Aurora roja/Parte III/IV
IV
En los paseos que Juan daba en el invierno por las tardes al sol, un día que le sorprendió la lluvia, entró en una de las casuchas que había al lado de la tapia de la Patriarcal, mirando al Tercer Depósito.
Se encontró que la casucha estaba habitada por dos muchachuelos y una chiquilla. Los dos chicos le contaron al momento su vida y milagros.
Uno se llamaba el Mangue, y el otro, el Polaca; los dos eran aprendices de torero. A la chica le decían la Chai.
El Mangue era un chiquillo delgaducho y listo como una sabandija; el Polaca tenía una cabeza enorme, unos ojos inexpresivos, redondos como dos botones, y los labios abultados. El padre del Mangue era carbonero y quería obligarle a trabajar; pero él se había escapado de casa con la Chai y el Polaca, y durante todo un verano y un otoño habían andado en las capeas. El Polaca había estado en un asilo hasta los seis años. Un día, por una falta leve, una monja le tuvo durante ocho días desnudo, atado con cuerdas de esparto, a pan y agua. A consecuencia de este bárbaro castigo, el Polaca enfermó y lo llevaron al hospital. A la salida se echó a andar por las calles.
-¡Qué infamia es esa farsa de caridad oficial! -murmuró Juan-. ¡Qué infamia!
El Mangue y el Polaca, con la ilusión de ser toreros, vivían contentos.
-¿Y ganabais algo en esas capeas? -les preguntó Juan.
-Sí, lo que nos daban.
-¿Y cómo ibais de un pueblo a otro?
-Nos subíamos a los estribos del tren, y antes de llegar a una estación nos bajábamos.
-Pero, todos los días no habría capeas.
-No.
-Y, mientras tanto, ¿qué comíais?
-Sacábamos patatas del suelo y comíamos uvas y frutas.
-Y, ahora, ¿qué hacéis?
-Ahora, nada. Esperando el verano.
La Chai era una muchacha fea y de aspecto encanallado, y, por lo que pudo observar Juan, trataba como esclavos a sus dos amantes.
-¿Y vivís solos aquí vosotros?
-No, hay más en estas casillas.
A Juan le interesó aquella madriguera y volvió al día siguiente. Hacía una hermosa tarde de sol. En el antiguo patio del cementerio, arrimado a una tapia, había un vendedor de cerbatanas y de majuelas, que tenía su mercancía en una cesta; un gitano y un golfo, les preguntó Juan por el Mangue y por el Polaca, y se sentó junto a ellos.
El gitano dijo que tenía como profesión la de matar pájaros con tirabeque; profesión que a Juan le pareció bastante cómica.
-No crea usted... que es guasa -dijo el gitano-. ¿A que le doy al bote de pimiento?
-¡A que no! Una perra gorda -apostó el de las cerbatanas.
El gitano preparó su tirabeque, casi científicamente disparó... y no le dio al bote.
Se trabó una larga discusión entre el gitano y el de las cerbatanas.
-Y usted, ¿qué hace? -le preguntó Juan al golfo.
-¿Yo? -exclamó el otro en tono displicente.
-Sí.
-Yo soy ladrón.
-¡Mal oficio!
-¿Por qué?
-Porque no produce mas que disgustos.
-¡Pchs! También suelo vender perros; pero eso es peor.
-¿Y qué es lo que roba usted?
-Lo que se tercia. Antes robábamos aquí en este camposanto.
-¿Entonces, conocería usted a Jesús?
-A Jesús, el cajista, ya lo creo. ¿Era amigo de usted?
-Sí, amigo y compañero. Yo soy anarquista.
-Pues yo soy el Corbata. Cuando hago de don Tancredo me llaman el Raspa.
-¡Ah! ¿Hace usted de don Tancredo?
-Sí; el año pasado un toro me dejó a la muerte. Y espero el año que viene para ir a los pueblos a repetir el experimento.
-¿Y si le matan a usted?
-¡Psch! Es igual.
-¿Y cómo le han soltado ya de la cárcel?
-Me las he arreglado para que me saquen.
-¿Y qué tal en la cárcel? ¿Hay buena gente?
-¡Sí hay! Mejor que fuera. Ahí he conocido a los Ladrilleros, dos buenas personas.
Los Ladrilleros no habían hecho mas que asesinar a uno, para robarle.
-Uno de los Ladrilleros domesticaba gorriones en el pasillo de arriba -contó el Corbata-. Solía hacer que los pájaros fuesen a comer miguitas de pan en su mano, y les hacía bailar y dar vueltas. Tenía dos en su cuarto más listos que una persona, y no dejaba que los tocara nadie. Un día va el director y le ve que no tenía mas que un gorrión: «¿Y el otro gorrión? ¿Se ha muerto?», le preguntó. «No, señor director». «¿Es que se ha escapado?» «Tampoco». «Pues, ¿dónde está?» «Usted me perdonará, señor director -le dijo el Ladrillero sonriendo-, pero el preso de ahí al lado estaba tan triste el pobrecillo, que le he prestado el gorrión por tres días para que se distraiga».
El Corbata contó esto sonriendo, como una debilidad disculpable de un niño. El de las cerbatanas dijo que esto no le chocaba, porque en los presidios había tan buena gente o más que fuera. -Un acaloro, cualquiera lo puede tener- terminó diciendo.
Al marcharse Juan, el Corbata, distraídamente, le quitó el pañuelo, Juan lo notó, pero no dijo nada.
Unos días después, Juan vio en la era de la Patriarcal a un amigo del Corbata, que se llamaba el Chilina. Era éste un joven delgado, de bigotillo negro, con la cara redonda, afeminada, y una mirada indiferente y fría, de unos ojos verdes. El Corbata le había conocido en la cárcel y le tomó bajo su protección.
El Chilina era un golfo siniestro, lleno de pereza, de vicios y de malas pasiones.
-He vivido en una casa de zorras -le dijo a Juan riendo-, hasta que se murió mi madre, que estaba allá. Me echaron de la casa, y la misma noche me encontré con una mujer. «¿Quieres venir?», me dijo. «Si me das todo lo que ganas, sí», le contesté. «Bueno, toma la llave»; me dio la llave y nos arreglamos. Así estuve hasta hace un año, viviendo bien; pero, una mujer me faltó y la di una puñalá. Ahora estoy aquí porque me tengo que ocultar.
Unos días después, el Chilina llevó a las casas del cementerio una mujer tagala con el objeto de explotarla.
Esta mujer ganaba algunos céntimos entregándose a los hombres por aquellos descampados.
Le llamaban la Filipina, era bastante fea, tenía un cándido cinismo, el instinto natural de su vida salvaje; se ofrecía con una absoluta ignorancia de ideas de moralidad sexual. No sentía el desprecio de la sociedad cerniéndose sobre su cabeza. Acostumbrada, desde la infancia, a ser maltratada por el blanco, no llegaba a herirle la abyección de su oficio, y por esto no manifestaba odio contra los hombres. Lo que le daba miedo era el tener que andar de noche por aquellos andurriales.
El Corbata y el Chilina la poseían cuando querían en los rincones apartados, cerca de las tapias del cementerio, y ella se entregaba como quien hace un favor. El Chilina, además, le sacaba el dinero.
Otras dos personas se acogieron en las casucas en aquel invierno: un mendigo viejo, sucio y repugnante, con una barba enmarañada y ojos purulentos, y su mujer, una arpía con la que estaba amontonado.
Este mendigo se ponía en las bocacalles, y, golpeando la acera con la garrota, gritaba varias veces el santo del día.
El Corbata, la primera vez que le vio, le oyó decir:
-Hoy. Hoy... Santa Tecla... Santa Tecla... hoy.. hoy -y desde entonces le llamaba Santa Tecla.
-¡Qué hermoso -pensaba Juan- sería sacar a estos hombres de las tinieblas de la brutalidad en que se encuentran y llevarlos a una esfera más alta, más pura! Seguramente, en el fondo de sus almas hay una bondad dormida; en medio del fango de sus maldades hay el oro escondido que nadie se ha tomado el trabajo de descubrir. Yo trataré de hacerlo...
Todas las tardes, lloviera o hiciera bueno, iba Juan a las casuchas del camposanto a hablarles a aquellos hombres. Acudían algunos mendigos de San Bernardino y escuchaban con atención. Formaban un corro. Enfrente, los cipreses del cementerio de San Martín sobresalían por encuna de las tapias. Oían todos las palabras de Juan como una música alegre y dulce, y la Filipina, quizá la que menos entendía, era la que con más fe le escuchaba.
Cuando se marchaba Juan a su casa, muchas veces se decía a sí mismo:
-El oro está dentro; saldrá a la superficie.
Un anochecer, Juan presenció una apuesta entre Santa Tecla y la vieja arpía, con quien se hallaba amontonado.
-¿Qué sabes tú, vieja zorra? -decía Santa Tecla.
-¿Qué sé yo? Más que tú, asqueroso; mucho más que tú -replicaba la vieja haciendo gestos repugnantes.
-Tú crees que toda la gente es tan mala como tú.
-Si parece que tienes telarañas en los ojos.
-Calla, calla, arrastrá.
-Si es que tú pareces tonto; ya te figuras tú que la gente te da dinero porque eres tú.
-Calla... ¡leñe!, ¡tanto moler y tanto amolar!... Porque tú eres una cochina zorra, ya crees que todas lo han de ser.
-Y lo son. ¡Me parece! -y la vieja hizo un gesto desvergonzado. Santa Tecla metió la mano por la abertura y se puso a rascarse el pecho con dignidad.
-Pues, sí, pues, sí -chilló la vieja-, mañana va otro ciego cualquiera al
Buen Suceso y le dan limosna lo mismo que a ti.
-¡Cállate, cerda! Si eres más venenosa que un sapo. ¿Tú qué sabes?
-¿Que no sé? Haz una apuesta. A que mañana domingo, si voy yo de tu parte a las señoras del coche y les digo que tú estás malo, -a que no me dan nada?
-A que sí.
-¿Cuánto apostamos?
-Una botella.
-Está.
-Hay que ver en qué termina la apuesta -dijo el Corbata.
Al día siguiente fue Juan. Santa Tecla paseaba por la era, dando muestras de impaciencia. El Corbata y el Chilina tomaban el sol, tendidos en la hierba. Al mediodía apareció la vieja en la vuelta del camino con una botella en la mano.
Santa Tecla sonrió.
-¿Qué? -dijo cuando se asomó la vieja-. ¿Han dado?
-Ná, ni una perra. Les dije: «¡Señoritas, una limosna pa el cieguecito, que mi pobre marío está mu malo y no tenemos ni pa melecínas!» ¿Y qué?
-Pus ná, que entraron en la iglesia sin mirarme. Luego las seguí hasta su casa... y la señora ha llamao al portero y le ha dicho que me eche. ¡Ah, perras! Aquí traigo la botella. ¡Dame los dos reales!
-¡Los dos reales! ¿Pero tú te has figurao que a mí me la das? Lo que te voy a dar es un estacazo por liosa.
-No pagues, si no quieres. Pero, que me muera si no es verdad lo que digo.
-Bueno, trae la botella -y Santa Tecla cogió la botella, la destapó y comenzó a beber y a murmurar:
-¡Desagradecías, más que desagradecías!
-¿Ves? -gritaba la vieja atenta al odio más que a la golosina-. ¿Ves lo que son?
-¡Desagradecías! -gruñía el viejo.
-Pero oiga usted compadre -le preguntó el Corbata en tono de chunga-. ¿Usted qué ha hecho por esa gente? ¿Rezar?
-¿Y te parece poco? -replicó el mendigo, componiendo el semblante.
-A mí, muy poco.
-Si tú eres un hereje, yo no tengo la culpa -refunfuñó el viejo con la barba llena de vino. El Corbata y el Chilina se echaron a reír a carcajadas, mientras Santa Tecla, con la botella ya vacía en la mano, murmuraba entre dientes, cabeceando:
-Son unas desagradecías. ¡Para que haga uno por ellas nada! Juan había contemplado entristecido la escena. Vino la Filipina; el Chilina se acercó a ella a pedirle el dinero que había ganado. Era domingo y quería divertirse el mozo.
-No tengo mas que unos céntimos -dijo ella.
-Te los habrás gastado.
-No; es que no he ganado.
-A mí no me vienes tú con infundios. Venga el dinero. Ella no replicó. Él le dio una bofetada, luego otra, después, furioso, la echó al suelo, la pateó y la tiró de los pelos. Ella no lanzaba ni un grito. Al fin, ella sacó de la media unas monedas, y el Chilina, satisfecho, se marchó.
Juan y la Filipina encendieron una hoguera de ramas, y los dos, muy tristes, se calentaron en ella.
Juan se fue a su casa. El oro de las almas humanas no salía a la superficie.