Atalaya de la vida humana/Libro I/VII

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VI
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
VII
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VII

Siendo público en Roma la burla que se hizo a Guzmán de Alfarache y el suceso del puerco, de corrido se quiere ir a Florencia. Hácesele amigo un ladrón para robarlo

Póngome muchas veces a considerar cuánto ciega la pasión a un enamorado. Considero a mi amo, que me deja su honra encomendada, como si yo supiera tratarla sin sobajarla. Viéneme también al pensamiento y no me deja mucho holgar, cuando discurro cómo, habiendo sido tan lisiado en mentir, pude subir a tanta privanza, cómo comigo se trataban casos de importancia, cómo me fiaban secretos y hacienda, cómo se admitían mis pareceres, cómo se daba crédito a mi trato y cómo, siendo esto así, que jamás oyeron de mi boca verdad que no saliese adulterada, me daba tanto enfado que me la dijesen otros.

Y por el mismo caso aborrecía para siempre a quien una sola vez me la trataba. Y no era maravilla en mí, si es natural a todos los que algo negocian pesarles que no sean con ellos en todo puntuales y nunca lo saben ser ellos ni se cansan de mentir. Comiencen de lo más alto y deciendan a lo más bajo, si algo dellos habéis de recebir, si algún favor os han de dar, que nada les cuesta.

¡Cuántas trampas, cuántas dilaciones, cuánto diferirlo de hoy a mañana, sin que mañana llegue, por ser la del cuervo, que siempre la promete y nunca viene! Y si lo habéis de dar y con ellos no andáis tan relojeros, que un solo momento faltáis a lo puesto, si no les pagáis al justo lo prometido, si se lo dilatáis un hora, ni sois hombre de palabra ni de buen trato.

Yo en el mío hacía lo mismo; consideraba entre mí, diciendo: «¿A mí qué me se da de no decir verdad? ¿Qué me importa que sea vicio de viles y pasto de bestias? ¿Qué daño me vendrá, cuando no me den crédito, si lo tengo ya ganado, aunque a los ojos vean que miento y es tanta su pasión, que no se quieren desengañar de mi engaño? ¿Qué honra tengo que perder? ¿De cuál crédito vendré a faltar? Ya soy conocido y el mundo está de manera que por el mismo caso que miento me sustentan, me favorecen y estiman. Mentir y adular apriesa, que es manjar de príncipes.»

No, en buena fe; sino llegaos y decidles que no jueguen, que tienen el estado consumido y a los vasallos pobres; que no sean disolutos por las calles ni en las iglesias, que dan ocasión a muchos escándalos y daños; que no sean disipadores pródigos, que se pierden y empeñan por la posta; que, pues tienen para malbaratar, que sepan pagar a sus criados, que andan rotos y hambrientos; que, si pueden o tienen favor, que lo dispensen con los pobres; que, si privan, que aprovehen la privanza en ganar amigos, pues ninguna es fija ni hay fortuna firme; que siquiera las fiestas para oír misa se levanten a tiempo; que confiesen de veras y no para cumplir con la parroquia, como cristianos de solo nombre, que hay hombres que tasadamente tienen fe para que no los castiguen; que miren por sí que son hombres y, si viejos, ya están luchando a brazos con la muerte, la sepultura en medio.

Ya se les ha notificado la sentencia, y, como los que han de justiciar se despiden de sus amigos y les van poniendo las insignias que han de llevar, así se van despidiendo de todas las cosas a que más afición tuvieron: del gusto, del sueño, de la vista, del oído, y le hacen por horas notificación de la sentencia el riñón, la ijada, la orina; el estómago se debilita, enflaquece la virtud, el calor natural falta, la muela se cae, duelen las encías, que todo esto es caer terrones y podrirse las maderas de los techos, y no hay puntales que tengan la pared, que falta toda desde el cimiento y se viene a el suelo la casa.

Atreveos, pues, a un mozo mocito, atrevido y descomedido. Representadle que no sabe quién lo quiere mal, que porque habló, porque miró, porque se alabó, porque por ventura pasó, si no entró adonde no debiera, lo coserán a puñaladas y no tendrá lugar de recebir sacramentos ni de llamar a Dios que le valga. O que considere que la sangre se corrompe, los humores abundan, que anda desordenado, come demasiado, hace poco ejercicio, que le dará una apoplejía o cualquiera otra enfermedad que lo acabe; pues tan presto se va el cordero como el carnero. Que no piense por verse fuerte de brazos, tieso de pie y pierna, robusto de cuerpo y sano de cabeza, que aquello es fijo y tiene cierta la estabilidad.

Ya me parece que le oigo decir: «Vos como pobre sois el que os habéis de morir y padecer aquesas desventuras; que yo soy rico, valido, valiente, discreto y generoso. Tengo buena casa, duermo en buena cama, como lo que quiero, huelgo según se me antoja; y donde no hay trabajos, no hay enfermedad ni llega la vejez.»

«¡Ah loco, loco! Pues a fe que Sansón, David, Salomón y Lázaro eran mejores, más discretos, valientes, galanes y ricos que tú y se murieron, que llegó su día. Y de Adán a ti han pasado muchos y ninguno dellos ha quedado en el siglo vivo.»

¡Quién les dijese aquesta verdad y que, si otra cosa piensan, que son tontos! Dígaselo Vargas. Atrévase a ellos un desesperado. Por menos que eso darán queja criminal de vos. No hay burlarse con poderosos ni mentar verdades. No me corre obligación de decirlas donde no han de ser bien admitidas y ha de resultarme notorio daño dellas. Baste para mi entender, y acá, para los de mi tamaño, saber que todo miente y que todos nos mentimos. Mil veces quisiera decir esto y no tratar de otra cosa, porque sólo entender esta verdad es lo que nos importa, que nos prometemos lo que no tenemos ni podemos cumplir.

El que se tiene por más valiente, sano de humores, más concertados y bien mezclados, ése no tiene punto de seguridad y está más presto para caer. No hay fuerzas tan robustas que resistan a un soplo de enfermedad. Somos unos montones de polvo: poco viento basta para dejarnos llanos con la tierra. Nadie se adule, ninguno forme de sí lo que no es ni lo que su sensualidad mentirosa le dice.

Diráte lo que a todos: «Poderoso eres, haz lo que quisieres; galán eres, pasea y huélgate; hermoso y rico eres, haz disoluciones; nobleza tienes, desprecia a los otros y ninguno se te atreva; injuriado estás, no se la perdones; regidor eres, rige tu negocio, pese a quien pesare y venga lo que viniere; juez eres, juzga por tu amigo y tropéllese todo; favor tienes, gástalo en tu gusto, dándole al pobre humo a narices, que no conviene a tu reputación, a tu oficio, a tu dignidad ni aun a tu honra que te pida lo que le debes ni la capa que le quitaste.»

Pues a fe, señores míos, ya sean quien quisieren ser o piensan que son, que no son lo que piensan. Y el mejor, cuando muy bueno, es un poco de polvo. Escojan de cuál polvo quieren ser, si de tierra o de ceniza, porque no hay otro. Y si de tierra, traigan a la memoria que cuando su principio fue lodo, porque se amasó con agua, y fue lo mismo que decirles que se fertilizasen para el cielo, conociéndose a sí mismos; ya saben que la tierra sin agua no da fruto. Y si la suya está seca con vicios y, con el rocío del cielo, santas inspiraciones no la regaren de buenas obras para que frutifique, perdonando injurias, pidiendo perdón de las cometidas, pagando lo que deben y haciendo verdadera penitencia, serán montones de ceniza, para nada buenos.

Aconteceráles lo que a la ceniza: que hacen della el jabón con que se limpian en otra parte las manchas y luego la echan a el muladar. Con su ejemplo escarmentarán otros que se salven y ellos irán a las carboneras del infierno. Ya son éstas verdades, ya se ha llegado el tiempo para decirlas. Y si mentí en mi juventud con la lozanía della, las experiencias me dicen y con la senetud conozco la falta que me hice.

Y nadie se atreva ni piense que le sucederá lo que a mí, vida larga, y, confiados en ella, se descuiden con la emmienda, dejándolo para después de muy maduros, que vendrá un solano que los lleve verdes. Nunca yo la tuve cierta ni a los más está segura. Que somos como las aves del cortijo: llega el águila y lleva la que le parece, o el dueño las va entresacando como se le antoja; ninguna tiene hora suya, unas van tras otras.

Yo también he ido tras de mi pensamiento, sin pensar parar en el mundo. Mas, como el fin que llevo es fabricar un hombre perfeto, siempre que hallo piedras para el edificio las voy amontonando. Son mi centro aquestas ocasiones y camino con ellas a él. Quédese aquí esta carga, que, si alcanzare a el tiempo, yo volveré por ella y no será tarde.

Vuelvo, pues, y digo que todo yo era mentira, como siempre. Quise ser para con algunos mártir y con otros confesor. Que no todo se puede ni debe comunicar con todos. Así nunca quise hacer plaza de mis trabajos ni publicarlos con puntualidad. A unos decía uno y a otros otro, y a ninguno sin su comento.

Y como a el mentiroso le sea tan importante la memoria, hoy lo contaba de una manera y mañana de otra diferente, todo trocado de como antes lo había dicho. Di lugar a que, conociéndome por mentiroso, no me diesen crédito, dándolo a la voz general. Porque realmente todos convenían en el hecho; aunque quitaban y ponían, como a cada uno se le antojaba y tú sueles hacerlo.

Ya, como novedad, por aquellos días no se trataba otra cosa en toda Roma. Mi yerro era su cuento y mi suciedad la salsa de sus conversaciones. Ya mi amo lo sabía; mas como prudente sentía y callaba, que no siempre se ha de dar el señor por entendido de todo, que sería obligarse, a ley de bueno, a el remedio dello. Disimulaba; mas no tanto que por algunas entrerrisitas y mirar de ojos no se lo conociese. Araba comigo que no le perdía sulco. Y como estaba bien a él disimular, también a mí el negar. Callábamos todos; empero no pudo ser sin que dejase de romper el diablo sus zapatos.

No faltó un amigo suyo y por el consiguiente mi enemigo, que, cogiéndolo a solas, le dijo cuánto le importaba para su calidad y crédito despedirme, por la publicidad con que se hablaba de sus cosas y que cada cual sentía dellas como quería. Que los caballeros de su profesión y oficio debían proceder según lo que representaban, porque de lo contrario, resultaría en perjuicio de la reputación de su dueño.

Este discurso es mío; que si no pasaron estas palabras formales, a lo menos creo serían otras equivalentes a ellas. Mas cualesquiera que fuesen, yo sé que ningunas le pudieron decir que no le fuesen a él muy sabidas, y sin duda le pesaría de que se las dijesen. Mas palabra no me dijo por entonces ni comigo hizo demonstración alguna que diferenciase de lo que siempre. Sólo que, como ya era entrada la cuaresma, tomóla por achaque para recogerse y no tratar de cosas de mujeres.

Desta manera corríamos. Mas con las demasías de lo que me pasaba por las calles, tomaron en casa los criados más licencia de la que convenía, por chacota y entretenimiento, empero entre burlas y veras me daban cordelejos, que no aprietan los cordeles en el tormento tanto. De manera, que ya no tenía parte segura ni pared adonde arrimarme, de donde no saliese un eco que me confesase los pecados.

Un día, yendo por una calle, me vi tan apurado de paciencia por todas partes, tan agostado el entendimiento, que casi me obligaron a hacer muchos disparates. Dijo bien el que preguntándole que en cuánto tiempo se podría volver un cuerdo loco, respondió: «Según le dieren priesa los muchachos.» Aquí me llegó el agua sobre la boca, vime anegado y renegado de mi sufrimiento. Quisiera tirar piedras; mas fuéronme a la mano un mocito de mi talle, traza y edad, bien compuesto, pero mal sufrido; porque tomando contra todo el común mi defensa, favorecido de otros dos o tres amigos que con él venían, resistieron con obras y palabras ásperas a los que me perseguían. Y sosegándolos a ellos y reportándome a mí, me llevó solo mano a mano a mi posada, dejándose allí a los compañeros deteniendo la gente.

Luego que allá llegamos, lo quisiera detener para hacerle algún regalo; empero no lo admitió. Supliquéle me dijese su posada y nombre. Negómelo todo, prometiendo volverme a visitar. Sólo me dijo que me tenía particular afición, así por mi persona, como por ser español de su nación. Que como tal sentía mis desgracias. Y con esto nos despedimos.

Yo llegué tan robada la color, tan encendidos los ojos, tan alborotado el entendimiento, que sin consideración, viendo servir la comida, me subí tras los pajes hasta la mesa del embajador, mi señor. Cuando allí me hallé igual a los gentileshombres, con capa y espada, conocí mi necedad. Quíselo remediar con salir de la pieza; mas fue tarde. Porque ya mi amo en el semblante me había conocido lo que llevaba. Preguntómelo y hallándome sin menudos, que no había trocado, mal prevenido de mentiras, díjele toda la verdad, sin pensar ni quererla decir. Y fue la primera que salió sin agua de mi taberna.

Mi amo calló; mas los criados, no pudiendo sufrir la risa, unos cubrían el rostro con las medias fuentes, trincheos y salvillas que tenían en las manos; otros, que las tenían vacías, cubriéndose la boca con ellas y reventándoles en el cuerpo, se salieron de la sala. Tanto se descompusieron, que monsiur se amohinó y, riñéndoles con palabras nunca dél usadas, reprehendió el atrevimiento en su presencia. Quedé tan avergonzado, tan otro yo por entonces, tan diferente de lo que antes era, cual si supiera de casos de honra o si tuviera rastro della.

¡Oh cuántas cosas castiga un rigor, adonde no pudo labrar el amor! ¡Cuánto importa muchas veces dar una notable caída, para mirar otras donde se ponen los pies y cómo se pasa! Entonces vi mi fealdad. En aquel espejo me conocí. Halléme de modo que por cuantos amos ni mujeres tenía el mundo no volviera más a tratar de sus corretajes ni a solicitarlas. ¡Qué buena resolución, si durara!

Pasóse aquesto y quedóse mi amo pensativo, la mano en la mejilla y el cobdo sobre la mesa, con el palillo de dientes en la boca, malcontento de que mis cosas corriesen de manera que le obligasen a lo que no pensaba hacer; aunque le convenía para evitar mayores daños, empeñándose tanto, que diese notable nota contra su reputación, por mi defensa. Que real y verdaderamente la muestra del paño del amo son sus criados. Mandóme bajar a comer y nunca de allí en adelante yo ni otro alguno de mis compañeros por muchos días le vimos el rostro alegre ni tan afable como tenía de costumbre.

Ya no me atrevía, como antes, a salir de casa, si no era de noche. Siempre asistía en mi aposento leyendo libros, tañendo, parlando con otros amigos. Y deste retirarme se causó en los de casa nuevo respeto, en los de fuera silencio y en mí otra diferente vida. Ya se caían las murmuraciones. Ya se olvidaban con el ausencia mis cosas, como si no hubieran sido.

Visitábame a menudo aquel mancebito que tomó mi defensa. Hízome muchos ofrecimientos de su hacienda y persona. Díjome su tierra y nombre, que había venido a Roma sobre cierto caso en que había de dispensar Su Santidad y que había gastado mucha hacienda y tiempo sin haber negociado.

Halléme obligado a su buen proceder. Creíle y, como deseaba se [m]e ofreciese ocasión en que pagarle algo de la mucha obligación en que me había puesto, le rogué me diese parte de su negocio, para que yo lo pidiese de merced a el embajador, mi señor, y se lo negociase brevemente. Agradeciómelo mucho y respondióme que ya se había tomado cierta vereda por donde caminaba y le daban buenas y ciertas esperanzas; mas que, si de allí escapase, recebiría la merced que le ofrecía.

Con esto fuimos dando y tomando razones, hasta que pidiéndome que saliésemos a pasear un poco a palacio, escusándome le dije la causa por que me había retirado y cuán bien me iba con ello, pues no saliendo de casa, estaba sosegado mi ánimo y el alboroto de la ciudad.

Era el mozo velloso y no menos que yo. Cogióme la palabra, por ser la que más él deseaba oírme, y díjome:

-Señor Guzmán, Vuestra Merced procede con tanta discreción, que se conoce bien ser suya, y tengo por tan acertado el remedio cuanto se me hace dificultoso entender que se pueda proseguir adelante. Pues los casos que se ofrecen obligan a los hombres a quebrantar los más firmes propósitos. Yo, si fuese Vuestra Merced, habiendo de restarme tanto tiempo encerrado, tendría por mejor ganarlo en otra parte, dando una vuelta por toda Italia. De donde no sólo se sacaría notable gusto; pero juntamente se conseguiría el fin que con estarse aquí encerrado se pretende. Y aun con más ventajas, pues el tiempo y ausencia lo gastan todo y son los mejores médicos que se hallan para sanar semejantes enfermedades.

Fueme juntamente con esto engolosinando con referirme curiosidades, las grandes excelencias de Florencia, la belleza de Génova, el incomparable único gobierno y regimiento de Venecia y otras de gusto, que de tal manera me dispusieron, cavando en mí aquella noche toda, que no la reposé ni pude imaginar en otra cosa. Ya me hallaba calzadas las espuelas caminando, porque luego en amaneciendo fui a dar de vestir al embajador, mi señor. Y dándole cuenta de aquella resolución, la estimó en mucho, teniéndola por honrada y acertada para todos.

Díjome luego lo que dije que le habían dicho y lo que le había pasado sobre mesa, cuando se quedó suspenso, cómo deseaba verme acomodado, por la grande afición que me tenía, y buscaba trazas para ello. Mas, pues era tan buena la mía, si me quisiera ir a Francia, daría sus cartas para que sus amigos me favoreciesen; o que hiciese la eleción que más me viniese a cuento, que de su parte haría comigo como tenía obligación a criado que tan bien le había servido.
Realmente yo quisiera pasar a Francia, por las grandezas y majestad que siempre oí de aquel reino y mucho mayores de su rey; mas no estaban entonces las cosas de manera que pudiera ejecutar mis deseos. Beséle las manos por la merced ofrecida y díjele que gustaría -dándome su bendición y licencia- de dar primero una vuelta por toda Italia, en especial a Florencia, que tanto me la tenían loada, y de camino a Siena, donde residía Pompeyo, un mi muy grande amigo, de quien su señoría tenía noticia por lo que de ordinario nos comunicábamos con cartas, aunque nunca nos habíamos visto. Mi amo se alegró mucho dello, y desde aquel mismo día comencé de aliñar mi viaje, llevando propuesto de allí adelante hacer libro nuevo, lavando con virtudes las manchas que me causó el vicio.