Atalaya de la vida humana/Libro I/VI

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V
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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VII

VI

En la casa que se retiró Guzmán de Alfarache se quiso limpiar. Cuenta lo que le pasó en ella y después con el embajador su señor

Ya era noche oscura y más en mi corazón. En todas las casas había encendidas luces; empero mi alma triste siempre padeció tinieblas. No sentía ni consideraba ser tarde ni que el señor de la posada donde me había recogido huyendo de la turba, me quería ver fuera della y rempujándome con palabras no vía la hora que me fuese; porque tenía recelo y sospechaba si aquello hubiera sido estratagema mía, tomando aquel achaque para tener en su casa entrada y a buen seguro hacer mi herida. El bueno del señor no andaba descaminado, porque la señora su dueña era en su casa el dueño, amiga de su gusto, cerrada de sienes y no muy firme de los talones. No era maravilla ver su marido visiones, antojándosele con cualquiera sombra el malo. Por lo cual, cuando de sus puertas adentro me vio, recogió su gente y, dejándome solo en el portal de afuera, no había consentido que aun sólo a darme un caldero con agua saliesen fuera. Ni tuve con qué lavarme.

Así yo pobre, lleno el vestido de cieno, las manos asquerosas, el rostro sucio y todo tal cual podréis imaginar, iba entreteniendo la salida con temor, y no poco, si aun todavía hubiese a la puerta gente aguardando para ver mi nueva librea, que mejor se dijera lebrada. Como los que vieron mi desgracia no fueron pocos y esos estuvieron detenidos refiriéndola en corrillos a los que venían de nuevo, y yo que generalmente no estaba bien recebido, deteníanse todos a oírla, dando unos y otros gritos de risa, sinificando grande alegría.

Y quizá los más dellos tenían razón y en aquello vengaban las buenas obras de mí recebidas. Allí se pudo decir por mí lo del romance:

Más enemigos que amigos
tienen su cuerpo cercado;
dicen unos que lo entierren
y otros que no sea enterrado.

Estaba llena la calle de gente y muchachos, que me perseguían con grita, diciendo a voces: «¡Echálo fuera! ¡Echálo fuera! ¡Salga ese sucio en adobo!» Hacíanme perder la paciencia y el juicio. Había entre la gente honrada otros de mi banda y todos tales como yo, apasionados míos. Aquestos me defendían, procurando sosegar la canalla con amenazas, porque ya se desvergonzaban a tirar pedradas a la puerta, deseando que saliera. Y no culpo a ninguno ni me disculpo a mí, que yo hiciera en tal caso lo mismo contra mi padre. Que las cosas de curiosidad, que no caen, como las carnestolendas, cada un año, no tengo por exceso procurarlas ver.

No es encarecimiento, y doy mi palabra que, si por dineros dejara que me vieran, pudiera en aquella ocasión quedar muy bien parado. Que todo yo era un bulto de lodo, sin descubrírseme más de los ojos y dientes, como a los negros, porque me sucedió el caso en lo muy líquido de una embalsada que se hacía en medio de la calle. Verdad sea que con el cuchillo de la espada raí lo que pude; mas no pude tanto que fuese de alguna consideración. Que así como así se quedó el vestido mojado y entrapado en cieno; mas aprovechóme de que no fuera por las calles goteando como carga de paños cuando la traen de lavadero.

Desta manera, ya tarde, habiéndose ido toda la gente, salí cual digan dueñas y «en tal se vea quien más dello se huelga». Si en desdichas hay dichas, por el consuelo que se suele ofrecer en ellas, este día parece que la fortuna retozaba comigo y andaba de juego de cañas. Porque, ya que me desfavoreció con semejante trabajo, ayudóme con la noche, y noche oscura, que se retiró la gente, dando lugar a que saliese sano, salvo y sin peligro del muchachismo que me aguardaba.

Salí encubierto, sin ser conocido y a paso largo, huyendo de mí mismo, por la mucha suciedad y mal olor que llevaba. Mas éste no pudo disimularse; porque por donde pasaba iba dando señal, siendo sentido de muy lejos, y ninguno volvió a mirarme que no sospechase cosa mala. Unos decían: «¡Dejadlo pase, que desgracia de tripas ha sido!» Decíanme otros: «Acábese ya de requerir y no corra tanto, pues no puede ser el cuervo más negro que las alas.» Tapándose otros las narices, decían: «¡Po!, ¡aguas mayores han sido! ¡Gran llaga lleva este disciplinante! ¡Aguije presto, hermano, y lávese, antes que se desmaye!» Para todos llevaba y a ninguno faltaba que decirme, hasta preguntarme algunos: «Amigo, ¿a cómo vale la cera?»

Yo callando respondía, que no siempre me dejaban ir en hora buena y a los que me la pagaban mala, entre mí se la volvía, como buen monacillo. Y con esto, bajando la cabeza, pasaba de largo. Lo que me atribulaba mucho era verme ladrado de perros; que, como aguijaba tanto, me perseguían cruelmente, y en especial gozquejos, hasta llegarme a morder en las pantorrillas. Queríalos asombrar y no me atrevía, porque con la defensa no se juntasen más y mayores y me dejasen, cual a otro Anteón, hecho pedazos con sus dientes. Últimamente,

con todas estas desdichas
a Sevilla hobe llegado.

Llegué a mi posada y sin que alguno me sintiese subí hasta mi aposento, que no fuera pequeña dicha si la tuviera de poder entrar luego dentro. Metí la mano en una faltriquera para sacar la llave y no la hallé. Busquéla en la otra y tampoco. Daba saltos en el aire, si se me hubiese metido por los follados de las calzas, y no la descubrí. Porque sin duda se me cayó en la casa que me recogí, queriendo sacar un lienzo para limpiarme las manos y el rostro.

Esta fue para mí una muy grande pesadumbre. Levantando los ojos, casi con desesperación dije: «¡Pobre miserable hombre! ¿Qué haré? ¿Dónde iré? ¿Qué será de mí? ¿Qué consejo tomaré, para que los criados de mi amo y compañeros míos no sientan mis desgracias? ¿Cómo disimularé, para que no me martiricen? A todo el mundo podré decir que mienten; mas no a los de casa, si así me vieren. A todos podré confesar o negar parte o todo, según me pareciere; pero aquí ya me cogen con el hurto en público, abierta la causa y cerrada la boca, sin razón que darles ni mentira que ofrecerles en mi defensa. Los invidiosos de mi privanza se bañarán en agua rosada y convocarán a sus amigos, para que, como enjambre tras la maestra, todos corran a verme y correrme. ¡Perdido soy! Deste bordo se aniega mi barquilla, que no hay piloto que la salve ni maestre que la gobierne.»

Con estas exclamaciones pasaba perdido, y con mi poca prudencia no me acordaba del mal nombre que tenía en toda Roma y lamentaba con alharacas de un caso de fortuna. ¡Oh si a Dios pluguiese que a el respeto que sentimos las adversidades corporales, hiciésemos el sentimiento en las del alma! Empero acontécenos como a los que hacen barrer la delantera de su puerta de calle y meten la basura en casa. Diciendo estaba endechas a mis desdichas, cuando me vino a la memoria un caso que pocos días antes había sucedido, que me fue grandísimo consuelo, dándome ánimo y nuevo esfuerzo para lo que adelante pudiera suceder; y fue: A una dama cortesana en Roma, por ser descompuesta de lengua, le hizo dar otra una gran cuchillada por la cara, que atravesándole las narices, le ciñó igualmente los lados. Y estándola curando, después de haberle dado diez y seis o diez y siete puntos, decía llorando: «¡Ay desdichada de mí! Señores míos, por un solo Dios, que no lo sepa mi marido.» Respondióle un maleante que allí se había hallado: «Si como a Vuestra Merced le atraviesa por toda la cara, la tuviera en las nalgas, aun pudiera encubrirlo; pero si no hay toca con que se cubra, ¿qué secreto nos encarga?»

Parecióme dislate y bobería hacer aquellos melindres y, pues el daño era público y de alguna manera no podía estar callado, que sería mucho mejor hacer el juego maña, ganar por la mano, salirles a todos a el camino, echándolo en donaire y contándolo yo mismo antes que me tomasen prenda entendiendo de mí que me corría, que por el mismo caso fuera necesario no parar en el mundo.

Haga nombre del mal nombre, quien desea que se le caiga presto; porque con cuanta mayor violencia lo pretendiere desechar, tanto mas arraiga y se fortalece, de tal manera, que se queda hasta la quinta generación, y entonces los que suceden hacen blasón de aquello mismo que sus pasados tuvieron por afrenta. Esto propio le sucedió a este mi pobre libro, que habiéndolo intitulado Atalaya de la vida humana, dieron en llamarle Pícaro y no se conoce ya por otro nombre.

Quedé perplejo, sin determinar lo que había de hacer. Y pareciéndome que, pues en los infortunios no hay otro sagrado en la tierra donde acudir, sino a los amigos, aunque yo tenía pocos y ninguno verdadero, que sería bien valerme de un compañero mío, que se me vendía por tal y más mostraba serlo. Fuime a su aposento, llamé a la puerta y abrióme. Allí estuve aguardando hasta que a el mío le quitaron la cerradura. Ved cuál estaba yo, pues aun para sentarme sobre una caja no tuve ánimo, por no darle pesadumbre, dejándosela estampada de mi yerro.

No pudo ser este caso tan secreto, que se dejase de saber luego. Gran lástima es de una casa, que no hay criado en ella que no procure cómo lisonjear a el señor, aunque sea con chismes, cuando él no es tal, que juegan con él como tres contra el mohíno. Y en esto se conocerá cada señor, en lo que los criados lo aman y en la gracia con que le sirven. Y desdichado dél, si piensa llevarlos con rigor y granjear por temor el amor, que pocos o ninguno saldrá con ello. Son los corazones nobles y quieren moverse con halagos.

Apenas había mudado de vestido y lavádome, que ya mi amo sabía de mi lodo. Habíanle dicho el qué, pero no el cómo. Con esto me dejaron y tuve harto blanco donde poder henchir lo que quisiese. Preguntóles cómo me había sucedido. Ninguno supo satisfacerle con más de lo que había visto. Después me dijo y supe de su boca que le pasó por la imaginación si me habían cogido dentro de casa de Fabia y que, conociendo mis mañas, me habrían querido dar carena, de donde había resultado escaparme huyendo y caído en algún lodazal; o que, luchando a brazos con los criados que saldrían en mi seguimiento, me habrían derribado por el suelo, poniéndome de aquella manera por afrentarme sin matarme.

Y en el mismo tiempo estaba yo haciendo la cuña del mismo palo, con el mismo pensamiento, para sacar dél allí la satisfación. Y aunque no era lo proprio, a lo menos era de aquel trunfo y por caminos diferentes íbamos ambos a un parador. Sólo nos diferenciábamos en que con su prudencia sospechaba lo más contingente y yo, con mi vanidad, lo menos dañoso a mi reputación.

Había estado aquella noche ocupado con papeles; mas dejándolos por un rato, me mandó llamar y, teniéndome presente, no me habló palabra, hasta que, retirándose a su retrete, se fueron los más criados y quedé con él a solas. Preguntóme cómo había caído y dónde. Yo le dije que, como estuviese con cuidado a la puerta frontera de un vecino de Fabia, si acaso hubiera lugar para poder hablarla, y saliese Nicoleta, su criada, haciéndome señas que llegase presto, con el alboroto del no pensado regocijo, quise atravesar la calle por un mal paso, por no tardarme rodeando por el bueno. Queriendo dar un salto en una piedra mal asentada, torcióse y torcíme. Quíseme cobrar, y no pude sin caer en el suelo y enlodarme. Por lo cual Nicoleta, con el alboroto de la gente, se retiró a dentro y a mí me fue forzoso volverme a casa.

Él me dijo entonces:

-Del daño, el menos. Desgraciadamente andas en esto, Guzmanillo: tarde, con mal y en martes lo comenzaste. Sólo en mi suerte y servicio te pudiera suceder esa desgracia.

-No la tenga por tal Vuestra Señoría -le dije- ni la ponga en ese número, que antes creo lo fuera muy mayor, si así no me aconteciera. Porque dicen allá en Castilla: quebréme un pie, quizás por mejor. Su marido estaba en casa y, supuesto que yo no sé para qué me llamaban, si era trampa, pudiera ser, cuando todo me corriera viento en popa, si me sintieran dentro hablando con la señora, me zamarrearan de manera que, a buen librar, no me dejaran hueso en su lugar ni narices en la cara. Porque de mi continuación en rondar aquella casa se ha causado alguna nota. Y aunque algunos entienden que lo hago por Nicoleta, la criada, muchos, que lo ignoran, lo atribuyen a lo peor. Y he visto que de pocos días a esta parte anda el buen viejo don Beltrán comigo torcido, como alcozcuz. Hablábame otras veces, preguntando por damas desta Corte, si había buena ropa castellana; y agora se pasa de largo, aun sin hablarme, y, si descubro la cabeza y quito el sombrero, hace que no me mira y se pasa entero, como hecho de una tabla.

Esto le decía y estábame mi amo muy atento, de cuando en cuando arqueando las cejas, de donde colegí que se escaldaba. Vile las cartas. Conocíle todo el juego y que lo hacía con temor de su reputación o de su persona, que no le sería bien contado si le sucediera desgracia en aquella casa, por ser de lo más y mejor emparentado de la ciudad. Acudíle apretando más la llave, prosiguiendo:
-Ninguna cosa hoy hay en el mundo que me ponga espanto ni desquilate un pelo de mi ánimo, que ya tengo conocido hasta dónde puede la desgracia tirar comigo la barra, que quien anda en mis pasos y mi trato trae, trae jugada la vida y perdida la honra. Prevenido estoy de paciencia y sufrimiento para cualquier grave daño que me venga; enseñado estoy a sufrir con esfuerzo y esperar las mudanzas de fortuna, porque siempre della sospeché lo peor y previne lo mejor, esperando lo que viniese. Nunca son sus efetos tan grandes como las amenazas; y si me acobardase a ellas, me irían siguiendo hasta la mata sin dejarme. No importa lo sucedido ni que haya sido el principio en martes, que ni guardo abusiones ni Vuestra Señoría es mendocino, para ir con los vanos abusos de los españoles, como si los más días tuviesen algún previlegio y el martes alguna maldición del cielo. Y cuando sobre mí se caiga en todo rigor, a todo mal suceder, no por cosa hoy del mundo me sacarán palabra por la boca con que a ninguno pare perjuicio. Vuestra Señoría siempre se haga desentendido y no se le dé un cuatrín por nada. Servirle tengo hasta la muerte, sea como fuere y tope donde topare. Verdad es que, si el caso fuera proprio mío, no sólo me desistiera dél, por lo mal que se va entablando, pues en mil días no dan uno de audiencia y a este paso es negocio inmortal, salvo si no ha de ser como los mayorazgos, que los fundan los padres para que los gocen los hijos, y aqueste requiebro ha de quedar para los herederos; mas en todo aquel barrio no pusiera pie, por lo que ya en él se nota. No falta en Roma bueno y más bueno, a menos peligro y costa, con más gustos y menos embarazos. No sé si lo hace que nunca quiero por querer, sino por salpicar, como los de mi tierra. Soy cuchillo de melonero: ando picando cantillos, muda[n]do hitos. Hoy aquí, mañana en Francia. De cosa no me congojo ni en alguna permanezco. A mis horas como y duermo. No suspiro en ausencia, en presencia bostezo y con esto las muelo. Vuestra Señoría es muy diferente. Va todo a lo grave y con señorío. Sigue como poderoso lo más dificultoso y como sacre sube tras de la garza, hasta perderse de vista, cueste lo que costare y venga lo que viniere. Que, como hay fuerzas para resistir, todo asienta de cuadrado y le hace buena pantorrilla.
-Mal entiendes lo que dices, Guzmanillo -me respondió mi amo-, que antes corre al revés de lo que has dicho. Porque ninguna cosa hoy hay en el mundo más perjudicial ni más notada que cualquier pequeña flaqueza en una persona pública. Porque, como tengamos obligación los de mi calidad a vestirnos como queremos parecer, a pena de parecer como nos quisiésemos vestir, hace muy grande mancha cualquiera muy pequeña salpicadura. Muy poquito aire hace sonar mucho los órganos. Y te doy palabra que, si empeñada no la tuviera en algunas cosas, en especial que la di a Nicoleta de que visitarías de mi parte a Fabia -y me pesaría que me tuviese por fácil o pusilánime, culpándome de inconstante, que había sido mi amor como de niño, agua en cesto, no más de para tentar los aceros y burlarla, pues habiéndome dado buenas esperanzas las estimo en poco, no siguiendo el alcance-, que no se me diera un clavo por dejarlo. Pues demás que, como dices, habemos comenzado tan perezosamente, no me siento tan perdido ni apasionado, que deje de conocer que tiene marido de lo mejor de Roma, principal, rico y noble, a cuyo respeto debemos, los que profesamos tener algún honrado principio, guardar todo buen decoro, sin hacerle injuria. Que no por ser ella moza, y como tal obligada con ocasiones a gozar de otras que se le ofrezcan, tengo yo de seguir el arreo y sustentárselas tan a costa de lo que debo a mi nobleza y a honor de su casa y deudos. Muchas veces los hombres al descuido miramos y con pequeña causa nos empeñamos mucho adonde sin reparo nos es necesario tener el envite, a pena de necios, cobardes o impotentes. Mas, pues de nuestra parte se han hecho diligencias y tan poco valen y tanto cuestan, como es la honra de aquesa señora, si mi apetito fue pólvora, que súbito abrasó la razón con el incendio, ya se pasó aquel furor, ya reconozco lo mal que hago y me allano prostrado por tierra. No quiero más ir, como dices, en alcance de lo que más me huye; antes con esa señora, que me vino a la mano, quiero hacer como generoso gavilán, soltar el pájaro, de manera que de todo punto quede sepultada la mala voz que por mi respeto se ha levantado, tomando para ello la traza que mejor esté a su reputación y a la mía.

Esto dijo y parecióme su resolución mi salvación; en ella hallé abierto el paraíso de mis deseos. Y loando su buen propósito, le facilité la salida, no tanto por su intención, cuanto por mi reputación, y así le dije:

-Vuestra Señoría corresponde a quien es en lo que dice y hace. Porque, aunque sea suma felicidad alcanzarse lo que se desea, la tengo por muy mayor no desear lo que incita la sensualidad, y menos en daño ajeno y de tal calidad. Esa es consideración cristiana, hija del valeroso entendimiento de Vuestra Señoría. No es justo desampararla, y quede a mi cargo el modo. Pues el fiel criado, aunque por interesar la privanza le acontezca dar calor al apetito de su amo, no está fuera de obligación de volver la rienda cuando lo viere corregido, animando su buen propósito.

Con esto me despidió, diciendo:

-Vete con Dios a dormir en mi negocio, pues en tus manos anda mi honra.