Atalaya de la vida humana/Libro II/VII

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VI
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
VII
VIII

VII

Llega Guzmán de Alfarache a Génova, donde, conocido de sus deudos, lo regalaron mucho

Largo tiempo conservará la vasija el olor o sabor con que una vez fuere llena. Si el curso del mío, las ocasiones y casos, amor y temor no abrieren los ojos a el entendimiento, si con esto no recordare del sueño de los vicios, no me puedo persuadir que puedan fuerzas humanas. Y aunque con estratagemas, trazas y medios, pudiera ser alcanzarlo, no a lo menos con tanta facilidad, que no sea necesario largo discurso, con que haga su eleción el hombre, destinguiendo lo útil de lo dañoso, lo justo de lo injusto y lo malo de lo bueno. Y ya, cuando a este punto llega, anda el negocio de condición que quien se quisiere ayudar a salir del cenagal, nunca le faltarán buenas inspiraciones del cielo, que favoreciendo los actos de virtud los esfuerza, con que, conocido el error pasado, enmienden lo presente y lleguen a la perfeción en lo venidero.

Mas los brutos, que como el toro cierran los ojos y bajan la cabeza para dar el golpe, siguiendo su voluntad, pocas veces, tarde o nunca vendrán en conocimiento de su desventura. Porque como ciegos no quieren ver, son sordos a lo que no quieren oír ni que alguno les inquiete su paso. Huelgan irse paseando por la senda de su antojo, pareciéndoles larga, que no tiene fin o que la vida no tiene de acabarse, cuya bienaventuranza consiste sólo en aquella idolatría.

Son gente de ancha vida, de ancha conciencia, quieren anchuras y nada estrecho. Saben bien que hacen mal y hacen mal por no hacer bien. Danse para lo que quieren por desentendidos y no ignoran que se les va gastando la cuerda, estrechándose la salida y que al cabo hay eternos despeñaderos. Mas como vemos a Dios las manos enclavadas y dolorosas, parécenos que le lastimará mucho cuando quiera lastimarnos.

Dicen los tontos entre sí: «Nada nos duele, salud tenemos, dinero no falta, la casa está proveída: durmamos agora, holgúemonos lo poco que nos cabe, tiempo hay, no es necesario caminar tan apriesa quitándonos la vida que Dios nos da.» Dilátanlo una hora y pasa un día; pásase otro día, vase la semana, el mes corre, vuela el año, y no llega este «cuando», que aun si llegase bien sería, no llegaría tarde. Aquesta es la deuda de quien se dijo que se cobra en tres pagas; empero págase la pena, cuando se nos hace cierta, cruel y presto.

¿Quién considera un logrero, que, olvidado de Dios, no piensa que lo hay, sino en aquella vil ganancia? ¿Quién ve un deshonesto, que con aquel torpe apetito adora lo que más presto aborrece y allí busca su gloria donde conoce su tormento? ¿Un glotón, un soberbio, hijo de Lucifer, más que Diocleciano cruel, acostumbrado a martirizar inocentes, agraviando justos y persiguiendo a los virtuosos? ¿Un murmurador sin provecho, que, pensando hacer en sí, deshace a los otros y escarba la gallina siempre por su mal? Son los murmuradores como los ladrones y fulleros.

El hombre honrado, rico y de buena vida no hurta, porque vive contento con la merced que Dios le ha hecho. Con su hacienda pasa, della come y se sustenta. Suelen decir los tales: «Yo, señor, tengo lo necesario para mí y aun puedo dar a otros.» Hacen honra desto, diciendo sobrarles que poder dar.

El fullero ladrón hurta, porque con aquello pasa; como no lo tiene, trata de quitarlo a otros, dondequiera que lo halla. Desta manera, el noble tiene para sí la honra que ha menester y aun para poder honrar a otros, y el murmurador se sustenta de la honra de su conocido, quitándole y desquilatándole della cuanto puede, porque le parece que, si no lo hurta de otros, no tiene de dónde haberlo para sí.

¡Gran lástima es que críe la mar peces lenguados y produzca la tierra hombres deslenguados! Pues un hipócrita, de los que dicen que tienen ya dada carta de pago a el mundo y son como los que juegan a la pelota, dan con ella en el suelo de bote, para que se les vuelva luego a la mano y, dándoles de voleo, alarguen más la chaza o ganen quince. Desventurados dellos, que, haciendo largas oraciones con la boca, con ella se comen las haciendas de los pobres, de las viudas y huérfanos. Por lo cual será Dios con ellos en largo juicio. Suele ser el hipócrita como una escopeta cuando está cargada, que no se sabe lo que tiene dentro y, en llegándole muy poquito fuego, una sola centella despide una bala que derriba un gigante. Así con pequeña ocasión descubre lo que tiene oculto dentro del alma. Derrenegad siempre de unos hombres como unos perales enjutos, magros, altos y desvaídos, que se les cae la cabeza para fingirse santos. Andan encogidos, metidos en un ferreruelo raído, como si anduviesen amortajados en él. Son idiotas de tres altos y quieren con artificio hacernos creer que saben. Hurtan cuatro sentencias, de que hacen plato, vendiéndolas por suyas. Fingen su justicia por la de Trajano; su santidad, de San Pablo; su prudencia, de Salamón; su sencillez, de San Francisco, y debajo desta capa suele vivir un mal vividor. Traen la cara marcilenta y las obras afeitadas, el vestido estrecho y ancha la conciencia, un «en mi verdad» en la boca y el corazón lleno de mentiras, una caridad pública y una insaciable avaricia secreta. Manifiéstanse ayunos, así de manjares como de bienes temporales, con una sed tan intensa que se sorberán la mar y no quedarán hartos. Todo dicen serles demasiado y con todo no se contentan. Son como los dátiles: lo dulce afuera, la miel en las palabras y lo duro adentro en el alma. Grandísima lástima se les debe tener por lo mucho que padecen y lo poco de que gozan, condenándose últimamente por sola una caduca vanidad en ser acá estimados. De manera que ni visten a gusto ni comen con él; andan miserables, afligidos, marchitos, sin poder nunca decir que tuvieron una hora de contento, aun hasta las conciencias inquietas y los cuerpos con sobresalto. Que, si lo que desta manera padecen, como lo hacen por sólo el mundo y lo exterior en él para sólo parecer, lo hicieran por Dios para más merecer y por después no padecer, sin duda que vivirían aun con aquello alegres en esta vida y alegres irían a gozar de la eterna.
Digamos algo de un testigo falso, cuya pena deja el pueblo amancillado y a todos es agradable gustando de su castigo por lo grave de su delito. ¡Que por seis maravedís haya quien jure seis mil falsedades y quite seiscientas mil honras o interés de hacienda, que no son después poderosos a restituir! ¡Y que de la manera que los trabajadores y jornaleros acuden a las plazas deputadas para ser de allí conducidos a el trabajo, así acuden ellos a los consistorios y plazas de negocios, a los mismos oficios de los escribanos, a saber lo que se trata, y se ofrecen a quien los ha menester! No sería esto lo peor, si no los conservasen allí los ministros mismos para valerse dellos en las ocasiones y para las causas que los han menester y quieren probar de oficio. No es burla, no encarecimiento ni miento. Testigos falsos hallará quien los quisiere comprar; en conserva están en las boticas de los escribanos. Váyanlos a buscar en el oficio de N. Ya lo quise decir; mas todos lo conocen. Allí los hay como pasteles, conforme los buscaren, de a cuatro, de a ocho, de a medio real y de a real. Empero, si el caso es grave, también los hay hechizos, como para banquetes y bodas, de a dos y de a cuatro reales, que depondrán, a prueba de moxquete, de ochenta años de conocimiento. Como lo hizo en cierta probanza de un señor un vasallo suyo, labrador, de corto entendimiento, el cual, habiéndole dicho que dijese tener ochenta años, no entendió bien y juró tener ochocientos. Y aunque, admirado el escribano de semejante disparate, le advirtió que mirase lo que decía, y respondió: «Mirá vos cómo escrebís y dejad a cada uno tener los años que quisiere, sin espulgarme la vida.» Después, haciéndose relación deste testigo, cuando llegaron a la edad, parecióles error del escribano y quisiéronle por ello castigar; mas él se desculpó diciendo que cumplió en su oficio, en escrebir lo que dijo el testigo. Que, aunque le advirtió dello, se volvió a ratificar diciendo tener aquella edad, que así lo pusiese. Hicieron los jueces parecer el testigo personalmente, y preguntándole que por qué había jurado ser de ochocientos años, respondió: «Porque así conviene a servicio de Dios y del Conde, mi señor.» Testigos falsos hay: las plazas están llenas, por dinero se compran y, el que los quisiere de balde, busque parientes encontrados, que por sustentar la pasión dirá contra toda su generación, y déstos nos libre Dios, que son los que más nos dañan.

Dejémoslos y vengamos a los de mi oficio y a la cofadría más antigua y larga. Porque no quiero que digas que tuve para los otros pluma y me quise quedar en el tintero, dejando franca mi puerta. Que a fe que tengo de dar buenas aldabadas en ella y no quedarme descansando a la sombra ni holgando en la taberna.

Un ladrón ¿qué no hará por hurtar? Digo ladrón a los pobres pecadores como yo; que con los ladrones de bien, con los que arrastran gualdrapas de terciopelo, con los que revisten sus paredes con brocados y cubren el suelo con oro y seda turquí, con los que nos ahorcan a nosotros no hablo, que somos inferiores dellos y como los peces, que los grandes comen a los pequeños. Viven sustentados en su reputación, acreditados con su poder y favorecidos con su adulación, cuyas fuerzas rompen las horcas y para quien el esparto no nació ni galeras fueron fabricadas, ecepto el mando en ellas de quien podría ser que nos acordásemos algo en su lugar, si allá llegáremos, que sí llegaremos con el favor de Dios.

Vamos agora llevando por delante los que importa que no se queden, los tales como yo y mi criado. No se ha de dar puntada en los que roban la justicia, pues no los hay ni lo tal se sabe. Mas por ventura si alguno lo ha hecho, ya se lo dijimos en la primera parte. No del regidor, de quien también hablamos, que no es de importancia ni de sustancia su negocio, pues fuera de sus estancos y regatonerías, todo es niñería.

Dirán algunos: «Tal eres tú como ellos, pues quieres encubrir sus mentiras, engaños y falsedades. Que, si se preguntase qué hacienda tiene micer N., dirían: 'Señor, es un honrado regidor.' ¿No más de regidor? ¿Pues cómo come y se sustenta con sólo el oficio, que no tiene renta, sustentando tanta casa, criados y caballos?»

Bueno es eso, bien parece que no lo entendéis. Verdad es que no tiene renta, pero tiene renteros, y ninguno lo puede ser sin su licencia, pagándole un tanto por ello, lo cual se le ha de bajar de la renta que pone, rematándosela por mucho menos.

¿Por qué no dices lo que sabes desto y que, si alguno se atreve a hablar o pujar contra su voluntad, lo hacen callar a coces y no lo dejarán vivir en el mundo, porque como poderosos luego les buscan la paja en el oído y a diestro y a siniestro dan con ellos en el suelo, y que son como las ventosas, que, donde sienten que hay en qué asir, se hacen fuertes y chupan hasta sacar la sustancia, sin que haya quien de allí las quite, hasta que ya están llenas? Di ¿cómo nadie lo castiga?

Porque a los que tratan dello les acontece lo que a las ollas que ponen llenas de agua encima del fuego, que apenas las calienta, cuando rebosa el agua por encima y mata la lumbre. ¿Has entendídome bien? O porque tienen ángel de guarda, que los libra en todos los trabajos del percuciente.

Di también -pues no lo dijiste- que si a los tales, después de ahorcados les hiciesen las causas, dirían contra ellos aquellos mismos que andan a su lado y agora con el miedo comen y callan. Di sin rebozo que, por comer ellos de balde o barato, carga sobre los pobres aquello y se les vende lo peor y más caro. Acaba ya, di en resolución, que son como tú y de mayor daño, que tú dañas una casa y ellos toda la república.

¡Oh qué gentil consejo que me das ése, amigo mío! ¡Tómalo tú para ti! ¿Quieres por ventura sacar las brasas con la mano del gato? Dilo, si lo sabes; que lo que yo supe ya lo dije y no quiero que comigo hagan lo que dices que con los otros hacen. Basta que contra la decencia de su calidad y mayoría me alargue más de lo lícito, sin que de nuevo quieras obligarme a espulgarles las vidas, no siendo de provecho. Si acá en Italia corre de aquesa manera, gracias a Dios que me voy a España, donde no se trata de semejante latrocinio.

Bien sé yo cómo se pudiera todo remediar con mucha facilidad, en augmento y de consentimiento de la república, en servicio de Dios y de sus príncipes; mas ¿heme yo de andar tras ellos, dando memoriales, y, cuando más y mejor tenga entablado el negocio, llegue de través el señor don Fulano y diga ser disparate, porque le tocan las generales y dé con su poder por el suelo con mi pobreza? Más me quiero ir a el amor del agua lo poco que me queda.

Por decir verdades me tienen arrinconado, por dar consejos me llaman pícaro y me los despiden. Allá se lo hayan. Caminemos con ello como lo hicieron los pasados, y rueguen a Dios los venideros que no se les empeore. Diré aquí solamente que hay sin comparación mayor número de ladrones que de médicos y que no hay para qué ninguno se haga santo, escandalizándose de oír mentar el nombre de ladrón, haciéndole ascos y deshonrándolos, hasta que se pregunte a sí mesmo, por aquí o por allí, qué ha hurtado en esta vida, y para esto sepa que hurtar no es otro que tener la cosa contra la voluntad ajena de su dueño.

No se me da más que ya no lo sepa como que lo dé con su mano, si es por más no poder o por allí redimir la vejación. Comencélo desde la niñez, aunque no siempre lo usé. Fui como el árbol cortado por el pie, que siempre deja raíces vivas, de donde a cabo de largos años acontece salir una nueva planta con el mismo fruto. Ya presto veréis cómo me vuelvo a hacer mis buñuelos. El tiempo que dejé de hurtar, estuve violentado, fuera de mi centro, con el buen trato; agora doy a el malo la vuelta.

Cuando muchado, estaba curtido y cursado en alzar con facilidad y buena maña cualquiera cosa mal puesta. Después, ya hombre, a los principios me parecía estar gotoso de pies y manos, torpe y mal diestro; mas en breve volví en mis carnes. Continuélo de manera, preciábame dello tanto como de sus armas el buen soldado y el jinete de su caballo y jaeces. Cuando había dudas, yo las resolvía; si se buscaban trazas, yo las daba; en los casos graves, yo presidía. Oíanse mis consejos como respuestas de un oráculo, sin haber quien a mis precetos contradijese ni a mis órdenes replicase. Andaban tras de mí más praticantes que suelen acudir al hospital de Zaragoza ni en Guadalupe. Usábalo a tiempo y con intermitencias, como fiebres. Porque cuando todo me faltaba, esto me había de sobrar. En la bolsa me lo hallaba, como si lo tuviera colgado del cuello en la cadenita del embajador mi señor, que aún la escapé de peligro mucho tiempo. Era tan proprio en mí como el risible, y aun casi quisiera decir era indeleble, como caráter, según estaba impreso en el alma. Pero, cuando no lo ejercitaba, no por eso faltaba la buena voluntad, que tuve siempre prompta.

Salimos de Milán yo y Sayavedra bien abrigados y mejor acomodados de lo necesario, que cualquiera me juzgara por hombre rico y de buenas prendas. Mas cuántos hay que podrían decir: «Comé, mangas, que a vosotras es la fiesta.» Tal juzgan a cada uno como lo ven tratado. Si fueres un Cicerón, mal vestido serás mal Cicerón; menospreciaránte y aun juzgaránte loco. Que no hay otra cordura ni otra ciencia en el mundo, sino mucho tener y más tener; lo que aquesto no fuere, no corre.

No te darán silla ni lado cuando te vieren desplumado, aunque te vean revestido de virtudes y ciencia. Ni se hace ya caso de los tales. Empero, si bien representares, aunque seas un muladar, como estés cubierto de yerba, se vendrán a recrear en ti. No lo sintió así Catulo, cuando viendo Nonio en un carro triunfal, dijo: «¿A qué muladar lleváis ese carro de basura?» Dando a entender que no hacen las dinidades a los viciosos. Pero ya no hay Catulos, aunque son muchos los Nonios. Cuando fueres alquimia, eso que reluciere de ti, eso será venerado. Ya no se juzgan almas ni más de aquello que ven los ojos. Ninguno se pone a considerar lo que sabes, sino lo que tienes; no tu virtud, sino la de tu bolsa; y de tu bolsa no lo que tienes, sino lo que gastas.

Yo iba bien apercebido, bien vestido y la enjundia de cuatro dedos en alto. Cuando a Génova llegué, no sabían en la posada qué fiesta hacerme ni con qué regalarme. Acordéme de mi entrada, la primera que hice, y cuán diferente fui recebido y cómo de allí salí entonces con la cruz a cuestas y agora me reciben las capas por el suelo.

Apeámonos, diéronme de comer, estuve aquel día reposando, y otro por la mañana me vestí a lo romano, de manteo y sotana, con que salí a pasear por el pueblo. Mirábanme todos como a forastero, y no de mal talle. Preguntábanle a mi criado que quién era. Respondía: «Don Juan de Guzmán, un caballero sevillano.» Y cuando yo los oía hablar, estirábame más de pescuezo y cupiéranme diez libras más de pan en el vientre, según se me aventaba.

Decíales que venía de Roma. Preguntábanle si era muy rico, porque me vían llegar allí muy diferente que a otros. Porque los que van a la corte romana y a otras de otros príncipes acostumbran ser como los que van a la guerra, que todo les parece llevarlo negociado y hecho, con lo cual suelen alargarse a gastar por los caminos y en la corte misma, hasta que la corte les deja de tal corte, que todo su vestido lo parece de calzas viejas. Después vuelven cansados, desgustados y necesitados, casi pidiendo limosna. Pasan gallardos y, como los atunes, gordos, muchos y llenos; mas, después que desovan, vuelven pocos, flacos y de poco provecho.

Preguntábanle también si había de residir allí algunos días o si venía de paso. A todo respondía que era hijo de una señora viuda rica, mujer que había sido de cierto caballero ginovés y que había venido allí a esperar unas letras y despachos para volverse otra vez a Roma y en lo ínterin gustaba de ver a Génova, porque no sabía cuándo sería su vuelta o por dónde ni si tendría tiempo de poderla volver a ver.

Era la posada de las mejores de la ciudad y adonde acudían de ordinario gente principal y noble. Allí estuvimos holgando y gastando, sin besar ni tocar en cosa de provecho. Empero, con estar parados, ganábamos mucha tierra. No está siempre dando el reloj; que su hora hace y poco a poco aguarda su tiempo. Algunas veces los huéspedes y yo jugábamos de poco, sin valerme de más que de mi fortuna y ciencia, sin ser necesaria la tercería de Sayavedra. Que aquello no solía salir sino con el terno rico, a fiestas dobles. Que, cuando la pérdida o ganancia no había de ser de mucha consideración, era muy acertado andar sencillo. Empero deste modo iba continuamente con pie de plomo, conociendo el naipe: si no me daba y acudía mal, dejábalo con poca pérdida; mas, cuando venía con viento favorable, nunca dejé de seguir la ganancia hasta barrerlo todo.

Como ganase un día poco más de cien escudos y hubiese halládose a mi lado un capitán de galera, de quien sentí haberse aficionado a mi juego y holgádose de la ganancia, y que no andaba tan sobrado que se hallase libre de necesidad, volví la mano y dile seis doblones de a dos, que seis mil se le hicieron en aquella coyuntura. Tiempos hay que un real vale ciento y hace provecho de mil. Quedóme tan reconocido, cual si la gracia hubiera sido mayor o de más momento.

Este capitán se llamaba Favelo, no porque aqueste fuese su nombre proprio, sino por habérselo puesto cierta dama que un tiempo sirvió, y siempre lo quiso conservar en su memoria, de su hermosura y malogramiento, cuya historia me contó, de la manera con que della fue regalado, su discreción, su bizarría. Todo lo cual, con el cebo de falsas aparencias, quedó sepultado en un desesperado tormento de celos, necesidad y brutal trato. Nunca de allí adelante dejó mi amistad y lado. Supliquéle se sirviese de mi persona y mesa y, aunque aquesta no le faltaba, lo acetó por mi solo gusto.

Siempre lo procuré conservar y obligar. Llevábame a su galera, traíame festejando por la marina, cultivándose tanto nuestro trato y amistad, que si la mía fuera en seguimiento de la virtud, allí había hallado puerto; mas todo yo era embeleco. Siempre hice zanja firme para levantar cualquier edificio. Comunicábamonos muy particulares casos y secretos; empero que de la camisa no pasasen adentro, porque los del alma sólo Sayavedra era dueño dellos.

Acá entre nosotros corrían cosas de amores: el paseo que di, el favor que me dio, la vez que la hablé y cosas a éstas semejantes, que no llegasen a fuego. Que no los amigos todos lo han de saber todo. Los llamados han de ser muchos; los escogidos pocos, y uno solo el otro yo.

Era este Favelo de muy buena gracia, discreto, valiente, sufrido y muy bizarro, prendas dignas de un tan valeroso capitán, soldado de amor y por quien siempre padeció pobreza; que nunca prendas buenas dejaron de ser acompañadas della. Yo, como sabía su necesidad, por todas vías deseaba remediársela y rendirlo. Tan buena maña me di con él y los más que traté, que a todos los hacía venir a la mano y a pocos días creció mi nombre y crédito tanto, que con él pudiera hallar en la ciudad cualquiera cortesía. Con esto por una parte, mis deseos antiguos de saber de mí, por no morir con aquel dolor, habiendo andado por aquellas partes -en especial considerando que con las buenas mías y las de la persona pudiera quien se fuera tenerse por honrado emparentando comigo-, y los de perversa venganza que me traían inquieto, a pocas vueltas hallé padre y madre y conocí todo mi linaje. Los que antes me apedrearon, ya lo hacían quistión sobre cuál me había de llevar a su casa primero, haciéndome mayor fiesta.

En sólo el día primero que hice diligencia me vine a hallar con más deudos que deudas, y no lo encarezco poco. Que ninguno se afrenta de tener por pariente a un rico, aunque sea vicioso, y todos huyen del virtuoso, si hiede a pobre. La riqueza es como el fuego, que, aunque asiste en lugar diferente, cuantos a él se acercan se calientan, aunque no saquen brasa, y a más fuego, más calor. Cuántos veréis al calor de un rico, que, si les preguntasen «¿Qué hacéis ahí?», dirían «Aquí no hago cosa de sustancia». Pues, ¿danos alguna cosa, sacáis algo de andaros hecho quitapelillo, congraciador, asistente de noche y de día, perdiendo el tiempo de ganar de comer en otra parte? «Señor, es verdad que de aquí no saco provecho; pero véngome aquí al calor de la casa del señor N., como lo hacen otros.» Los otros y vos decíme quién sois, que no quiero que os quejéis que os llamo yo necios.

Ahora bien, acercáronseme muchos, cada cual ofreciéndose conforme a el grado con que me tocaba, y tal persona hubo que para obligarme y honrarse comigo alegó vecindad antigua desde bisabuelos.

Quise por curiosidad saber quién sería el buen viejo que me hizo la burla pasada y, para hacerlo sin recelo ajeno, pregunté si mi padre había tenido más hermanos y si dellos alguno estaba vivo, porque siempre creí ser aquél tío mío. Dijéronme que sí, que habían sido tres, mi padre y otros dos: el de en medio era fallecido, empero que el mayor de todos era vivo y allí residía. Dijéronme ser un caballero que nunca se había querido casar, muy rico y cabeza de toda la casa nuestra. Diéronme señas dél, por donde lo vine a conocer. Dije que le había de ir a besar las manos otro día; mas, cuando se lo dijeron y mi calidad, aunque ya muy viejo, mas como pudo con su bordón, vino a visitarme, rodeado de algunos principales de mi linaje.

Luego lo reconocí, aunque lo hallé algo decrépito por la mucha edad. Holguéme de verlo y pesábame ya hallarlo tan viejo; quisiéralo más mozo, para que le durara más tiempo el dolor de los azotes. Yo hallo por disparate cuando para vengarse uno de otro le quita la vida, pues acabando con él, acaba el sentimiento. Cuando algo yo hubiera de hacer, sólo fuera como lo hice con mis deudos, que no me olvidarán en cuanto vivan y con aquel dolor irán a la tierra. Deseaba vengarme dél y que por lo menos estuviera en el estado mismo en que lo dejé, para en el mismo pagarle la deuda en que tan sin causa ni razón se quiso meter comigo.

Hízome muchos ofrecimientos con su posada; empero aun en sólo mentármela se me rebotaba la sangre. Ya me parecía picarme los murciélagos y que salían por debajo de la cama la marimanta y cachidiablos como los pasados. No, no, una fue y llevósela el gato ya, dije. Sólo Sayavedra me podrá hacer otra; empero no por su bien. Empero después dél, a quien me hiciere la segunda, yo se la perdono.

Hablamos de muchas cosas. Preguntóme si otra vez o cuándo había estado en Génova. «¿Esas tenéis? -dije-. Pues por ahí no me habéis de coger.» Neguéselo a pie juntillo; sólo le dije que habría como tres años, poco menos, que había por allí pasado, sin poder ni quererme detener más de a hacer noche, a causa de la mucha diligencia con que a Roma caminaba en la pretensión de cierto beneficio.

Díjome luego con mucha pausa, como si me contara cosas de mucho gusto:

-Sabed, sobrino, que habrá como siete años, poco más o menos, que aquí llegó un mozuelo picarillo, al parecer ladrón o su ayudante, que para poderme robar vino a mi casa, dando señas de mi hermano que está en gloria, y de vuestra madre, diciendo ser hijo suyo y mi sobrino. Tal venía y tal sospechamos dél, que, afrentados de su infamia, lo procuramos aventar de la ciudad y así se hizo con la buena maña que para ello nos dimos. Él salió de aquí huyendo, como perro con vejiga, sin que más lo viésemos ni dél se supiese muerto ni vivo, como si se lo tragara la tierra. De la vuelta que le hice dar me acuerdo que se dejó la cama toda llena de cera de trigo: ella fue tal como buena, para que con el miedo de otra peor huyese y nos dejase. Y pues quería engañarnos, me huelgo de lo hecho. Ni a él se le olvidará en su vida el hospedaje, ni a mí me queda otro dolor que haberme pesado de lo poco.

Refirióme lo pasado con grande solemnidad, la traza que tuvo, cómo no le quiso dar de cenar y sobre todas estas desdichas lo mantearon. Yo pobre, como fui quien lo había padecido, pareció que de nuevo me volvieron a ello. Abriéronseme las carnes, como el muerto de herida, que brota sangre fresca por ella si el matador se pone presente. Y aun se me antojó que las colores del rostro hicieron sentimiento, quedando de oírlo solamente sin las naturales mías. Disimulé cuanto pude, dando filos a la navaja de mi venganza, no tanto ya por la hambre que della tenía por lo pasado, cuanto por la jatancia presente, que se gloriaba della. Que tengo a mayor delito, y sin duda lo es, preciarse del mal, que haberlo hecho.

Pudriendo estaba con esto y díjele:

-No puedo venir en conocimiento de quién puede haber sido ese muchacho que tanto deseaba tener parientes honrados. En obligación le quedamos, cuando acaso sea vivo y escapase con la vida de la Roncesvalles, que entre tanta nobleza nos escogió para honrarse de nosotros. Y si a mi puerta llegara otro su semejante, lo procuraría favorecer hasta enterarme de toda la verdad, que casos hay en que aun los hombres de mucho valor escapan de manera que aun de sí mismos van corridos, y ese rapaz, después de conocido, lo hiciera con él según él hubiera procedido consigo mismo. Porque la pobreza no quita virtud ni la riqueza la pone. Cuando no fuera tal ni a mi propósito, procuráralo favorecer y de secreto lo ausentara de mí y, cuando en todo rigor mi deudo no fuera, estimara su eleción.

-Andad, sobrino -dijo el viejo-, como nunca lo vistes, decís eso; yo estoy contentísimo de haberlo castigado y, como digo, me pesa, si dello no acabó, que no le di cumplida pena de su delito, pues tan desnudo y hecho harapos quiso hacerse de nuestro linaje. Pues que no trujo vestido de bodas, llévese lo que le dieron.

-En ese mismo tiempo -dije- yo estaba con mi madre allá en Sevilla y no son tres años cumplidos que la dejé. Nací solo, no tuvieron mis padres otro.

Aun aquí se me salió de la boca que tuve dos padres y era medio de cada uno; mas volvílo a emendar, prosiguiendo:

-Dejóme de comer el mío; aunque no tanto que me alargue a demasías, ni tan poco que bien regido me pudiera faltar. No me puedo preciar de rico ni lamentar pobre. Demás que mi madre siempre ha sido mujer prudente, de gran gobierno, poco gastadora y gran casera.

Holgáronse de oírme los presentes y no sabían en qué santuario ponerme ni cómo festejarme, ni se tenía por bueno el que no me daba su lado derecho y entre dos el medio.

Entonces dije comigo mismo entre mí: «¡Oh vanidad, cómo corres tras los bien afortunados en cuanto goza de buen viento la vela; que si falta, harán en un momento mil mudanzas! ¡Y cómo conozco de veras que siempre son favorecidos aquellos todos de quien se tiene alguna esperanza que por algún camino pueden ser de algún provecho! ¡Y por la misma razón qué pocos ayudan a los necesitados y cuántos acuden favoreciendo la parte del rico! Somos hijos de soberbia, lisonjeros; que, si lo fuéramos de la amistad y caritativos, acudiéramos a lo contrario. Pues nos consta que gusta Dios que como proprios cada uno sienta los trabajos de su prójimo, ayudándole siempre de la manera que quisiéramos en los nuestros hallar su favor.»

Yo era el ídolo allí de mis parientes. Había comprado de una almoneda una vajilla de plata, que me costó casi ochocientos ducados, no con otro fin que para hacer mejor mi herida. Convidélos a todos un día, y a otros amigos. Híceles un espléndido banquete, acariciélos, jugamos, gané y todo casi lo di de barato. Y con esto los traía por los aires. Quién les dijera entonces a su salvo: «Sepan, señores, que comen de sus carnes, en el hato está el lobo, presente tienen el agraviado, de quien se sienten agradecidos. ¡Ah! si le conociesen y cómo le harían cruces a las esquinas, para no doblárselas en su vida. Porque les va mullendo los colchones y haciendo la cama, donde tendrán mal sueño y darán más vueltas en el aire que me hicieron dar a mí sobre la manta, con que se acordarán de mí cuanto yo dellos, que será por el tiempo de nuestras vidas. Ya mi dolor pasó y el suyo se les va recentando. Si bien conociesen al que aquí está con piel de oveja, se les haría león desatado. Bien está, pues pagarme tienen lo poco en que me tuvieron y lo que despreciaron su misma sangre. Gran añagaza es un buen coram vobis, gallardo gastador, galán vestido y don Juan de Guzmán. Pues a fe que les hubiera sido de menos daño Guzmán de Alfarache con sus harrapiezos, que don Juan de Guzmán con sus gayaduras.»

Muchas caricias me hacían; mas yo el estómago traía con bascas y revuelto, como mujer preñada, con los antojos del deseo de mi venganza, que siempre la pensada es mala. Estudiábala de propósito, ensayándome muy de mi espacio en ella, y en este virtuoso ejercicio eran entonces mis nobles entretenimientos, para mejor poder después obrar. Que fuera gran disparate haber hecho tanto preparamento sin propósito, y es inútil el poder cuando no se reduce al acto. Paso a paso esperaba mi coyuntura. Que cada cosa tiene su «cuando» y no todo lo podemos ejecutar en todo tiempo. Que demás de haber horas menguadas, hay estrellas y planetas desgraciados, a quien se les ha de huir el mal olor de la boca y guardárseles el viento, para que no pongan a el hombre adonde todos le den.

Así aguardé mi ocasión, pasando todos los días en festines, fiestas y contentos, ya por la marina, ya por jardines curiosísimos que hay en aquella ciudad y visitando bellísimas damas. Quisiéronme casar mis deudos con mucha calidad y poca dote. No me atreví, por lo que habrás oído decir por allá y huyendo de que a pocos días habíamos de dar con los huevos en la ceniza. Mostréme muy agradecido, no acetando ni repudiando, para poderlos ir entreteniendo y mejor engañando, hasta ver la mía encima del hito. Que cierto entonces con mayor facilidad se hiere de mazo, cuando el contrario tiene de la traición menos cuidado y de sí mayor seguridad.