Aurora roja/Parte III/VI

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Aurora roja
de Pío Baroja
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Miedos pueriles - Los hidalgos - El hombre de la Puerta del Sol - El enigma de Passalacqua


Hay entre las diversas formas y especies de miedos, pavores y terrores, algunos extraordinariamente cómicos y grotescos.

A esta clase pertenecen el miedo de los católicos por los masones; el miedo de los republicanos por los jesuitas; el miedo de los anarquistas por los polizontes, y el de los polizontes por los anarquistas. El miedo al coco de los niños es mucho más serio, mucho menos pueril que esa otra clase de miedos.

Al católico no se le convence de que la masonería es algo así como una sociedad de baile, ni el republicano puede creer que los jesuitas son unos frailucos vanidosillos, ignorantuelos, que se las echan de poetas y escriben versos detestables, y se las echan de sabios y confunden un microscopio con un barómetro.

Para el católico, el masón es un hombre terrible; desde el fondo de sus logias dirige toda la albañilería antirreligiosa, tiene un Papa rojo, y un arsenal de espadas, triángulos y demás zarandajas.

Para el republicano, el jesuita es un diplomático maquiavélico, un sabio, un pozo de ciencia y de maldad.

Para el anarquista, el polizonte es un individuo listo como un demonio, que se disfraza y no se le conoce, que se cuela en la taberna y en el club, y que está siempre en acecho.

Para el polizonte, el que está siempre en acecho, el listo, el terrible, es el anarquista.

Todos suponen en el enemigo un poder y una energía extraordinarios.

¿Es por tontería, es por romanticismo, o solamente por darse un poco de importancia?

Es muy posible que por todas estas causas juntas. Lo cierto es que al católico no se le puede convencer de que si las ideas antirreligiosas cunden no es por influencia de los masones ni de las logias, sino porque la gente empieza a discurrir; a los republicanos tampoco habrá nadie que les convenza de que la influencia jesuítica depende, no de la listeza ni de la penetración de los hijos de san Ignacio, sino de que la sociedad española actual es una sociedad de botarates y de mequetrefes dominados por beatas.

Los polizontes no pueden creer que los atentados anarquistas sean obras individuales, y buscan siempre el hilo del complot; y los anarquistas, no pueden perder la idea de que son perseguidos en todos los momentos de su vida.

Los anarquistas padecen además la obsesión de la traición. En cualquier sitio donde se reúnan más de cinco anarquistas, hay siempre, según ellos, un confidente o un traidor.

Muchas veces este traidor no es tal traidor, sino un pobre diablo a quien algún truchimán de la policía, haciéndose pasar por dinamitero feroz, le saca todos los datos necesarios para meter en la cárcel a unos cuantos.

Al acercarse el período de la coronación, los periódicos, por hablar de algo, dijeron que se preparaban a venir a Madrid policías extranjeros por si llegaban anarquistas con fines siniestros.

Al leer esto hubo un hombre que pensó que la tal noticia podía valer dinero. Este hombre no era un hombre vulgar, era Silvio Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol.

Entre los muchos Fernández, más o menos ilustres del mundo, Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol, era indudablemente el más conocido. No había mas que preguntar por él en la acera del café Oriental, en cualquiera de esos clubs al aire libre que en la Puerta del Sol se forman junto a los urinarios; todo el mundo le conocía.

Trascanejo era un hombre alto y barbudo, con un sombrero blando de ala ancha a lo mosquetero que le cubría media cara, una chaqueta de alpaca en verano, un abrigo seboso en invierno, y en las dos estaciones, una sonrisa suntuosa y un bastón.

Era un desharrapado que se las echaba de marqués.

-No me gustan los términos medios, ¿está usted? -decía-: o voy hecho un andrajoso, o elegante hasta el paroxismo.

El hombre de la Puerta del Sol vestía y calzaba indudablemente de prestado, y el que le prestaba las ropas debía ser más grueso que él, porque siempre estaba holgado en ellas; pero en cambio, el donador tenía el pie más pequeño, porque a Trascanejo los tacones le caían hacia la mitad de la planta del pie, con lo cual solía caminar a modo de bailarina. Trascanejo no trabajaba, no había trabajado nunca. ¿Por qué?

Un sociólogo de estos que ahora se estilan me ha dicho en secreto que piensa escribir una memoria para demostrar, casi científicamente, que el 80 al 90 por 100 de la golfería en España, literatos, cómicos, periodistas, políticos, etc., proviene en línea directa de los hidalguillos de las aldeas españolas en el siglo XVII y XVIII. La tendencia a la holganza, según el tal sociólogo, se ha transmitido pura e incólume de padre a hijos, y, según él, la clase media española es una prolongación de esta caterva de hidalgos de gotera, hambrones y gangueros.

Trascanejo era hidalgo a cuatro vientos, y por eso no trabajaba; su familia había tenido casa solariega y un escudo, con más cuarteles que Prusia, entre los cuales había un jefe que representaba tres conejos en campo de azur.

El hidalgo se pasaba el día en ese foro que tenemos en el centro de Madrid, al que llamamos Puerta del Sol.

Siempre tenía este hombre, que era un pozo de embustes y de malicias, alguna noticia estupenda para solazar a sus amigos íntimos.

-Mañana se subleva la guarnición de Madrid -decía con gran misterio-.

Tenga usted cuidado. Están comprometidos la Montaña, San Gil y algunos sargentos de los Docks. ¿Tiene usted un Pitillo? Yo iré a la estación del Mediodía con los de los barrios bajos.

Este hombre, almacén de noticias falsas, que anunciaba revoluciones y pedía cigarros, tenía una vida interesante. Vivía con su novia, señorita ya vieja, entre cuero y mojama, y la madre de ella, señora pensionista, viuda de un militar. Con la pensión y con lo que trabajaban las dos damas, pasaban con cierta holgura y hasta tenían bastante para convidar a comer a Silvio a diario.

Cada día este hombre, de una imaginación volcánica, preparaba un nuevo embuste para explicar que no le hubiesen dado un cargo de gobernador o de cosa parecida, y ellas le creían y tenían confianza en él.

El hombre de la Puerta del Sol, que en la calle era el prototipo del hablar cínico, desvergonzado e insultante, en casa de su novia era un hombre delicado, tímido, que trataba a su prometida y a la madre de ella con un gran miramiento. Entre la señorita ya acartonada y el golfo callejero se había desarrollado desde hacía veinte años un amor platónico y puro. Algún beso en la mano y una porción de cartas, ya arrugadas, eran las únicas prendas cambiadas de su amor.

Silvio había cobrado algunas veces-por servicios prestados a la policía, y la noticia de los posibles atentados anarquistas le puso en guardia.

-Hay un complot que explotar -se dijo-. Este complot está incubándose, en cuyo caso no hay más que descubrirlo; o no hay nada pensado, y en este caso la cuestión está en organizarlo.

Trascanejo olfateó por dónde olía a anarquismo, y a los pocos días cayó en la taberna de Chaparro.

Habló con Juan.

-Si ustedes están dispuestos a ayudar, nada más que ayudar, tengo gente para dar el golpe. Contamos con Pepe el Pollero, con Matías, el cortador de la plaza de la Cebada. No necesitamos mas que una señal.

Se discutió por todos los socios, con gran misterio, si se tomaría parte en el complot.

Una tarde, al salir Manuel de la imprenta, se encontró con el Libertario.

Te venía a buscar-le dijo éste.

-¿Pues qué hay?

-Vigila a Juan. Es muy cándido y lo van a meter en algún lío. Me da en la nariz que hay algún manejo de la policía. Ahí, por la taberna, se han descolgado tipos que me escaman. Ahora un descubrimiento de un complot vendría al Gobierno de perillas.

-¿Y qué dicen que van a hacer?

-Dicen que van a matar al rey. Es una añagaza burda. Figúrate tú: a los anarquistas qué nos importa que el rey viva o que no viva, que mande Sagasta o cualquier mamarracho de los republicanos.

La Salvadora y Manuel, ya sobre aviso, vigilaron a Juan.

-Un día Juan recibió una carta, que leyó con gran interés.

-Es un amigo de París -dijo-, que aprovechándose de los trenes baratos, quiere ver Madrid.

-Un amigo; ¿no será algún anarquista? -dijo la Salvadora alarmada.

-No. ¡Quiá!

Manuel no se hizo cargo de la cosa. Juan fue a su trabajo y Manuel a la imprenta.

A los siete u ocho días llegó otra carta, y una noche, antes de cenar,

Juan salió de casa y se presentó con un hombre joven, afeitado, mal vestido.

-Es mi amigo Passalacqua -dijo Juana Manuel cuando éste volvió de la imprenta-; le he conocido en París.

Manuel contempló con atención al amigo.

Era un muchacho afeitado, de tez pálida y aceitosa. Tenía la cabeza piriforme; la frente, estrecha, y unas greñas negras y ensortijadas que le caían en rizos; el cuello, redondo, de mujer; los ojos, azules claros, y los labios, pálidos. Su aspecto era de un ser linfático y poltrón. Cenaron todos, y como el italiano no sabía apenas español, habló únicamente con Juan en francés. De vez en cuando se echaba a reír, y entonces su cara estúpida se transformaba y tomaba un aspecto de ironía y de ferocidad.

Al terminar la cena, Juan quiso ceder el cuarto suyo a Passalacqua y dormir él en una butaca; pero el otro le contestó que no, que dormiría en el suelo, que estaba acostumbrado.

-Haced la cama arriba, en el cuarto de jesús -dijo Juan a la Ignacia y ala Salvadora.

Llevaron las dos mujeres un colchón y mantas al sobrado.

-Ya está la cama -dijo la Salvadora.

El italiano, al despedirse, estrechó la mano de Juan y de Manuel, cogió su maleta y subió las escaleras, hasta el cuarto de la guardilla. Luego tomó el candelero con un cabo de vela de manos de la Ignacia.

-¿Tiene llave este, cuarto? -preguntó.

-No.

Dejó su maleta con gran cuidado sobre la silla.

-Está bien -añadió-. Mañana, al amanecer, quisiera que se me llamara.

-Se le llamará.

-Buona sera.

-Malas trazas tiene el pájaro -dijo Manuel a su hermano.

-¿Por qué no vas a la cama? -preguntó la Salvadora a Juan.

-Todavía es temprano.

-¡Qué ganas tiene de enviarte a la cama hoy la Salvadora! -dijo torpemente Manuel.

Ella le lanzó una mirada, y Manuel comprendió que se trataba de algo extraño, y se calló. Juan estaba muy pensativo; por más esfuerzos que hacía se le notaba una honda preocupación. Entró en el cuarto y estuvo paseándose largo rato.

-¿Qué pasa? -preguntó Manuel cuando se quedaron solos. La

Salvadora puso un dedo en los labios.

-Aguarda -murmuró.

Esperaron largo rato.

Juan apagó la luz en su cuarto; entonces la Salvadora en voz baja dijo a Manuel:

-Ese hombre trae algo en la maleta; quizá una bomba.

-¡Eh!

-Sí.

-¿Por qué supones eso?

-Tengo indicios para creerlo. Es más: estoy segura.

-Pero, bueno; ¿qué has visto?

-He visto que cuando ha dejado la maleta lo ha hecho con gran cuidado; luego, al venir con Juan, he visto que por la calle, detrás de ellos, iban siguiéndoles dos hombres; además, ya ves cómo está Juan... preocupado...

-Sí, es verdad.

-Ese hombre trae algo.

-Sí, creo que sí.

-¿Y qué hacemos?

-Hay que coger esa maleta-dijo Manuel.

-Iré yo -dijo la Salvadora.

-¿Y si se despierta?

-No se despertará. Viene muy cansado.

Pasada una hora, salieron a la escalera, y subieron los dos muy despacio. Acercaron el oído a la puerta del desván. Se oía la respiración lenta del hombre, que dormía.

-Yo sé dónde ha dejado la maleta -dijo la Salvadora-; a tientas estoy segura de cogerla.

Empujó la puerta, que rechinó suavemente, entró en el desván y salió al instante con la maleta en la mano.

Bajaron los dos al comedor sin hacer el menor ruido y pusieron la maleta encima de la mesa. Estaba cerrada y bien cerrada. Manuel cogió un cuchillo y, forcejeando, la descerrajó.

Sacaron un manojo de ropa; luego, folletos, y de en medio, una cosa dura envuelta en periódicos. Por el peso comprendieron que era -.lgo terrible. Se quedaron pálidos, horrorizados. Destaparon el bulto. Era una caja de metal, cuadrada, de un palmo de alta, reforzada con alambres y con un asa de cuerdas.

-¿Qué hacemos con esto? -se preguntó Manuel, perplejo.

No se atrevían a tocarlo.

-¿Por qué no llamas a Perico? -dijo la Salvadora.

Bajó Manuel de puntillas la escalera. El electricista estaba todavía en el taller. Le llamó y le contó lo que pasaba.

-Vamos a ver eso -dijo Perico al oír la relación de Manuel.

Subieron los dos despacio, sin hablarse, y contemplaron el aparato.

-¡Ah, ya comprendo lo que es! -dijo Perico-. Esto -y señaló un tubito de cristal que salía por en medio de la caja y que estaba lleno de un líquido amarillento- debe tener un ácido. Si se quiere que estalle la máquina, se le da vuelta, el ácido corroe este corcho, lo que da tiempo al que pone la bomba de escapar; luego entra el ácido dentro y provoca la explosión. Si llegáis a dar vuelta a la caja, creo que a estas fechas ya no lo podríais contar.

La Salvadora y Manuel se estremecieron.

-¿Y qué hacemos? -preguntaron los dos.

-Hay que romper el tubo. ¡Ánimo! Y salga lo que saliere. Perico apretó el tubito con un alicate y lo hizo saltar.

-Ahora ya no hay cuidado. Vamos abajo.

Cogió el electricista la caja, y seguido de Manuel bajó la escalera. En el taller cortaron los alambres que reforzaban el aparato, y con un destornillador Perico soltó una tapadera sujeta a tuerca. Hecho esto, volcó la lata y salió una gran cantidad de polvo rojizo, que recogieron en un periódico. Había un par de kilos.

-¿Esto será dinamita? -preguntó Manuel.

-Debe serlo.

-¿Y qué hacemos con ella?

-Échala en la pila de la fuente con cuidado, y abre el grifo. Se irá marchando poco a poco.

Hizo esto Manuel, y dejó la llave de la fuente abierta.

-Aquí queda algo dentro -murmuró Perico.

Metió la punta de una tijera en la lata y la fue abriendo.

Había pedazos de hierro retorcidos, y en el sitio de donde partía el tubo de cristal lleno de ácido había una cajita pequeña hecha con dos naipes y llena de polvos blancos, que olían a almendras amargas.

Lavaron la caja y tiraron los trozos de hierro por el sumidero del patio.

Terminada la operación, subieron de nuevo. La Salvadora había separado las ropas, los papeles encontrados en la maleta y un cuchillo largo, de cocina, con su vaina. Este cuchillo tenía un mango de madera pintado de rojo, adornado con los nombres de todos los anarquistas célebres, y en medio de ellos se leía la palabra Germínal. Fueron mirando uno a uno los papeles. Había proclamas impresas, recortes de periódicos, grabados y notas manuscritas. En uno de los papeles estaba el dibujo de la bomba. Perico lo cogió para verlo. Por lo que señalaba el papel, en el compartimiento pequeño, hecho con dos naipes, lleno de polvos con olor a almendras amargas, había una mezcla de bicromato, permanganato y clorato potásicos, empapados en nitrobencina. En el tubito había ácido sulfúrico, y el resto estaba lleno de dinamita y de pólvora cloratada.

-Yo voy a quemar todos estos papeles -dijo Manuel. Hicieron fuego en la cocina y echaron los periódicos, y sobre ellos el cuchillo. Cuando se carbonizó el mango, bajó Manuel el cuchillo al patio y lo metió en la tierra. Rebolledo, el jorobado, que había notado los pasos por la escalera, se levantó a ver lo que ocurría.

-¿Qué pasa? -dijo en alta voz.

Le hicieron enmudecer y le enteraron de lo ocurrido.

-¿Qué hay? -dijo Juan desde su cuarto, que al ruido se había alarmado.

-Nada -le contestó la Salvadora-. Perico, que ha perdido la llave.

-Registradle a Juan, por si acaso -dijo el jorobado-; no tenga alguna carta que le comprometa.

-Es verdad -dijo Manuel-. ¡Qué torpes hemos estado! Precisamente hace unos días ha recibido dos cartas.

Entró la Salvadora como a dar nuevas explicaciones al enfermo y volvió con la chaqueta y el gabán de Juan. Allí estaban las dos cartas, una de ellas horriblemente comprometedora, pues se hablaba claramente de un complot. Se registraron las ropas de Juan y se quemaron todos los papeles.

-Yo creo que ahora podéis estar tranquilos -dijo Rebolledo-. ¡Ah!, una cosa. Cuando venga la policía, que vendrá por lo que decís, si no traen los agentes auto del juez, preguntarán si les dejáis entrar, y les contestáis que sí, pero que vengan con dos testigos. En el mismo momento advertidle a Juan y decidle lo que habéis hecho, pero que no tenga tiempo de advertir nada al otro.

Pasaron la noche la Salvadora y Manuel en el comedor con gran inquietud. Como si aquella máquina infernal hubiese estallado en su cerebro, Manuel sentía que todas sus ideas anarquistas se desmoronaban y que sus instintos de hombre normal volvían de nuevo. La idea de un aparato así calculado fríamente le sublevaba. Nada podía legitimar la mortandad que aquello podía producir. ¡Cómo Juan podía intervenir en un proyecto tan salvaje! ¡Él, tan exageradamente bueno y humano! Es verdad, como había dicho Prats una vez, que en la guerra se bombardeaban pueblos enteros y se sembraba la muerte por todas partes; pero en la guerra había una presión nacional sobre los ejércitos que combatían, había además una disgregación de la responsabilidad; cada uno hacía lo que le mandaban, y no podía hacer otra cosa, a riesgo de ser fusilado; pero en el caso de los anarquistas era distinto: no había fuerza que les impulsara a cometer el crimen; al contrario, todo conspiraba para que no lo cometiesen...; y, sin embargo, ellos iban llevados por un bárbaro fanatismo, salvando todos los obstáculos, a sembrar la muerte entre infelices.

A la hora de costumbre, Manuel salió de casa; no había dado la vuelta a la calle de Magallanes cuando dos hombre le detuvieron.

-¿Es usted Manuel Alcázar?

-Servidor de usted.

-Queda usted detenido.

-Está bien.

-Vamos a registrar su casa. ¿Quiere usted darnos permiso para hacerlo, o quiere que vengamos con auto del juez?

-Lo mismo me da.

-Entonces, haga el favor de decírselo así a su familia.

-Bueno.

Volvieron a la casa.

-¡Ah!, yo exijo una cosa -dijo Manuel al entrar en el portal.

-¿Qué?

-Que asistan dos vecinos al registro.

-Está bien.

Manuel, con un agente, fue al juzgado de guardia, e inmediatamente le llevaron a presencia del juez.

-Tengo entendido -le dijo el juez- que es usted un anarquista peligroso..

-¿Yo? No, señor, no soy anarquista.

-Entonces, el agitador es un hermano de usted.

-Mi hermano es anarquista, pero no de acción.

-Su hermano es escultor, ¿verdad?

-Sí, señor.

-Y un escultor notable. ¿Cómo no influye usted para que abandone esas ideas?

-Si pudiera, crea usted que lo haría; pero no tengo influencia para eso.

Él ha estudiado y ha visto más que yo.

-Pues siento que su hermano se haya metido en un mal negocio. ¿Cuándo recibió su hermano las cartas de Passalacqua?

-¿Qué cartas? -preguntó cándidamente Manuel.

-¿No ha recibido su hermano de usted unas cartas?

-No sé; no le puedo decir a usted, porque yo paso muy poco tiempo en casa.

-¿Usted vio ayer al forastero que su hermano Juan ha hospedado en su casa?

-Sí, señor.

-¿Sabe usted cómo se llama?

-Mi hermano dijo que era un italiano que iba a pasar la noche.

-¿Llevaba ese italiano una maleta pesada?

-No sé. Yo no lo vi. Cuando llegué de la imprenta estaba cenando. Las mujeres de casa le hicieron la cama en el desván y yo no me enteré de más.

-Bueno. Espere usted un instante.

Al cabo de poco tiempo le dijeron que podía marcharse.

Volvió de prisa a su casa. La Salvadora estaba sonriendo. Contó la escena entera. Juan había quedado asombrado al ver que en la maleta no había bombas ni cuchillo, ni folletos.

Passalacqua, al ser registrado por los agentes, no había dicho esta boca es mía; los policías lo registraron todo y se llevaron unos libros de Juan.

Después del registro habían detenido al italiano como indocumentado, y a Juan le habían dejado libre.

Por la noche, los periódicos hablaron del registro llevado a cabo en casa de Manuel. Lo consideraban como una plancha de la policía. Passalacqua había declarado que efectivamente era anarquista, pero no anarquista de acción, y que venía a España a buscar trabajo.

Había indicios para creer que no se llamaba Passalacqua, sino Butti, y que estaba reclamado por la policía italiana. Venía de América, en donde había estado preso por varios robos. El Gobierno decretaría inmediatamente su expulsión.

Por la noche, al volver Manuel de la imprenta, se encontró con Juan.

-¿Pero cómo es posible que hayas tomado parte en un proyecto tan estúpido? -le preguntó.

-Es necesario; hay que hacer la revolución; hay que sacrificarse por ella.

-Pero es imbécil; ¿qué ibais a adelantar con eso?

-¿Qué? Hacer saltar este armazón social, este conglomerado de iniquidades a fuerza de bombas. Hay que barrer todo lo que queda de esta sociedad podrida.

-En nombre del bienestar de todos, ¿eh?

-Tú lo has dicho -contestó Juan.

-Yen nombre del derecho a la vida de los que han de vivir, vais a matar al niño, y al viejo, y a la mujer... que ya viven.

-Es necesario -replicó Juan con voz sombría.

-¡Ah! ¡Es necesario!

-Sí. El cirujano que amputa un miembro gangrenado tiene que cortar carne sana.

-Y tú, Libertario -repuso Manuel-; tú, que crees que el derecho de vivir de un hombre está por encima de todo; tú, que no aceptas que uno evite la fatiga y haga trabajar a otro, aceptas que un inocente tenga que sacrificar su vida para que los hombres de mañana vivan bien. Pues yo te digo que eso es imbécil y monstruoso. Y si a mí me dijeran que la felicidad de la humanidad entera se pudiera conseguir con el lloro de un niño, y eso estuviera en mi mano, yo te digo que no le haría llorar a un niño, aunque todos los hombres del mundo se me pusieran de rodillas...

-Y harías bien -murmuró Juan-. Por los niños, por las mujeres, por los débiles, nosotros trabajamos. Y por ellos hay que destruir la sociedad actual, basada en la iniquidad; por ellos hay que cauterizar brutalmente la llaga social.

Para Juan, en su exaltación, todos los caminos, todos los procedimientos eran buenos, con tal de que trajeran la revolución soñada. Esta sería la aurora de un nuevo día, la aurora de la justicia, el clamor del pueblo entero, durante tantos años vejado, martirizado, explotado, reducido a la miserable situación de bestia de carga. Sería una aurora sangrienta en donde a la luz de los incendios crujiría el viejo edificio social sustentado en la ignominia y en el privilegio, y no quedaría de él ni ruinas, ni cenizas, y sólo un recuerdo de desprecio por la vida abyecta de nuestros miserables días.

Sería el barro negro de las Injurias y de las Cambroneras que ahogaría a los ricos; la venganza justa contra las clases directoras que hacían del Estado una policía para salvar sus intereses, obtenidos por el robo y la explotación, que hacían del Estado un medio de calmar a tiros el hambre de los desamparados.

Aquella mayor parte de la humanidad que agonizaba en el infierno de la miseria se rebelaría e impondría la piedad por la fuerza, e impediría que se siguieran cometiendo tantas infamias, tantas iniquidades. Y para esto, para excitar a la rebelión a las masas, todos los procedimientos eran buenos: la bomba, el incendio, el regicidio... ¡Qué se podía contestar a un fanatismo así!

No había argumentos posibles; pero Manuel, cuando vio a Juan ya más tranquilo, le atacó de soslayo.

-Por lo menos -dijo-, ya que estás dispuesto a un sacrificio tan grande, entérate primero de si no te engañan. Este Passalacqua era de la policía.

-¿Crees tú?

-Sí. Estoy seguro. ¿Quién viaja con un montón de papeles comprometedores, con un cuchillo grande, con el mango lleno de nombres de anarquistas?

-Eso no tiene nada de particular.

-Pues, bien; yo te digo que Passalacqua es de la policía, que sabía, que iban a venir a registrar esta casa, y que si sigues fiándote así de cualquiera, no te sacrificarás por la anarquía, sino que harás el caldo gordo al Gobierno. Tú no le conocías a Passalacqua, ¿verdad?

-No.

-¿Cómo te relacionaste con él?

-Hace una semana recibí una carta de Passalacqua, de Barcelona; me decía que venía por un asunto urgente, y si yo tenía un sitio seguro dónde acogerle. Le contesté que sí, y entonces me escribió que el día primero del mes llegaría; que tenía la intención de poner una bomba al paso de la comitiva en las fiestas de la Coronación, y que le reconocería por estas señas: joven, afeitado, con boina, con una maleta amarilla en la mano derecha y un paraguas negro en la izquierda. Al verle, debía preguntarle: «¿Éste es el tren de Barcelona?». Y él me contestaría: «Yo no sé, señor; no entiendo bien el castellano». Efectivamente, así lo hice; bajé a la estación del Mediodía y me encontré con el italiano. Tomamos un coche. Passalacqua me indicó lo que trataba de hacer y que llevaba la bomba en la maleta. Iba yo a llevarle a mi antigua casa de huéspedes, cuando me dijo: «Soy indocumentado. Quizá no me quieran admitir aquí».

-¿Ves? -saltó Manuel-,tenía interés en venir a tu casa.

-Yo le dije que sí, que le admitirían; pero él se empeñó en que estaría más seguro en mi casa. Yo no hubiera querido comprometeros a vosotros; pero le traje aquí. Al irme a la cama pensaba: Si viene la policía nos revienta. Cuando me han despertado, he dicho: Aquí está; y, la verdad, al resultar que no había nada, ni bomba, ni papeles, me he quedado asombrado. ¿Cómo habéis podido saber que iban a registrar la casa?

-La Salvadora lo sospechó; después yo tengo indicios para creer que Passalacqua es de la policía.

Manuel insistió en este punto para ver si llevaba la duda y la desconfianza al ánimo de su hermano.