Caminando a Milán Guzmán de Alfarache, le da cuenta Sayavedra de su vida
A Milán caminábamos con tanta priesa como miedo; que como es alto de cuerpo, de lejos lo devisaba y siempre con su sombra me temblaba el corazón, recelando el peligro en que él mismo me había puesto. Porque siempre creí que ninguna culpa quedó sin pena ni malo sin castigo. Ya deseaba que naciesen con alas los caballos, para que volara el mío. Mas, pobre de mí, que lo mismo fuera, pues también las tuvieran los otros para darnos alcance. Todo lo vía lleno de malezas, en todo temía peligro y más en la tardanza.
Yo con mis pensamientos y Sayavedra con los suyos, íbamos mudos ambos, aunque con gran diferencia, que sólo el mío era de verme puesto en salvo y Sayavedra deseando saber lo que había de tocar de las monedas.
Fuemos caminando grande rato, hasta que por despedir el temor, que tanto me atribulaba, olvidándolo con algún entretenimiento, pareciéndome ser tan de locos callar mucho por los caminos como hablar mucho en las plazas, dije a Sayavedra que tratásemos alguna cosa o me contase algún cuento de gusto. Entonces él, hallando su bola en medio de los bolos, tomó por donde quiso y dijo:
-De un cuento quisiera yo que hubiera sido el gusto de la ganancia; mas yo confío que haber venido a servir a Vuestra Merced será no sólo para satisfación de mi deuda, pero aun para gran exceso de granjería.
Holguéme de oírle y que me hubiese tocado en aquella tecla y así le respondí:
-Hermano Sayavedra, lo pasado pasado, que no hay hombre tan hombre que por aquí o por allí no tenga un resbaladero. Todos vivimos en carne y toda carne tiene flaqueza. Otros la tienen por otros caminos, como diste tú en éste. Dios guarde mi juicio, que no sé lo que será de mí. Tan ocasionado me veo como el que más, para cometer cualquier atrevimiento; que quien dio en el pasado que no fue menos que hurto ganar con engaño la miseria de aquellos pobretos, que quizá era todo el remedio de sus vidas, no perdonara un talego si lo hallara huérfano de padre y madre, aunque tuviera mil escudos y, pues dimos en esto y de tu entendimiento conozco que se te alcanza cualquier lance, creo que habrás echado de ver que ni trato en Indias ni soy Fúcar. Soy un pobre mozo como tú, desamparado de su comodidad por las causas que bien sabes, y no con más ni mejor oficio del que has visto. Ya que no tengo de hacer vileza ni tener mal trato, a lo menos he de procurar honrosamente mi sustento, como lo debe hacer cualquier hombre de bien, sin dejarme caer punto del en que mis padres me dejaron y mi fortuna me puso. Que si el embajador mi señor me tuvo en su casa y le serví, fue por el amor que me tuvo desde niño y por la instancia que hizo con mis padres, cuyo conocimiento fue muy antiguo un tiempo que se conocieron en París, y así me pidió, diciéndoles que me quería hacer hombre. Mas ya que aquello me sucedió y de su casa salí, no pienso volver más a ella, si no fuere descansado y rico. Dondequiera se amasa buen pan y ya el de Roma me tiene muy ahíto. Y no será maravilla que todos busquemos manera de vivir, como la buscan otros de menos habilidad. Si no, pon los ojos en cuantos hoy viven, considéralos y hallarás que van buscando sus acrecentamientos y faltando a sus obligaciones por aquí o por allí. Cada uno procura de valer más. El señor quiere adelantar sus estados, el caballero su mayorazgo, el mercader su trato, el oficial su oficio y no todas veces con la limpieza que fuera lícito. Que algunas acontece, por meterse hasta los codos en la ganancia, zabullirse hasta los ojos, no quiero yo decir en el infierno; dilo tú, que tienes mayor atrevimiento.
En resolución, todo el mundo es la Rochela en este caso: cada cual vive para sí, quien pilla, pilla, y sólo pagan los desdichados como tú. Si fueras ladrón de marca mayor, destos de a trecientos, de a cuatrocientos mil ducados, que pudieras comprar favor y justicia, pasaras como ellos; mas los desdichados que ni saben tratos ni toman rentas ni receptorias ni saben alzarse a su mano con mucho, concertándose después por poco, pagado en tercios, tarde, mal y nunca, estos bellacos vayan a galeras, ahórquenlos, no por ladrones, que ya por eso no ahorcan, sino por malos oficiales de su oficio. Diréte lo que oí a un esclavo negro, entre bozal y ladino, que viene bien aquí. En Madrid en el tiempo de mi niñez, que allí residí, sacaron a hacer justicia de dos adúlteros. Y como esto, aunque se pratica mucho, se castiga poco, que nunca faltan buenos y dineros con que se allane, mas esta vez y con el marido desta mujer no aprovecharon. Salió mucho número de gente a verlos, en especial mujeres -que no cabían por las calles, en toda la plaza ni ventanas-, todas lastimadas de aquella desgracia. Ya, cuando el marido le tuvo cortada la cabeza, dijo el negro: «¡Ah Dioso, cuánta se le ve, que se le puede hacelé!» Bien pudiéramos también decir cuántos hay que condenan otros a la horca, donde parecieran ellos muy mejor y con más causa. De nada me maravillo ni hago ascos; bailar tengo al son que todos, dure lo que durare, como cuchara de pan. Y pues dices que quieres mi compañía y gustas della, no creo se te hará mala ni dificultosa de llevar; porque soy compañero que sé agradecer y estimar lo que por mí se hace. A las obras me remito; ellas darán testimonio, el tiempo andando. Mas porque también el premio es quien adelanta la virtud, animando a los hombres con esfuerzo, y es flaqueza de ánimo no tenerle, cuando dél puede resultar alguna gloria o beneficio, ni cumple la persona con lo que debe, cuando no trabaja, pues nació para ello y dello se ha de sustentar, será muy justo que, conforme a lo que cada uno metiere de puesto, saque la ganancia. Paréceme dar asiento a esto, como primera piedra del edificio, y después trataremos de lo que se fuere más ofreciendo. Todo lo que cayere o se nos viniere a las manos, así de frutos caídos como por caer, se harán tres partes iguales, de todas las cuales tendrás tú la una y la otra será para mí; la tercera será para gastos de avería, que no todas veces hace buen tiempo ni podremos navegar a viento en popa ni con bonanza, para las calmas.
Y si arribáremos, es bien que no nos falten bastimentos, y, si embistiéremos o diéremos en bajío, no falte batel en que salvarnos. Esta parte se pondrá siempre por sí. Ha de ser como un erario para socorro de necesidades. Que, si con tiento vamos, pues entendimiento no falta y entendemos algo del pilotaje, no me contento menos que con un regimiento de mi tierra y hacienda con que pasar descansadamente, antes de seis años. Alarga el ánimo a lo mismo, que también tendrás otro tanto con que poder volver a Valencia. No andes a raterías, hurtando cartillas, ladrón de coplas, que no se saca de tales hurtos otro provecho que infamia. En resolución, morir ahorcados o comer con trompetas: que la vida en un día es acabada y la de los trabajos es muerte cotidiana. Cuanto más que, si nos diéremos buena maña, presto llegaremos a mayores y no tendremos que temer, porque serán todos los meses de a treinta días y, como son a escuras todos los gatos negros, entenderémonos a coplas, que un lobo a otro nunca se muerde. Aquí tienes tu tercio de lo pasado, si lo quisieres luego, que no es justo retener a nadie su hacienda. Hágate Dios bien con lo que fuere tuyo y dénos gracia; que con tal pie y buena estrella se funde la compañía, que no vengamos a manos de piratas, que no tienen ojo a más que desflorar lo guisado y comer el hervor de la olla.
Con esto y mostrarme liberal fue asegurarle la persona que no me dejase. Porque, habiendo de buscar marisco, no pudiera hallar compañero más a propósito ni tan bueno. Demás que, siendo igual mío, era criado y me reconocía por amo, que no es pequeña ventaja para cualquiera cosa llevar la mano.
Él quedó tan rendido como agradecido, y de uno en otro lance venimos a dar en preguntarle yo la causa que le había movido a robarme, y dijo:
-Señor, ya no puedo, aunque quisiese, dejar de hacer alarde público de mi vida, tanto por la merced recebida con tanta liberalidad en todo lo pasado, como por ser notoria y que con quien se ha de vivir ha de ser el trato llano, sin tener algo encubierto. Que no sólo a confesores, letrados y médicos ha de tratarse siempre verdad; pero entre los de nuestro trato jamás faltó entre nosotros mismos, para podernos conservar. Y cumpliendo con tantas obligaciones, Vuesa Merced sabrá que soy valenciano, hijo de padres honrados, que aún podrá ser conocerlos algún día por la fama, que ya, sea Dios loado, son difuntos. Fuemos dos hermanos y entrambos desgraciados, ya fuese porque de niños quedamos consentidos, ya porque, dejándonos llevar de los impulsos de nuestro apetito, sin hacerles la debida resistencia, consentimos en esta tentación, que mejor diría dimos en esta flaqueza, no creyendo los daños venideros; antes con el cebo de presentes gustos, hasta que ya resueltos una vez a ello, no se pudo volver atrás. El otro mi hermano es mayor que yo y, aunque ambos y cada uno teníamos razonable pasadía, mas aun eso no nos puso freno. Tanta es o fue la fuerza de nuestra estrella y tanto el de la mala inclinación a no esquivarnos della, que, pospuesto el honor, con más deseo de ver tierras que de sustentarle, salimos a nuestras aventuras. Mas porque pudiera ser no sucedernos de la manera que teníamos pensado y para en cualquier trabajo no ser conocidos ni quedar con infamia, fuemos de acuerdo en mudar de nombres. Mi hermano, como buen latino y gentil estudiante, anduvo por los aires derivando el suyo. Llamábase Juan Martí. Hizo de Juan, Luján, y del Martí, Mateo; y, volviéndolo por pasiva, llamóse Mateo Luján. Desta manera desbarró por el mundo y el mundo me dicen que le dio el pago tan bien como a mí. Yo, como no tengo letras ni sé más que un monacillo, eché por estos trigos y, sabiendo ser caballeros principales los Sayavedras de Sevilla, dije ser de allá y púseme su apellido; mas ni estuve jamás en Sevilla ni della sé más de lo que aquí he dicho. Desta manera salimos en un día juntos peregrinando; empero cada uno tomó luego por su parte. Dél me dicen algunos, que de vista le conocen, haberlo visto en Castilla y por el Andalucía muy maltratado, que de allí pasó a las Indias, donde también le fue mal.
Yo tomé otra diferente derrota. Fuime a Barcelona, de donde pasé a Italia con las galeras. Gasté lo que saqué de mi casa. Halléme muy pobre y, como la necesidad obliga muchas veces, como dicen, a lo que el hombre no piensa, rodando y trompicando con la hambre, di comigo en el reino de Nápoles, donde siempre tuve deseo de residir, por lo que de aquella ciudad me decían. Anduve por todo él, gastando de lo que no tenía, hecho un muy gentil pícaro, de donde di en acompañarme con otros como yo; y de uno en otro escalón salí muy gentil oficial de la carda. Híceme camarada con los maestros. Lleguéme a ellos por cubrirme con su sombra en las adversidades. Así les anduve subordinado, porque mi pobreza siempre fue tanta que nunca tuve caudal con que vestirme, para poner tienda de por mí. No por falta de habilidad, que mejor tijera que la mía no la tiene todo el oficio. Pudiera leerles a todos ellos cuatro cursos de latrocinio y dos de pasante. Porque me di tal maña en los estudios, cuando lo aprendí, que salí sacre. Ninguno entendió como yo la cicatería. Fui muy gentil caleta, buzo, cuatrero, maleador y mareador, pala, poleo, escolta, estafa y zorro. Ninguno de mi tamaño ni mayor que yo seis años, en mi presencia dejó de reconocerse bajamanero y baharí. Mas como por antigüedad y reputación tenían tiranizado el nombre de famosos Césares ellos, y a nosotros los pobretos nos traían de casa en casa, fregando la plata, haciendo los ojeos, buscando achaques, preguntando en unas partes: «¿vive aquí el señor Fulano?», «¿han menester vuestras mercedes un mozo?», «¿quieren comprar un estuche fino?», era de los que cortábamos a las mujeres, que, haciéndolos aderezar con cintas nuevas, los íbamos a vender. Otras veces fingíamos entrar a orinar y, si acertábamos con la caballeriza, donde nunca faltaba la manta de la mula, la almohaza o criba, la capa del mozo y el trabón, cuando más no podíamos, y, si acaso allí nos vían, luego bajándonos a el suelo, soltando la cinta de los calzones, nos poníamos a un rincón y, en diciéndonos «Ladrón, ¿y qué hacéis vos aquí?», nos levantábamos atacando y respondíamos: «Mire Vuestra Merced cómo y con quién habla, que no hay aquí algún ladrón; halléme necesitado de la persona y entréme aquí dentro.» Unos lo creían, otros no; empero pasábamos adelante.
Otras veces tomábamos por achaque, y no malo, entrarnos por toda la casa, hasta hallar en qué topar y, si nos vían, luego pedíamos limosna. Con estos y otros achaques no había clavo en pared que no contásemos o quitásemos: nada tenía seguridad. Yo era rapacejo delgadillo, de pocas carnes, trazador y sobre todo ligero como un gamo. Acechaba de día el trabajo de la noche, sin empacharme por el tiempo y a pesar del sueño. Asistíamos de día como buenos cristianos en las iglesias, en sermones, misas, estaciones, jubileos, fiestas y procesiones. Íbamos a las comedias, a ver justiciados y a todas y cualesquier juntas donde sabíamos haber concurso de gente, procurándonos hallar a la contina en el mayor aprieto, entrando y saliendo por él una y mil veces, porque de cada viaje no faltaba ocupación provechosa. Ya sacábamos las dagas, lienzos, bolsas, rosarios, estuches, joyas de mujeres, dijes de niños. Cuando más no podía, con las tijeras, que siempre andaban en la mano, del mejor ferreruelo que me parecía y del más pintado gentilhombre le sacaba por detrás o por un lado, si acaso con el aprieto se le caía, para tres o cuatro pares de soletas. Y lo que yo desto más gustaba era verlos ir después hechos un retrato de San Martín, con media capa menos, dándole vueltas y haciendo gente. Y así se iban corridos, viendo cortadas las faldas por vergonzoso lugar. Cuando esto no bastaba, nos llegábamos a las colgaduras de seda o tela de oro, que nunca reparábamos en hacerles cortesía más a esto que a esotro; antes a más moros más ganancia, y por lo bajo dellas le sacábamos a una pieza o dos, como teníamos la ocasión y tiempo, lo que mejor podíamos. Y en los aires hacíamos dello cuerpos a mujeres, bolsos, manguitas a niños, y otras mil cosas a este tono, acomodándolo siempre como no se perdiese hilo en aquello que más y mejor podía servir. Poco a poco nos venimos acercando a la ciudad, con la fama de que venía nuevo virrey, que a las tales fiestas, a toros y ferias, caminábamos de cien millas, cuando era necesario. La costa del camino era siempre poca, que de los unos lugares íbamos proveídos para los otros de muy buenas gallinas, capones, pollos, palomas duendas, jamones de tocino y algunas alhajas que con facilidad se nos venían a la mano.
Porque, como para tomar buena posada se procuraba entrar siempre con sol, en aquel breve tiempo, hasta las horas de recogernos, recorríamos los portillos de todo el pueblo y cuanto había dentro, con achaque de ir pidiendo «Para un estudiante pobre que vuelve a su tierra necesitado», no tanto por lo que nos habían de dar cuanto por lo que les habíamos de quitar, dando vista por los gallineros, para trazar cómo mejor poderlos despoblar. Demás que para las ventas y cortijos llevaba sedales fuertes; con finos anzuelos y con un cortezoncito de pan y seis granos de trigo se nos venían a las manos, y jamás eché lance que dejase de sacar peje como el brazo. Y a mal mal suceder, cuando se caía la casa y no se hallaba qué comer, a lo menos una muy bella posta de ternera no nos podía faltar, como la quisiésemos, de la primera y más pintada que hallábamos en el camino. Luego que a Nápoles llegamos, anduvo los primeros días muy bueno el oficio. Trabajóse mucho, muy bien y de provecho. Vestíme de manera que con la presencia pudiera entretener la reputación de hombre de bien y engañar con la pinta. Y si como la entrada que hicimos de juego de cañas, de oro y verde, solene y bien sazonada de sal, no se nos percudiera después a los fines por mi poco sufrimiento, de allí quedara en buen puesto; mas harto hice con escapar el pellejo y sanas las aldabas. Yo tuve la culpa que me saliesen los huevos güeros; mas, Dios loado, que pudiera ser el daño mayor y aqueso me puso consuelo. Uno de mis camaradas era de la tierra, criado de un regente del Consejo Colateral y sus padres le habían servido. Diósele a conocer, fuele a besar las manos y no las volvió vacías; porque, holgándose de verlo, le ofreció de hacer toda merced, y no a el fiado, sino diciendo y haciendo. Que pocas veces y en pocos acontece comer en un plato y a una mesa. Mas, cuando es el ánimo generoso, siempre se huelga de dar, y más le crece cuanto más le piden. Porque siempre fue condición del dar hacer a los hombres claros, cuanto los vuelve sujetos el recebir. Luego lo acomodó en algunos negocios, a la verdad honrados y dignos de otro mejor sujeto. Andábamos a su sombra, hechos otros virreyes de la tierra, sin haber en toda ella quien se nos atreviera. Con este abrigo nos alargábamos a cosas en que por ventura nuestros ánimos no bastaran solos. Era él nuestra lengua.
Decíanos dónde habíamos de acudir y cómo lo habíamos de hacer, a qué horas tendríamos mayor seguridad, por dónde podríamos entrar y de qué personas nos habíamos de recelar. Que, como diremos, los que hacen los hurtos más famosos, más calificados y de importancia, son los llegados a las justicias. Fáltales temor, tienen favor sobrado, llega la necesidad, ofrécese ocasión: remédielo Dios todopoderoso. Iba yo un día luchando a brazo partido con el pensamiento, deseoso de hallar en qué poder entretenerme, porque casi era mediodía y no habíamos ensartado aguja ni dado puntada. Pues volver a casa manivacío, sin haber llevado la provisión por delante y que por ventura los compañeros tuviesen ya labrada la miel, me llamaran zángano, que se la quería comer mis manos lavadas; teníamoslo por caso de menos valer, ir a mesa puesta sin llevar por delante la costa hecha. Vi una casa de buena traza, y a lo que parecía mostraba ser de algún hombre honrado ciudadano. Entréme por ella, como si fuera mía; que nunca el tímido fue buen cirujano. Aun allá dicen las viejas a los medrosos en España, por manera de hablar, cuando uno va con espacio: «Anda, anda, que parece que vas a hurtar.» Dondequiera y siempre me parecía entrar por mi casa o que iba con vara de justicia y mandamiento de contado. Miré a una y otra parte, deseando hallar en qué topasen los ojos que diese quehacer a las manos. Quiso la fortuna depararles encima de un bufete una saya grande negra, de terciopelo labrado, de que pudiera bien sacar tres pares de vestidos, calzones y ropillas; porque tenía más de quince varas y podían encajárselos aunque fueran los mocitos más curiosos de la tierra. Estuve avizorando por todo aquello si podría sacar aquella prenda sin costas ni daño de barras, y en toda la casa ni en parte della sentí haber quien impedírmelo pudiese. Metíla debajo del brazo y en dos cabriolas me puse de pies en la puerta de la calle. Cuando a ella llegué, llegaba también el señor de la casa, el cual era Maestredata en la ciudad, y, viéndome salir asobarcado, preguntóme quién era y por lo que llevaba. En aquel punto mismo saqué de la necesidad el consejo y sin turbarme, antes con rostro alegre, le dije: «Quiere mi señora que se le tome un poco de alforza en esta saya y se la recoja de cintura, porque no le hace buen asiento por delante, y mándame que se la traiga luego.» Él me dijo: «Pues por vida vuestra, maestro, que se haga presto y de vuestra mano.» Con esto salí la calle abajo, dando más vueltas que una culebra, ya por aquí, ya por acullá, por desmentir el rastro.
Después vine a saber, por mi mal, que luego como en casa entró, sintió alborotado el bodegón, revuelto el palomar y las mujeres a manga por hombro, dando y tomando sobre 'daca la saya', 'toma la saya', y la saya que no parecía: 'tú la quitaste', 'aquí la puse', 'acullá la dejé', 'quién salió', 'quién entro', 'ninguno ha venido de fuera', 'pues parecer tiene', 'los de casa la tienen', 'tú me la pagarás'. Andaba una grita y algazara, que se venían los techos a el suelo sin entenderse los unos con los otros. En esto entró el dueño, conociendo su yerro en haberme dejado salir con ella, y reportando a su mujer le dijo que un ladrón la llevaba, contándole lo que comigo había pasado a su misma puerta. Salióme a buscar; mas con mi buena diligencia me desparecí por entonces, dando con la persona en salvo y poniendo la prenda en cobro. Luego aquella noche me fui a casa del gran Condestable, con deseo de poder ejecutar un lance que algunos días antes había hecho en borrón; aunque lo traía ya en blanco y hilvanado, nunca tuve ocasión para poderlo sacar en limpio hasta entonces. Juntábanse allí muchos caballeros a jugar y de ordinario se solían hacer tres o cuatro mesas, asistiendo de noche a ellas un paje o dos de guarda. Sobre cada tabla estaba puesta su carpeta de seda y dos candeleros de plata. Yo llevaba comigo contrahechos un par, de muy gentil estaño, y tales, que de los finos a ellos no se hiciera diferencia, no más en la color que de la misma hechura, buscados a propósito para el mismo efeto. Llevé también dos velas y, todo bien cubierto, me puse a un rincón de la sala, según otras veces lo había hecho, aguardando lance y dando a entender ser criado de alguno de aquellos caballeros. Dos que jugaban a los cientos en una de aquellas mesas pidieron velas. No había más allí de un paje, y tan dormido, que habiéndolas ya dos veces pedido, no recordaba ni respondía. Yo acudí luego y, aderezando mis velas acá fuera, levantado el ferreruelo por cima del hombro, como criado de casa, las metí en los candeleros que llevaba y los de plata debajo del brazo, con que me fui recogiendo hasta la posada; en donde, juntándolos con algunas otras piezas de plata que había recogido, por quitarme de achaques y pesadumbres, 'si son míos o si son tuyos', 'daca señas', 'toma señas', 'de dónde lo compraste', 'quién te lo vendió', acogíme a lo seguro: hice de todo una pasta y en un muy gentil tejo lo llevé a mi capitán, para que con su autoridad y buen crédito lo vendiese.
Hízolo así. Sacó su quinto, según le pertenecía, y diome la resta en reales de contado, sin defraudarme un cabello. Ya era entre nosotros orden que a nuestra cabeza le habíamos de acudir con aquella parte de todo lo que se trabajase, y esos eran sus derechos, tan bien pagados y ciertos, como los de su Majestad en lo mejor de las Indias. Con esta gabela éramos dél amparados en cualquier peligro. Ninguno piense maxcar a dos carrillos, que no hay dignidad sin pinsión en esta vida. Cada cual tiene sus dos hileras de dientes y muelas; todos quieren comer; en todo hay pechos y derechos y corren intereses. Una mano lava la otra y entrambas la cara. Si me dan el capón, justo será que le dé una pechuga. Y no hay dinero mejor empleado que en un ángel de guarda semejante. Palas hay tan tiranos y desalmados, que luego estafan y lo aplican todo para sí; quieren el pan y las maseras, el trabajo y el provecho, sin dejarnos otra cosa que el peligro y la pena dél, si nos cogen. Álzansenos a mayores, como Pizarro con las Indias. Cuando mucho nos dan y grande merced nos hacen es de los escamochos, lo que no les vale de provecho, reservando para sí la gruesa del beneficio, como lo hizo Alejandro comigo. Y después, cuando nos avizoran en el agonía, cálanse las gavias y no conocen a nadie. Mas entre nosotros con este milanés había muy buena orden. Porque de ninguna manera no quería llevarnos más de su solo quinto. Y si alguna vez, teniendo necesidad, nos pedía le prestásemos algo a buena cuenta y se lo dábamos, luego lo asentaba en su libro, poniéndolo en el ha de haber y a la margen un ojo, a descontar. No, no: buena cuenta teníamos en todo siempre; ayudase a cada uno su buena fortuna. Mis compañeros no holgaban, que, como buenos caseros, jamás vinieron las manos en el seno. Éramos cuatro, tres a la faena y el capitán para nuestra defensa. Íbamos algunas veces llevándole por delante, para, si alguno de nosotros diese salto en vago, hallándolo con el hurto en las manos, que hubiese quien lo abonase o volverse por él, dándole dos o tres pescozones, enviándolo de allí, diciendo: «Andad para bellaco ladrón y voto a tal que, si más os veo hurtar, que os he de hacer echar a galeras.» Creían con esto los presentes que serían aquéllos gente honrada y piadosa. Pasábamos con aquella fortuna. Otros había tan pertinaces y duros, que con una cólera de fieras nos apretaban demasiado, no dejándonos de la mano hasta hacernos prender.
A éstos llegaban y les decían: «Deje Vuestra Merced a este bellaco ladrón, déle cien coces y no le haga prender; es un pobreto y se comerá en la cárcel de piojos. ¿Qué gana Vuestra Merced en hacerle mal? ¡Tirad de aquí, bellaco!» Y con esto nos daban un rempujón que nos hacían hocicar, por sacarnos de sus brazos. Empero, si todavía porfiaba no queriéndonos largar, hacíamos nuestra diligencia en desasirnos y volvíamoslo pendencia, diciendo que mentía, que tan hombres de bien éramos como él. Ellos en la fuga se metían de por medio, en son de meter paz, ayudándonos a despartir y ponernos en libertad, y si necesario era, cuando no podían, derramaban el poleo: del aire buscaban achaque, incitando con palabras a venir a las obras, hasta que con el alboroto mayor se sosegaba el menor y así nos escabullíamos. Otras veces, que íbamos huyendo con el hurto, si alguno venía corriendo tras de nosotros y dándonos alcance, salíale un compañero de través a detenerlo poniéndosele delante y preguntando sobre qué había sido la pesadumbre, no dejando pasar de allí, a modo de querer poner paz y sosegarlo. Y por muy poquita demora que de cualquier manera hubiese, les tomábamos grandísima ventaja. Porque demás de la que siempre hace quien huye a quien corre, pone alas en los pies el miedo en casos tales. Los que corren se cansan presto naturalmente con el corto ánimo de hacer mal, que los desmaya, no obstante que quieran y lo procuren; mas esles imposible forzar a la naturaleza, la cual siempre favorece a los que desean salvarse. De una o de otra manera, siempre los detenían. Otras veces nos abonaban, cuando había pasado la palabra con el hurto y no se nos hallaba, porque ya lo teníamos de allí tres calles o cuatro. De manera que sus buenas palabras, intercesiones y abonos hacían que fuésemos libres de la mala opinión que se nos achacaba. En todas maneras, por acá o por acullá, hacíamos nuestra hacienda, pesase a quien pesase, que para todo había traza. Mas una vez que me descuidé, saliendo un poco a mariscar sin escolta y por el campo, no me la cubrirá pelo ni se me caerá tan presto de encima. Mis pecados, y otro no, me sacaron a pasear un día por fuera de la ciudad. Y como cerca de un arroyo estuviese sobre la yerba tendida mucha ropa y el dueño della tras de un poco de repecho, a la sombra de una pared, parecióme que ya debía de estar bien enjuta o a lo menos que cuanto para mi menester con aquello bastaba.
Diome gana de doblar dos o tres camisas buenas, que me pareció me vendrían bien, y con facilidad lo hice. Mas envolvílas; no quise pararme allí a doblarlas, por hacerlo en mi posada con mayor comodidad y espacio. El dueño, que era una mujer de la maldición, por estar, como dije, vueltas las espaldas, no pudo verme; mas no faltó quien, doliéndole poco las mías y como a paso largo me iba trasponiendo, le dio el soplo. Levantó la buena lavandera el tiple, que lo ponía en el cielo, y, dejando una muchacha suya en guarda de lo que allí le quedaba, dio a correr en pos de mí. De manera que, viéndome perdido, con todo el disimulo del mundo, sin volver el rostro ni más mudanza que si comigo no las hubiera, dejé caer en el suelo la mercadería y pasé de largo con el paso compuesto, sin alborotarme. Yo creí que la mala hembra, teniendo ya lo que le faltaba en sus manos, por ventura se holgaría; mas no lo hizo así, que, si primero daba gritos, eran entonces voces con que hundía el campo todo. No era lejos de la ciudad ni en parte tan sola que dejasen de oírlo muchachos. Juntáronse tantos y con ellos tantos gozques, que parecían enjambres. A la grita dellos me pescaron vivo unos mancebos, de cuyo poder ya fue imposible defenderme. Desde aquel día comencé a tomar tema contra esta gentecilla menuda, que nunca más me pudieron entrar de los dientes adentro. Destruyéronme con perseguirme.
Cuando aquesto me decía Sayavedra, me vino en la memoria un famoso borracho de Madrid, el cual, como lo acosasen los muchachos y lo maltratasen mucho, cuando llegó a la boca de una calle se bajó por dos piedras y, arrimándose a una esquina, les dijo: «Ta, ta, Vuestras Mercedes no han de pasar adelante, suplícoles que se vuelvan, que yo doy la merced por ya recebida.» Si éste hiciera otro tanto, quizá que se volvieran, como lo hicieron con el otro.
Dijo luego:
-Y en verdad que dondequiera que se junta esta mala canalla, ningún hombre de bien puede hacer cosa buena. Ya voy huyendo dellos como de la horca, y faltó poco para subirme a ella, porque de sus manos me saco la justicia y me pusieron tras la red. Cuando esto me sucedió, luego hice dar aviso a mi capitán, que apenas alcanzó el bramo cuando en dos pies ya estaba comigo, informándome bien de lo que había de hacer y decir. De allí se fue a el notario. Hablóle, diciendo conocerme por hijo de padres muy honrados y nobles en España, que no era posible creerse cosa semejante de un caballero como yo y, en caso que fuera verdad, no era mucho de maravillar que con la mocedad, viéndome, si acaso lo estaba, con alguna necesidad o apretado de la hambre, me hubiese atrevido para redimirla; empero que todo era de poca o ninguna consideración y ratería de que no se debiera hacer caso, tanto por su poca sustancia, cuanto por mi mucha calidad y de mi linaje. Con estas buenas palabras y su mejor favor, me puso dentro de dos horas a la puerta de la cárcel. A Dios pluguiera que no, ni en aquellas otras tres, hasta que fuera muy bien de noche; mas, pues así sucedió, sea su bendito nombre loado para siempre. El pecado, portero que siempre me perseguía en los umbrales de las casas, no se olvidó entonces en los de la cárcel. Pues antes que me dejase sacar el pie a la calle, a la misma salida di de ojos con el Maestredata, que andaba solicitando la soltura de un preso. Como me vio y conoció, diome tal rempujón adentro, que me hizo caer de espaldas en el suelo y, cargándose sobre mí, dijo al portero que echase el golpe. Hízolo y quedéme dentro. Volviéronme a encerrar. Púsome acusación, apretándome de manera que ruegos ni el interés de la saya fueron parte para que se bajase de la querella. Era hombre que podía. Hiciéronse todas las posibles diligencias. Ni me valió información de hidalguía ni mi poca edad, para que a buen librar y como si me lo dieran de limosna, por vía de transación y concierto y con todo el favor del mundo, me dieron una pesadumbre -y tal, que no se me caerá para siempre. Por camisas fue y sin ella me sacaron de medio cuerpo arriba, echándome desterrado de allí para siempre. Con lo cual se quedó el majadero sin la saya.
Ved a lo que llega un hombre necio batanado que quiso más hacerme mal que cobrar su hacienda. A mí me fue forzoso dejar la tierra y compañía. Recogí la pobreza que había llegado y salí de allí, vagando por toda Italia, hasta llegar a Bolonia, donde me recibió en su servicio Alejandro. El cual tiene por trato salir a corredurías fuera de su tierra y, en haciendo la cabalgada, se vuelve a sagrado con ella. Cuando nos hallamos en Roma en el fracaso de Vuestra Merced, sólo era nuestro fin aguardar que se levantase alguna pelaza, de donde con seguridad pudiéramos alzar algún par de capas o sombreros; mas como no hubo tiempo, trazamos luego de hacer el hurto, haciéndome cabeza de lobo, como siempre tenían costumbre, para sacar ellos en todo mal suceder las manos limpias.
Esto me venía diciendo, cuando llegamos a el fin de la jornada. Quedóse así la plática, entrándonos en la hostería, donde se nos dio lo necesario para pasar luego el camino adelante.