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Aurora roja/Parte III/V

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IV
Aurora roja
de Pío Baroja
V
VI

V

Esnobismo sociológico - Anarquistas intelectuales - Humo


Un día Juan recibió una carta de un señor desconocido. Le decía este señor que había pensado hacer un periódico radical, casi anarquista, y quería saber si podía contar con él y con sus amigos. En el caso de que no tuvieran inconveniente, les invitaba a tomar café en su casa, en donde les presentaría unos compañeros.

-¿Iremos? -le preguntó el Libertario a Juan.

-¿Por qué no?

Fueron Juan, Manuel, el Libertario y Prats.

Los pasaron a un gabinete amueblado con ese carácter deplorable, que es el encanto de los carpinteros y de los cursis, que se llama estilo modernista. Había desparramados por el cuarto sillones bajos, sillas blancas con las patas torcidas, y dos o tres veladores repletos de baratijas. En las paredes había, encuadrados en marcos blancos, algunos grabados ingleses; en donde no se veían mas que mujeres delgadas, con el talle largo, un lirio en la mano y una expresión de estupidez desagradable.

Estaban sentados, esperando, cuando entró el amo de la casa, y saludó afectuosamente a todos. Era un joven alto, afeitado, con levita, gran corbata azul y un chaleco claro rameado.

-Pasemos a mi despacho -dijo-. Les presentaré a mis amigos.

Pasaron a un cuarto más grande; después de hacer una porción de ceremonias chinescas en la puerta, el anfitrión presentó a los anarquistas a unos jóvenes, entre ellos un militar.

El despacho era grande, de techo alto; tenía varios retratos al óleo, y, cerca de los balcones, había vitrinas llenas de miniaturas y sortijas. En el fondo había una chimenea encendida.

-Sentémonos por aquí, al lado del fuego -dijo el anfitrión.

Se sentaron todos y el dueño de la casa tocó un timbre. Vino un criado y acercó una mesita de té con tazas y pastas. Sirvió el criado a unos té, a otros, café.

El Libertario y Prats sonreían burlonamente, sobre todo cuando el criado les preguntó:

-¿De qué quiere la copa el señor? ¿De ron? ¿De Chartreuse?

-Me es igual.

Pasó luego el criado con una caja de puros, y, mientras fumaban, se habló de la compañía del Español, de los cómicos extranjeros, de Gabriel d’Annunzio y de otra porción de cosas.

Cuando ya la conversación languidecía, el dueño de la casa se arrellanó en la butaca y dijo:

-Vamos a hablar de nuestro asunto. Yo quisiera hacer una revista de una gran independencia de criterio y que representara las tendencias más avanzadas en sociología, en política y en arte, y para eso me he permitido llamarles. Yo, digo la verdad, soy anarquista en el sentido filosófico, por decirlo así. Yo creo que hay que renovar esta atmósfera en que vivimos. ¿No les parece a ustedes?

El anfitrión sonrió amablemente. No estaba, al parecer, muy convencido de la necesidad de la renovación.

-Yo quisiera saber -prosiguió- si ustedes podrían llegar a un acuerdo para poder trabajar en común, porque de la parte económica me encargaría yo.

-Nosotros somos anarquistas -dijo el Libertario-, y cada uno de nosotros tiene sus opiniones particulares; pero nosotros cuatro, y con nosotros nuestros amigos, ayudarán en lo que puedan, con el trabajo y con la propaganda, a un periódico que sirva para atacar la actual sociedad.

Juan, Prats y Manuel asintieron a lo dicho por su compañero.

-Pero eso es muy vago -dijo con cierto aire displicente un joven acicalado y repeinado, hablando con ceceo de gomoso.

-¿Vago? Yo no veo la vaguedad -replicó con rudeza el Libertario-.

Ayudaremos con gusto a todo lo que sirva para desprestigiar el Estado, la Iglesia y el Ejército. Somos anarquistas.

-Pero hay que saber qué anarquismo es el de ustedes -indicó el gomoso; y añadió, dirigiéndose al anfitrión: -Porque hay el nihilismo filosófico; hay la anarquía, que es la fórmula lógica y científica del socialismo radical, y, además de esto, hay el sentimiento anarquista, que es un sentimiento bárbaro, salvaje, de hombres primitivos.

-Ese sentimiento bárbaro y salvaje es el nuestro -dijo, sonriendo, el Libertario.

-¿Un sentimiento puramente de destrucción?

-Eso es, puramente de destrucción.

-Yo estoy con estos señores -saltó un joven de barba y anteojos, de aspecto ensimismado y hablar meloso-, creo que hay que destruir mucho, disolver las ideas hechas, atacar los dogmas en sus principios.

-Hay que construir -interrumpió el gomoso con un gesto de desdén.

-Pero ¿usted cree que la sociedad no tiene fuerza de cohesión para resistir todas las ideas, aun las más disolventes?

-Había que discutir eso.

-Discutir, ¿para qué? -repuso el de las barbas-. Es una convicción que yo tengo y de la que usted no participa.

-Pero usted, ¿qué quiere en último término? Una revolución filosófica.

-Todas las revoluciones son filosóficas. Primeramente cambian las ideas; luego se modifican las costumbres, y, por último, vienen las leyes a inmovilizarlas.

-Las ideas están ya transformadas -replicó el gomoso.

-Perdone usted. Yo creo todo lo contrario. Creo que no hay liberal verdadero en toda España.

-¡Qué exageración! Y, entonces, ¿cómo se va a verificar el cambio que usted desea?

-El cambio se hace inconscientemente, por irrespetuosidad en los de abajo y por falta de convicciones en los de arriba. Esto se agrieta, porque se descompone. Nadie cree en su misión, ni el juez que condena, ni el cura que dice misa, ni el militar, perdone usted -dijo al oficial- que mata en la guerra.

-Yo -saltó el oficial-, hago una diferencia entre el militar y el guerrero: el uno es el de las paradas, el otro, el de las batallas.

-Esta sociedad de los explotadores, de los curas, de los soldados y de los funcionarios, yo creo que se hunde -siguió diciendo el de las barbas.

-¡Bah!

-Es mi opinión -y el de las barbas se quedó mirando al fuego muy ensimismado.

-Yo -lijo el oficial a Juan-, encuentro muy simpáticas las ideas de ustedes. No espero mas que la sociedad me pise la cola para saltar y clavar las uñas. Ahora, encuentro una cosa que no me gusta, y es que ustedes tratan de suprimir en el hombre el instinto guerrero.

-No -repuso Juan-; lo que queremos es aplicarlo a algo más noble que a exterminarse unos a otros.

-Yo, lo que quisiera saber -dijo el joven sociólogo-,quiénes son los que van a hacer esa revolución.

-¿Quiénes? -contestó el Libertario-,los desharrapados, los que viven mal. ¡Que hubiese diez hombres de talento y de iniciativa en España, y la revolución estaba hecha!

-Quizá les parezca absurdo lo que voy a decir -exclamó el oficial-; pero, para mí, la revolución social es una obra que debía realizarla el ejército.

El oficial explicó su plan. Era un hombre atezado, flaco, con un perfil de aguilucho, un temperamento vehemente. Por su cerebro pasaban las ideas y los proyectos más extraordinarios, como una rueda de fuegos artificiales, sin dejar más rastro que un poco de humo. El quería que la revolución social la hiciera el ejército, dando la batalla a los capitalistas; quería, también, que el ejército hiciese en el país las obras públicas de canalización, de construcción de caminos, de tendido de líneas férreas, de repoblación de árboles, y que, luego de arreglado el terreno de España, se le licenciara si ya no era útil. Tenía una concepción napoleónica de una Europa federada, entre cesarista y anarquista.

El joven gomoso encontró muy mal las ideas del capitán. Este joven gomoso y sociólogo escribía en periódicos y revistas y se llamaba a sí mismo anarquista intelectual. No tenía simpatía por nada ni por nadie.

Para él, lo que había que debatirse antes de todo eran las posibilidades científicas de la doctrina. Su ideal era una sociedad de categorías: arriba, los sociólogos, como modernos magos, definiendo y. dictando planes y reformas sociales; abajo, los trabajadores, ejecutando los planes y cumpliendo las órdenes. La parte sentimental del socialismo y de la anarquía le parecía despreciable.

-Yo estaría con ustedes -dijo el joven sociólogo-, siempre que ustedes se atuvieran a la parte científica de la doctrina. La idea anarquista, sí; el sentimiento anarquista, no; porque no produce mas que crímenes y brutalidades.

-Ustedes los sociólogos, los ateneístas -murmuró el de las barbas con sorna-, quieren catalogar las ideas y los hombres, como los naturalistas clasifican las piedras y las mariposas. Se han muerto doscientas personas de hambre. No hay que indignarse, la cuestión es ver si el año pasado murieron más o menos.

-¿Nos vamos a poner a llorar?

-No digo eso. Lo que quiero decir es que todos los números y todas las estadísticas no sirven para nada. Dice usted: la idea anarquista, sí; el sentimiento anarquista, no. Pero, eso no puede ser, no ha sido nunca.

Entre miles de anarquistas que habrá actualmente en el mundo, no llegarán a quinientos los que tengan una idea clara y completa de la doctrina. Los demás son anarquistas, como hace treinta años eran federales, como antes progresistas, y como en épocas pasadas, monárquicos fervientes. Podrá ser un sociólogo anarquista por un espejismo científico; pero el obrero lo será porque, actualmente, es el partido de los desesperados y de los hambrientos. El obrero se contagia con el sentimiento anarquista que hay en el ambiente; el sabio, no; toma la idea, la estudia como una máquina, ve sus tornillos, observa su funcionamiento, señala sus imperfecciones y luego va a otra cosa; el obrero, por el contrario, no tiene términos de comparación, se agarra a las ideas como a un clavo ardiendo; ve que el anarquismo es el coco de la burguesía, un partido execrado por los poderosos, y dice: «¡Ése es el mío!»

-Está bien; pero yo no soy anarquista de ese modo. Para mí la anarquía es un sistema científico.

-Pues para el pueblo no es mas que la protesta de los hambrientos y de los exaltados.

-Seguramente no nos entendemos -dijo Juan-; ¡vámonos!

-No; no nos podemos entender -replicó incomodado el sociólogo-. Primeramente, debíamos saber cuál es el programa de ustedes.

-Creo que mi compañero ha dicho que somos anarquistas.

-Yo también lo soy.

-Pues entonces debemos estar conformes. Nosotros queremos aligerar ésta atmósfera pesada, abrir los balcones, que entre la luz para todos; queremos una vida más intensa, más fuerte; queremos agitar, remover esto.

-Pero eso no es un programa claro.

-¡Programa claro! ¿Para qué? -exclamó el Libertario-. ¿Para no realizarlo nunca? ¿Es que vamos a tener la vanidad de suponer que los que vengan detrás de nosotros van a considerar como infalibles los planes que nosotros hemos forjado? No, ¡qué demonio! Lo que se siente es la necesidad del cambio, la necesidad de una vida nueva. Todos sentimos que esta organización social no responde a las necesidades de hoy. Está todo variando, evolucionando con una rapidez enorme; no sólo varía la ciencia, sino las ideas de moral; lo que ayer se tenía por monstruoso, hoy se considera natural; lo que ayer pasaba por lógico, hoy se tiene como injusto. Se está verificando un cambio completo en las ideas, en los valores morales, y en medio de esta transformación, le ley sigue impertérrita, rígida. Y ustedes nos preguntan: ¿Qué programa tienen ustedes? Ése. Acabar con las leyes actuales... Hacer la revolución; luego; ya veremos lo que sale.

-No estamos conformes...

-Bueno. ¡Vámonos! -dijo Juan.

Se levantaron los cuatro. El dueño de la casa les aseguró que les había oído con verdadero placer y que tendría una gran satisfacción en ser su amigo.

El militar les saludó con efusión y también el de los anteojos. Salieron los cuatro a la calle.

-Abrígate -dijo Manuel a Juan.

-¡Quiá! No hace frío.

La noche estaba suave y tibia; la tierra, abrillantada por una lluvia menuda; el cielo, oscuro, gris, parecía pesar sobre la ciudad como un manto de plomo; las luces de los escaparates brillaban resplandecientes en la atmósfera húmeda, y el aire limpio, las aceras mojadas, las luces de los faroles y de las tiendas, todo esto reunido, daba una impresión de vida amplia y hermosa.

-¡Qué imbéciles son! -dijo Prats.

-No; que no se quieren comprometer -replicó el Libertario-. Es natural.

Cada uno defiende su posición. Quizá nosotros hiciéramos lo mismo. Lo que es interesante es el instinto anarquista que hay en todos los españoles.

-Sí; desgraciadamente, es verdad -pensaba Manuel.

-Estas tentativas de unión fracasan siempre -dijo Prats-. Sólo en Barcelona, cuando funcionaba el Centro de Carreteros y había allí reuniones secretas, se vio a la juventud radical burguesa ayudar a los anarquistas.

-Sí, es verdad -repuso el Libertario-; ese elemento radical burgués es el que mejor podría ayudarnos. Los ingenieros, los médicos, los químicos, todos esos van preparando la revolución social, como los aristócratas prepararon la revolución política.

Se despidieron.

-¡Salud, amigos! -dijo el Libertario.

-¡Salud!

Manuel y Juan fueron a su casa.