Atalaya de la vida humana/Libro II/III

De Wikisource, la biblioteca libre.
II
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
III
IV

III

Después de haber salido Guzmán de la cárcel, juega y gana, con que trata de irse a Milán secretamente

Salí de la cárcel, como de cárcel. No es necesario encarecerlo más, pues por lo menos es un vivo retrato del infierno. Salí con deseo de mi libertad y no hice mucho en desearla, que a quien tan injustamente se la quitaron, causa tuvo para temer mayores daños, por serle muy fácil de negociar al contrario cualquier demasía, pues no le fue dificultoso lo principal.

Quizá piensan algunos que Dios duerme; pues aun los que no tuvieron verdadero conocimiento suyo, lo temieron y temen. Preguntándole Isopo a Chilo «¿Qué hace Dios? ¿En qué se ocupa?», le respondió: «En levantar humildes y derribar soberbios.» Yo soy el malo y, pues me dieron pena, debí de tener culpa. Que no es de sospechar de un honrado juez, que profesa sciencia y santidad, se querrá empachar por amistades ni dádivas o miedos. Allá se lo hayan, juzgados han de ser; no quiero yo juzgarlos ni más molerlos.

Quedé tan escarmentado, tan escaldado y medroso, que de allí adelante aun del agua fría tuve miedo. Ni por el Torrón o cárcel ni cuatro calles a la redonda quisiera pasar, no tanto por la prisión que tuve, cuanto por haberme visto en ella tan sin razón ofendido. No vía vara de arriero que no se me antojase justicia. Desde allí propuse para siempre dejarme antes vencer que comparecer en tela de juicio. A lo menos escusarlo hasta no poder más, y que sea más fuerza que necesidad.

La cuenta que hago es el consejo que a otro di estando yo preso. Trujeron a la cárcel un hombre, por habérsele vendido un sayo que decían ser hurtado, y el dueño dél era muy mi amigo. Decía que, aunque sabía ser el preso persona sin sospecha, que le había de dar por lo menos a el vendedor, porque con aquel sayo le hurtaron otras muchas cosas. Yo le dije:

-Dejaos de pleitos y tomá vuestro sayo y no gastéis la capa, que os quedaréis en blanco sin uno ni otro, y el escribano lo ha de llevar todo.

No quiso, y porfiaba que había de hacer y acontecer, que le decían su procurador y letrado que tenía justicia. En resolución, anduvo más de quince días el pleito. No se halló culpa contra el preso. Probó ser hombre de bien. Echáronlo libre la puerta fuera, quedando mi amigo necio, arrepentido y gastado, de manera que vendió la capa y no gozó del sayo y aun se quedó por ventura sin jubón.

Déjense de pleitos los que pudieren excusarlos, que son los pleitos de casta de empleitas: vanles añadiendo de uno en uno los espartos y nunca se acaban si no los dejan de la mano. Tratan dellos los poderosos y por causas graves, que cada uno dellos tiene y puede tirar a la barra y tendránle respeto si gasta, tiene y no le falta; empero tú ni yo, que para cobrar cinco reales gastamos quince y se pierden ciento de tiempo, ganando mil pesadumbres y otros tantos enemigos... Y peor si los trujéremos con quien puede más, porque no es otra cosa pleitear un pobre contra un rico que luchar con un león o con un oso a fuerzas. Verdad es que se sabe de hombres que los han vencido; empero ha sido por maravilla o milagro. No son buenas burlas las que salen a la cara. ¿No ves y sabes que harán salir sol a media noche y lanzan los demonios en Bercebut?

A los pobretos como nosotros, la lechona nos pare gozques, y más en causas criminales, donde la calle de la justicia es ancha y larga: puede con mucha facilidad ir el juez por donde quisiere, ya por la una o por la otra acera o echar por medio. Puede francamente alargar el brazo y dar la mano, y aun de manera que se les quede lo que le pusiéredes en ella. Y el que no quisiere perecer, dóyselo por consejo, que a el juez dorarle los libros y a el escribano hacerle la pluma de plata: y échese a dormir, que no es necesario procurador ni letrado. Si en Italia fuera como en otras muchas provincias, aun en las bárbaras, donde, cuando absuelven o condenan, escribe el juez en la sentencia la causa que le movió a darla y en qué se fundó, fuera menor daño, porque la parte quedara satisfecha; y, cuando no, pudiera el superior enmendar el agravio.

Mas conocí un juez, a quien habiéndole pagado un mercader muy bien una sentencia, con ánimo de asombrar con ella su parte contraria, para que temeroso acetase un concierto, y, diciéndole un su particular amigo que lo supo que cómo contra tan evidente justicia sentenciaba, respondió que no importaba, pues había superiores que le desagraviarían, que no quería perder lo que le daban de presente.

Derrenieguen de un fallo destos a carga cerrada, que más verdaderamente se puede llamar fallo de presente indicativo, pues engaña y no juzga. Mi verdadera sentencia es que fallo ser necio el que, si puede, no lo evita. Y en buena filosofía es menor daño sufrir a uno, que a muchos. Cuando tu contrario te hiciere injuria, sólo uno te la hace y sólo él compasas; empero por cualquier camino que trates de vengarla, saltaste de la sartén al fuego, fuiste huyendo de un inconveniente y diste de cabeza en muchos.

¿Quiéreslo ver? Diréte las estaciones que se te ofrecen por andar. Lo primero podía ser encontrar con alguacil muy gran desvergonzado, que ayer fue tabernero, como su padre, si ya no tuvieron bodegón. Que si ladrón era el padre, mayor ladrón es el hijo. Compró aquella vara para comer o la trae de alquiler, como mula. Y para comer ha de hurtar, y a voz de «alguacil soy, traigo la vara del rey», ni teme al rey ni guarda ley, pues contra rey, contra Dios y ley te hará cien demasías de obras y palabras, poniéndote a pique de poderte acomular una resistencia.

Yo conocí en Granada un alguacil que tenía dos dientes postizos y en cierta refriega se los quitó, haciéndose sangre con sus manos mismas. Dijo que se los habían allí quebrado. Y aunque no salió bien dello, porque se averiguó la verdad, a lo menos ya no lo dejó por diligencia. En su mano será, si levantares la voz o meneares un brazo, probarte que la hiciste. Pondráte luego en poder de sus corchetes.

¡Mirá qué gentecilla tan de bien!: corchetes, infames, traidores, ladrones, borrachos, desvergonzados. Y de la manera que decía un gracioso lacayo, de sí mismo, cuando lo enojaban: «Quien dijo lacayo, dijo bodegón; quien dijo lacayo, dijo taberna; quien dijo lacayo, dijo inmundicia; y la mujer que se puso a parir hijo lacayo, no habrá maldad que della no se presuma»; yo también digo que quien dice corchetes, no hay vicio, bellaquería ni maldad que no diga. No tienen alma, son retratos de los mismos ministros del infierno. Así te llevan asido, cuando no sea por los cabezones y te hicieron esta cortesía, será por lo menos de manera que con mayor clemencia lleva el águila en sus uñas la temerosa liebre, que tú irás en las dellos. Daránte codazos y rempujones, diránte desvergüenzas, cual si tú fueras ellos, y no más de porque con aquello dan gusto a su amo y es costumbre suya, sin considerar que ni él ni ellos tienen más poder que para llevarte a buen cobro preso, sin hacerte injuria. Desta manera te harán ir a el retro vade, a la cárcel.

¿Quieres que te diga qué casa es, qué trato hay en ella, qué se padece y cómo se vive? Adelante lo hallarás en su proprio lugar; baste para en éste, que cuando allá llegues -mejor lo haga Dios-, después de haberte por el camino maltratado y quizá robado lo que tenías en la bolsa o faltriquera, te pondrán en las manos de un portero, y de tal casa, que, como si esclavo suyo fueras, te acomodará de la manera que quisiere o mejor se lo pagares.

Mal o peor has de callar la boca, que no estás en tu casa, sino en la suya, y debajo del poder, etcétera. Porque ni valentías valen allí ni amenazas los asombran. Registraránte un alcaide y sotalcaide, mandones y oficiales, a quien has de andar delante, la gorra en la mano, buscando invenciones de reverencias que hacerles.

Y de lo malo, esto no lo es tanto, porque verdaderamente alcaides hay que son padres, y tales los hallé siempre para mí, sin poderme nunca quejar dellos. Verdad sea que quieren comer de sus oficios, como cada cual del suyo, que aquello no se lo dan gracioso y harta gracia te hacen si redimes tu necesidad y te dan lado con que salgas a remediar tu vida, componer tu casa, defender tu pleito. Mas en fin es tu alcaide: puede querer o no querer, tiene mano en tu libertad y prisión.

Luego desde allí entras adorando un procurador. Y mira que te digo que no te digo nada dél, porque tiene su tiempo y cuándo, como empanadas de sábalo por la Semana Santa. Su semana les vendrá.

En resolución, por no detenerme dos veces con una misma gente, digo que serán tus dueños y has de sufrirles y a el solicitador, a el escribano, a el señor del oficio, a el oficial de cajón, a el mozo de papeles y a el muchacho que ha de llevar el pleito a tu letrado. Pues ya, cuando a su casa llegas y lo hallas enchamarrado, despachando a otros y esperando tu vez, como barco, quisieras esperar antes a un toro.

Diráte, cuando le hagas larga relación, que abrasará sus libros cuando no saliere con tu negocio. Todos lo dicen; pocos aciertan y ninguno los quema. Impórtate la diligencia. No está el escribiente allí para hacerla, porque fue a llevar los niños a la escuela o a misa con la señora. Pásase la ocasión por no escribirse la petición.

El señor licenciado sabe de leyes, pero no de letras; dita y no escribe, porque lo sacaron temprano de la escuela para los estudios, ya porque fue tarde a ella o por codicia de llegar presto a los Digestos, dejándose indigestos los principios. Como si bien escribir no supusiese bien leer y del bien leer y escribir naciese la buena ortografía y della la lengua latina y de aquí se fuese todo eslabonando uno con otro.

Bien está. Pasemos adelante, otro poco a otro cabo, que nos comemos aquí las capas y se gasta tiempo sin provecho. Lleguemos al juez ordinario. Ya te dije algo dél. No sé más que te diga, sino que públicamente vende a la justicia, recateando el precio y, si no le das lo que piden, te responden que no te la quieren dar, porque les tienes más de costa y hay otro junto a ti que le da más por ella.

Ya cuando llegares al superior, que pocas veces acontece, respeto del peje que muere acá primero, ya llegan allá desovados, flacos y sin provecho. Allí faltan intereses; pero hay pasiones algunas veces. Y como no salió de su bolsa lo que costaste a criar, eso se le dará que te azoten como que te ahorquen. Seis años más o menos de galeras no importa, que ahí son quequiera.

No sienten lo que sientes ni padecen lo que tú; son dioses de la tierra. Vanse a su casa, donde son servidos, por las calles adorados, por todo el pueblo temidos. ¿Qué piensas que se les da de nada? En su mano tienen poder para salvarte o condenarte. Así lo hará como más o menos se te inclinare o se lo pidieren.

Yo conocí un señor juez, el cual condenó a uno en cierta pena pecuniaria y aplicó della docientos ducados para la Cámara, y mandó por su sentencia que, en defeto de no pagarlos, fuese a servir diez años en las galeras a el remo, sin sueldo, y, en siendo cumplidos, fuese vuelto a la cárcel del mismo pueblo y en él fuese ahorcado públicamente. Para mí, habiendo de mandar una tan grande necedad, mejor dijera que lo ahorcaran primero y luego lo llevaran a galeras, a el revés.

Como le dijeron a un mal pintor, el cual, como en una conversación dijese que quería mandar blanquear su casa y luego pintarla, le dijo uno de los presentes: «Harto mejor hará Vuestra Merced en pintarla primero y blanquearla después.»

Jueces hay que juzgan al vuelo, como primero se les viene a la boca. Pues ya, si tienen asesor o compañero que les quiera ir a la mano, pensarán que quitarle una tilde o mitigar las palabras de su sentencia es como quitarlo del altar.

¿Ves cómo es menor mal que se vaya el que te ofendió con su atrevimiento y que tú te quedes libre de tanto detrimento? Que, cuando no fuese por lo ya dicho, estar sujeto a tantos, lo debieras permitir por no desacomodarte, desbaratando tu casa, trayendo corrida y por la misma razón en grave peligro tu honra y la persona de tu mujer, a tus hijos y hacienda.

Dirás: «¡Oh, que no es bien que aquel traidor que me ofendió se quede riendo de mí!» No por cierto, no es bueno ni razón; pero si así como así se han de reír de ti, menos malo es que se ría uno y no muchos. Que si uno se riere del agravio que te hizo, ciento se reirán después, viendo que fuiste necio dándoles tu dinero y que fue humo lo que con ello compraste. Y se burla de ti quien mejor esperanza te pone, porque con ella te pela más la bolsa.

«Bien está; empero por esto hay muchas iglesias y es largo el mundo.» Dime, inorante, ¿y por ventura con esto escusas esotro? A todo bien suceder, ¿es lo que has dicho más de una dilación de tiempo? Allí en la iglesia, ¿no sufres a el beneficiado, a el cura y a su merced el señor sacristán? ¿Cuánto piensas que has de padecer para que te sufran y te consientan?

¿Piensas que no hay más que decir: «A la iglesia me voy»? Pesadumbres hay grandes, dineros cuesta desacomodarte y no ha de ser aquello para siempre. Parécete de menor inconveniente salir de tu casa, irte de tu tierra en las ajenas, a reino estraño, y, si eres por ventura español, dondequiera que llegues has de ser mal recebido, aunque te hagan buena cara. Que aquesa ventaja hacemos a las más naciones del mundo, ser aborrecidos en todas y de todos. Cúya sea la culpa yo no lo sé.

Vas caminando por desiertos, de venta en venta, de posada en mesón. ¿Parécete buena gentecilla la que lleva el rey don Alonso? Venteros y mesoneros poco sabes quién son, pues en tan poco los estimas y no huyes dellos. Últimamente irás desacomodado, con mucha calor, con mucho frío, vientos, aguas y tiempos, padeciendo con personas y caminos malos. Ya pues, cuando mucho llueve, si crecen los arroyos no puedes pasar. Llégase la noche, la venta está lejos, el tiempo se cierra y descargan los nublados. Quisieras antes haberte muerto. Anda ya, déjate deso, estate sosegado. Bien es que te llamen cuerdo sufrido y no loco vengativo.

¿Qué te hicieron? ¿Qué te dijeron, que tanto lo intimas? Dijéronte verdad: tú diste la causa. Y si mintieron, quien miente miente, no te hizo agravio ni tienes de qué satisfacerte con tanto peligro, dejándolo para loco y estimándolo en poco. No podrás tomar dél mayor venganza ni darle más grave castigo. Déjalo pasar y haz tu negocio. Harto os he dicho, miradlo, que yo me vuelvo a el mío.

Salí de la cárcel y fuime a la posada, pobre, pensativo y triste. Díjele a Sayavedra:

-¿Qué te parece lo bien que se ha medrado en esta feria? Desta vez de laceria salimos, buen verde nos podremos dar con la ganancia. ¿Consideras agora bien de la manera que labran aquí sobre sano a los que tratan de cobrar su hacienda?

Él me dijo:

-Señor, ya lo veo, pues he sido testigo en todo lo pasado; mas ¿qué remedio a pasión de juez y a fuerzas de poderoso? Lo que más me pesa es que te quejarás de mí, por haber sido instrumento de tu daño, y más ahora con este consejo que tan mal y a la cara nos ha salido, deseando cobrar esta deuda. Mas el hombre propone y Dios dispone. No son éstas las costas de «¡quién pensara!», porque no se puede prevenir una pedrada que acaso tiró un loco y mató con ella, ni ser adevinos de cosas tan desproporcionadas a el entendimiento.

En esto hablábamos cuando entraron de fuera unos dos huéspedes de casa, que venían desafiados con un mozo ciudadano para jugar a los naipes. Y en una cuadra, de donde se apartaban su aposento del mío, pusieron una mesa y comenzaron el juego. Pues, como yo anduviese por allí paseándome, viendo lo que pasaba, quise por entretenimiento llegarme a cerca. Tomé una silla que primero hallé, y estuve sentado en ella viendo el juego de uno dellos por más de dos horas, que ni se cargaba más a la una que a la otra parte. Ya ganaban, ya perdían; todo así suspenso, sin haber diferencia conocida, entreteníase cada uno con el dinero que sacó para el juego, esperando ventura, y estábame yo deshaciendo.

Ellos no tenían pena y a mí me la daba, sin qué ni para qué, más de por sólo mirarle sus naipes, las veces que dejaba de ganar o perdía. ¡Oh estraña naturaleza nuestra, no más mía que general en todos! Que sin ser aquellos mis conocidos, ni alguno dellos, ni haberlos otra vez visto, pues aquella fue la primera, por haber estado preso aquellos días, y sin haberlos nunca tratado, me alegraba cuando ganaba el de mi parte.

¡Qué pecado tan sin provecho el mío, qué sin propósito y necio, desear que perdiesen los otros para que aquél se lo llevara! ¡Como si aquel interés fuera mío, como si me lo quitaran a mí o si hubieran de dármelo! Cuánta ignorancia es echarse sobre sus hombros cargos ajenos, que ni en sí tienen sustancia ni pueden ser de provecho.

Pónese la otra en su ventana y el otro a su puerta en asecho de la casa de su vecino, por saber quién salió antes del día o cuál entró a media noche, qué trujeron o qué llevaron, sólo por curiosidad, y de aquello averar o inferir sospechas, que por ventura son de cosas nunca hechas. Hermano, hermana, quítate de ahí. Ayude Dios a cada uno, si hace o no hace, que podrá ser no pecar la otra y pecar tú. ¿Qué te importa su vida o su muerte, su entrada o su salida? ¿Qué ganas o qué te dan por la mala noche que pasas? ¿Qué honra sacas de su deshonra? ¿Qué gusto recibes en eso? Que si por ventura con ello le hubieras de hacer algún bien, conozco de ti que por no hacérsele no lo hicieras, o si de velarle tú la casa se siguiera no robársela los ladrones y con mucho encarecimiento te lo pidieran, respondieras que harto más te importaba mirar la tuya, que allá se lo hubiese, que no te querías arromadizar ni aventurar tu salud por tu vecino. ¿Pues cómo para hacerle bien y caridad no te quieres aventurar ni un cuarto de hora y para sacar sus manchas a el sol estás toda una noche?

¿Ves cómo haces mal y que te digo verdad? ¿Conoces ya que te sería mejor y más importante a tu salud acostarte temprano, ver lo que pasa de tus puertas adentro y dejar las de los vecinos? ¿Quieres a pesar de tu alma cargarla con lo que no lleva la de la otra? Ella está salva y tú te condenas. ¿Juega quien se le antoja su hacienda y pésame a mí que pierda o que gane? Allá se lo haya.

Si gustas de ver jugar, mira desapasionadamente si puedes; mas no podrás, que eres como yo y harás lo mismo. Tendría, pues, por de menor inconveniente que jugases, antes que ponerte a mirar juego ajeno con pasión semejante. Que quien juega, ya que desea ganar, es aquella una batalla de dos entendimientos o cuatro. Aventuras en confianza del tuyo tu hacienda, deseas por lo menos que no te la lleven, procúrasla defender y a eso te pones, a que, como te la pueden quitar, la quites. Tienes en eso alguna manera de causa y escusa. Mas que sólo por ver ciegue tanto la pasión a un hombre de buena razón, dígame si la tengo en condenarla por disparate.

Al cabo ya de rato comenzó a embravecerse la mar y a nadar el dinero de una en otra parte. Íbase la cólera encendiendo, y los naipes cargaban a una banda de golpe, con que de golpe dieron con uno de los tres al agua, dejándolo con pérdida de más de cien escudos. Era el que yo miraba. Y quedé tan mohíno casi como él, pareciéndome haber estado en la mía su desgracia y haber yo sido el instrumento della, y también porque le sentí que no le debía quedar otro tanto caudal en toda su hacienda.

El juego ha de ser en una de dos maneras: o para granjería o entretenimiento. Si para granjería, no digo nada. Que los que las tratan son como los cosarios que salen por la mar, quien pilla, pilla: cada uno arme su navío lo mejor que pudiere y ojo a el virote. Andan en corso todo el año, para hacer en un día una buena suerte.

Los que juegan por entretenimiento, han de ser solos aquellos que señalan los mismos naipes. En ellos hallaremos dotrina, si se considera la pintura, reyes, caballos y sotas; de allí abajo no hay figuras hasta el as. Es decirnos que no los han de jugar otros que reyes, caballeros y soldados. A fe que no halles en ellos mercaderes, oficiales, letrados ni religiosos, porque no son de su profesión. Los ases lo dicen, que desde la sota, que es el soldado, hasta el as, que es la última carta, son chamuchina y avisarnos que cuantos más de los dichos los jugaren son todos unos asnos.

Y así lo fue mi ahijado en perder lo que por ventura no era suyo ni tenía con qué poderlo pagar. No quiero tampoco apretar la cuerda tanto que niegue los nobles entretenimientos. Que no llamo yo jugar a quien lo tomase por juego una vez o seis o diez en el año, de cosa que no diese cuidado ni pusiese codicia, mas de por sólo gusto. No embargante que tengo por imposible sentarse uno a jugar sin codicia de ganar, aunque sea un alfiler y lo juegue con su mujer o su hijo. Que, cuando no se juega interés de dinero, juégase a lo menos opinión del entendimiento y saber, y así nadie quiere que otro lo venza.

Este mi hombre dicho era uno de los huéspedes de mi posada. Repartióse la ganancia entre su compañero y el ciudadano. Quedaron desafiados para después de cena y así se fueron cada uno por su parte y el perdidoso a buscar dineros.

Debió de hacer en buscarlos toda buena diligencia; mas, como es metal pesado, vase siempre a lo hondo y sácase dificultosamente. No debió de hallarlos y vínose sin ellos a casa, más enfadado de los que no le dieron que de los que le ganaron. Andábase paseando por la cuadra, bufando como un toro. No cabía en toda ella; ya la paseaba por lo ancho, ya por largo, ya de rincón a rincón. Enfadábale todo, blasfemaba de la mala ciudad y del traidor que a ella le hizo venir; que no era tierra de hombres de bien, sino de salteadores, pues con tener en ella cien amigos conocidos y ricos, no había hallado en todos un real prestado. Votaba de hacer y acontecer, cuando en su tierra estuviese.

Yo callaba y oía. Y cuando se metió en su aposento, sentí que se asentó sobre la cama y en el mío se oían con el sonido de las tablas los golpes que debía de dar en ella.

Llamé a Sayavedra en secreto y díjele:

-Ocasión se me ofrece para salir de trabajos o irme a ser hospitalero. Y pues la poca moneda que me queda no es tanta que pueda sustentarnos mucho, cenemos bien o vámonos a dormir con un jarro de agua, pues así como así lo habemos de hacer mañana. ¿Qué te parece? ¿Tiéneslo a disparate o por cordura? ¿No será bueno que después de cena, que se han de volver a juntar éstos y a el tercero le faltan lanzas para entrar en la tela, que salga yo a los mantenedores de refresco a correr las mías, tomando un puesto, aventurando a perder o a ganar con esta miseria que me queda?

Sayavedra me respondió que para todo lo hallaría. Resuelto una vez a servirme, lo había de hacer con mucho cuidado; ya fuese de veras o en burlas, a saltear o a jugar, lo había de tener siempre a mi lado. Que hiciese lo que mandase. Pero que para no dar con la honrilla en el suelo, pues en aquella ocasión estábamos tan apretados, asegurásemos la pobreza. Para lo cual él se acomodaría de modo que con seguridad y sutileza correría todo el campo y me daría siempre aviso del juego de los contrarios, con que no pudiese perder, teniendo razonable cuenta.

Cuando esto me dijo, pudieran echarme nesgas a el pellejo, que no cabía de contento en él. Porque con mi habilidad y manos en el naipe, juntando el aviso suyo, pudiera volverles tres partes de la moneda; y entre mí dije: «No hay mal que no venga por bien. ¡Aun si el daño que me hizo lo viniese a restaurar por este camino!» Y deseaba decirle lo mismo; mas mucho me holgué que saliese de su boca la vileza y no de la mía. Que hasta en esto guardaba mis puntos de amo para con él. Que pudiera ser, si corriera de mi mano el triunfo, dijera entre sí: «¡Mirá por amor de mí a quien sirvo! Salí de ladrón y di en ventero. ¡A qué árbol me arrimo! Ganármela puede arrimada en la pared.» Y no estaba engañado.

¡Ta, ta, eso no, amigo! Entraos vos por los filos de mi espada y dejaos enhorabuena venir cuanto mandardes. Que a fe que primero habéis de confesaros que oírme de confesión. Prenda no me habéis de tomar sin que las vuestras estén rematadas. Mas ya una vez las máscaras quitadas, tenga y tengamos, démonos tantas en ancho como en largo, que no habrá más de por medio que los barriles.

Allí estuvimos dando y tomando grande rato, sobre cuáles eran señas mejores para dar el punto de ambos. Venimos a resolver que por los botones del sayo y coyunturas de los dedos, conforme a el arte de canto llano. De manera nos adiestramos en cuatro repasadas, que nos entendíamos ya mejor por señas que por la lengua.

Cuando ya se juntaron los combatientes, yo estaba paseándome por la cuadra, mi rosario en la mano, como un ermitaño, y en el aposento mi criado. Trataron de volver a jugar y el tercero dijo lo que le había pasado, que no halló a cierto amigo que le había de dar dineros; empero que, si querían fiar de su palabra hasta otro día, que jugaría papeles.

El ciudadano dijo:

-De buena gana lo hiciera; mas téngolo por mohína y siempre pierdo.

Desbaratábase ya la conversación y cada uno quería recogerse, y antes que lo hiciesen, dije:

-Pues ese caballero no juega, cuanto no sea más de para entretenimiento de pasar un rato de la noche y que no se deje tan santa obra por falta de un tercero, si Vuestras Mercedes gustan dello, yo tomaré un poco las cartas.

Alegráronse mucho, porque les parecí tordo nuevo, que aún el pico no tenía embebido, y que me tenían ya en sus bolsas el dinero, y por parecerles que, si perdía la moneda, que jugaría también la cadena, la cual yo descubrí adrede, quitándome los botones del sayo; y que, si me picaba, como era mozo, no habría de tener sufrimiento para dejar de arrojarles la soga tras el caldero, hasta que fuesen rocín y manzanas.

Comenzar queríamos nuestra faena y para ello llamé a Sayavedra y díjele:

-Daca de ahí algún dinero, si tienes.

Él sacó hasta cien reales que yo le había dado para que me diese, y apartóse un poco de allí en cuanto se comenzó a bullir el juego, y llamándolo a despabilar, le dije:

-¿Habemos de hacer esto nosotros? ¿Tanto tienes allá que hacer o que dormir, que no estarás aquí para lo que fueres menester?

Él calló y estúvose quedo de manera y en parte que ninguna persona del mundo pudiera juzgar mal dél, porque jamás me miró ni quitó la mano del pecho y deste modo me decía cuanto por allá pasaba.

Y aunque siempre nos entendimos, no siempre me di por entendido ni me aprovechaba de la cautela; antes, cuando ganaba dos o tres manos, me holgaba de perder algunas. Dejábalos otras veces cargar sobre mi dinero; empero ni mucho ni siempre, porque no me diesen pellizco y me dejasen. Dejábalos tocar, pero no entrar, y después dábales otra carga para picarlos.

Escaramucé de manera con ellos y con tal artificio, que los truje siempre golosos. Ya, cuando me pareció tiempo que se querían recoger y tenían los frenos encima de los colmillos, para estrellarse adondequiera, parecióme darles alcance y, viéndolos en la red, arrojéme a ellos y a el dinero, trayéndolo a mi poder en pocos lances.

Debí de ganarles a los dos lo que le habían ganado antes a el tercero. Quedaron tan corridos y picados, que me la juraron para el siguiente día, desafiándome al mismo juego. Acetéselo de buen ánimo. Vinieron y dejéme perder hasta treinta escudos, con que se levantaron. Porque con sola esta pérdida los quise tener entretenidos y cebados. Y el uno dellos dijo:

-Alarguémonos algo, porque ya es tarde.

Respondíle a esto:

-Antes por la misma razón lo será mayor que nos acostemos y lo dejemos para mañana. Que siendo Vuestras Mercedes servidos, lo podremos hacer, tomándolo de más temprano y jugando cuan largo les diere gusto.

Holgaron de oírme y de haberme ganado, creyendo que había mucho que poderme ganar. Otro día se juntaron con muy gentiles bolsas de doblones castellanos, bien armados y a punto de guerra. Tendieron sobre la mesa puños dellos, de a dos, de a cuatro y algunos de a diez, como si fueran de cobre, diciendo:

-Buen ánimo, soldado, que aquí tiene Vuestra Merced esto a su servicio.

Y respondíles:

-Aunque yo no soy tan rico que pueda servir a Vuestras Mercedes con tanta moneda, no me faltará la voluntad, a lo menos como de un criado.

Quise decirles para pasar a mi poder esa bella compañía de hombres de armas. Comenzamos a jugar y fuelos cansando poco a poco, dándoles cuerda, hasta que, viéndolos ya parejos, les di una bella rociada y en pocas manos vi puestos en estas mías más de quinientos escudos, con que no quisieron jugar más hasta otro día, que dijeron que volverían.

Holgué mucho de oírselo, tanto porque ya tenían pareja la sangre y yo sosegado el pecho, y por parecerme que aquello me bastaba para entonces; empero no sabré decir cuánto me alegré de que se alzasen ellos, que siempre lo tuve por costumbre, para no mover ocasión de pendencia, que saliese de su voluntad jugar o no jugar. Ellos en buen hora se fueron y yo temeroso que por ventura el natural, como natural, y el forastero, como necesitado, me hiciesen alguna demasía. Ya yo sabía cómo corría la justicia de la tierra. Dije a Sayavedra, cuando estuvimos a solas, que sin hablar palabra ni decir adónde hacíamos el viaje, tomase por la mañana caballos para ir la vuelta de Milán. Así se puso en obra, dejándolos mohínos y sin blanca.