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Atalaya de la vida humana/Libro II/VIII

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VII
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
VIII
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VIII

Deja robados Guzmán de Alfarache a su tío y deudos en Génova, y embárcase para España en las galeras

Nunca debe la injuria despreciarse ni el que injuria dormirse, que debajo de la tierra sale la venganza, que siempre acecha en lo más escondido della. De donde no piensan suele saltar la liebre. No se confíen los poderosos en su poder ni los valientes en sus fuerzas, que muda el tiempo los estados y trueca las cosas. Una pequeña piedra suele trastornar un carro grande, y cuando a el ofensor le parezca tener mayor seguridad, entonces el ofendido halla mejor comodidad. La venganza ya he dicho ser cobardía, la cual nace de ánimo flaco, mujeril, a quien solamente compete. Y pues ya tengo referido de algunos y de muchos que han eternizado su nombre despreciándola, diré aquí un caso de una mujer que mostró bien serlo.

Una señora, moza, hermosa, rica y de noble linaje, quedó viuda de una caballero igual suyo, de sus mismas calidades. La cual, como sintiese discretamente los peligros a que su poca edad la dejaba dispuesta cerca de la común y general murmuración -que cada uno juzga de las cosas como quiere y se le antoja y, siendo sólo un acto, suelen variar mil pareceres varios, y que no todas veces las lenguas hablan de lo cierto ni juzgan de la verdad-, pareciéndole inconveniente poner sus prendas a juicio y su honor en disputa, determinóse a el menor daño, que fue casarse.

Tratábanle dello dos caballeros, iguales en pretender, empero desiguales en merecer. El uno muy de su gusto, según deseaba, con quien ya casi estaba hecho, y el otro muy aborrecido y contrario a lo dicho, pues, demás de no tener tanta calidad, tenía otros achaques para no ser admitido, aun de señora de muy menos prendas. Pues como con el primero se hubiese dado el sí de ambas las partes, que sólo faltaba el efeto, viendo el segundo su esperanza perdida y rematada, su pretensión sin remedio y que ya se casaba la señora, tomó una traza luciferina, con perversos medios para dar un salto con que pasar adelante y dejar a el otro atrás.

Acordó levantarse un día de mañana y, habiendo acechado con secreto cuándo se abriese la casa de la desposada, luego, sin ser sentido, se metió en el portal, estándose por algún espacio detrás de la puerta, hasta parecerle que ya bullía la gente por la calle y todas las más casas estaban abiertas. Entonces, fingiendo salir de la casa, como si hubieran dormido aquella noche dentro della, se puso en medio del umbral de la puerta, la espada debajo del brazo, haciendo como que se componía el cuello y acabándose de abrochar el sayo. De manera que cuantos pasaron y lo vieron, creyeron por sin duda ser él ya el verdadero desposado y haber gozado la dama.

Cuando tuvo esto en buen punto, se fue poco a poco la calle adelante hasta su posada. Esto hizo dos veces, y dellas quedó tan público el negocio y tan infamada la señora, que ya no se hablaba de otra cosa ni había quien lo ignorase en todo el pueblo, admirados todos de tal inconstancia en haber despreciado el primer concierto de tales ventajas y hecho eleción del otro, que tan atrasado y con tanta razón lo estaba.

Pues como se divulgase haberlo visto salir de aquella manera, medio desnudo, cuando llegó a noticia del primero, tanto lo sintió, tanto enojo recibió y su cólera fue tanta, que, si amaba tiernamente deseándola por su esposa, cruelmente aborreció huyéndola. Y no sólo a ella, mas a todas las mujeres, pareciéndole que, pues la que estimó en tanto, teniéndola por tan buena, casta y recogida, hizo una cosa tan fea, que habría muy pocas de quien fiarse y sería ventura si acertase con una.

Consideró sus inconstancias, prolijidades y pasiones y juntamente los peligros, trabajos y cuidados en que ponían a los hombres. Fue pasando con este discurso en otros adelante, que favorecido del cielo hicieron que, trocado el amor de la criatura en su Criador, se determinase a ser fraile, y así lo puso en obra, entrándose luego en religión.

Cuando a noticia de la señora llegó este hecho y la ocasión por lo que se decía en el pueblo y que ya no era en algún modo poderosa para quitar de su honor un borrón tan feo, sintiólo como mujer tan perdida, que tanto perdió junto, la honra, marido, hacienda y gusto, sin esperarlo ya más tener por aquel camino ni su semejante, sin poder jamás cobrarse. Fue fabricando con el pensamiento la traza con que mejor poder salvar su inocencia ejemplarmente, pareciéndole y considerándose tan rematada como su honestidad y que de otro modo que por aquel camino era imposible cobrarlo, pagando una semejante alevosía con otra no menos y más cruel.

Revistiósele una ira tan infernal y fuele creciendo tanto, que nunca pensó en otra cosa sino en cómo ponerlo en efeto. Líbrenos Dios de venganzas de mujeres agraviadas, que siempre suelen ser tales, cuales aquí vemos esta presente. Lo que primero hizo fue tratar de meterse monja -que aun si aquí parara, hubiera mejor corrido- y, dando parte de sus trabajos y pensamiento a otra muy grande amiga suya del proprio monasterio, lo efetuó con mucho secreto.

Luego fue recogiendo dentro del convento todo el principal menaje de su casa, joyas y dineros, anejándole por contratos públicos lo más de su hacienda. Esto hecho, estuvo esperando que se le volviese a tratar del casamiento de aquel caballero su enemigo, el cual a pocos días volvió a ello, dando por disculpa el amor grande que le tenía, por cuya causa desesperado usó de aquellos medios para poder conseguir lo que tanto deseaba. Mas, pues conocía su culpa y haber sido causa del yerro, quería soltar la quiebra ofreciéndose por su marido.

Ella, que otra cosa no deseaba para que su intención saliese a luz y resplandeciese su honor con ello, respondió que, pues el negocio ya no podía tener otro algún mejor medio, acetaba éste. Mas que había hecho un voto, el cual se cumplía dentro de dos meses, poco más, en que no le podría dar gusto, que, si el suyo lo fuese dilatarlo por este tiempo, que lo sería para ella. Empero que si luego quisiese tratar de verlo efetuado, había de ser con la dicha condición y juntamente con esto hacerlo muy de secreto, y tanto cuanto más fuese posible, hasta que pasado el término se pudiese manifestar.

Acetólo el caballero, hallándose por ello el hombre más dichoso del mundo y, prevenido lo necesario, se hicieron con mucho silencio los contratos con que fueron desposados. Estuvieron juntos muy pocos días, entretenido él con la esperanza cierta del bien cierto que ya poseía, y no menos ella con la de su venganza.

Una noche, después de haber cenado, que se fue a dormir el marido, ella entró en el aposento y, sentada cerca dél, aguardó que se durmiese y, viéndolo traspuesto con la fuerza del sueño primero, lo puso en el último de la vida, porque, sacando de la manga un bien afilado cuchillo, lo degolló, dejándolo en la cama muerto. A la mañana temprano salió de su aposento, y diciendo a la gente de su casa que había su esposo tenido mala noche, que nadie lo recordase hasta que fuese su gusto llamar o ella volviese de misa, cerró su puerta y con buena diligencia se fue al monasterio, donde luego recibió el hábito y fue monja, después de lavada su infamia con la sangre de quien la manchó, dando de su honestidad notorio desengaño y de su crueldad terrible muestra.

Viene muy bien acerca desto lo que dijo Fuctillos, un loco que andaba por Alcalá de Henares, el cual yo después conocí. Habíale un perro desgarrado una pierna y, aunque vino a estar sano della, no lo quedó en el corazón. Estaba de mal ánimo contra el perro, y viéndolo acaso un día muy estendido a la larga por delante de su puerta, durmiendo a el sol, fuese allí junto a la obra de Sancta María y, cogiendo a brazos un canto cuan grande lo pudo alzar del suelo, se fue bonico a él sin que lo sintiese y dejóselo caer a plomo sobre la cabeza. Pues como se sintiese de aquella manera el pobre perro, con las bascas de la muerte daba muchos aullidos y saltos en el aire, y viéndolo así, le decía: «Hermano, hermano, quien enemigos tiene no duerma.»

Ya otra vez he dicho que siempre lo malo es malo y de lo malo tengo por lo peor a la venganza. Porque corazón vengativo no puede ser misericordioso, y el que no usare de misericordia no la espere ni la tendrá Dios dél. Por la medida que midiere ha de ser medido. Hanlo de igualar con la balanza en que pesare a su prójimo. No se puede negar esto; mas también se me debe confesar que yerran aquellos que, sabiendo la mala inclinación de los hombres, hacen confianza dellos, y más de aquellos que tienen de antes ofendidos: que pocos o ninguno de los amigos reconciliados acontece a salir bueno.

Mucho de Dios ha de tener en el alma el que por solo Él perdonare. Pocos milagros habemos visto por este caso y sólo de uno vi en Florencia el testimonio, fuera de los muros de la ciudad en la iglesia de San Miniato, dentro en la fortaleza, que por ser breve y digno de memoria haré dél relación.

Un gentilhombre florentín, llamado el capitán Juan Gualberto, hijo de un caballero titulado, yendo a Florencia con su compañía, bien armado y a caballo, encontró en el camino con un su enemigo grande, que le había muerto a un su hermano. El cual, viéndose perdido y sujeto, se arrojó por el suelo a sus pies, cruzados los brazos, pidiéndole de merced por Jesucristo crucificado que no lo matase. El Juan Gualberto tuvo tal veneración a las palabras que, compungido de dolor, lo perdonó con grande misericordia. De allí lo hizo volver consigo a Florencia, donde lo llevó a ofrecer a Dios en la iglesia de San Miniato y, puesto delante de un crucifijo de bulto, le pidió Juan Gualberto que así le perdonase sus pecados, con la intención que había él perdonado aquel su enemigo. Viose visiblemente cómo, delante de toda la gente de su compañía y otros que allí estaban, el Cristo humilló la cabeza bajándola. Reconocido Juan Gualberto de aquesta merced y cortesía, luego se hizo religioso y acabó su vida santamente. Hoy está el Cristo de la forma misma que puso la humillación y es allí venerado por grandísima reliquia.

Cuando el perdón se hace sin este fundamento, siempre suele dejar un rescoldo vivo que abrasa el alma, solicitándola para venganza. Y aunque cuanto en lo exterior parece ya estar aquel fuego muerto, de tal agua mansa nos guarde Dios, que muchas y aun las más veces queda cubierta la lumbre con la ceniza del engañoso perdón; mas, en soplándola con un poco de ocasión, fácilmente se descubre y resplandecen las brasas encendidas de la injuria.

Por mí lo conozco, que tanto fue lo que siempre me aguijoneaba la venganza, que como con espuelas parecía picarme los ijares como a bestia. ¡Bien bestia!, que no lo es menos el que conoce aqueste disparate. Poníame siempre a los ojos aquel zarandeado de huesos y, reparando en ello, parecía que aún me sonaban como cascabeles. Con esto y con la dulzura que me lo habían contado y malas entrañas con que lo habían hecho, sin pesarles ya de otra cosa, más de haberles parecido poco, me hacía considerar y decir: «¡Oh, hideputa, enemigos, y si a vuestra puerta llegara necesitado, y qué refresco me ofreciérades para pasar mi viaje!»

Causábame cólera y della mucho deseo de pagarme de todos los de la conjuración; y dellos no tanto cuanto del viejo dogmatista como primero inventor y ejecutor que fue della y de mi daño. El tiempo iba pasando y con él trabándose más mis amistades, conociendo y siendo conocido. Tratábase con calor mi casamiento, deseando todos naturalizarme allá con ellos; visitaba y visitábanme; acudían a mi posada mis amigos y yo a la dellos; entraba ya como natural en todas partes y en las casas del juego. En mi posada también solía trabarse, ya perdiendo, ya ganando, hasta una noche que, acudiendo el naipe de golpe, truje a la posada más de siete mil reales, de que dejé tan picados a los contrayentes, que trataron de alargar el juego para la noche siguiente.

No me pesó de que se quisiesen alargar, porque ya yo estaba, como dicen, fuera de cuenta en los nueve meses, que me había dicho el capitán Favelo que se aprestaban las galeras y creía que para pasar a España con mucha brevedad. Esto me traía ya de leva, porque adondequiera que fueran había de ir en ellas; empero no me osaba declarar hasta que hubiesen de salir del puerto. Acetéles el juego, no con otro ánimo que de ir entreteniéndome con ellos largo y estar prevenido para darles, a uso de Portugal, de pancada. Perdí la noche siguiente; aunque no más de aquello que yo quise, porque ya me aprovechaba de toda ciencia para hacer mi hecho. Andábame con ellos a barlovento y siempre sacándole a mi amigo su barato, porque lo había de ser mucho más para mí.

Pocos días pasaron que, viéndolo triste, le pregunté qué tenía. Y respondióme que sólo sentir mi ausencia, porque sin duda sería el viaje dentro de diez días, a lo más largo, que así tenían la orden. Sus palabras fueron perlas y su voz para mí del cielo, como si otra vez oyera decir: «Abre esa capacha», porque con el porte desta pensaba quedar hecho de bellota.

Y apartándolo a solas, en secreto le dije:

-Señor capitán, sois tan mi amigo, estimo vuestras amistades en tanto, que no sé cómo encarecerlo ni pagarlas. Háseme ofrecido con vuestro viaje todo el remedio de mis deseos, que ya en otra cosa no consiste ni lo espero. Y si hasta este punto no tengo dada de mí la razón que a una fiel amistad se debe, ha sido porque, como tan cierto della, no he querido inquietar vuestro sosiego. Mi venida en esta ciudad no ha sido a verla ni por el mucho gusto y merced en ella recebida, cuanto a deshacer cierto agravio que aquí recibió mi padre, siendo ya hombre mayor, de un mancebo español que aquí reside. Obligóle a dejar la patria, porque, corrido y afrentado, no pudiendo a causa de su mucha edad satisfacerse como debiera, tuvo por menor daño hacer ausencia larga, y con este dolor vivió hasta ser fallecido. No tendrá razón de quejarse de mí quien a las canas de mi padre no tuvo respeto, que su proprio hijo lo pierda para él en su venganza. Y porque podría suceder que después de ya satisfecho dél, o con sus deudos o por su dinero, que no le falta, me quisiese hacer algún agravio, querría me diésedes vuestro favor, para que con sólo él y sin riesgo de vuestra persona, pusiésedes en salvo la mía con secreto. Dejaréisme con esto tan obligado, que me tendréis por esclavo eternamente, pues no tengo más honra de cuanta heredé y, si mi padre no la tuvo para dejármela, por habérsela un traidor enemigo quitado, también yo vivo sin ella y me conviene ganarla por mi proprio esfuerzo y manos. Que si mis deudos no lo han hecho, ha sido tanto por no perderse, cuanto porque, como luego se ausentó mi padre, todo se quedó sepultado, pareciéndoles menor inconveniente dejarlo así suspenso, que levantar el pueblo ni más publicarlo.

Atento estuvo Favelo a mis palabras y quisiera que se lo remitiera para que, haciéndose parte, como lo es el verdadero amigo, él mismo me dejara satisfecho. Y aunque para ello me importunó, haciendo grande instancia, no se lo quise admitir, diciéndole no ser conveniente ni justo que, siendo la injuria mía, otro se satisficiese della. Que sólo aqueso me sacó de mi tierra, España, y a ella no volvería en cuanto yo mismo no diese a mi enemigo su pago, de tal manera que conociese a quién y por qué lo hizo. Demás que me hacía notorio agravio en creer de mí que me faltaban fuerzas o ánimo para tales casos y tan del alma. Con lo que le dije quedó tan sosegado, que no me volvió a replicar en ello; empero díjome:

-Si algo valgo, si algo puedo, si mi hacienda, vida y honra fuere para vuestro servicio de importancia, todo es vuestro, y si para el resguardo de lo que os podría suceder queréis que yo y mi gente asistamos a la mira, ved lo que mandáis que haga: todo es vuestro y como de tal podréis en ello disponer a vuestro modo. Y tomo a mi cuenta que, una vez puestos pies en galera, no será parte todo el poder de Italia para sacaros del mío, aunque hiciese para ello y fuese forzoso algún gravísimo peligro de mi persona.

-De aqueso y lo demás estoy bien confiado -le dije-; mas creo que no será necesario tanto caudal de presente. Lo uno, porque tengo descuidado a el enemigo, y en parte que sólo con Sayavedra puedo salir con cuanto pretendo. Y esto quedará de modo que, cuando se quiera remediar o me busquen, ya no serán a tiempo de poderme haber a las manos con el favor vuestro. Lo que más me importa saber, para con mayor seguridad salir adelante con lo que se pretende, sólo es tener aviso a el cierto del día que las galeras han de zarpar, porque no pierda tiempo ni ocasión.

Así me lo prometió, y fuemos de acuerdo que poco a poco y con mucho secreto fuese haciendo pasar a galera mis baúles y vestidos con Sayavedra, porque no se aguardase todo para el punto crudo ni fuese necesario en él sino embarcarme.

No cabía en sí Favelo del gusto que recibió cuando supo haberme de llevar consigo. Prevínose de regalos con que poder entretenerme, como si mi persona fuera la del capitán general. Yo llamé a mi criado y díjele lo que me había sucedido, que ya era tiempo de arremangar los brazos hasta los codos, porque teníamos grande amasijo y harta masa para hacer tortas. Apenas hube acabádoselo de decir, cuando ya centelleaba de contento, porque deseaba salir a montear.

Luego se trató en el modo de la venganza y yo le dije:

-La mayor, más provechosa y de menor daño para nosotros es en dinero.

-Eso pido y dos de bola -dijo Sayavedra-, que las cuchilladas presto sanan; pero dadas en las bolsas, tarde se curan y para siempre duelen.

Yo le dije:

-Pues para que todo se comience a disponer de la manera que conviene, lo que agora se ha de hacer es comprar cuatro baúles. Los dos dellos pondrás en galera, en la parte que Favelo te dijere y los otros dos cargarás de piedras. Y sin que alguno sepa lo que traes dentro, los harás meter con mucho tiento en el aposento. Allí los irás envolviendo en unas harpilleras, porque dondequiera que fueren, aunque los traigan rodando, no suenen y vayan bien estibados, no dejándoles algún vacío ni lleven más peso de aquel que te pareciere conveniente, o satisfacer a seis arrobas escasas en cada uno.

Díjele más todo lo que había de hacer, dejándolo bien informado dello. De allí me fui a casa del buen viejo don Beltrán, mi tío, y estando en conversación, truje a plática lo mucho que temía salir de casa de noche, porque tenía en el aposento mis baúles, en especial dos dellos con plata, joyas de algún valor y dineros y, por decir verdad, mi pobreza toda. Él me dijo:

-Vuestra es la culpa, sobrino, que donde mi casa está no era necesario posada. Porque aunque la que tenéis es la mejor de aquesta ciudad, ninguna en todo el mundo es buena ni tal que podáis en ella tener alguna seguridad. Y porque sois mozo, quiero advertiros, como viejo, que nunca os confiéis de menos que muy fuerte cerradura en vuestros baúles, y otra sobrellave de algunas armellas y candado, que llevéis con vos de camino, y donde llegardes, la poned a las puertas de vuestro aposento. Porque ya los huéspedes o sus mujeres o sus hijos o criados, no hay aposento que no tenga dos y tres llaves y, a vuelta de cabeza, perderéis de ojo lo que allí dejardes con menos que muy buen cobro. Después os lo harán pleito, si lo trujistes o si lo metistes, y se os quedarán con ello. En la posada no hay cosa posada, nada tiene seguridad. Mas ya que, como mancebo, gustáis de no veniros a esta casa vuestra, si en ello recebís gusto, tráiganse acá los baúles y no dejéis allá más plata de la que tasadamente hubierdes menester para vuestro servicio. Que acá se os guardará todo en mi escritorio con toda seguridad y no andaréis tanto la barba sobre el hombro en cuanto aquí estuvierdes.

Yo se lo agradecí de manera como si los baúles valieran un millón de oro, y así lo debió creer o poco menos. Lo uno, porque ya él había visto mi buena vajilla, la cadena y otras cosas y dineros que llevaba, y lo segundo, por la instancia que hice sobre desear tenerlos a buen recado. Desta plática saltamos en la de mi casamiento, porque me dijo que ya tenía edad y perdía tiempo si hubiese de tomar estado, a causa que los matrimonios de los viejos eran para hacer hijos huérfanos. Que, si no gustaba de ser de la Iglesia, mejor sería casarme luego, tanto para mi regalo cuanto para el beneficio y guarda de mi hacienda. Porque los criados, aunque fieles, nunca les faltaban las más veces desaguaderos, ya de mujeres, juegos, gastos, vestidos y otras cosas, que, viéndose necesitados y apretados a cumplir con las cosas de su cargo, se venían después a levantar con todo, dejando robados a sus amos.

Púsome muchas dificultades en mi estado y fueme luego tras ello haciendo relación de las buenas prendas de la señora mi esposa, que, a lo que dél entendí, también era deuda suya por parte de su madre, de gente noble aunque pobre; pero podíase suplir por ser hermosa y que me daba con ella de adehala -como después vine a descubrir el secreto- una hija, que dijeron haber tenido por una desgracia de cierto mancebo ciudadano, que le dio palabra de casamiento y después, dejándola burlada, se desposó con otra. Ofrecióme con ella que tenía una madre, que sería todo mi regalo y de los hijos que Dios me diese, porque no hallaría menos con el suyo el de la que me parió. A todo le hice buen semblante, diciendo que de su mano de necesidad sería cosa tal cual a mí me convenía; mas que, para que no se perdiese cierto beneficio que me daban y quedase puesto cobro en él, era necesario regresarlo en un primo hermano mío, hijo de una hermana de mi madre, allá en Sevilla. Con esto lo dejé goloso y entretenido por entonces.

En esto hablábamos muy de propósito, cuando subió Sayavedra y, llegándoseme a el oído, hizo como que me daba un largo recado. Yo luego, levantando la voz, dije:

-¿Y tú qué le dijiste?

Él me respondió de la misma forma:

-¿Qué le había de responder, sino de sí?

-Mal hiciste -le dije-. ¿No sabes tú que no estoy en Roma ni en Sevilla? ¿No sientes el disparate que hiciste, haciéndome cargo de lo que no puedo? Llévale la cadena grande, dásela y dile que lo que tengo le doy, que no me ocupe más de aquello que me fuere posible, y me perdone.

Sayavedra me dijo:

-Bien a fe, ¿y quién ha de llevar a cuestas una cadena de setecientos ducados de oro? Será necesario buscar un ganapán alquilado que le ayude.

Díjele luego:

-Pues haz lo que te diré. Tómala y vete a casa de un platero y escoge de su tienda lo que bien te pareciere. Déjale la cadena y más prendas, que valgan lo que dello hubieres menester y págale un tanto por el alquiler, y aquesto será mejor, más fácil y barato de todo. Y si faltaren prendas, dáselas en escudos que lo monten. Con esto desempeñarás la necedad que hiciste; porque de otro modo no sé ni puedo remediarlo.

El tío, que a todo lo dicho estuvo atento, dijo:

-¿Qué prendas queréis dar o para qué?

Yo le dije:

-Señor, quien tiene criados necios, forzoso ha de hallar[se] siempre atajado en las ocasiones, cayendo en cien mil faltas o desasosiegos y pesadumbres. Aquí está una señora castellana, la cual trata de casarse con un caballero de su tierra: son conocidos míos y téngoles obligación. Hame querido hacer cargo de sus vestidos y joyas para el día de su desposorio, y es ya tan cerca, que no ha de ser posible cumplir como quisiera. Mire Vuestra Merced a qué árbol se arrima o adónde tengo yo de buscárselas. Dame mohína que aqueste tonto no haya sabido escusarme de lo que sabe serme tan dificultoso, si ya por ventura él no fue quien se convidó con ello. Porque no creo que mujer de juicio le pidiese a él semejante disparate y, si lo hizo, remédielo, allá se lo haya, mire lo que quisiere y hágalo.

El viejo me dijo:

-No toméis pesadumbre, sobrino: que todo eso es cosa de poco momento. A lugar habéis llegado, adonde no faltará cosa tan poca como esa.

Yo le volví a decir:

-Ya, señor, sé que todos Vuestras Mercedes me las harán muy cumplidas y que lo que tuvieren proprio no me podrá faltar; mas, como entre todo nuestro linaje no conozco alguno de los casados que las tenga, no me atrevo a suplicarles cosa en que tomen cuidado. En especial que habérmelas pedido a mí es haberme obligado a enviárselas como de mano de un hidalgo de mis prendas, y no todas veces hay joyas en todas partes que puedan parecer sin vergüenza en tales actos.

-Ahora bien -me respondió-, no toméis cuidado en ello, dormid sin él, que yo por mi parte y algunos de vuestros deudos por la suya buscaremos de las que por acá se hallaren razonables; y en lo demás, enviadme cuando mandardes los baúles.

Por uno y otro le besé las manos, agradeciéndoselo con las más humildes palabras que supe y se me ofrecieron, reconociendo la merced que me hacía en todo. Y despidiéndome dél, hice, luego que a casa volví, que cerrados con tres llaves cada uno de los baúles, los llevasen allá.

El tío, cuando vio entrar a Sayavedra y los ganapanes con ellos, que apenas podía cada uno con el suyo, considerada la fortaleza de la llaves que llevaban, con la desconfianza que del huésped hice y gran peso que tenían, acabó de certificarse que sin duda tendrían dentro gran tesoro. Preguntóle a Sayavedra:

-¿Qué traen aquestos baúles que tanto pesan?

Y respondióle:

-Señor, aunque lo que tiene mi señor dentro es de consideración, lo que vale más de todo es pedrería, que ha procurado recoger por toda Italia y no sé para qué ni adónde la quiere llevar.

El viejo arqueó las cejas y abrió los ojos, como que se maravillaba de tanta riqueza y, poniéndolos de su mano a muy buen cobro, debajo de siete llaves, como dicen, le quedaron en poder, volviéndose a la posada Sayavedra.

Como ya nos andábamos arrullando, procurábamos juntar las pajas para el nido. Aquella noche toda se nos pasó de claro, en trazas cómo luego por la mañana fuésemos con ellas a casa de otro mi deudo, mancebo rico y de mucho crédito, a darle otro Santiago.

Hícelo así, que, apenas el sol había salido y él de la cama, cuando tomando Sayavedra las cadenas en dos cofrecitos iguales y muy parecidos, con sus muy gentiles cerraduritas, el muelle de golpe, y, llevándolas debajo de la capa, fuemos allá y hallámoslo levantado, que ya se vestía. No me pareció buena ocasión y quisiera dejarlo para después de comer; mas, cuando le dijeron estar yo allí, mostróse muy corrido de que luego no hubiese subido arriba. Díjele haberlo dejado, por entender que aún estaría reposando. Con estos cumplimientos anduvimos y preguntándonos por la salud y cosas de la tierra, hasta que ya estuvo vestido, que nos bajamos a un escritorio. Cuando allí estuvimos un poco, me preguntó a qué había sido mi buena venida tan de mañana.

Yo le dije:

-Señor, a tener buenos días con los principios dellos, pues las noches no me han sido malas. Lo que a Vuestra Merced vengo a suplicar es que, si hay en casa criado alguno de satisfacción, se mande llamar.

Él tocó una campanilla y acudieron dos o tres y, eligiendo a el uno dellos, dijo:

-Aquí Estefanelo hará lo que Vuestra Merced le mandare.

-Lo que le ruego es -dije- que con mi criado Sayavedra se lleguen a casa de un platero y sepan los quilates, peso y valor de una cadena que aquí traigo.

Sayavedra me dio luego el cofrecillo en que venía la de oro fino y, sacándola dél, se la enseñé. Holgóse mucho de verla, por ser tan hermosa, de tanto peso y hechura extraordinaria, pareciéndole no haber visto nunca otra su semejante, para ser de oro, lisa, sin esmalte ni piedras. Volvísela luego a dar a mi criado y fuéronse juntos ambos a hacer la diligencia, en cuanto quedamos hablando de otras cosas.

Cuando volvieron trujeron un papel firmado del platero, en que decía tocar el oro de la cadena en veinte y dos quilates y que valía seiscientos y cincuenta y tres escudos castellanos, poco más. Y viendo esto concluido, volvíle a pedir a Sayavedra que me la diese. Diome la falsa en el otro cofrecito abierto, de donde, sacándola otra vez, la estuvimos un poco mirando. Puesta en su cofrecito así abierto, le dije:

-Lo que agora, señor, vengo más a suplicar es lo siguiente: Yo he quedado picadillo de unas noches atrás con unos gentiles hombres desta ciudad, y no lo están menos ellos de que les tengo ganados más de cinco mil reales. Hanme desafiado a juego largo y querría, pues la suerte corre bien, irla siguiendo, probando con ellos mi ventura, que sería posible ganarles mucho aventurando muy poco. Y porque todo consiste o la mayor parte dello está en el bien decir y los que jugamos vamos tan dispuestos a la pérdida como a la ganancia, no querría hallarme tan limitado que, si perdiese, me faltase con qué poderme volver a esquitar y aun por ventura ganarles. Y pues por la misericordia de Dios no me falta dinero y tengo en casa del señor mi tío casi cinco mil escudos, no puedo tocar en ellos, porque, luego que aquí lleguen ciertas letras que aguardo de Sevilla, no podré dilatar una hora la paga ni mi partida para Roma, ya sea para pasar en mi cabeza cierto beneficio, ya sea para en la de otro mi primo hermano, según se dispusieren las cosas a la voluntad y gusto del señor mi tío. De manera, que no es justo ni me conviene tocar en aquella partida, por lo que podría después hacer falta; en especial pudiéndome agora valer de joyas de oro y plata, que no me son tan forzosas. Ni tampoco quiero sin causa y expresa necesidad malbaratarlas ni deshacerme dellas. Aquí tiene Vuestra Merced esta cadena y sabe lo que vale. Lo que suplico es que con secreto -que no quiero que me juzguen acá por tan travieso ni dar a todos cuenta de semejantes niñerías- se me tomen a cambio seiscientos escudos para la primera feria, que ya que gane o pierda, se pagarán o con la propria cadena, cuando todo falte, pues para eso la doy en resguardo, que Vuestra Merced la tenga en sí para el efeto y tome por su cuenta el cambio y a mi daño.

Díjele también cómo para otra semejante ocasión había dado una vez cierta vajilla de plata dorada nueva y el que la recibió se sirvió della, de manera que cuando me la volvió no estaba para servir en mesa de hombre de bien, y así la vendí luego, perdiendo las hechuras todas. Por lo cual, para evitar otro tanto, le suplicaba lo dicho y que no pasase la cadena en otro poder.

Él mostró correrse mucho, que para cosa tan poca le quisiese dar prenda; mas yo, dando con la mano a la tapa del cofrecillo, lo cerré de golpe y se lo di en las manos, diciendo que de ninguna manera recebiría la merced si allí no quedase. Porque demás que yo no la traía por hacer tanto bulto y pesar tanto, holgaría mucho que la tuviese consigo y la guardase. Y también le dije que como éramos mortales, por lo que de mí podría suceder, no era lícito hacerse otra cosa de como lo suplicaba.

Recibióla por la mucha importunación mía y ofrecióse a hacerlo en saliendo de casa. El mismo día, estando a la mesa comiendo, entró el mismo criado Estefanelo con los seiscientos escudos. Dile las gracias, que llevase a su amo; mas no tardó un credo, y casi el criado no había salido de la posada, cuando estaba en ella su amo y junto a mí. No me quedó en el cuerpo gota de sangre ni la hallaran dentro de mis venas, de turbado. Aquí perdí los estribos, porque, como acababa de recebir en aquel punto los escudos y luego subió el amo tras el criado, creí que hubiesen abierto el cofrecillo y hallase la cadena falsa y que vendría para impedir que no se me diesen. Mas presto salí de la duda y perdí el miedo, porque con rostro alegre se me volvió a ofrecer, si de alguna otra cosa tenía necesidad, y que aquellos dineros le había dado un su amigo a daño, mas que sería poco.

Entonces entre mí dije:

-Antes creo que, por muy poco que sea, no dejará de ser para vos mucho y mucho más de lo que pensáis.

Díjele que no importaba; que en más estaba la prenda que podrían montar los intereses. Allí estuvo parlando comigo un poco, cuando en su presencia entraron los del juego y, pidiendo naipes a Sayavedra, se comenzó una guerrilla bien trabada. Pareciéronle a el pariente largos los oficios, dejónos y fuese. Yo quedé tan emboscado en la moneda, teniendo en mi favor entonces a Sayavedra -porque como queríamos alzar de obra y coger la tela, no era tiempo de floreos-, que a poco rato me dejaron más de quince mil reales en oro.

Diles barato a los que se hallaron presentes; y a el capitán, de allí a poco que vino, le puse cincuenta escudos en el puño, que fue comprar con ellos un esclavo y todo mi remedio. Apartóme a solas y apercibióme para domingo en la noche, que fue dentro de cuatro días.

Ya cuando me vi apretado de tiempo, hice tocar las cajas a recoger, enviando billetes de una en otra parte, diciendo haber de ser la boda para el lunes, que se me hiciese merced en lo prometido.

No así las hormigas por agosto vienen cargadas del grano que de las eras van recogiendo en sus graneros como en mi posada entraban joyas, a quién más y mejores me las podía enviar. Tantas y tan ricas eran, que ya casi tenía vergüenza de recebirlas. Mas híceles cara, porque no me parecieron caras. De casa del tío me trujeron un collar de hombros, una cinta y una pluma para el tocado, que de oro, piedras y perlas valían las tres piezas más de tres mil escudos. Los demás me acudieron con ricos broches, botones, puntas, ajorcas, arracadas, joyeles, cabos de tocas y sortijas, todo muy cumplido, rico y de mucho valor. Lo cual, como iba viniendo, sin que lo sintiera el capitán, se iba poniendo en sus cajas dentro de los baúles, debajo de cubierta. Yo aquellos días los anduve visitando y agradeciendo las mercedes hechas, hasta que, viendo que las galeras habían de zarpar lunes de madrugada, domingo en la noche dije a el huésped:

-Señor huésped, a jugar voy esta noche a casa de unos caballeros. Allá creo que cenaré y por ventura sería posible, si se hiciese tarde, quedarme a dormir, si ya el juego se despartiese antes del día. Vuestra Merced mire por el aposento en cuanto Sayavedra o yo volvemos, que podría ser que él se viniese a casa.

Salí con esto favorecido de la noche, dejándole los baúles por paga del tiempo que me hospedó. Bien es verdad que con la priesa del viaje se los dejé llenos; empero de muy gentiles peladillas de la mar, que pesaban a veinte libras. Fuime a dormir a galera con el capitán Favelo, mi amigo.

No será posible decirte con palabras de la manera que aquella noche me sacó de Génova, el regalo que me hizo, la cena que me dio y la cama que me tenía prevenida. Preguntóme cómo dejaba hecho mi negocio. Díjele que muy a mi satisfación y que después le daría más por menudo cuenta de lo que me había pasado. Con esto no me volvió a hablar más en ello. Cenamos, dormíme, aunque no muy sosegado, no obstante que iba ya de espiga; empero llevaba el corazón sobresaltado de lo hecho.

Así como se pudo se pasó la noche y cuando el sol salía, sin haberme parecido menear ni un paso ni sentido el ruido menor del mundo, como si estuviera en la mayor soledad que se puede pensar, ya recordado y queriéndome vestir, entró mi capitán a decirme que habíamos doblado el cabo de Noli. Llevamos hasta allí admirable tiempo, aunque no siempre nos fue favorable, sino muy contrario, como adelante diremos. Que nunca siempre la fortuna es próspera: va con la luna haciendo sus crecientes y menguantes, y cuanto más ha sido favorable, mayor sentimiento deja cuando vuelve la cara.

Sólo un deseo llevé todo el camino, que fue de saber, cuando aquel primero día no volviese a la posada, qué pensaría el huésped; y al segundo, cuando no me hallasen, paréceme que llorarían todos por mí. ¡Cuántos escalofríos les daría! ¡Qué de mantas echarían, y ninguna en el hospital! ¡Qué diligencias harían en buscarme! ¡Qué de juicios echarían sobre adónde podría estar, si me habrían muerto por quitarme alguna ganancia, o si me habrían herido! Paréceme que imaginarían lo que fue: haberme venido con las galeras. Pues desconfiados ya de todo el humano remedio, ¡cuántas pulgas les darían muy malas noches por muchos días!

Agora los considero, la priesa con que descerrajarían los baúles para quererse pagar dellos, alegando cada uno su antelación de tiempo y mejoría en derecho. Paréceme que veo consolado y rico a mi huésped, con sus dos buenas piezas, que, tomadas a peso, valían cualquiera buen hospedaje; y había losa dentro, que le podía servir en su sepultura.

El tío viejo se hallaría bien parado con la pedrería que Sayavedra le dijo. Pues el pariente con su cadena, ¿quién duda que no burlase de los otros, por hallarse con una tan buena pieza, de donde podría pagar el principal y daños? Mas, cuando la hallasen de oro de jeringas, ¡qué parejo le quedaría el rostro, los ojos qué bajos, y cuántas veces los levantó para el cielo, no para bendecir a quien lo hizo tan estrellado y hermoso, sino para, con los demás decretados, maldecir la madre que parió un tan grande ladrón! Con esto se quedaron y nos dividimos. Pudiérales decir entonces lo que un ciego a otro en Toledo, que, apartándose cada cual para su posada, dijo el uno dellos: «¡A Dios y veámonos!»