Te acuerdas? —le había dicho su tía— ¡Se llama también Laura!
¿Si se acordaba?... Olvidarse de la madre de aquella niña, era olvidar su juventud!
Las muchachas cuchichearon un instante; después le atacaron en coro:
— Recítenos algo.
— ¿Algo en francés?
— Nó; que sea suyo.
— Diré la traducción de un poema ajeno.
Lanzó el primer verso.
Era la historia de una muchacha del arrabal; la historia de la pálida. Él es casi un niño: tiene diez y seis años, y hace versos. Ella le vé inclinado sobre la mesa, á todas horas, desde la casa de enfrente, donde cose noche y día. El rumor de Paris llega al barrio, preñado de incertidumbres y esperanzas. El niño conquistador trabaja, con la cabeza llena de fiebre: los buenos versos tienen alas, y después de unos años sus versos vuelan. Paris le recibe y le saluda. La muchacha sigue cosiendo, mira aquel cuarto vacío, y asoma á sus ojos una lágrima.
Después de mucho tiempo, pasea el poeta, con amigos célebres, bajo los plátanos del Luxemburgo. Entre los pájaros y los niños felices, van los artistas, porque algo tienen de niños y de pájaros. Una cabecita rubia, que brilla al sol, se mete entre las piernas del poeta, y el poeta la detiene y pone un beso en aquel nido de oro.
La mujer que cuida al niño, besa al instante el punto besado por el artista; y es la pálida muchacha del arrabal, que hurta así su primero y último beso de amor....
Todas las melancolías de Arturo, vibraron en su acento, diciendo los últimos versos como con voz pasada por el llanto. No lo requería así el poema por sus formas, pero si por el manantial oculto de tristeza que corría en la pasión de la ignorada amante.
Las niñas callaron impresionadas.
— Cómo has adelantado, muchacho! — exclamó la tía. — Tiempo ha tenido el muchacho —contestó sonriendo Arturo— es lo único que hago de bien. Cuando tenía veinte y cinco años, era mi voz hermosa y no la sabía manejar, hoy sé decir las cosas y la voz decrece. Gracias de la vejez... tontas habilidades... Las palabras pasan más ligeras que la emoción... Siempre he tenido por los buenos actores una mezcla de lástima y simpatía.
Llegaba la hora de partir para las niñas que vivían en el Tigre. Se sirvió el té, ese té en torno de una mesita portátil, que las mujeres sirven con tanta gracia. Es un instante comunicativo. El diapasón de la charla crece, el ruido de las cucharillas parece entusiasmar las lenguas, y nunca critican con más amor que aspirando el aroma de las tazas.
Arturo observaba sin cesar á Laura. Cuando después de años se llega á un lugar predilecto, se evoca el pasado como si manara de una fuente cariñosa. Miró á la niña con curiosidad primero, después con ternura, por fin con dolor.
La madre de ésta había sido una mimada del encanto. Eligió entre sus pretendientes á Arturo, y el poeta que amaba á las mujeres entonces como á las puestas de sol ó á otra cosa bella, la dejó un día, sin más argumento que su horror al matrimonio.
Ella se casó después con un bello mozo que debía cauterizar su herida, y Arturo sintió renacer violenta la inclinación antigua.
Todo fué inútil; pues si aun sentía la mujer algo al verle, desterró para siempre toda idea de culpa, al sentirse madre.
En el alumbramiento de una niña, murió. Había infundido á la criatura toda su savia, y la dejaba, como un recuerdo viviente, á la sociedad que tanto había amado...
Laura, en ciertos instantes, parecía que iba á hablar con la voz de la muerta. Luego en un detalle, en un ademán, en una frase, la hacía renacer vivaz y esfumada.
Le había heredado el rostro, pero con tonos más calientes aún; era el mismo crepúsculo con fulgor intenso de vida. Usaba su peinado que rozaba la frente, y caía sobre las sienes con la voluptuosidad de una mano que acaricia una piel suave. Sus hoyuelos habían perdido en la herencia gracia sonriente, pero en cambio sus labios prometían besos más apasionados.
Arturo la miraba y la oía, como si se hubiese dormido entre lo pasado y lo actual, y despertara de un mal sueño frente á la realidad consoladora. Pero ese consuelo se transformaba en tan punzante angustia, que podía á un tiempo reir y llorar.
— ¿En qué piensas? — le preguntó la señora, entre el bullicio del partir de los visitantes.
— En que si la madre de esta niña era ya una bella página, el tiempo ha corregido en la hija algunas faltas de ortografía.
Laura que lo oyó, abandonando el tono con que contribuía á la algazara, se volvió hacia él, con afectuoso interés:
— ¿La conoció Vd. señor?
Cuando Arturo vió salir á todas, creyó que su juventud vuelta á nacer, se iba por la puerta, vestida de colores claros. Laura, que se quedaba, entonó en el cuarto vecino las estancias á Ninón, y un tumulto de voces que subió del jardín ahogó el canto de Musset.
Arturo salió al balcón; los peones se divertían con las bombas de riego. Entre el bullicio y los chorros de agua, saltaba un gigante, alegre como un niño.
Laura, atraída por el animado cuadro, se acercó al poeta, y hermosa, fresca, le envolvió en un efluvio de vida penetrante.
Él dijo algo que ella no oyó ó no quiso oir, como que no le interesaba. El sol, bastante inclinado, doraba los jardines vecinos, los techos, las fachadas, como á las piezas de un opulento mosaico.
De pronto dos jugadores rodaron; la risa unánime fué un estampido; — ¡bestias! murmuró Arturo, y Laura lanzó una carcajada. Vibrante, cristalina, juvenil, sonó como á través de veinte años, sacudiendo el alma del poeta.
— Ah! exclamó— cómo reís! es un alegre recuerdo que pasa por sobre mí como por una ruina...
Ella le miró sin comprenderle, impresionada instantáneamente por la sombra de aquel rostro, que bajo el pelo gris, reñía con dos ascuas... Y él, sin añadir más, se envolvió en el silencio de una tristeza profunda.
El jardín fué despejado. La alegría del juego quedó flotante en el aire, como disuelta en luz. Adelantaba sobre el parquecito una sombra llena de frescura; los jazmines se deshacían en fragancia. Pintorescos surtidores lanzaron agua, y las plantas, henchidas de placer, con los poros abiertos, parecieron llorar diamantes. El aliento de los céspedes húmedos, ascendió con lánguida vibración voluptuosa. Y Laura, aspirando todo con las alitas de la nariz abiertas, anegada por una onda de promesas, de alegrías, de contenidos transportes, murmuró, como si hablara al aire y estuviese sola: — Mañana carnaval...
La calle estaba animadísima con el movimiento de las tardes en vísperas de las grandes fiestas. Los letreros anunciando pomos de marcas en competencia; las caretas, mezcladas á los disfraces, con sus gestos mudos, en puertas y vidrieras; prestaban color á un ambiente saturado por el aliento de las peluquerías.
Arturo, que caminaba presuroso, se sintió detenido.
— ¡Pero hombre! ¿Desde cuándo por acá?
— ¿Desde cuándo? Si estoy en la quinta!
— Como quien dice en frente; cualquiera va á incomodarte entre tus flores y tus...
— Bah! bah!... adiós. Quiso cortar de un golpe, pero no pudo.
— Ahora no te largo. ¿Adónde vas?
— Huyendo de las fiestas que empiezan.
— Pues ven, antes de comer, á las fiestas que acaban.
Arturo se resignó á una invitación que le incomodaba, pues en andar con su amargura á solas, sentía á veces una voluptuosidad del espíritu. Siguió á su amigo y penetró á una casa, donde en la noche antes había habido un baile. — Voy á dar unas órdenes; la comisión me ha echado el peso; espérame.
Arturo se sentó en el hall. Por aquel ambiente había cruzado el regocijo en horas brillantes; y las cosas parecían cansadas, rendidas por el afán del goce satisfecho.
Se oia á lo lejos el gritar de los mozos de cordel que bajaban los cuadros; una turca en su diván, parecía estremecerse bajo el aliento del fornido mocetón que la llevaba.
Sobre una maceta cubierta de marchitos musgos, se erguía una palmera que al curvar un brazo, acariciaba un busto de mármol. La mujer, por el chal ceñido, dejaba salir uno de sus redondos senos, y vivía como envuelta en una misteriosa somnolencia de hastío. A su lado, un foco de luz, roto, exhalaba la profunda melancolía de las cosas estériles. A la izquierda, un ángel de bronce tocaba el violín, y al reflejarse en un espejo, se le veía volar por sobre su marco de plantas de estufa. De aquel centro partían las guirnaldas, serpeando por las paredes. Y estaban las hojas tan mustias, y las flores tan ajadas, y caían los tapices de los voladizos de tal modo que era imposible que el ángel no deseara, angustiado, dejar la tierra. Todas las cosas miraban á Arturo, como interrogantes, y como pidiendo la voz que les faltaba para contar de una vez sus tristezas. El amigo, que volvía sin ser visto, de adentro, se detuvo en el dintel y oyó con asombro exclamar al poeta:
— ¿Qué me preguntáis á mí? Yo soy también una cosa!
— ¿Cómo lo supo Vd?
La frase debía ser de gran importancia, capaz del beneficio de un consuelo, porque era la quinta vez que le preguntaban:
— ¿Cómo lo supo Vd?
Y Arturo volvía á referir que el intendente del club le había dicho en la escalera del comedor:
— Conque se fué don Mariano!...
Frente á los foto-grabados de la pared del vestíbulo, un señor grave preguntaba á un cincuentón de rostro lampiño.
— Te acuerdas?
— Los tenía en el estudio.
— Hace la friolera de veinte y cinco años.
— ¡Cómo se va el tiempo!
Una racha de aire del jardinito, se coló por la puerta de la galería de cristales. Así se anunciaba todo nuevo visitante que venía á cumplir con los deudos y á fumar un cigarro en la casa del muerto. Pasó por entre los grupos una señora, con ese aire de importancia satisfecha que toman algunas gentes, si tienen intimidad con los del duelo.
— La que nunca falta —murmuró Arturo. Dos minutos después, la veía sin gorra, metiéndose en todo lo que no le importaba; dando órdenes y contra-órdenes, feliz como un pájaro que canta en un árbol verde.
— Huyamos! — exclamo el poeta escurriendo el bulto.
— No es aquél Trailles?
Y era en efecto Arturo el que se metía en el comedor, y causa de su huida el que así interrogaba, con voz de hombre práctico que la economiza al principio.
El comedor se animaba con los preparativos del té. Varias sobrinas del muerto comentaban, con rostros apenados, lo horroroso de una muerte repentina. Hubo un silencio:
— ¿A quién le mandaremos el coche?
— Yo había pensado ya en lo mismo.
Como todos lo habían pensado, les fué fácil resolver que á las de Lupo.
— Una buena ohva del pobre: por él tendrán coche y corso esas muchachas.
La reflexión pareció enternecerlas:
— Me parece que le oigo el hipo...
— Niñas, á tomar el té.
Apenas se oyó la órden, confundida al masage de espaldas que daba á un viejo un recién llegado. Arturo no tenía que mirar para saber quién manejaba la tetera. Es esta una amable institucción que conforta los estómagos que padecen por los dolores del alma. Y allí estaba ella, la única de afuera que entraba al cuarto de los doloridos y cumpliendo con ese número del programa, fuente de íntima y suave voluptuosidad, con su discreción impecable, con su sonrisa triste.
— A Vd.... con leche... más azúcar... diga hasta cuándo.
Cualquiera de esos detalles salía de su boca como un soplo tierno, con una sensación difícil de explicar, pero que la llevaba á ser cariñosa con los que eran de su gremio, es decir, con los que aun vivían y podían contestarle:
— Así claro.... basta.... un terrón más.
— Ah! —pensó Arturo: — cuesta acostumbrarse á que los muertos bajen al sepulcro, como pasajeros de tren entre la indiferencia de los que siguen. Recordó la impresión de respeto que le producía en otro tiempo el aparato de la muerte, y cómo en la sobreexcitación morbosa de la media noche, cuando el espíritu se hace leve, sutil, penetrante, conversaba con los cadáveres sin pensamiento, reviviéndolos con el suyo. Después, en otros casos había sentido el dolor que desgarra fibras enterradas en los cajones, con los escapularios piadosos, con las flores empapadas en llanto.
Había pisado el mundo con una idea tan hermosa del sentimiento, que lo quería sin un solo resquicio hipócrita, vibrante como un vaso de cristal que con la más leve rasgadura pierde la pureza del timbre.
Y hoy porque se hubiese embotado su sensibilidad en su propia amargura, ó porque el egoismo de la vida le contaminara, asistía con cultura, pero sin respeto, al drama consabido.
Y hasta sentía vergüenza de haber, con cara compungida, preguntado más de una vez á un amigo:
— ¿Cómo ha sido ésto?
Y mientras el relato llovía triste, y él lo escuchaba con atención dolorosa, su pensamiento andaba muy lejos, bañado por un sol alegre.
Le sacó de su monólogo una vieja que llevaba una corona. La conducía en alto, como una bandera de victoria.
— ¡Cómo le incomodaban estas cosas! —exclamó, suspirando, probablemente con la amargura de tener que contrariar al muerto.
Las niñas se avalanzaron sobre la tarjeta; y sonó un nombre.
— Qué linda, che!
— Compárala con la de aquel que te dije. «El que te dije» era un ricacho que había enviado una corona de poco precio. Arturo se salió á la galería y en la puerta le tomó un amigo:
— ¿Has visto? ¡Pobre Mariano!
Y lo decía, largo de cara, triste de ojos, con el acento con que se dice: — ¡qué desgracia! y es la desgracia que un ferro-carril ha muerto á un hombre en Australia.
— He visto —murmuró Arturo, y entró al salón. Las paredes, tapizadas de luto, se bebían el reflejo de los cirios. La vista de Trailles se fué acostumbrando á la penumbra llena del silencio de la muerte. Al pie del túmulo se apilaban coronas de marchitos jazmines, de biscuit blanco como de azúcar, de bordaduras negras, con aspecto de labores de monja.
Un sirviente, con tímido paso, se acercaba al ataúd. Tenía que tocar las coronas para mirar al muerto, y se le salía al rostro el temor de hacer ruido, con la curiosidad de ver cómo estaba. De un rincón partían desolados suspiros. Eran de una señora que los lanzaba entre golpe y golpe de abanico, como á estornudos provocados con rapé.
Una estatuita, cubierta por un tul negro, dejaba adivinar confusamente su blancura; una cabeza de bronce tornaba el titilar de la luz de un cirio, en un agonizante reflejo.
De las narices del cadáver se desprendía un hilo de sangre; sus facciones se abotagaban, perdiendo les aguzados perfiles que imprime una caricia, que bien puede ser la primera de la muerte como la última de la vida.
Y ahí estaba tendido, callado para siempre. El día antes había recorrido las calles, con el aire de popularidad satisfecha que le distinguía; con el gozo de ser conocido, de saludar á la derecha, de sonreír á la izquierda. Era uno de esos porteños que creen que no existe otra ciudad que Buenos Aires, por la cual pasan á todas horas como una ráfaga de contento. Hubiera llegado á los cien años, llamando casa rosada al palacio de gobierno. Los recuerdos antiguos podían llorar su muerte, porque nadie los vivía y relataba como él: era un diario de otros años, oliendo todavía á tinta fresca. Por los pasillos y los palcos de los teatros, después del rudo afán del día, paseaba su vientre y su regocijo. Hugonotes era su ópera y el teatro de Cano tenía para su espíritu luces melancólicas: como que evocaba al Colón viejo, lleno de una sociedad, casi esfumada con su distinción nativa. Le parecía á Arturo que le veía trepar por una escalera: La donna é movile tarareaba, con su gabán en la mano: no había qué preguntar; esa noche se cantaba el «Rigoleto.»
— Se está descomponiendo — exclamó un negro que pulverizaba las coronas de jazmines. Hubo un cuchicheo, una bisbiseante consulta, y la tapa de vidrio cayó sobre el ataúd.
Poco á poco se fué el fétido olor que había empezado á llenar la sala.
Aquel vidrio frágil y transparente era ya muralla que separaba al muerto de la vida. Por él se había alejado más, mucho más, aunque aún se le veía manchado en sangre que ya no secaba un algodón piadoso.
El silbato de una máquina sonó á lo lejos como un grito prolongado de angustia, y como una ola en la playa, vino á detenerse sobre el rostro inmóvil del cadáver. La brisa que entraba del jardín, hacía correr cera de los hachones en largos hilos. Los retratos al óleo, como si conservaran la ternura de la casa, parecían evocar antiguas escenas familiares, melancólicamente pensativos.
En una silla se puso al Cristo de marfil, que dentro del ataúd había exhalado su brillo, como el consuelo de una idealidad sin color describible, pero dulcemente luminosa. Y allí por entre las coronas, asomaba otro de bronce con un vivo reflejo duro, que hacía pensar en el juez de hierro.
Arturo sintió una pena infinita ante aquellos dos brillos; el uno suave, el otro amenazante; pues aunque en el fondo de su alma Cristo vivía, en las sendas se le había alejado. Y pensó enternecido en la visión de un niño, sonriente en la paja de un establo, que las madres quieren á toda costa hacer camarada de sus hijos, como si debiera crecer con ellos para ser el amigo de todo tiempo. Pensó en el Jesús de las predicaciones; en el que llevaba un lampo luminoso en la barba nazarena, y decía la buena nueva á orillas del Tiberiades, al pie de la montaña, haciendo que el cielo se curvara con amor sobre la temperatura suave de Galilea. Pensó en el Jesús escarnecido, ensangrentado por la corona, en que cada mano de hombre ponía la espina de su culpa.... Ah! la unión del mundo con lo alto: el rocío inagotable de la suprema idealidad que conforta!...
Recordó todas las crucifixiones del santo nombre. Evocó el cuadro de las sociedades que hoy llevan en las entrañas cóleras disolventes, y el miedo de los que tiemblan ante su estado y las ansias de los que viven en amargo hastío, y el lamento de los tristes, y á todos, aunque no por amor divino, golpeando con febriles puños en el sepulcro de Cristo. Y él mismo: ¿no había olvidado de la oración, esas fórmulas sencillas que tienen el perfume de la bienaventuranza? Un hombre, trajeado por raido levitón negro, entró con una estufa. Apartó las coronas, con la familiaridad del que tiene sus derechos, y empezó á soldar los plomos. No había allí quien presenciase aquello conmovido.
— ¡Los hijos! — murmuró el poeta. Aquel muerto no dejaba esa carne de su carne, en que florecen las ternuras de un alma que se ha ido. Él no los tenía tampoco. La escena, en su caso, iba á revestir la misma desnudez de sentimiento.
Y con pesar dilacerante, pensó en esos otros hijos intelectuales que él no podía crear: los predilectos de mujeres que aun no han nacido; los amados de artistas venideros que los ilustran con mimo; los que siguen soñando mientras se duerme sin sueños; los evocadores perennes de una silueta desvanecida.
Dejó su asiento y se apoyó en el marco de la ventana. La brisa del jardín, con jazmines nuevos, bañó su frente, y una vaga relación de ese perfume con el de las coronas marchitas, le hizo volver el rostro.
El soldador, como quien pone la firma á un cuadro, quemaba satisfecho, por última vez el plomo. Varias mujeres penetraban con un clérigo, luego se hincaban á los pies del Crucifijo. Estalló un coro de oraciones, algo como un aleteo de espíritus; el ¡ay! del dolor que busca la esperanza, la voz de la angustia que pide misericordia. Arturo clavó los ojos en el cielo, como si quisiera en su dolor absorberse la sombra del espacio y toda cupiera en su alma. Después sintió un enternecimiento que disolvía su amargura y le inundaba en la ola de una piedad infinita que salía á cubrir la tierra como un manto. Sus labios se agitaron estremecidos por antiguas plegarias; hubiera dicho que el beso maternal pasaba en el hálito de los jazmines. Y sintiendo los ojos anegados en lágrimas, se inclinó hacia las plantas y lloró sobre la tierra. La paz del jardín era un murmurio de roces, los gérmenes volaban con alientos de vida, el polen preparaba al sol la sorpresa de nuevas flores. Así se embellecían las cosas, frente al cuarto lleno de la muerte, urdiendo algún detalle que, quizá en el esplendor de la mañana, inspirase una idea nueva de alegría á aquel incurable enfermo de amor y sufrimiento!