Atalaya de la vida humana/Libro I/II

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I
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
II
III

II

Guzmán de Alfarache cuenta el oficio de que servía en casa del embajador, su señor Del mucho poder y poca virtud en los hombres nace no premiar tanto servicios buenos y trabajos personales de sus fieles criados, cuanto palabras dulces de lenguas vanas, por parecerles que lo primero se les debe por lo que pueden, y así no lo agradecen, y de lo segundo se les hace gracia, porque no lo tienen y compran sus faltas a peso de dineros. Es mucho de sentir que les parezca que contradice la virtud a su nobleza y, sintiendo mal della, no la tratan. Y también porque como se haya de conseguir por medios ásperos, contrarios a su sensualidad, y con su mucho poder, nunca se les apartan del oído y lados lisonjeros, viciosos y aduladores.

Aquella es la leche que mamaron, paños en que los envolvieron. Hiciéronlo su centro natural con el uso, y con el mal abuso se quedaron. De aquí nacen los gastos demasiados, las prodigalidades, las vanas magnificencias, que sobre tabla se pagan muy presto de contado, con suspiros y lágrimas: el dar antes a un truhán el mejor de sus vestidos, que a un virtuoso el sombrero desechado. Y porque también es dádiva recíproca, trueco y cambio que corre, visten ellos el cuerpo a los que revisten el suyo de vanidad. Favorecen con regalos a los que los halagan con halagos de palabras tiernas y suaves, de buen sonido y consonancia. Compran con precio su gusto, por lo cual corre su alabanza justamente de la boca de semejantes, dejando abierta la puerta por su descuido, para que los buenos publiquen sus demasías, que real y verdaderamente se debiera tener por vituperio.

No quiero con esto decir que carezcan los príncipes de pasatiempos. Conveniente cosa es que tengan entretenimientos; empero que den a cada cosa su lugar. Todo tiene su tiempo y premio. Necesario es y tanto suele a veces importar un buen chocarrero, como el mejor consejero. No me pasa por el pensamiento atarles las manos a hacer mercedes, pues, como tengo dicho, nunca el dinero se goza sino cuando se gasta, y nunca se gasta cuando bien se dispensa y con prudencia.

¡Ya, ya, por mis pecados, de uno y otro tengo experiencia! Bien puedo deponer, como aquel que ha traído los atabales a cuestas, pues el tiempo que serví al embajador, mi señor, como has oído, yo era su gracioso. Y te prometo que fuera muy de menor trabajo y menos pesadumbre para mí cualquiera otro corporal.

Porque para decir gracias, donaires y chistes, conviene que muchas cosas concurran juntas. Un don de naturaleza, que se acredite juntamente con el rostro, talle y movimiento de cuerpo y ojos, de tal manera, que unas prendas favorezcan a otras y cada una por sí tengan un donaire particular, para que juntas muevan el gusto ajeno. Porque una misma cosa la dirán dos personas diferentes: una de tal manera, que te quitarán el calzado y desnudarán la camisa, sin que con la risa lo sientas; y otra con tal desagrado, que se te hará la puerta lejos y angosta para salir huyendo y, por más que procuren éstos esforzarse a darles aquel vivo necesario, no es posible.

Requiérese también lección continua, para saber cómo y cuándo, qué y de qué se han de formar. También importa memoria de casos y conocimiento de personas, para saber casar y acomodar lo que se dijere con aquello de quien se dijere. Conviene solicitud en inquirir, lo más digno de vituperar, y más en los más nobles, vidas ajenas.

Porque ni los visajes del rostro, libre lengua, disposición del cuerpo, alegres ojos, varias medallas de matachines ni toda la ciencia del mundo será poderosa para mover el ánimo de un vano, si faltare la salsa de murmuración. Aquel puntillo de agrio, aquel granito de sal, es quien da gusto, sazón y pone gracia en lo más desabrido y simple. Porque a lo restante llama el vulgo retablo, artificio con poco ingenio.

También es de importancia, oportunidad y tiempo en quien las quiere decir; que, fuera dél y sin propósito, no hay gracia que lo sea ni siempre se quieren oír ni se podrán decir. Pídanle al más diestro en ellas que las diga y, si le cogen al descuido, le dejarán helado.

Aquesto le aconteció a Cisneros, un famosísimo representante, hablando con Manzanos -que también lo era y ambos de Toledo, los dos más graciosos que se conocieron en su tiempo-, que le dijo: «Veis aquí, Manzanos, que todo el mundo nos estima por los dos hombres más graciosos que hoy se conocen. Considerad que con esta fama nos manda llamar el Rey, Nuestro Señor. Entramos vos y yo y, hecho el acatamiento debido, si de turbados acertáremos con ello, nos pregunta: '¿Sois Manzanos y Cisneros?' Responderéisle vos que sí, porque yo no tengo de hablar palabra. Luego nos vuelve a decir: 'Pues decidme gracias.' Agora quiero yo saber qué le diremos.» Manzanos le respondió: «Pues, hermano Cisneros, cuando en eso nos veamos, lo que Dios no quiera, no habrá más que responder sino que no están fritas.»

Así que no a todos ni de todo ni siempre podrán decirse ni valdrán un cabello sin murmuración. Esto sentía yo por excesiva desventura, hallarme obligado a ser como perro de muestra, venteando flaquezas ajenas. Mas como era el quinto elemento, sin quien los cuatro no pueden sustentarse y la repugnancia los conserva, continuamente andaba solícito, buscando lo necesario a el oficio que ya profesaba, para ir con ello ganando tierra y rindiendo los gustos a el mío. Que no es la menor ni menos esencial parte captar la benevolencia, para que celebren con buena gana lo que se dice y hace.

De modo que aquellas prendas que me negó naturaleza, las había de buscar y conseguir por maña, tomando ilícitas licencias y usando perjudiciales atrevimientos, favorecido todo de particular viveza mía, por faltarme letras. Pues entonces no tenía otras que las de algunas lenguas que aprendí en casa del cardenal, mi señor, y aun ésas estaban en agraz, por mis verdes años.

Considerad, pues, agora de todo lo dicho ¿qué puedo aquí tener y qué me falta, sin libertad y necesitado? En aquellos tiempos, en la primavera de mis floridos años, todo iba corriente, todo parecía bien y a todo me acomodaba. Por ello y otras cosas anejas a ello me traían vestido, era el regalado, el de la privanza, el familiar, el dueño de mi amo y aun de todos los interesados en ser sus amigos y llegados.

Yo era la puerta principal para entrar en su gracia, el señor de su voluntad. Yo tenía la llave dorada de su secreto: habíame vendido su libertad, obligábame a guardárselo, tanto por esto como por caridad, por ley natural y amor que le tenía; que siempre conoció de mí gran sufrimiento en callar. Figúraseme agora que debía de ser entonces como la malilla en el juego de los naipes, que cada uno la usa cuando y como quiere. Diferentemente se aprovechaban todos de mí: unos de mis hechos, por su propio interese, y otros de mis dichos, por su solo gusto; y sólo mi amo se tiraba comigo en dichos y hechos.

Esto he venido a decir, porque de mí no se sienta que quiero contravenir a que los príncipes tengan en sus casas hombres de placer o juglares. Y no sería malo cuando los tuviesen tanto para su entretenimiento, cuanto para recoger por aquel arcaduz algunas cosas, que no les entraría bien por otro. Y éstos, acontecen ocasiones en que suelen valer mucho, advirtiendo, aconsejando, revelando cosas graves en son de chocarrerías, que no se atrevieran cuerdos a decirlas con veras.

Graciosos hay discretos, que dicen sentencias y dan pareceres que no se humillaran sus amos a pedirlos a otros de sus criados, aunque les importaran mucho y fueran ellos grandísimos estadistas para poderles aconsejar; ni lo consintieran dellos, por no confesarse ignorantes a sus inferiores o que saben menos que ellos; que aun hasta en esto quieren ser dioses. Y estos criados tales eran los papagayos que deseaba tener Júpiter enjaulados. Que no es de agora el daño ni nació ayer despreciar los consejos de los tales los poderosos.

Tanta es en ellos la ambición, que quieren agregar a sí todas las cosas, haciéndose dueños y señores absolutos de lo espiritual y temporal, de malo y bueno, sin que alguno en algo se les aventaje. De tal manera, que les parece que con solo su aliento dan a los otros gracia, y, no haciendo algo, quieren ser alabados de que por ellos tienen vida, honra, hacienda y aun entendimiento, que es la última blasfemia donde puede llegar su locura en este caso.

Y hay otro grave daño y es que quieren que, como en capilla de milagros, colguemos en su vanidad los despojos de nuestros males. Que si andamos, les ofrezcamos las muletas de cuando estuvimos agravados y tullidos con pobreza; si escapamos de trabajos, les vamos a sacrificar la mortaja que la fortuna nos tenía cortada, cirios y figuras de cera, declarando ser el milagro suyo, y colguemos en su templo las cadenas con que salimos a puerto del cativerio de nuestras miserias.

No fuera esto tan culpable si sólo aconteciera lo dicho en casos virtuosos, pues el agradecimiento es debido a todo beneficio, y manifiéstase tenerlo cuando, dando a Dios las gracias dello, se publica también la virtud en el que la obra, pues pusieron su industria, ocuparon su persona, gastaron el favor, aprovecharon la ocasión, ganaron el tiempo y gastaron su dinero.

Mas aun en torpezas y vicios quieren también exceder y ser solos ellos, como se vio en cierto titulado, tan amigo de mentir a todo ruedo, sin que alguno se le aventajase, que, diciendo en una conversación haber muerto un ciervo con tantas puntas, que realmente se le conoció ser mentira, le salió a el paso con mucho donaire otro caballero anciano, deudo suyo, y dijo: «No se maraville Vuestra Señoría deso, que pocos días ha que yo maté otro en ese monte mismo, que tenía dos puntas más.» El señor se santiguaba, diciéndole: «No es posible.» Y como enojado contra el caballero, le dijo: «No me diga Vuestra Merced eso, que no es cosa jamás vista ni lo quiero creer, si el creer es cortesía.» El caballero, con un conocido atrevimiento, fiado en su ancianidad y parentesco, descompuesta la voz, dijo: «Pese a tal, señor N., conténtese Vuestra Señoría con tener sesenta cuentos de renta más que yo, sin también querer mentir más que yo. Déjeme con mi pobreza mentir como quisiere, pues no lo pido a nadie ni le defraudo su honra ni hacienda.»

Otros graciosos hay, naturalmente ignorantes o simples, por cuya boca muchas veces acontece hablarse cosas misteriosas y dignas de consideración, que parece permitir Dios que las digan y que con ello también a lo que conviene callen, las cuales, aun siendo desta calidad, tienen mucho donaire diciéndolas.

Esto aconteció en un simple de su nacimiento, de quien gustaba mucho un príncipe poderosísimo, que, como con secretas causas hubiese depuesto a un grave ministro suyo y, viendo entrar a este simple, le preguntase lo que había de nuevo por la Corte, respondió: «Que habéis hecho muy mal en despedir a N. y que ha sido contra toda razón y justicia.» Parecióle a el príncipe -por tener su causa justificada- que aquélla hubiera sido simpleza de su boca y díjole: «Aqueso tú lo dices, que debía de ser tu amigo; que no porque lo hayas oído decir a ninguno.» El simple le respondió: «¡Mi amigo! Par Dios que mentís; que más mi amigo sois vos. Yo no digo nada, que por ahí lo dicen todos.» Pesóle a el príncipe que hubiese quien fiscalease sus obras ni examinase su pecho, y por saber si trataba dello alguna gente de sustancia le replicó:

«Pues dices que lo dicen tantos y que eres mi amigo, dime de uno a quien lo has oído.» El simple se reparó un poco y, cuando pensaba el príncipe que recorría la memoria para señalarle persona, le respondió con descompuesta ira: «La Santísima Trinidad me lo dijo: ved a cuál de las tres personas queréis prender y castigar.» Al príncipe le pareció negocio del cielo y no volvió a tratar más dello.

Hay otro género de graciosos, que sólo sirven de danzar, tañer, cantar, murmurar, blasfemar, acuchillar, mentir y ser glotones; buenos bebedores y malos vividores, cada uno por su camino y alguno por todos. Y de tal manera gustan dellos, que les darán favor para todo, siendo gravísimo pecado. A éstos y por esto les dan joyas de precio, ricos vestidos y puños de doblones, lo que no hicieran a un sabio virtuoso y honrado, que tratara del gobierno de sus estados y personas, ilustrando sus nombres y magnificando su casa con glorioso nombre.

Antes, cuando acontece que los tales acuden a ellos con casos de importancia, los menosprecian, deshaciendo sus avisos. Pues ya sus gobernadores, letrados de su casa, deseosos de ambición, que ciegos de pasión, si han de dar su parecer, aunque saben que aquello conviene, lo contradicen porque parezca que algo hacen y porque les pesa que otro se adelante con lo que pudieran ellos ganar gracias. Así no son admitidos, por no haber salido el trunfo de su mano y porque no diga el otro: «Yo se lo dije.» Con esto se quedan muchas cosas faltas de remedio. Y si son casos tales, que puede seguírseles dello interese notorio, dicen al dueño, con sequedad notable, por no dar paga ni gracias del beneficio: «Ya sabíamos acá eso y tiene mil inconvenientes.» Pues ¡maldito sea otro que tiene más de no haber dado ellos primero en ello! Y con el viento de su vanidad y violencia de su codicia lo despiden.

Hacen primero como los boticarios, que destilan o majan la yerba y, en sacando la sustancia, dan con ella en el muladar. Entéranse primero del negocio como pueden y, dando de mano a el verdadero autor, después lo disponen de modo que lo ponen de lodo y, vendiéndolo por suyo, sacan previlegio dello. Son como las vasijas de vientre grande y boca estrecha. Entienden las cosas mal, hinchen el estómago de cuanto les dicen; pero, aunque más les digan y más les den y estén llenos, como no lo supieron entender, tampoco se dan a entender.

Desta manera se pierden los negocios, porque no pudo éste quedar tan enterado en lo que le trataron, como el propio que se desveló muchas noches, acudiendo a las objeciones de contra y favoreciendo las de pro. ¡Buen provecho les haga! En eso me la ganen, que no les arriendo la ganancia.

Mi amo holgaba de oírme, más que por oírme. Y como buen jardinero, recogía las flores que le parecían convenientes para el ramillete que deseaba componer y dejaba lo restante para su entretenimiento. Conversaba comigo de secreto lo que decían otros en público. Y no sólo comigo; antes, como deseaba saber y acertar, solicitaba las habilidades de hombres de ingenio, favorecíalos y honrábalos, y si eran menesterosos, dábales lo que buenamente podía y vía que les faltaba por un modo discreto, sin que pareciese limosna, dejándolos contentos, pagados y agradecidos.

Acostumbraba de ordinario sentar dos o tres déstos a su mesa, donde se proponían cuestiones graves, políticas y del Estado, principalmente aquellas que mayor cuidado le daban. Desta manera, sin descubrirse, recebía pareceres y desfrutaba lo más esencial dellos. Lo mismo hacía con oficiales y gente ciudadana honrada, que, sustentándoles amistad, sabía dellos los agravios que recebían, el reparo que podían tener, de qué ánimo estaban; y después, con su buen juicio disponía según le convenía y en pocos casos erraba.

Era muy discreto, compuesto, virtuoso, gentil estudiante y amigo de tales. Tenía las calidades que pide semejante plaza. Mas en medio della, en lo mejor de todo estaba sembrado y nacido un «pero». Manzana fue nuestra general ruina y pero la perdición de cada particular.

Era enamorado. Que no hay carne tan sana, donde no haya corrupción y se hallen miserias y enfermedades. La suya era querer bien y aun con exceso. Y en materia semejante cada uno juzga como le parece. Aunque muchos políticos dijeron que no se podía dar hombre cumplidamente perfeto sin haber sido enamorado, según lo sintió un gracioso labrador, pregonero en su pueblo. El cual, habiéndose pregonado muchas veces un jumento que a otro labrador se le había perdido, como no pareciese -porque lo debieron de hurtar gitanos, que si es necesario para desparecerlos y que no los conozcan, los tiñen verdes- y el dueño le pidiese con mucho encarecimiento que lo volviese a pregonar el domingo después de misa mayor, y que, si pareciese, le daría un ceboncillo que tenía, el traidor pregonero, movido de la codicia, lo hizo según se lo pidió; y estando todo el pueblo junto en la plaza, se puso en medio della y en voz alta dijo: «El que de todos los vecinos deste lugar y zagales dél nunca hubiere sido enamorado, véngalo diciendo y le darán un gentil recental.» Estaba puesto al sol, arrimado a las paredes de la casa de Concejo, un mocetón de veinte y dos años al parecer, melenudo, un sayo largo pardo, con jirones, abierto por el hombro y cerrado por delante, calzón de frisa blanca, plegado por abajo; camisa de cuello colchado, que no se lo pasara un arco turquesco con una muy aguda flecha; caperuza de cuartos, las abarcas de cuero de vaca y atadas por encima con tomizas, la pierna desnuda, y dijo: «Hernán Sanz, dádmelo a mí, que, par diez, nunca hu ñamorado ni m'ha quillotrado tal refunfuñadura.» Entonces el pregonero, llamando al dueño del jumento muy apriesa y señalando al mocetón con el dedo, le dijo: «Antón Berrocal, dadme el ceboncillo y veis aquí vuestro asno.»

Y porque lo levantemos más de puntas con verdades, y de nuestro tiempo, en Salamanca un catedrático de prima, de los más famosos y graves letrados de aquella universidad, visitaba por su entretenimiento a una señora monja, hermosa, de mucha calidad y discreta; y, siéndole forzoso a él hacer ausencia de allí por algunos días, aunque breves, fuese sin despedirse della, pareciéndole haber hecho una fineza en amor.

Después, cuando volvió del viaje y la quisiese visitar, como ella no admitiese su visita, quedó tan suspenso como triste, porque ignoraba cuál fuese la causa de novedad semejante, habiéndole hecho siempre tanta merced. Mas, cuando por buena diligencia supo la causa, estimóselo en mucho, pareciéndole que antes aquello era en cierta manera un género de favor. Envióle a dar sus disculpas, haciendo instancia en suplicarle lo viese, poniendo por terceras para ello algunas amigas de ambas partes.

Ya por la mucha importunación, aunque de mala gana, salió a recebir la visita; empero con tanto enojo y cólera, que lo dio bien a conocer, pues las primeras palabras fueron decirle: «Debéis de ser mal nacido, y tan bajos pensamientos no arguyen menos que humilde linaje. Lo cual confirma vuestro mal proceder, y así habéis dado dello infame muestra; pues teniendo el ser que tenéis por mi respeto y habiendo llegado por él a el punto en que os veis, olvidado de todo y de lo que me cuesta el haberos calificado, me habéis perdido el debido reconocimiento. Mas, pues fue mía la culpa con engrandeceros, no es mucho que padezca la pena de sufriros.»

A estas palabras añadió muchas otras de aspereza, tanto, que ya el pobre señor, hallándose corrido -por los que a semejante sequedad se hallaron presentes- y atajado de un exceso de rigor, dijo: «Señora, en cuanto tener Vuestra Merced queja de mí, ya sea con razón o sin ella, y acusar mi mal proceder, pase, porque cada uno siente como ama y conozco que todo aquesto nace de la mucha merced que la vuestra me hace; mas en lo forzoso, justo y necesario, habré de satisfacer a los presentes por mi honra, que si Dios fue servido de traerme a el puesto que tengo, no ha sido por sobornos ni por favores, antes por mis trabajos y continuos estudios en las letras.» Ella entonces, no dejándole pasar adelante, antes con ira, le replicó luego: «¿Pues cómo, traidor, y teníades vos entendimiento para conseguirlas en tal extremo ni para remendaros un zapato viejo, si yo no hubiera puesto el caudal, con daros licencia que me amárades?»

Conforme a esto, averiguado queda lo que importe amar y no ser tan gran delito cuanto lo criminan, digo cuando los fines no son deshonestos. Mas en mi amo juzgábase a mala parte: habían excedido y traspasado la raya, de que me cargaban a mí lo malo dellos, achacándome que después que yo le servía, tenía legrado el caxco y le sonaban dentro caxcabeles, lo cual no se le había sentido basta entonces.

Bien pudo ello ser así, que con mi calor brotase pimpollos; mas para decir verdad -pues aquí no se conocen partes y la peor es para mí-, cierto que me lo levantaron. Porque ya, cuando le comencé a servir y puso su cura en mis manos, desafuciado estaba de los médicos. No quiero negar mi mucha ocasión, porque con el favor que tenía tenía también libertades y gracias perjudiciales.

Yo era familiar en toda Roma. Entraba en cada casa como en la propria, tomando por achaque para mis pretensiones dar liciones, a unas de tañer y a otras de danzar. Entretenía en buena conversación a las doncellas con chistes y a las viudas con murmuraciones y, ganando amistades con los casados, ganaba las bocas a sus mujeres, a quien ellos me llevaban para darles gusto y que deste principio lo tuviese mi amo para declararse más. Porque, haciéndole yo relación de lo que pasaba en todas partes, era cosa natural soplar con el aire de mis palabras el fuego de su corazón, quitando la ceniza de sobre las ascuas que dentro estaban encendidas y vivas.

Había buena disposición y era menester poca ocasión; era la casa pajiza; bastaba poca lumbre para levantarse mucho incendio, aficionándose de quien mejor le pareciese, sin guardar el recato que antes. Yo me confieso por el instrumento de sus excesos y que por mi respeto, de verme pasear, entrar y salir, estaban ya muchas casas y calidades manchadas con infamia.

Mas dejemos aquí a mi amo, como a hombre a quien, aunque aquesto le causaba nota, no era tan de culpar como a los que a mí me conocían. Quisiérales yo preguntar qué honra o qué provecho era el que comigo interesaban. ¿La señora viuda para qué quiere donaires? ¿O para qué los padres llevan a sus hijas tales pasantes ni los maridos a sus mujeres entretenimientos tan peligrosos?

¿Qué otra cosa se puede sacar de los pajecitos pulidetes, cual yo era, que no pisaba el suelo, ni de los graciosos de los príncipes o enanos de los poderosos? ¿De qué valen, sino de que les digan y oigan ellas de buena gana la de sus amos, lo bien que comen, lo mucho que gastan, los ámbares que compran, las galas con que regalan y las músicas que dieron? ¿Para qué dan oídos a cosas con que otros después abran sus bocas y sacudan sus lenguas? ¿No ven que labran la cárcel y. tejen la tela con que las amortajan? ¿De qué aprovecha gustar de cuentos, que no es otra cosa sino dar lugar para que los lleven a sus amos y los den que contar a sus vecinos?

Pues ténganse su pago. Si son amigas de gracias, no se maravillen de las desgracias. ¿Quieren llevar a sus casas músicas? Pues a fe que les han de cantar coplas. La viuda honrada, su puerta cerrada, su hija recogida y nunca consentida, poco visitada y siempre ocupada. Que del ocio nació el negocio. Y es muy conforme a razón que la madre holgazana saque hija cortesana y, si se picare, que la hija se repique y sea cuando casada mala casera, por lo mal que fue dotrinada.

Miren los padres las obligaciones que tienen, quiten las ocasiones, consideren de sí lo que murmuran de los otros y vean cuánto mejor sería que sus mujeres, hermanas y hijas aprendiesen muchos puntos de aguja y no muchos tonos de guitarra, bien gobernar y no mucho bailar. Que de no saber las mujeres andar por los rincones de sus casas, nace ir a hacer mudanzas a las ajenas.

¿Por ventura digo verdad? Ya sé que diréis que sí, empero que tales verdades no se han de tratar donde no hay necesidad. Así lo confieso; mas ya que a ninguno de los que me oyen le toca lo dicho, bien está dicho, para que lo aconsejen a otros cuando sea necesario.

Malo es lo malo; que nunca pudo ser bueno ser yo alcahuete de mi amo. Mas tuve disculpa con que me descubrió la necesidad aquel camino por donde saliese a buscar mi vida. ¿Pero qué descargo darán los que así enajenan las prendas de mayor estimación que tienen? Si yo lo hacía, era por asentar con mi amo la privanza y no con fin de alborotar su flaqueza; y lo condeno. Mas quien de mí se fiaba y tanto me confiaba, ¿qué aguardaba?

Paréceles a muchos que acreditan su estimación, que se adquiere nobleza y se granjea reputación con semejantes visitas, entradas y salidas. Y a las mujeres, que tratando con pajes, con poetas, estudianticos de alcorza, de bonete abollado, y mocitos de barrio, que serán tenidas por discretas; y pierden el nombre de castas, quedándose después para necias.

Desto y esotro lo que vine a sacar medrado, en resolución, fue graduarme de alcahuete; y sin mentir pudieran ponerme borla, por lo que a muchos otros y con mucho menos les vía yo poner borra.

¿Veis cómo aun las desdichas vienen por herencia? Ya se decía, sin rebozo ni máxcara, que yo traía sin sosiego a mi amo y él a mí hecho un Adonis pulido, galán y oloroso, por mi buena solicitud. ¡Qué cierta es la murmuración en caso semejante! Y si en lo bueno muerde, ¿qué maravilla es que en lo malo despedace y que haya sospechas donde no faltan hechas?

Grandísima simplicidad fuera la mía y de tales como yo, cuando pidiéremos otro mejor nombre. Ni queramos tapiar a piedra lodo -como dicen- las imaginaciones, dando las evidentes ocasiones. No se puede poner coto a los que juzgan: es querer poner puertas a el campo limitar los pensamientos. No aprovecha querer yo que no quieran, porfiar que no piensen o negar lo que todos afirman. Todo es trabajo sin provecho, como querer atar el humo.

¿Más qué diré agora de nuestros amos tontos, pues les debe de parecer que por nuestra mano corre bien y con secreto su negocio? Real y verdaderamente conozco que no hay ciencia que corrija un enamorado. No hay en amores Bártulos, no Aristóteles ni Galenos. Faltan consejos, falta el saber y no hay medicina, pues no hay camino para mayor publicidad que nuestra solicitud. Porque a dos visitas nuestras y un paseo suyo lo cantan luego los muchachos por las calles.

La pena que yo tenía era verme apuntar el bozo y barbas y que sin rebozo me daban con ello en ellas. Y como a los pajes graciosos y de privanza toca el ser ministros de Venus y Cupido, cuanto cuidado ponía en componerme, pulirme y aderezarme, tanto mayor lo causaba en todos para juzgarme y, viéndome así, murmurarme.

Yo procuraba ser limpio en los vestidos y se me daba poco por tener manchadas las costumbres, y así me ponían de lodo con sus lenguas. Últimamente, por ativa o por pasiva, ya me decían el nombre de las Pascuas. Y aunque les decía que como bellacos mentían, reíanse y callaban, dando a la verdad su lugar; ultrajábanme con veras y recebían mis agravios a burlas; mis palabras eran pajas y las dellos garrochas.

Hombres hay considerados, que toman los dichos, no como son, sino como de quien los dice: y es gran cordura de muy cuerdos. Al contrario de algunos, no sé si diga necios, que de un disfavor de su dama forman injuria y, como si lo fuese o lo pudiera ser, toman venganza representando agravio. Y haciéndosele a ella en su honra, sin razón la disfaman.

Yo no podía resistir a tantos ni acuchillarme con todos. Vía que tenían razón: pasaba por ello. Y aunque es acto de fina humildad sufrir pacientemente los oprobios, en mí era de cobardía y abatimiento de ánimo, que, si a todo callaba, era porque más no podía. Como en casa no había centella de vergüenza, no reparaba en lo menos, perdido ya lo más: con risitas y sonsonetes me importaba llevarlo.

En resolución, aunque debiera tener por más compatible cualquier excesivo daño que torpe provecho, tenía como melón la cama hecha, estaba dañado. Y, sin tratar de la emienda, lo tomaba como por honra, dando ripio a la mano cuando algo me decían, por no mostrarme corrido ni obligado. Que fuera dar lugar a que más me apretasen y menos me provechase.

Ya con esto en alguna manera no me perseguían tanto. Mas ¿para qué había de hacer otra cosa, cuando me importara, si, aunque quisiera intentarlo, no saliera con ello y fuera encender el fuego, pensando apagarlo con estopas y resina?

Haga conchas de galápago y lomos de paciencia, cierre los oídos y la boca quien abriere la tienda de los vicios. Y ninguno crea que teniendo costumbres feas tendrá fama hermosa. Pues el nombre sigue a el hombre y tal será estimado cual su trato diere lugar para ello.